La vida instrucciones de uso (68 page)

Read La vida instrucciones de uso Online

Authors: Georges Perec

Tags: #Otros

Se enteró por casualidad cuando se disponía a encender la lumbre con un número de dos años atrás de
Dernières Nouvelles de Saint-Moritz
, hoja local que durante la temporada de invierno publicaba dos veces por semana los chismorreos de la estación: Olivia y Rémi Rorschash habían ido a pasar unos diez días a
l’Engadiner
y cada uno de ellos había tenido derecho a una entrevista:

—Rémi Rorschash, díganos cuáles son sus proyectos actuales.

—Me han contado la historia de un hombre que ha dado la vuelta al mundo para pintar cuadros y que luego los ha destruido científicamente. Creo que me apetecería bastante hacer una película con eso…

El resumen era pobre y falso, pero capaz de despertar el interés de Beyssandre. Y, cuando lo conoció con más detalles, el proyecto del inglés suscitó su entusiasmo. Por ello fue muy rápida su decisión: serían aquellas obras, que su autor deseaba hacer desaparecer por completo, las que constituirían la joya más preciada de la colección más única del mundo.

A comienzos de abril de 1974 Bartlebooth recibió la primera carta de Beyssandre. En aquella época ya sólo podía leer los titulares de los periódicos y se la leyó Smautf. El crítico contaba detalladamente su historia y cómo había llegado a escoger para aquellas acuarelas fragmentadas en otros tantos puzzles un destino de obras de arte que su autor les negaba: mientras los artistas del mundo entero y sus marchantes soñaban desde hacía meses con incorporar uno de sus productos a la fabulosa colección de las Marvel Houses, sería al único hombre que no quería enseñar ni conservar su obra a quien propondría comprarle lo que quedara de ella por diez millones de dólares.

Bartlebooth le pidió a Smautf que rompiera la carta, que devolviera sin abrirlas las que eventualmente fueran llegando y que despidiera a su autor si por casualidad llegara a presentarse.

Durante tres meses, Beyssandre escribió, telefoneó y llamó a la puerta para nada. Y luego, el once de julio, hizo una visita a Smautf en su cuarto y le encargó que avisara a su señor de que le declaraba la guerra: si, para Bartlebooth, el arte consistía en destruir las obras que había concebido, para él, Beyssandre, consistiría en preservar a toda costa una o varias de aquellas obras y ¡ay del inglés como intentara impedírselo!

Bartlebooth conocía bastante, aunque sólo fuera por haberlos experimentado en su propia persona, los estragos que puede causar la pasión en los individuos más sensatos, para saber que el crítico no hablaba ciertamente a la ligera. La primera precaución debió ser la de evitar todo riesgo para las acuarelas reconstruidas y renunciar, con este fin, a seguir destruyéndolas en los sitios mismos en que fueron pintadas antaño. Pero eso sería no conocer a Bartlebooth: provocado, aceptaría la provocación, y, como hasta entonces, seguirían transportándose las acuarelas a su lugar de origen para recobrar en él la blancura de su nada primera.

Esta fase última del gran proyecto se había cumplido siempre de modo mucho menos protocolario que las etapas que la habían precedido. Durante los primeros años fue a menudo Bartlebooth mismo quien, entre tren y tren o entre avión y avión, procedía a aquella operación; un poco más tarde se encargó Smautf de hacerlo; y a medida que los lugares empezaron a hacerse cada vez más lejanos, se adoptó la costumbre de enviar las acuarelas a los corresponsales con los que Bartlebooth había entrado en relación en la época o a los que los habían sustituido entre tanto; cada acuarela iba acompañada de un frasco de disolvente especial, de un plano detallado que indicaba con precisión dónde debía hacerse la cosa, de una nota explicativa y de una carta firmada por Bartlebooth en la que se rogaba al corresponsal se sirviera proceder a la destrucción de la acuarela adjunta, siguiendo las indicaciones expuestas en la nota explicativa, y, concluida la operación, remitirle la hoja de papel otra vez virgen. Hasta la fecha la operación se había desarrollado tal como estaba previsto y Bartlebooth había recibido, diez o quince días más tarde, su hoja blanca, y nunca había pensado que alguien pudiera simular sólo que destruía la acuarela y enviarle una hoja diferente; quiso asegurarse de ello y mandó comprobar que todas aquellas hojas —fabricadas especialmente para él— llevaban su filigrana y las huellas ínfimas del recortado de Winckler.

Para hacer frente al ataque de Beyssandre, Bartlebooth consideró varias soluciones. La más eficaz habría sido ciertamente confiar la destrucción de las acuarelas a un hombre de confianza y hacerlo escoltar por guardaespaldas. Pero ¿dónde encontrar un hombre de confianza, frente al poder casi ilimitado de que disponía el crítico? Bartlebooth sólo estaba seguro de Smautf y Smautf era demasiado viejo; además el multimillonario, que, para asegurar el éxito de su proyecto, llevaba cincuenta años abandonando poco a poco su patrimonio a sus hombres de negocios, ni siquiera tendría los medios necesarios para proporcionar una protección tan costosa a su viejo criado.

Después de vacilar mucho tiempo, Bartlebooth quiso ver a Rorschash. Nadie sabe cómo logró obtener su ayuda; en cualquier caso, por mediación del productor pudo confiar a unos operadores de televisión que iban a rodar al océano Índico, al mar Rojo o al golfo Pérsico la misión de destruir las acuarelas con el protocolo habitual y filmar su destrucción.

Durante varios meses funcionó este sistema sin demasiados tropiezos. El operador, la víspera de su viaje, recibía la acuarela que había que destruir así como una caja precintada que contenía ciento veinte metros de película inversible, cuyo revelado daría una copia original, sin tener que pasar por un intermediario negativo. Smautf y Kléber iban al aeropuerto a esperar el regreso del cameraman que les entregaba la acuarela de nuevo blanca y la película impresionada, que llevaban en el acto a un laboratorio. Aquella misma noche o, como mucho, a la mañana siguiente Bartlebooth podía visionar la película en un proyector de 16 mm. instalado en la antesala. Después la mandaba quemar.

Diversos incidentes que difícilmente podían pasar por coincidencias demostraron, sin embargo, que Beyssandre no abandonaba la partida. Fue él, sin duda alguna, quien organizó el robo en el piso de Robert Cravennat, el auxiliar de laboratorio que, desde el accidente de Morellet en 1960, se encargaba de la reacuarelización de los puzzles, y el conato de incendio criminal que estuvo a punto de destrozar el taller de Guyomard. Bartlebooth, cuya vista disminuía cada día más, iba cada vez más atrasado, y Cravennat no tenía ningún puzzle en su casa aquella quincena; en cuanto a Guyomard, apagó él mismo el foco del incendio —unos trapos empapados en petróleo— antes de que los que lo habían encendido pudieran aprovecharse de él para robar la acuarela que acababa de recibir.

Pero eso no bastaba para desanimar a Beyssandre, y, hará algo menos de dos meses, el veinticinco de abril de 1975, la misma semana en que Bartlebooth perdió definitivamente la vista, acabó por ocurrir lo inevitable: el equipo de reporteros que había ido a Turquía, y cuyo cameraman debía trasladarse a Trebisonda para proceder a la destrucción de la cuadracentésima trigésima octava acuarela de Bartlebooth (el inglés llevaba entonces dieciséis meses de retraso respecto de su programa), no regresó; se supo dos días después que los cuatro hombres habían muerto en un inexplicable accidente de circulación.

Bartlebooth decidió renunciar a sus destrucciones rituales; los puzzles que acabara de allí en adelante no se volverían a pegar, a desprender de su soporte de madera y a sumergir en un disolvente del que saldría la hoja de papel totalmente blanca, sino que simplemente se volverían a colocar en la caja negra de la señora Hourcade y se arrojarían a un incinerador. Esta decisión fue a un tiempo tardía e inútil, pues Bartlebooth no había de acabar nunca el puzzle que empezaba aquella semana.

Algunos días después, Smautf leyó en un diario que Marvel Houses International, filial de Marvel Houses Incorporated y de International Hostellerie, hacía suspensión de pagos. Nuevos cálculos habían demostrado que, habida cuenta del aumento en los costes de construcción, la amortización de los veinticuatro parques culturales exigiría no cuatro años y ocho meses, ni cinco años y tres meses, sino seis años y dos meses; los principales socios comanditarios, asustados, habían retirado sus fondos para invertirlos en un gigantesco proyecto de remolque de icebergs. El programa de las Marvel Houses quedaba suspendido
sine die
.

De Beyssandre nadie tuvo más noticias.

Capítulo LXXXVIII
Altamont, 5

En el gran salón de los Altamont dos criados están ultimando los preparativos de la recepción. Uno, un negro atlético que lleva con indolente descuido una librea Luis XV —casaca y calzones finamente listados de verde, medias de algodón verde, zapatos con hebilla de plata— levanta, sin esfuerzo aparente, un sofá de tres plazas, de madera lacada color rojo oscuro, decorado con follaje estilizado e incrustaciones de nácar y provisto de cojines de chintz; el otro, un maître d’hôtel de tez amarilla y nuez de Adán prominente, que viste un traje negro un poquitín grande para él, va colocando en un largo trinchero con cubierta de mármol, arrimado a la pared de la derecha, varias fuentes grandes de plata inglesa cubiertas de pequeños sándwiches de lengua escarlata, huevos de salmón, carne de los Grisones, anguila ahumada, puntas de espárragos, etcétera.

Encima del trinchero hay dos cuadros firmados por J. T. Maston, un pintor costumbrista de origen inglés que vivió mucho tiempo en América central y tuvo cierta notoriedad a principios de siglo: el primero, titulado
El boticario
, representa un hombre de levita verdosa, calvo, nariz calzada de quevedos y frente afeada por un lobanillo enorme, que, en el fondo de una tienda oscura llena de grandes tarros cilíndricos, parece descifrar con extrema dificultad una receta; el segundo,
El naturalista
, presenta un hombre flaco, seco, de rostro enérgico, con una barba cortada a la americana, es decir muy frondosa debajo del mentón. De pie y cruzado de brazos, contempla cómo se debate una ardillita pequeña aprisionada en una telaraña de mallas estrechas, tendida entre dos tuliperos gigantescos y tejida por un bicho repugnante, del tamaño de un huevo de paloma y provisto de patas enormes.

Junto a la pared de la izquierda, en la repisa de una chimenea de mármol jaspeado, dos lámparas, cuyos zócalos están hechos con casquillos de obús de cobre amarillo, enmarcan un alto fanal de vidrio que protege un ramillete de flores, cada uno de cuyos pétalos es una fina hoja de oro.

Casi a lo largo de toda la pared del fondo cuelga un tapiz muy deteriorado, de colores completamente apagados. Representa con toda probabilidad a los Reyes Magos: son tres personajes, uno arrodillado, los otros dos de pie, de los que sólo uno ha quedado casi intacto: lleva una larga vestidura con mangas acuchilladas; le cuelga una espada de la cintura y sostiene en la mano izquierda una especie de bombonera; tiene el pelo negro y va tocado con un extraño sombrero adornado con un medallón, mezcla, a la vez, de boina, tricornio, corona y gorro.

En primer término, un poco a la derecha y de bies con relación a la ventana, Véronique Altamont está sentada ante un escritorio forrado de piel y adornado con arabescos dorados por el que están esparcidos algunos libros: una novela de Georges Bernanos,
La alegría; El pueblo liliputiense
, un libro infantil en cuya portada se ven algunas casas diminutas, una boca de incendio, una alcaldía con su reloj de pared y unos chiquillos llenos de asombro, con caras cubiertas de pecas, a los que unos enanitos provistos de largas barbas sirven rebanadas de pan untadas con mantequilla y grandes vasos de leche; el
Diccionario de abreviaturas francesas y latinas usadas en la Edad Media
de Espingole y los
Ejercicios de diplomática y paleografía medievales
, de Tousain y Tassin, abiertos por una página con dos facsímiles de textos medievales: en la de la izquierda, un contrato de alquiler tipo

Sepan quienes vean y oigan estas letras que los

de Menoalville deben a los de Leglise Dauteri

tres sueldos de Toul que han de devolverse cada uno

en el plazo dicho…

en la página de la derecha un fragmento de la
Verídica historia de Filemón y Baucis
de Garin de Garlande: es una adaptación muy libre de la leyenda relatada por Ovidio, en la que el autor, un clérigo de Valenciennes que vivió en el siglo XII, imagina que Zeus y Mercurio no se contentaron con provocar un diluvio para inundar a los frigios, sino que les enviaron asimismo legiones de animales feroces que, de regreso en su cabaña convertida en templo, describe Filemón a Baucis:

Vi allí trescientos nueve pelícanos; seis mil dieciséis pájaros seléucidas, andando en formación y devorando la langosta de los trigales; cinamólogos, argátilos, caprimulgos, timnúnculos, crotenotarios, y digo que hasta onocrótalos con su gran buche; estinfálidos, arpías, panteras, dorcadas, cemades, cinocéfalos, sátiros, cartasonos, tarandas, uros, monopos, péfagos, cepes, nearos, esterios, cercopitecos, bisontes, musímonos, bitures, ofirios, estrigios, grifos.

En medio de estos libros se halla una carpeta de tela recia, de color pardo, cerrada con dos gomas y provista de una etiqueta rectangular en la que está escrito con cuidada caligrafía el título siguiente:

Véronique es una chica de dieciséis años, demasiado alta para su edad, de tez muy pálida, cabellos extremadamente rubios, rostro ingrato, aire un poco hosco; lleva un largo vestido blanco con mangas de encaje, cuyo cuello escotado deja ver unos hombros de clavículas salientes. Está examinando atentamente una fotografía de pequeño formato, estriada y doblada, que representa dos bailarinas, una de las cuales no es otra que la señora Altamont con veinticinco años menos: ambas hacen ejercicios en la barra bajo la dirección de su profesor, un hombre flaco, con cabeza de pájaro, ojos ardientes, cuello descarnado, manos huesudas, pies descalzos, torso desnudo, vestido únicamente con un calzón largo y un gran mantón de ganchillo que le cae por los hombros y que lleva en la mano izquierda un bastón alto con pomo de plata.

Other books

Collide by Ashley Stambaugh
Daybreak Zero by John Barnes
The Fly Boys by T. E. Cruise
Without Prejudice by Andrew Rosenheim
El traje gris by Andrea Camilleri
The King's Rose by Alisa M. Libby
Show Off by Emma Jay