La vieja guardia (12 page)

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Authors: John Scalzi

Jesse se inclinó hacia adelante y me miró a la cara.

—Esto de los ojos de gato me resulta fascinante —comentó—. Me pregunto si habrán usado ADN de gato para crearlos. Ya sabes, mezclando ADN gatuno con el nuestro. No me importaría ser en parte gata.

—No creo que sea ADN de gato —dije—. No exhibimos otros atributos gatunos.

Jesse se enderezó.

—¿Como cuáles?

—Bueno —dije, y dejé que mis manos se acercaran a sus pechos—, para empezar, los gatos tienen barbas en el pene.

—Venga ya.

—No, es cierto. Son esas barbas las que estimulan a la hembra para ovular. Busca. Aquí abajo no hay barbas. Creo que lo habrías notado si las hubiera.

—Eso no demuestra nada —respondió Jesse, y de repente echó el culo hacia atrás e inclinó el resto del cuerpo hacia adelante, para caer directamente encima de mí. Sonrió con picardía—. Podría ser que no nos hubiésemos esforzado lo bastante como para que salieran.

—Me parece percibir un desafío —dije.

—Yo también percibo algo —respondió ella, y se meneó.

* * *

—¿En qué estás pensando? —me preguntó Jesse más tarde.

—Estoy pensando en Kathy —contesté—, y en cuántas veces estuvimos tendidos igual que nosotros ahora.

—¿En la alfombra, quieres decir? —dijo Jesse, sonriendo.

Le di un golpe suavecito en la cabeza.

—Esa parte no. Tendidos después del sexo, charlando y disfrutando de la compañía mutua. Es lo que estábamos haciendo la primera vez que hablamos de enrolarnos.

—¿Por qué sacaste el tema?

—No fui yo. Fue Kathy. Yo acababa de cumplir sesenta años, y estaba deprimido por hacerme viejo. Así que ella sugirió que nos enroláramos cuando llegara el momento. Me sorprendió un poco. Siempre habíamos sido antimilitaristas. Protestamos contra la Guerra Subcontinental, ¿sabes?, cuando no era exactamente popular hacerlo.

—Montones de personas protestaron contra esa guerra —dijo Jesse.

—Sí, pero nosotros protestamos de verdad. Fuimos la rechifla del pueblo.

—Entonces ¿cómo racionalizó ella lo de enrolaros en el Ejército Colonial?

—Explicó que no estaba contra la guerra o los militares en sentido general, sino contra aquella guerra y nuestros militares. Dijo que las personas tienen derecho a defenderse y que, probablemente, haya un universo desagradable ahí fuera, y que, más allá de esos nobles motivos, volveríamos a ser jóvenes.

—Pero no podríais alistaros juntos —dijo Jesse—. A menos que tuvierais la misma edad.

—Ella era un año más joven que yo —contesté—. Y se lo mencioné… Le dije que
si
me enrolaba en el ejército, estaría oficialmente muerto, no estaríamos casados y quién sabe si volveríamos a vernos de nuevo.

—¿Qué dijo ella?

—Que
eso
eran detallitos
técnicos.
Que me encontraría y me arrastraría al altar como había hecho antes. Y lo habría hecho, ¿sabes? Podía ser inflexible en esas cosas.

Jesse se apoyó en un codo y me miró.

—Lamento que no esté aquí contigo, John.

Sonreí.

—No pasa nada —dije—. Sólo es que la echo de menos de vez en cuando, eso es todo.

—Comprendo. Yo también echo de menos a mi marido.

La miré.

—Creí que te había dejado por una mujer más joven y luego se intoxicó comiendo.

—Eso hizo, y se mereció vomitar hasta la primera papilla —dijo Jesse—. En realidad no lo echo de
menos
a él, lo que echo de menos es tener un marido. Me gusta que haya alguien con quien se supone que tienes que estar. Es bonito estar casado.

—Es bonito estar casado —coincidí.

Jesse se me acercó y pasó un brazo sobre mi pecho.

—Esto también es bonito. Hace tiempo que no lo hacía.

—¿Estar tendida en el suelo?

Ahora le tocó a ella darme un cate.

—No. Bueno, sí, vale. Pero más específicamente, estar tendida después del sexo. O tener sexo, lo mismo da. No querrás saber cuánto tiempo hace desde la última vez.

—Claro que sí.

—Hijo de puta. Ocho años.

—No me extraña que te tiraras encima de mí en el momento en que me viste —dije.

—En esto tienes razón. Daba la casualidad de que estabas muy convenientemente situado.

—Estar situado lo es todo: es lo que siempre me decía mi madre.

—Tuviste una madre extraña —dijo Jesse—. Eh, zorra, ¿qué hora es?

—¿Qué?

—Estoy hablándole a la voz de mi cabeza —dijo ella.

—Le has puesto un bonito nombre.

—¿Cuál le has puesto a la tuya?

—Gilipollas.

Jesse asintió.

—Suena bien. Bueno, Zorra me dice que son las 1600 en punto. Tenemos dos horas hasta la cena. ¿Sabes qué significa eso?

—No sé. Creo que cuatro veces es mi límite, aunque sea joven y esté supermejorado.

—Tranquilízate. Significa que tenemos tiempo suficiente para echarnos una siesta.

—¿Debo coger una manta?

—No seas tonto. Que haya echado un polvo en la alfombra no significa que quiera dormir en ella. Tienes una cama de sobra. Voy a usarla.

—¿Entonces voy a echar la siesta solo?

—Te compensaré —prometió Jesse—. Recuérdamelo cuando me despierte.

Eso hice. Eso hizo.

* * *

—La madre que nos parió —dijo Thomas mientras se sentaba a la mesa, cargando con una bandeja tan repleta de comida que era un milagro que pudiera levantarla siquiera—. Anda que no somos guapos ni nada.

Tenía razón. Los Vejestorios habían aparecido en cuerpos sorprendentes. Thomas, Harry y Alan podrían haber sido todos modelos masculinos; de nosotros cuatro, yo era decididamente el patito feo, y eso que era… en fin, lo que se entiende por un
tío
bueno. En cuanto a las mujeres, Jesse era espectacular, Susan todavía más y Maggie francamente parecía una diosa. Dolía mirarla.

Dolía mirarnos a todos. De una manera buena y deslumbrante. Todos pasamos cinco minutos sin quitarnos la vista de encima unos a otros. Y no sólo a nosotros. Mientras escrutaba la sala, no pude encontrar a un solo humano feo. Era agradablemente perturbador.

—Es imposible —me dijo Harry de pronto. Lo miré. También había echado un vistazo alrededor—. Es imposible que toda la gente de esa sala tuviera este aspecto tan bueno cuando tuvieron originalmente esta edad.

—Habla por ti, Harry —dijo Thomas—. Si acaso, yo soy sólo un poquito menos atractivo que en mis días verderones.

—Hoy sí que tienes un color verderón —dijo Harry—. Pero aunque descartemos al Dudoso Thomas aquí presente…

—Voy a irme a llorar ante mi espejo —amenazó Thomas.

—Es casi imposible que todo el mundo fuera así de guapo —prosiguió Harry—. Os garantizo que yo no tenía este aspecto a los veinte años. Era gordo. Tenía un montón de acné. Ya había empezado a perder el pelo.

—Basta —cortó Susan—. Me estoy poniendo cachonda.

—Y yo estoy intentando comer —comentó Thomas.

—Ahora puedo reírme del de entonces, porque tengo este aspecto —dijo Harry, pasándose la mano por el cuerpo, como para presentar el modelo del año—. Pero el nuevo yo tiene muy poco que ver con el antiguo, os lo aseguro.

—Parece como si eso te molestara —observó Alan.

—Un poquito, sí —admitió Harry—. Quiero decir, me lo quedo. Pero aunque alguien te ofrezca un caballo regalado, yo creo que hay que mirarle el dentado. ¿Por qué somos tan guapetones?

—Buenos genes —dijo Alan.

—Claro —respondió Harry—. Pero ¿de quién? ¿Nuestros? ¿O de algo que han sacado de un laboratorio en alguna parte?

—Ahora estamos en una forma excelente —dijo Jesse—. Le he contado a John cómo este cuerpo está en mucha mejor forma de lo que nunca lo estuvo mi cuerpo real.

Maggie habló de pronto.

—En mi caso es lo mismo. Y «mi cuerpo real» es una referencia a «mi antiguo cuerpo». Éste no lo siento como real todavía.

—Pues es bastante real, hermana —espetó Susan—. Todavía tienes que mear con él. Puedes estar seguro.

—Y eso lo dice la mujer que me criticó por basto —comentó Thomas.

—Mi teoría, porque tengo una —dijo Jesse—, es que, mientras estaban replicando nuestros cuerpos, se tomaron algún tiempo para mejorarlos.

—De acuerdo —coincidió Harry—. Pero eso sigue sin explicar
por qué
lo hicieron.

—Para que nos sintamos unidos —afirmó Maggie.

Todos se la quedaron mirando.

—Vaya, mirad quién está saliendo del cascarón.

—Vete a hacer gárgaras, Susan —dijo Maggie. Susan hizo una mueca—. Mirad —prosiguió—, es una regla básica de la psicología humana que nos sentimos inclinados a apreciar más a las personas que encontramos atractivas. Todos en esta sala, incluso nosotros, somos mutuamente desconocidos, y tenemos pocos lazos comunes, si es que existe alguno, que puedan unirnos en poco tiempo. Hacer que todos parezcamos atractivos para los demás es una forma de potenciar esos vínculos, o lo será, cuando empecemos a entrenarnos.

—No veo cómo vamos a ser útiles para el ejército si todos estamos demasiado ocupados unos con otros en vez de luchar —dijo Thomas.

—No se trata de eso —explicó Maggie—. La atracción sexual es sólo un asunto secundario. La cuestión es lograr despertar rápidamente confianza y devoción. Por instinto, la gente confía y quiere ayudar a la gente que encuentra atractiva, al margen del deseo sexual. Por eso los presentadores de los telediarios son siempre atractivos. Por eso la gente atractiva no tiene que esforzarse tanto en el colegio.

—Pero ahora todos somos atractivos —objeté yo—. En la tierra de los increíblemente atractivos, los simplemente
monos
podrían tener problemas.

—E incluso ahora, entre los increíblemente atractivos como nosotros, algunos tienen mejor aspecto que otros —dijo Thomas—. Cada vez que miro a Maggie, siento como si sacaran el oxígeno de la sala. No te ofendas, Maggie.

—No te preocupes —contestó ésta—. Aquí, lo que no debemos perder de vista no es cómo somos ahora: sino cómo éramos antes. A corto plazo, ésa es la línea de reflexión básica que usaremos todos, y ventajas a corto plazo es lo que vamos a buscar.

—Así que
no notas
que te falta el oxígeno cuando me miras a mí —le dijo Susan a Thomas.

—No pretendía ser un insulto —respondió Thomas.

—Lo recordaré cuando te esté estrangulando —afirmó Susan—. Para que veas lo que es la falta de oxígeno.

—Vosotros dos dejad de coquetear —los regañó Alan, y dirigió su atención a Maggie—. Creo que tienes razón respecto a la atracción, pero me parece que te olvidas de que hay una persona hacia la que supuestamente deberíamos sentirnos más atraídos: nosotros mismos. Para bien o para mal, estos cuerpos en los que estamos siguen resultándonos extraños. Quiero decir, entre ser verde y tener un ordenador llamado «Caraculo» en mi cabeza… —Se detuvo, y nos miró a todos—. ¿Qué nombre les habéis puesto a vuestros CerebroAmigos?

—Gilipollas —dije yo.

—Zorra —dijo Jesse.

—Capullo —dijo Thomas.

—Carapijo —dijo Harry.

—Satán —dijo Maggie.

—Cariño —dijo Susan—. Al parecer, soy la única a la que le gusta el CerebroAmigo.

—Más bien eres la única que no se sintió perturbada al tener de pronto una voz dentro de la cabeza —dijo Alan—. Pero ése es mi argumento: volverse de nuevo joven y experimentar enormes cambios físicos y mecánicos se cobra su precio en la psique de cualquiera. Aunque nos alegremos de volver a ser jóvenes (y yo me alegro) todavía vamos a seguir sintiéndonos alienados de nuestros cuerpos. Hacer que nos parezcamos atractivos a nosotros mismos es una forma de ayudarnos a «asentarnos».

—Estamos tratando con gente muy lista —comentó Harry con ominosa fatalidad.

—Oh, anímate, Harry —le dijo Jesse, dándole un empujoncito—. Eres la única persona que conozco capaz de convertir en una oscura conspiración ser joven y sexy.

—¿Crees que soy sexy?

—Eres un sol, ricura —contestó ella, y pestañeó repetidas veces ante él.

Harry mostró una sonrisa tímida.

—Es la primera vez en este siglo que alguien me dice algo así. De acuerdo, me lo quedo.

* * *

El hombre que estaba de pie delante del teatro lleno de reclutas era un veterano experto en combate. Nuestros CerebroAmigos nos informaron que llevaba en las Fuerzas de Defensa Coloniales catorce años, y que había participado en varias batallas cuyos nombres no significaban nada para nosotros de momento, pero que sin duda lo harían en el futuro. Aquel hombre había ido a lugares nuevos, había conocido razas nuevas y las había exterminado nada más verlas. Parecía tener unos veintitrés años.

—Buenas tardes, reclutas —empezó a decir cuando todos terminamos de sentarnos—. Soy el teniente coronel Bryan Higgee, y durante el resto de su viaje, seré su oficial al mando. A nivel práctico, eso significa muy poco: entre ahora y nuestra llegada a Beta Pyxis III, dentro de una semana, sólo tendrán un objetivo. Sin embargo, servirá para recordarles que a partir de este momento, están sometidos a las leyes y regulaciones de las Fuerzas de Defensa Coloniales. Ahora cuentan con cuerpos nuevos, y con esos cuerpos nuevos vienen nuevas responsabilidades.

»Se estarán preguntando por ellos, qué pueden hacer, qué tensiones pueden soportar y cómo pueden usarlos al servicio de las Fuerzas de Defensa Coloniales. Todas esas preguntas serán respondidas pronto, en cuanto empiecen su entrenamiento en Beta Pyxis III. Sin embargo, ahora mismo, nuestro principal objetivo es simplemente que se sientan cómodos en sus nuevos pellejos.

»Y así, durante el resto de su viaje, éstas son sus órdenes: Diviértanse.

Sus palabras provocaron un murmullo y varias risas dispersas en las filas. La idea de que pasarlo bien fuera una orden resultaba divertidamente absurda. El teniente coronel Higgee mostró una sonrisa sin alegría.

—Comprendo que parece una orden poco corriente. Sea como sea, divertirse con sus nuevos cuerpos va a ser el mejor modo de que se acostumbren a las nuevas habilidades de que disponen. Cuando comiencen su entrenamiento, se requerirá una actuación sobresaliente de todos ustedes desde el principio. No habrá «calentamiento»: no tenemos tiempo para eso. El universo es un lugar peligroso. Su entrenamiento será breve y difícil, no podemos permitirnos que se sientan incómodos con sus cuerpos.

»Reclutas, consideren esta semana que viene como un puente entre sus antiguas vidas y las nuevas. En ese tiempo, que al final les parecerá demasiado breve, podrán utilizar esos nuevos cuerpos, diseñados para uso militar, para disfrutar de los placeres de que disfrutaban de civiles. Descubrirán que la
Henry Hudson
está llena de distracciones y actividades que les encantaban en la Tierra. Úsenlos. Disfrútenlos. Acostúmbrense a trabajar con sus nuevos cuerpos. Aprendan un poco sobre su potencial y vean si pueden adivinar sus límites.

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