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Authors: John Scalzi

La vieja guardia (15 page)

Al rato, me di cuenta de que Ruiz me estaba mirando directamente. Permanecí firmes.

—¡Que me zurzan! —exclamó Ruiz—. ¡Si aun queda un gilipollas!

—¡Sí, mi sargento! —grité con todas mis fuerzas.

—¡Me cuesta trabajo creer que no encajes en ninguna de las categorías contra las que he despotricado! —dijo Ruiz—. ¡Sospecho que lo que intentas es evitar una agradable carrerita matutina!

—¡No, mi sargento! —grité.

—Me niego simplemente a aceptar que no hay algo en ti que desprecie —insistió Ruiz—. A ver, ¿de dónde eres?

—¡De Ohio, mi sargento!

Ruiz hizo una mueca. Nada por ese lado. La completa falta de significación de Ohio había funcionado por fin a mi favor.

—¿Cómo te ganabas la vida, recluta?

—¡Trabajaba por mi cuenta, mi sargento!

—¿Y qué hacías?

—¡Era escritor, mi sargento!

La feroz mueca de Ruiz volvió a su cara: obviamente, detestaba a aquellos que trabajaban con palabras.

—Dime que escribías ficción, recluta —dijo—. Se la tengo jurada a los novelistas.

—¡No, mi sargento!

—¡Cristo, hombre! Pues ¿qué escribías?

—¡Publicidad, mi sargento!

—¡Publicidad! ¿Qué tipo de gilipolleces anunciabas?

—¡Mi trabajo más famoso en publicidad fue Willie Wheelie, mi sargento!

Willie Wheelie había sido la mascota de Neumáticos Nirvana, que fabricaba neumáticos para vehículos especiales. Había desarrollado la idea básica y el lema; los artistas gráficos de la compañía partieron de ahí. La llegada de Willie Wheelie coincidió con el revival de las motocicletas: la moda duró varios años, y Willie le hizo ganar a Nirvana un buen montón de dinero, tanto como mascota publicitaria como a través de licencias para muñecos de peluche, camisetas, vasitos y esas cosas. Se pensó incluso en hacer un programa infantil con él, aunque al final quedó en nada. Era una tontería, pero por otro lado, el éxito de Willie significó que nunca me quedé sin clientes. Salió bastante bien. Hasta aquel momento, al menos.

Ruiz dio de pronto un salto hacia adelante, se plantó justo ante mi cara, y gritó:

—¿Tú eres el genio creador de Willie Wheelie, recluta?

—¡Sí, mi sargento! —Había un placer perverso en gritarle a alguien cuya cara estaba a escasos milímetros de la tuya propia.

Ruiz se quedó allí plantado unos segundos, escrutándome, retándome a parpadear. Llegó a rugir. Entonces dio un paso atrás y empezó a desabrocharse la camisa. Yo permanecí firmes, pero de repente sentí mucho, mucho miedo. Se quitó la camisa, me mostró el hombro derecho, y dio de nuevo un paso adelante.

—¡Recluta, dime qué ves en mi hombro!

Miré, y pensé, «es absolutamente imposible».

—¡Es un tatuaje de Willie Wheelie, mi sargento!

—Así es —exclamó Ruiz—. Voy a contarte una historia, recluta. Allá en la Tierra, estuve casado con una mujer malvada y horrible. Una auténtica víbora. Me tenía pillado de tal forma que, aunque estar casado con ella era una muerte lenta, cuando me pidió el divorcio sentí ganas de suicidarme. En mi momento más bajo, estaba en una parada de autobús, pensando en tirarme delante del siguiente vehículo que pasara. Entonces miré y vi un anuncio donde aparecía Willie Wheelie. ¿Y sabes qué decía?

—¡«A veces hay que salir a la carretera», mi sargento!

Había tardado quince segundos en escribir el lema. Qué mundo éste.

—Exactamente —asintió él—. Mientras miraba ese anuncio, tuve lo que alguien llamaría un Momento de Claridad: supe que lo que necesitaba era salir a la puñetera carretera. Me divorcié de aquella hija de puta, entoné una canción de agradecimiento, metí mis pertenencias en unas bolsas y me di el piro. Desde ese bendito día, Willie Wheelie ha sido mi avatar, el símbolo de mi deseo de expresión y libertad personal. Me salvó la vida, recluta, y le estaré eternamente agradecido.

—¡No hay de qué, mi sargento! —grité.

—Recluta, me siento honrado de haber tenido la oportunidad de conocerte; eres además el primer recluta en la historia de mi servicio a quien no encuentro motivos inmediatos para despreciar. No puedo decirte cuánto me perturba y me enerva eso. Sin embargo, me consuelo con el conocimiento casi certero de que pronto (posiblemente dentro de las próximas horas) harás sin duda algo que me joderá. Para asegurarme de que lo haces, te asigno el cargo de jefe de pelotón. Es un puñetero trabajo desagradecido sin ninguna ventaja, ya que tienes que dirigir a esos tristes reclutas cabrones el doble de duro que yo, porque tú compartirás la culpa de cada una de sus numerosas cagadas. Ellos te odiarán, te despreciarán, planearán tu caída, y yo estaré allí para darte una ración extra de mierda cuando lo consigan. ¿Qué te parece eso, recluta? ¡Habla con libertad!

—¡Me parece que estoy bien jodido, mi sargento! —chillé.

—En efecto, lo estás recluta —dijo Ruiz—. Pero ya estabas jodido en el momento en que caíste en mi pelotón. Ahora, a correr. El jefe no puede no correr con su pelotón. ¡Muévete!

* * *

—No sé si felicitarte o temer por ti —me dijo Alan cuando nos dirigíamos al comedor para desayunar.

—Puedes hacer ambas cosas —contesté—. Aunque probablemente tenga más sentido lo segundo. Yo también estoy asustado. Ah, ahí están.

Señalé a un grupo de cinco reclutas, tres mujeres y dos hombres, que esperaban delante del comedor.

Un rato antes, cuando me dirigía a la carrera hacia la torre de comunicaciones, mi CerebroAmigo casi me hizo chocar contra un árbol al hacer aparecer un mensaje de texto directamente ante mi campo de visión. Conseguí esquivarlo y rozarme solamente un hombro, y le dije a Gilipollas que cambiara a navegación de voz antes de que consiguiera que me matase. Gilipollas obedeció e inició de nuevo el mensaje.

—El nombramiento por parte del sargento Antonio Ruiz de John Perry como jefe del 63° Pelotón de Entrenamiento ha sido procesado. Enhorabuena por tu ascenso. Ahora tienes acceso a archivos personales e información de CerebroAmigo referida a los reclutas del 63° Pelotón de Entrenamiento. Ten en cuenta que esta información es sólo para uso oficial: el acceso para uso no militar es causa de la eliminación inmediata del puesto de jefe de pelotón y de juicio en corte marcial a discreción del comandante de la base.

—Cojonudo —dije, saltando un pequeño barranco.

—Tendrás que presentarte al sargento Ruiz con tu selección de líderes de escuadrón al final del período de desayuno de tu pelotón —continuó Gilipollas—. ¿Te gustaría revisar los archivos de tu pelotón para que te ayuden en tu proceso de selección?

Me gustaría. Lo hice. Gilipollas fue escupiendo detalles de cada recluta a gran velocidad mientras yo corría. Para cuando conseguí llegar a la torre de comunicaciones, había reducido la lista a veinte candidatos; al acercarme de vuelta a la base, ya había repartido todo el pelotón entre los jefes de escuadrón y enviado un correo a cada uno de los cinco nuevos jefes para que se reunieran conmigo en el comedor. El CerebroAmigo, desde luego, estaba empezando a ser útil.

También advertí que había conseguido regresar a la base en cincuenta y cinco minutos, y que no había adelantado a ningún otro recluta en el camino de vuelta. Consulté con Gilipollas y descubrí que el más lento de los reclutas (uno de los antiguos marines, irónicamente) había hecho un tiempo de cincuenta y ocho minutos trece segundos. No correríamos al día siguiente hasta la torre, o al menos no lo haríamos porque hubiésemos sido lentos. Sin embargo, no dudé de la habilidad del sargento Ruiz para encontrar otra excusa. Sólo esperaba no ser yo quien se la ofreciera.

Los cinco reclutas nos vieron llegar a Alan y a mí y más o menos se pusieron firmes. Tres saludaron inmediatamente, seguidos con cierta torpeza por los otros dos. Les devolví el saludo y sonreí.

—No os apuréis —les dije a los dos que se retrasaron—. Esto también es nuevo para mí. Vamos, recojamos el desayuno y hablemos mientras comemos.

—¿Quieres que me marche? —preguntó Alan mientras nos poníamos a la cola—. Probablemente tendrás mucho que hablar con estos tipos.

—No —le dije—. Me gustaría que estuvieses presente. Quiero tu opinión sobre esta gente. Además, tengo noticias para ti, eres mi segundo en mi propio escuadrón. Y como yo tengo todo un pelotón que cuidar, eso significa que eres tú quien va a estar a cargo del escuadrón. Espero que no te importe.

—Podré arreglármelas —dijo Alan, sonriendo—. Gracias por ponerme en tu propio escuadrón.

—¿Eh, qué sentido tiene estar al mando si no puedes dispensar un poco de favoritismo sin ton ni son? Además, así cuando caiga, tú estarás allí para amortiguar mi caída.

—Ése soy yo —dijo Alan—. El airbag de tu carrera militar.

El comedor estaba repleto, pero los siete conseguimos apoderarnos de una mesa.

—Presentaciones —dije—. Conozcamos primero nuestros nombres. Yo soy John Perry, y por el momento al menos soy el jefe del pelotón. Éste es el segundo al mando de mi escuadrón, Alan Rosenthal.

—Ángela Merchant —dijo la mujer que tenía justo enfrente—. De Trenton, Nueva Jersey.

—Terry Duncan —siguió el tipo que tenía al lado—. Missoula, Montana.

—Mark Jackson. Saint Louis.

—Sarah O'Connell. Boston.

—Martin Garabedian. Sunny Fresno, California.

—Bueno, sí que somos geográficamente diversos —dije. Eso arrancó una carcajada, lo cual era buena cosa—. Seré rápido, ya que si paso mucho tiempo con esto quedará claro que no tengo ni idea de qué demonios estoy haciendo. Básicamente, os he elegido a los cinco porque hay algo en vuestro historial que sugiere que podríais ser jefes de escuadrón. Ángela porque fue directiva en su empresa. Terry porque dirigió un rancho. Mark fue coronel en el ejército, y, con todo el respeto hacia el sargento Ruiz, creo que eso es una ventaja.

—Me alegra oírlo —dijo Mark.

—Martin perteneció al ayuntamiento de Fresno. Y Sarah enseñó en un jardín de infancia durante treinta años, lo cual la convierte automáticamente en la más cualificada de todos nosotros.

Otra carcajada. Tío, estaba lanzado.

—Voy a ser sincero —dije—. No pienso ser un cabrón con vosotros. El sargento Ruiz ya cubre ese papel, y yo sólo sería una pálida imitación. No es mi estilo. No sé cómo será vuestra forma de ejercer el mando, pero quiero que hagáis lo que sea necesario para manteneros por encima de vuestros reclutas y hacer que éstos destaquen en los próximos tres meses. No me importa ser jefe de pelotón, pero sí me preocupa mucho que nos aseguremos de que cada recluta de este pelotón tenga las capacidades y el entrenamiento que van a necesitar para sobrevivir aquí. La peliculita casera de Ruiz llamó mi atención y espero que también la vuestra.

—Cristo, qué fuerte —dijo Terry—. Se zamparon a ese pobre bastardo como si fuera un plato de carne trufada.

—Ojalá nos hubieran mostrado eso antes de alistarnos —dijo Ángela—. Tal vez hubiera decidido seguir siendo vieja.

—Es la guerra —comentó Mark—. Es normal.

—Hagamos lo que podamos para asegurarnos de que nuestros chicos consiguen sobrevivir a ese tipo de cosas —proseguí—. He dividido el pelotón en seis escuadrones de diez. Yo llevo el escuadrón A; Ángela, tú tienes el B; Terry, el C; Mark, el D; Sarah, el E, y Martin, el F. Os he dado permiso para examinar los archivos de vuestros reclutas con vuestro CerebroAmigo: escoged a vuestro segundo al mando y enviadme los detalles hoy a la hora del almuerzo. Entre los dos mantened la disciplina y el buen nivel en el entrenamiento; desde mi punto de vista, el motivo de haberos seleccionado es para no tener yo que ocuparme de nada.

—Excepto dirigir tu propio escuadrón —objetó Martin.

—Ahí es donde entro yo —dijo Alan.

—Nos reuniremos cada día durante el almuerzo. Las demás comidas, las haremos con nuestros escuadrones. Si tenéis algo que consultarme, contactad conmigo inmediatamente. Pero espero que intentéis resolver tantos problemas como sea posible por vuestra cuenta. Como decía, no planeo hacerme el duro, pero para bien o para mal soy el jefe del pelotón, así que lo que yo diga es ley. Si consideráis que no estáis a la altura, dejaré que seáis vosotros quienes os deis cuenta primero, y si eso no funciona, os sustituiré. No será nada personal, sino sólo asegurarnos de que todos recibamos el entrenamiento necesario para vivir ahí fuera. ¿Todo el mundo está de acuerdo?

Todos asintieron.

—Excelente —dije, y alcé mi taza—. Entonces brindemos por el 63° Pelotón de Entrenamiento. Asegurémonos de que terminamos de una pieza.

Entrechocamos nuestras tazas y luego comimos y charlamos. Las cosas mejoraban, pensé.

No tardé mucho en cambiar de opinión.

8

El día en Beta Pyxis tiene veintidós horas, trece minutos y veinticuatro segundos. Dedicábamos dos de esas horas a dormir.

Descubrí este dato encantador en nuestra primera noche, cuando Gilipollas me descargó un toque de sirena tan penetrante que me caí de la cama; naturalmente, la cama de arriba. Después de asegurarme de que no me había roto la nariz, leí el texto que flotaba en mi cráneo.

—Jefe de Pelotón Perry, la presente es para informarle que tiene
—(y aquí había un número que era un minuto y cuarenta y ocho segundos, que se iban restando)—
hasta que el sargento Ruiz y sus ayudantes entren en el barracón. Se espera que tenga a su pelotón despierto y firmes cuando lo hagan. Todo recluta que no esté preparado será castigado y constará en su expediente.

Dirigí inmediatamente el mensaje a mis líderes de escuadrón a través del grupo de comunicaciones que había creado para ellos el día antes, envié una señal general de alarma a los CerebroAmigos del pelotón, y encendí las luces del barracón. Hubo unos cuantos segundos divertidos, todos los reclutas del pelotón se despertaron con la andanada de ruido que sólo ellos podían escuchar individualmente. La mayoría saltó de la cama, profundamente desorientados; yo y los jefes de escuadrón agarramos a los que todavía estaban acostados y los tiramos al suelo. Un minuto después los teníamos a todos de pie y firmes, y pasamos los segundos restantes convenciendo a los reclutas particularmente lentos de que aquél no era el momento de orinar ni vestirse ni hacer nada más que esperar allí de pie y no molestar a Ruiz cuando entrara por la puerta.

No es que importara.

—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó Ruiz—. ¡Perry!

—¡Sí, mi sargento!

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