La vieja guardia (18 page)

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Authors: John Scalzi

Alan ocupó su puesto y puso en forma al escuadrón. Durante la séptima semana, el 63° le ganó un trofeo de tiro al 58°. Irónicamente, fue Sarah, que resultó ser una tiradora de primera, quien nos llevó a la cima.

A la octava semana, dejé de hablar con mi CerebroAmigo. Gilipollas me había estudiado ya lo suficiente como para comprender mis pautas cerebrales y, al parecer, empezó a prever mis necesidades. Lo advertí por primera vez durante un ejercicio simulado de fuego, cuando mi MP-35 pasó de disparar balas de fusil a misiles guiados, localizó, disparó y alcanzó dos objetivos de largo alcance, y luego pasó de nuevo al lanzallamas justo a tiempo de freír a un desagradable bicho de dos metros que salió de las rocas cercanas. Cuando me di cuenta de que no había vocalizado ninguna de las órdenes, sentí que una extraña vibración se apoderaba de mí. Después de unos cuantos días más, advertí que cada vez que tenía que pedirle a Gilipollas que hiciera algo, me molestaba. Qué rápidamente se vuelve común lo extraño.

A la novena semana, Alan, Martin Garabedian y yo tuvimos que administrarle un poco de disciplina a uno de los reclutas de Martin, que había decidido que quería el puesto de éste como jefe de escuadrón y no le hacía ascos a la idea de recurrir a un poco de sabotaje. El recluta había sido una estrella del pop moderadamente famosa en su vida pasada, y estaba acostumbrado a salirse con la suya fuera como fuese. Consiguió alistar a algunos camaradas del escuadrón en su conspiración, pero desgraciadamente para él, no fue lo bastante listo como para advertir que, como jefe de escuadrón, Martin tenía acceso a todos los mensajes que estaba pasando. Martin acudió a mí; yo sugerí que no había ningún motivo para implicar a Ruiz ni a ninguno de los otros instructores en algo que podíamos resolver fácilmente nosotros mismos.

Si alguien advirtió que un hovercraft de la base despegó sin permiso esa noche, no dijo nada. Del mismo modo, si alguien vio a un recluta colgando boca abajo de él mientras pasaba peligrosamente cerca de algunos árboles, sujeto sólo de los tobillos por un par de manos, tampoco dijeron nada. Desde luego, nadie manifestó haber oído ninguno de los desesperados gritos del recluta, ni el crítico examen, no demasiado favorable, que Martin hizo del álbum más famoso de la antigua estrella del pop. El sargento Ruiz sí advirtió en el desayuno, a la mañana siguiente, que yo estaba un poco cansado: repliqué que debía de tratarse de la pequeña carrerita de treinta kilómetros que habíamos hecho antes de comer. A la undécima semana, el 63° y unos cuantos pelotones más fueron soltados en las montañas del norte de la base. El objetivo era sencillo: encontrar y eliminar a todos los demás pelotones y que los supervivientes regresaran luego a la base; todo en cuatro días. Para hacer las cosas interesantes, cada recluta iba equipado con un aparato que registraba los disparos que recibía: si uno lo alcanzaba, el recluta sentiría un dolor paralizante y se derrumbaría (a continuación sería recogido por los instructores que observaban desde cerca). Lo sé porque yo fui el conejillo de Indias en la base, cuando Ruiz quiso mostrar un ejemplo. Le recalqué a mi pelotón que no les gustaría nada sentir lo que yo había sentido.

El primer ataque se produjo casi en cuanto desembarcamos. Cuatro de mis reclutas cayeron antes de que yo divisara a los tiradores y se los señalara al pelotón. Alcanzamos a dos; dos se escaparon. Ataques esporádicos a lo largo de las horas siguientes dejaron claro que la mayoría de los pelotones se habían dividido en escuadrones de tres o cuatro y así daban caza a los demás escuadrones. Yo tuve una idea distinta. Nuestros CerebroAmigos nos posibilitaban mantener contacto constante y silencioso con los demás, estuviéramos cerca o no. Otros pelotones parecían no comprender las ventajas de este hecho, pero peor para ellos. Pedí a cada miembro del pelotón que abriera una línea de comunicación segura en su CerebroAmigo, luego hice que cada miembro se marchara por su cuenta a explorar el terreno y advirtiera de la posición de los escuadrones enemigos que localizara. De esta forma, todos tendríamos un mapa cada vez más amplio del terreno y la situación del enemigo. Aunque nuestros reclutas fueran eliminados, la información que proporcionaran ayudaría a otro miembro del pelotón a vengar su muerte (o al menos a impedir que lo mataran también). Así, cada soldado podía moverse con rapidez y en silencio, vigilar a los escuadrones de los otros pelotones, y seguir trabajando en equipo con sus compañeros de pelotón cuando la ocasión se presentara.

Funcionó. Nuestros reclutas disparaban cuando podían, procuraban no llamar la atención, transmitían información en cuanto era posible, y trabajaban juntos cuando se presentaba la oportunidad. Al segundo día, un recluta llamado Riley y yo detectamos dos escuadrones enemigos: estaban tan ocupados disparándose entre sí que no advirtieron que Riley y yo los abatíamos desde lejos. Él eliminó a dos reclutas, yo a tres, y los otros tres al parecer se eliminaron entre sí. Fue muy sencillo. Después de terminar, no nos dijimos nada, sólo nos perdimos en el bosque y seguimos rastreando y compartiendo información sobre el terreno.

Al final, los otros pelotones dedujeron lo que estábamos haciendo y trataron de imitarlo, pero a esas alturas los del 63° éramos demasiados y ellos no los suficientes. Los barrimos. Eliminamos al último a mediodía, y luego empezamos a correr de vuelta a nuestra base, a unos ochenta kilómetros de distancia. El último de nosotros llegó a las 1800. Al final, perdimos diecinueve miembros del pelotón, incluidos los cuatro del desembarco, pero fuimos responsables de más de la mitad de las muertes totales de los otros siete pelotones, mientras perdimos sólo un tercio de los nuestros. Ni siquiera el sargento Ruiz pudo quejarse. Cuando el comandante de la base le otorgó el trofeo de los Juegos de Guerra, hasta logró esbozar una sonrisa. No quiero ni imaginarme lo que debió dolerle hacer eso.

* * *

—Nuestra suerte no cesará nunca —dijo el recién nombrado soldado Alan Rosenthal mientras subía conmigo hasta la zona de embarque de la lanzadera—. Nos han asignado a la misma nave.

En efecto. Un rápido salto de vuelta a Fénix en el transporte de tropas
Francis Drake,
y luego de permiso hasta que llegara la FDCS
Modesto.
A continuación conectaríamos con el Segundo Pelotón, Compañía D, del 223° Batallón de Infantería de las FDC. Un batallón por nave, unos mil soldados. Muy fácil perderse. Me alegraba tener a Alan conmigo una vez más.

Lo miré y admiré su nuevo y limpio uniforme colonial azul… en parte porque yo llevaba uno igual.

—Maldición, Alan —dije—. Menudo buen aspecto tenemos.

—Siempre me han gustado los hombres de uniforme —contestó él—. Y ahora que yo soy el hombre de uniforme, me gusta todavía más.

—Uh-oh —dije—. Ahí viene el sargento Ruiz.

Ruiz me había visto esperando para subir a mi lanzadera. Al acercarse, solté la mochila que contenía mi uniforme de diario y unos cuantos objetos personales y le dirigí un saludo formal.

—Descansa, soldado —dijo Ruiz, devolviéndome el saludo—. ¿Adónde vas?

—A la
Modesto
,mi sargento —respondí—. El soldado Rosenthal y yo.

—Te estás quedando conmigo —declaró Ruiz—. ¿La 223? ¿Qué compañía?

—La D, mi sargento. Segundo Pelotón.

—De putísima madre, soldado —dijo Ruiz—. Tendrás el placer de servir en el pelotón del teniente Arthur Keyes, si a ese cabrón hijo de puta no le ha devorado el culo algún alienígena. Cuando lo veas, dale mis recuerdos, si puedes. Aparte de eso, puedes decirle que el sargento Antonio Ruiz ha declarado que no eres el pichafloja en que os habéis convertido la mayoría de los reclutas.

—Gracias, mi sargento.

—Que no se te suba a la cabeza, soldado. Sigues siendo un pichafloja. Pero no muy grande.

—Por supuesto, mi sargento.

—Bien. Y ahora, si me disculpas. A veces hay que salir a la carretera.

El sargento Ruiz saludó. Alan y yo le devolvimos el saludo. Ruiz nos miró a ambos, esbozó una sonrisa tensa, tensísima, y luego se marchó sin mirar atrás.

—Ese hombre me acojona —dijo Alan.

—No sé. A mí me cae bien.

—Pues claro. Piensa que casi no eres un pichafloja. En su mundo, eso es un cumplido.

—No creas que no lo sé. Ahora lo único que tengo que hacer es cumplirlo.

—Lo conseguirás —opinó Alan—. Después de todo, sigues siendo un pichafloja.

—Eso es reconfortante —dije—, porque al menos tendré compañía.

Alan sonrió. Las puertas de la lanzadera se abrieron. Cogimos nuestras cosas y subimos a bordo.

9

—Puedo disparar —dijo Watson, asomándose por encima del peñasco—. Déjeme cargarme a uno de esos bichos.

—No —respondió Viveros, nuestra cabo—. El escudo todavía está alzado. Sólo malgastarías munición.

—Chorradas —dijo Watson—. Llevamos horas aquí. Nosotros estamos aquí sentados. Ellos están allí sentados. Cuando baje su escudo, ¿qué se supone que tenemos que hacer, acercarnos y empezar a dispararles? No estamos en el puñetero siglo catorce. No deberíamos fijar citas para empezar a matar al otro tipo.

Viveros pareció irritarse.

—Watson, no se te paga para pensar, así que cierra el puñetero pico y estate preparado. No va a tardar mucho, de todas formas. Sólo queda una cosa de su ritual antes de que empecemos.

—¿Sí? ¿Y qué es? —dijo Watson.

—Van a cantar.

Watson hizo una mueca.

—¿Qué van a cantar? ¿Canciones de película?

—No —dijo Viveros—. Van a cantar nuestras muertes.

Como siguiendo una pista, el enorme escudo semiesférico que rodeaba el campamento consu tembló por la base. Ajusté mi visión ocular y vi cómo varios cientos de metros más allá, un consu lo atravesaba, el escudo pegándose levemente a su enorme caparazón hasta que se apartó lo suficiente como para que los filamentos electrostáticos volvieran a su sitio.

Era el tercero y último consu que emergería del escudo antes de la batalla. El primero había aparecido casi doce horas antes: un bicharraco de bajo nivel cuyo aullido desafiante sirvió para indicar formalmente la intención de los consu de batallar. El bajo rango del mensajero pretendía expresar la mínima importancia que los consu daban a nuestros soldados, siendo la idea que, si de haber sido realmente importantes, habrían enviado a alguno de grado superior. Ninguno de nuestros soldados se ofendió; el mensajero era siempre de rango inferior, no importaba el oponente, y, de todas formas, a menos que seas extraordinariamente sensible a las feromonas consu, se parecen bastante unos a otros.

El segundo emergió del escudo varias horas más tarde, gritó como una manada de vacas pilladas en una trituradora, y luego explotó en un periquete, desparramando sangre rosácea y trozos de órganos y caparazón contra el escudo consu, que chisporrotearon levemente al resbalar hasta el suelo. Al parecer, los consu creían que si un solo soldado se ofrecía ritualmente de antemano, su alma podía reconocer territorio enemigo durante algún tiempo antes de irse a donde sea que se vayan las almas consu. O algo por el estilo. Ésa era una distinción que no se tomaba a la ligera. A mí me parecía una manera tonta de perder en un santiamén a tus mejores soldados, pero puesto que yo era el enemigo, resultaba difícil ver qué pegas representaba eso para nosotros en la práctica.

El tercer consu era miembro de la casta superior, y su función era simplemente comunicarnos los motivos de nuestra muerte y la manera en que moriríamos todos. Después de lo cual, nosotros nos dedicaríamos a matar y morir. Cualquier intento por apresurar las cosas disparando de manera preventiva contra el escudo sería inútil: más o menos como lanzarte contra un núcleo estelar: había muy pocas cosas que pudieran hacerle mella a un escudo consu. Matar a un mensajero no conseguiría más que reiniciar los rituales de inicio, retrasar la lucha y matar a más gente.

Además, los consu no se estaban
escondiendo
detrás del escudo. Sólo que tenían que entregarse a un montón de rituales previos a la batalla, y preferían no ser interrumpidos con la inconveniente aparición de balas, rayos de partículas o explosivos. La verdad es que no había nada que a los consu se les diera mejor que una buena batalla. No había nada que les gustara más que avistar un planeta, desembarcar en él, y desafiar a los nativos a luchar.

Y ése era el caso. A los consu no les interesaba en absoluto colonizar el planeta donde estábamos. Habían arrasado una colonia humana hasta los cimientos simplemente como mensaje para que las FDC supieran que estaban en la zona y buscaban acción. Ignorar a los consu no era una posibilidad, ya que entonces seguirían cargándose colonos hasta que alguien fuera a luchar contra ellos de manera formal. Nunca se sabía tampoco qué consideraban suficiente para un desafío formal. Íbamos añadiendo soldados, hasta que un —mensajero consu salía y anunciaba la batalla.

Aparte de los impresionantes e impenetrables escudos, la tecnología bélica de los consu alcanzaba niveles similares a los de las FDC, lo cual no era tan positivo como podía pensarse, pues los informes filtrados de las batallas de los consu contra otras especies indicaban que sus armas y tecnología eran siempre más o menos iguales a las de sus oponentes. Esto abonaba la idea de que los consu no se dedicaban a la guerra, sino al deporte. Algo no muy distinto a un partido de fútbol, sólo que con colonos masacrados en lugar de espectadores mirando.

Golpearlos primero tampoco era una opción. Todo su sistema interior estaba protegido por un escudo. La energía para generarlo provenía de la enana blanca que era compañera del sol consu. Estaba completamente envuelta en una especie de mecanismo condensador, cuya energía impulsaba el escudo. Hablando en plata, uno no se mete con gente capaz de ese tipo de cosas. Pero los consu tenían un extraño código de honor: si se los echaba de un planeta con combate, nunca volvían allí. Era como si la batalla fuera la vacuna, y nosotros el antivirus.

Toda esta información estaba en la base de datos de nuestra misión que nuestro oficial al mando, el teniente Keyes, nos había suministrado para que la leyéramos antes de la batalla. El hecho de que Watson pareciera no conocer nada de eso significaba que no se había molestado en leer el informe, lo cual no era del todo sorprendente. Desde el primer momento en que vi a Watson me quedó claro que era el tipo de hijo de puta arrogante y seguro de sí mismo que acabaría haciendo que lo mataran a él o a sus compañeros de escuadrón. El problema era que yo era su compañero de escuadrón.

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