Authors: John Scalzi
—¿Qué demonios has estado haciendo durante los dos minutos de advertencia? ¿Meneándotela? ¡Tu pelotón no está listo! ¡No están vestidos para los ejercicios que pronto se les encomendarán! ¿Cuál es tu excusa?
—¡Mi sargento, el mensaje decía que el pelotón tenía que esperar en posición de firmes cuando usted y su personal llegaran! ¡No especificaba la necesidad de vestirse!
—¡Cristo, Perry! ¿No te da por asumir que estar vestido forma parte de estar preparado?
—¡No presumo de asumir, mi sargento!
—¿«Presumo de asumir»? ¿Te las estás dando de listo, Perry?
—¡No, mi sargento!
—Bien, presume de llevar a tu pelotón al campo de desfile, Perry. Tienes cuarenta y cinco segundos. ¡Muévete!
—¡Escuadrón A! —grité, mientras echaba a correr, esperando que mi escuadrón me estuviera siguiendo. Cuando atravesaba la puerta, oí a Ángela gritar al escuadrón B que la siguiera: la había elegido bien. Llegamos al campo de desfile, mi escuadrón formó detrás de mí. El de Ángela lo hizo directamente a mi derecha, y Terry y los demás a continuación. El último hombre del escuadrón F formó a los cuarenta y cuatro segundos. Sorprendente. Alrededor del terreno, otros pelotones de reclutas formaban también, sin vestir, igual que el 63°. Me sentí brevemente aliviado.
Ruiz se acercó, seguido de sus dos ayudantes.
—¡Perry! ¿Qué hora es?
Accedí a mi CerebroAmigo.
—¡Las cero un minuto hora local, mi sargento!
—Sorprendente, Perry. Sabes decir la hora. ¿A qué hora se apagaron las luces?
—¡A las veintidós horas, mi sargento!
—¡Correcto de nuevo! Alguno de vosotros se preguntará por qué os levantamos y os ponemos a correr después de dos horas de sueño. ¿Somos crueles? ¿Sádicos? ¿Intentamos destrozaros?
Sí.
Pero ésas no son las razones por las que os hemos despertado. El motivo es simplemente éste:
no necesitáis dormir más.
¡Gracias a esos bonitos cuerpos nuevos vuestros, sólo os hace falta dormir dos horas! Habéis estado durmiendo ocho horas por noche porque es a lo que estáis acostumbrados. Pero eso se acabó, damas y caballeros. Todo ese sueño está desperdiciando mi tiempo. Dos horas es todo lo que necesitáis, así que a partir de ahora, dos horas es todo lo que tendréis.
»Bien. ¿Quién puede decirme por qué os hice correr veinte kilómetros en una hora ayer?
Un recluta levantó la mano.
—¿Sí, Thompson? —dijo Ruiz. O bien había memorizado los nombres de todos los reclutas del pelotón, o tenía conectado su CerebroAmigo, el cual le proporcionaba la información. No me aventuraría yo a suponer la respuesta.
—¡Mi sargento, nos hizo correr porque odia individualmente a cada uno de nosotros!
—Excelente respuesta, Thompson. Sin embargo, sólo es correcta en parte. Os hice correr veinte kilómetros en una hora porque
podéis
hacerlo. Incluso los más lentos terminasteis dos minutos antes del tiempo límite. Eso significa que, sin entrenamiento, sin siquiera un mínimo esfuerzo, cada uno de vosotros, hijos de puta, puede seguir el ritmo de los atletas olímpicos de allá la Tierra.
»¿Y sabéis por qué? ¿Lo sabéis? Porque
ninguno de vosotros es ya humano.
Sois
mejor que humanos.
Pero no lo sabéis todavía. Mierda, os habéis pasado una semana folleteando por los rincones de una nave espacial como si fuerais muñecos de cuerda y probablemente todavía no comprendéis de qué estáis hechos. Bien, damas y caballeros, eso va a cambiar. La primera semana de vuestro entrenamiento es para que podáis comprobar lo que podéis hacer. Y lo comprobaréis. No vais a tener más remedio.
Y entonces corrimos veinticinco kilómetros en ropa interior.
* * *
Carreras de veinticinco kilómetros. Esprints de cien metros en siete segundos. Saltos en vertical de dos metros. Saltos a través de agujeros de diez metros en el suelo. Levantar doscientos kilos de peso libre. Cientos y cientos de flexiones, torsiones y abdominales. Como dijo Ruiz, lo difícil no era hacer esas cosas: lo difícil era comprobar (y creer) que podían hacerse. Los reclutas caían y fracasaban a cada paso del camino por falta de valor. Ruiz y sus ayudantes se lanzaban sobre esos reclutas y los asustaban para que se movieran (y luego me obligaban a mí a hacer flexiones; porque yo o mis jefes de escuadrón no los habíamos asustado lo suficiente).
Todo recluta
(todo
recluta) tenía su momento de duda. El mío se produjo al cuarto día, cuando el 63° Pelotón se reunió en torno a la piscina de la base, cada uno de nosotros con un saco de arena de veinticinco kilos en los brazos.
—¿Cuál es el punto flaco del cuerpo humano? —preguntó Ruiz mientras caminaba alrededor de nuestro pelotón—. No es el corazón, ni el cerebro, ni los pies, ni nada de lo que creéis. Es la sangre. Y la mala noticia es que vuestra sangre está por todo vuestro cuerpo. Transporta oxígeno, pero también transporta enfermedad. Cuando os hieren, la sangre se coagula, pero a menudo no lo suficientemente rápido como para impedir que muráis a causa de la hemorragia. Aunque, en realidad, de lo que se muere la gente en ese caso es por falta de oxígeno; no hay sangre disponible, al estar esparcida por todo el puñetero suelo, donde no sirve para una mierda.
»Las Fuerzas de Defensa Coloniales, en su divina sabiduría, le han dado la patada a la sangre humana, y la han sustituido por SangreSabia. La SangreSabia está compuesta por miles de millones de nanorobots que hacen lo mismo que la sangre, pero mejor. No es orgánica, así que no es vulnerable a las amenazas biológicas. Se coagula en milisegundos… Podríais perder una puñetera pierna y no os desangraríais. Lo más importante para vosotros ahora mismo es que cada «glóbulo» de SangreSabia tiene el cuádruple de capacidad para transportar oxígeno que vuestros glóbulos rojos naturales.
Ruiz dejó de caminar. Tras una pequeña pausa, prosiguió:
—Y es importante para vosotros ahora mismo porque vais a saltar a la piscina con vuestros sacos de arena. Os hundiréis hasta el fondo, donde os quedaréis durante no menos de seis minutos. Es tiempo más que suficiente para matar a un humano medio, pero vosotros podéis permanecer ahí abajo y no perderéis ni una sola célula cerebral. Para que tengáis un incentivo, el primero que salga se encargará de limpiar las letrinas durante una semana. Y si sale antes de que se cumplan los seis minutos, bueno, entonces digamos que cada uno de vosotros va a desarrollar una íntima y personal relación con un cagadero en algún lugar de esta base. ¿Entendido? ¡Al agua!
Nos zambullimos, y como Ruiz nos había prometido, nos hundimos hasta el fondo, a tres metros de profundidad. Empecé a asustarme casi de inmediato. Cuando era niño, me caí en una piscina tapada, resbalé por la cubierta y me pasé varios desorientados y aterradores minutos tratando de salir a la superficie. No tantos como para que pudiera ahogarme, pero sí los suficientes como para desarrollar una aversión de por vida a tener la cabeza bajo el agua. Después de unos treinta segundos, empecé a sentir que necesitaba una gran bocanada de aire fresco. Era imposible que fuera a durar un minuto, mucho menos seis.
Sentí un tirón. Me volví salvajemente, y vi que Alan, que se había zambullido detrás de mí, extendía una mano. A través de la penumbra, pude ver que se daba un golpecito en la cabeza y luego señalaba la mía. En ese momento, Gilipollas me notificó que Alan solicitaba un enlace. Subvocalicé mi acuerdo. Oí un simulacro sin entonación de la voz de Alan en mi cabeza.
«¿Algo va mal?», preguntó Alan.
«Fobia», subvocalicé.
«No te dejes llevar por el pánico —respondió él—. Olvida que estás bajo el agua.»
«Me temo que va a ser imposible», repliqué.
«Entonces distráete —respondió Alan—. Comprueba en tus escuadrones a ver si alguien más tiene problemas y ayúdalos.»
La extraña calma de la voz simulada de Alan me ayudó. Abrí un canal con mis jefes de escuadrón para comprobar cómo estaban y les ordené que hicieran lo mismo con sus escuadrones. Cada uno de ellos tenía uno o dos reclutas al borde del pánico y se dispusieron a calmarlos. Junto a mí, pude ver que Alan revisaba nuestro propio escuadrón.
Tres minutos, luego cuatro. En el grupo de Martin, uno de los reclutas empezó a agitarse, sacudiendo el cuerpo adelante y atrás mientras el saco de arena que tenía en las manos actuaba como ancla. Martin soltó su propio saco y nadó hasta el recluta, lo agarró con fuerza por los hombros y luego llamó su atención mirándolo a la cara. Conecté con el CerebroAmigo de Martin y le oí decirle «Concéntrate en mis ojos» a su recluta. Pareció ayudar: el recluta dejó de agitarse y empezó a relajarse.
Cinco minutos, y quedó claro que, con suministro extendido de oxígeno o no, todo el mundo empezaba a sentir la presión. La gente empezó a cambiar el peso de un pie a otro, o a dar saltitos, o a agitar sus sacos. En un rincón, pude ver a una recluta golpeándose la cabeza contra el saco de arena. Una parte de mí se rió; otra parte pensó en hacer lo mismo.
Cinco minutos cuarenta y tres segundos, y uno de los reclutas del escuadrón de Mark soltó el saco y empezó a dirigirse hacia la superficie. Mark soltó también su saco y se lanzó en silencio tras él, agarrándolo por el tobillo y utilizando su propio peso para detenerlo. Pensé que el segundo de Mark debería estar ayudando a su jefe de escuadrón con el recluta; una rápida comprobación mediante el CerebroAmigo me informó de que el recluta era su segundo.
Seis minutos. Cuarenta reclutas soltaron sus sacos y se lanzaron hacia la superficie. Mark soltó el tobillo de su segundo y luego lo empujó hacia arriba para asegurarse de que llegaba el primero a la superficie y lo cargaban con el trabajo en las letrinas que había estado dispuesto a conseguir para el pelotón. También yo me disponía a soltar mi saco de arena cuando vi a Alan negar con la cabeza.
«El líder del pelotón debería aguantar», me envió.
«Chúpamela», repliqué.
«Lo siento, no eres mi tipo», respondió él.
Conseguí aguantar siete minutos y treinta y un segundos antes de subir, convencido de que mis pulmones iban a explotar. Pero había superado mi momento de duda. Lo había comprobado. Era más que humano.
* * *
La segunda semana nos presentaron nuestra arma.
—Éste es el fusil de infantería estándar MP-35 de las FDC —dijo Ruiz, mostrando el suyo mientras los nuestros permanecían en el suelo a nuestros pies, donde los habían colocado, todavía envueltos—. La «MP» significa «Multipropósito». Dependiendo de vuestra necesidad, puede crear y disparar sobre el objetivo seis rayos o proyectiles diferentes. Éstos incluyen balas de fusil y cargas explosivas y no explosivas, que pueden ser disparadas semiautomática o automáticamente, granadas de baja intensidad, cohetes guiados de baja intensidad, líquido inflamable a alta presión, y rayos de energía de microondas. Esto es posible gracias al uso de munición nanorobótica de alta densidad —Ruiz alzó un bloque de algo que parecía metal; un bloque similar estaba colocado junto al fusil a mis pies—, que se monta sólo inmediatamente antes de disparar, lo que permite una arma con máxima flexibilidad y mínimo entrenamiento; un hecho que vosotros, tristes pedazos de carne ambulante, sin duda apreciaréis.
»Aquellos de los reclutas que tengan experiencia militar recordarán cómo se les requería que montaran y desmontaran frecuentemente las armas.
No haréis eso con vuestro MP-35.
¡El MP-35 es una pieza de maquinaria extremadamente compleja y no se puede correr el riesgo de que la jodáis al toquetearla! Tiene incorporados sistemas de autodiagnóstico y reparación. También puede conectar con vuestro CerebroAmigo para alertaros de problemas, si los hay, que no los habrá; en treinta años de servicio, todavía no hay un solo MP-35 que haya funcionado mal. ¡Esto es debido a que, al contrario que vuestros capullos científicos militares de la Tierra,
nosotros
sí sabemos construir un arma que funcione! Vuestro trabajo no es juguetear con vuestra arma; vuestro trabajo es
disparar
vuestra arma. Confiad en ella: es casi con toda certeza más lista que vosotros. Recordad esto y tal vez podáis sobrevivir.
»Activaréis vuestro MP-35 sacándolo de su envoltorio protector y accediendo a él a través de vuestro CerebroAmigo. Una vez lo hagáis, el MP-35 será verdaderamente vuestro. Mientras estéis en esta base, sólo vosotros podréis disparar vuestro MP-35, pero únicamente con permiso de vuestro jefe de pelotón o vuestros jefes de escuadrón, quienes a su vez deben recibir permiso de sus instructores de maniobras. En las situaciones de combate real, sólo los soldados de las FDC con CerebroAmigos proporcionados por las FDC podrán disparar los MP-35. Mientras no jodáis a vuestros camaradas, no tendréis que temer que vuestra propia arma se emplee contra vosotros.
»A partir de ahora, llevaréis vuestro MP-35 con vosotros a todas partes. Lo llevaréis cuando vayáis a cagar, lo llevaréis en la ducha: no os preocupéis por si se moja, escupirá todo lo que considere extraño. Lo llevaréis a las comidas. Dormiréis con él. Si de algún modo lográis encontrar un momento para echar un polvo, será mejor que vuestro MP-35 esté allí mirando, en primera fila.
»Aprenderéis a usar esta arma. Os salvará la vida. Los marines americanos son un puñado de cretinos integrales, pero una cosa que hicieron bien fue su Credo del Fusil Marine. Dice, en parte: "Éste es mi fusil. Hay muchos como él, pero éste es mío. Mi fusil es mi mejor amigo. Es mi vida. Debo dominarlo como debo dominar mi vida. Mi fusil, sin mí, es inútil. Sin mi fusil, yo soy inútil. Debo disparar mi fusil con precisión. Debo disparar mejor que el enemigo que intenta matarme. Debo dispararle antes de que él me dispare a mí. Y lo haré".
»Damas y caballeros, grabad este credo en vuestros corazones. Éste es vuestro fusil. Cogedlo y activadlo.
Me arrodillé y saqué el fusil de su envoltorio de plástico. A pesar de todo lo que había dicho Ruiz, el MP-35 no parecía especialmente impresionante. Pesaba, pero no era inmanejable, estaba bien equilibrado y tenía un buen tamaño para maniobrar. En un lado de la culata había una pegatina: «PARA ACTIVAR CON CEREBROAMIGO: Inicializar CerebroAmigo y decir
Activa MP-35, número de serie ASD-324-DDD-4E3C1
.»
—Eh, Gilipollas —dije—. Activa MP-35, número de serie ASD-324-DDD-4E3C1.
—MP-35 ASD-324-DDD-4E3C1 activado para el recluta de las FDC John Perry
—respondió Gilipollas—.
Por favor, carga la munición ahora.