La vieja guardia (33 page)

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Authors: John Scalzi

—¿Por qué hiciste eso?

—Necesitaba asegurarme de que lo último que oía era mi voz diciéndole cuánto la amaba.

—¿Cómo es cuando pierdes a alguien a quien amas? —preguntó Jane.

—Tú también te mueres —dije—. Y esperas que tu cuerpo te siga.

—¿Es eso lo que estás haciendo ahora? ¿Esperar que tu cuerpo te siga?

—No, ya no —respondí—. Al final, acabas por volver a vivir. Sólo que vives una vida diferente, eso es todo.

—Así que ahora estás en tu tercera vida.

—Supongo que sí.

—¿Qué te parece esta vida? —quiso saber Jane.

—Me gusta —contesté—. Me gusta la gente que hay en ella.

Más allá del ventanal, las estrellas volvieron a reagruparse. Estábamos en el espacio consu. Permanecimos allí, sentados en silencio, fundiéndonos con el silencio del resto de la nave.

16

—Pueden referirse a mí como embajador, por indigno que sea de ese título —dijo el consu—. Soy un criminal, y caí en desgracia en la batalla de Pahnshu, y por tanto me veo obligado a hablarles en su lengua. Por esta vergüenza ansío la muerte y un castigo justo antes de mi renacimiento. Espero que, como resultado de estos procedimientos, se me vea como algo menos indigno, y por tanto sea liberado con la muerte. Por eso me mancillo hablando con ustedes.

—Encantado de conocerle yo también —dije.

Nos encontrábamos en el centro de una cúpula del tamaño de un campo de fútbol que los consu habían construido no hacía ni una hora. Naturalmente, no se podía permitir que los humanos tocáramos suelo consu, ni estar en ningún sitio que los consu pudieran volver a pisar; a nuestra llegada, máquinas automáticas habían creado la cúpula en una región del espacio consu mantenida largamente en cuarentena para que sirviera de zona de recepción a invitados no deseados como nosotros. Después de que se completaran nuestras negociaciones, la cúpula implotaría y sería lanzada hacia el agujero negro más cercano, para que ninguno de sus átomos volviera a contaminar jamás aquel universo concreto. A mí me parecía que esto último era exagerar un poco.

—Tenemos entendido que hay preguntas que desean hacernos referidas a los raey —dijo el embajador—, y que desean invocar nuestros ritos para ganar el honor de hacernos estas preguntas.

—Así es —dije. Quince metros detrás de mí treinta y nueve soldados de las fuerzas especiales permanecían firmes, todos vestidos para la batalla. Nuestra información nos decía que los consu no consideraban esto una reunión de iguales, así que había poca necesidad de sutilezas diplomáticas; además, en tanto que cualquiera de los nuestros podía ser seleccionado para la lucha, tenían que estar preparados. Yo iba un poco emperifollado, aunque por decisión propia: si pretendía hacerme pasar por el jefe de aquella pequeña delegación, entonces por Dios que al menos iba a parecerlo.

A igual distancia detrás de los consu había otros cinco consu, cada uno blandiendo dos cuchillos largos y de aspecto intimidador. No tuve que preguntar qué estaban haciendo allí.

—Mi gran pueblo reconoce que han solicitado correctamente nuestros ritos y que se han presentado cumpliendo nuestros requerimientos —dijo el embajador—. Sin embargo habríamos descartado su petición, considerándola indigna, si no hubieran traído también a quien tan honorablemente envió a nuestros guerreros al ciclo de renacimiento. ¿Es usted?

—Yo soy —confirmé.

El consu hizo una pausa y pareció estudiarme.

—Extraño que un gran guerrero tenga este aspecto —dijo el embajador.

—Yo siento lo mismo —convine. Nuestra información nos decía que, una vez la petición había sido aceptada, los consu la honrarían independientemente de cómo nos comportáramos en las negociaciones, mientras lucháramos siguiendo lo aceptado. Así que me sentía cómodo siendo un poco banal. De hecho, parecía que los consu nos preferían así: los ayudaba a sentir sus sentimientos de superioridad. Mientras funcionara…

—Cinco criminales han sido seleccionados para competir con sus soldados —explicó el embajador—. Como los humanos carecen de los atributos físicos de los consu, hemos traído cuchillos para que los empleen sus soldados, si así lo quieren. Nuestros participantes los tienen ahora, y, al proporcionárselos a sus soldados, elegirán contra quién luchan.

—Comprendo.

—Si su soldado sobrevive, puede quedarse el cuchillo como muestra de su victoria.

—Gracias.

—No deseamos recuperarlos. Estarían sucios —dijo el embajador.

—Entendido.

—Responderemos a las preguntas que se hayan ganado después de la confrontación —prosiguió el embajador—. Ahora seleccionaremos a los oponentes.

Entonces soltó un alarido que habría arrancado el pavimento de una carretera, y los cinco consu que tenía detrás dieron un paso al frente, nos dejaron atrás y se dirigieron a nuestros soldados, con los cuchillos desenvainados. Nadie dio un respingo. Aquello era disciplina.

Los consu no perdieron mucho tiempo seleccionando. Avanzaron en línea recta y entregaron los cuchillos a quienes tenían directamente delante. Para ellos, uno de nosotros era tan bueno como cualquier otro. Los cuchillos fueron entregados al cabo Mendel, con quien yo había almorzado, los soldados Joe Goodall y Jennifer de Aquino, el sargento Fred Hawking y la teniente Jane Sagan. Sin decir palabra, todos los aceptaron. Los consu se retiraron tras el embajador, mientras el resto de nuestros soldados retrocedía varios metros tras los seleccionados.

—Comenzarán ustedes cada enfrentamiento —dijo el embajador, y luego se situó detrás de sus luchadores. Ahora no quedábamos más que yo y dos filas de soldados de quince metros a cada lado, esperando pacientemente para matarse. Me hice a un lado, todavía entre las dos filas, y señalé al soldado y el consu que tenía más cerca.

—Comenzad.

El consu desplegó sus brazos golpeadores, revelando las hojas planas y afiladas como cuchillas de su caparazón modificado, y liberando de nuevo los brazos secundarios, más pequeños y casi humanos. Taladró la cúpula con un alarido y avanzó. El cabo Mendel soltó uno de sus cuchillos, cogió el otro con la mano izquierda, y se dirigió hacia el consu. Cuando estaban a tres metros de distancia, todo se volvió confuso. Diez segundos después de empezar, el cabo Mendel tenía un tajo que le recorría toda la caja torácica y le llegaba al hueso, y el consu tenía el cuchillo clavado profundamente en la parte blanda, donde su cabeza se fundía con su caparazón. Mendel había conseguido herirlo mientras se debatía en la tenaza del consu, y había recibido el corte en busca del lugar donde alcanzar el punto débil más obvio del consu. El consu se retorció mientras Mendel giraba la hoja, cortando el cordón nervioso de la criatura de un tirón, y separando el bulbo nervioso secundario de la cabeza y aislándolo del cerebro principal, en el tórax, así como varias venas importantes. El consu se desplomó. Mendel recuperó el cuchillo y regresó junto al resto de las fuerzas especiales, sujetándose el costado con el brazo derecho.

Señalé a Goodall y a su consu. Goodall hizo una mueca y salió a la lucha, manteniendo los cuchillos bajos y sujetándolos con ambas manos, las hojas a la espalda. Su consu aulló y cargó, la cabeza por delante, los brazos golpeadores extendidos. Goodall devolvió la carga y, en el último segundo, resbaló como un corredor al alcanzar la base. El consu descargó el golpe cuando Goodall le pasaba por debajo, cortándole la piel y la oreja del lado izquierdo de la cabeza. Goodall amputó una de las patas quitinosas del consu con un rápido golpe hacia arriba; ésta crujió como la pinza de una langosta y salió despedida en perpendicular siguiendo el movimiento de Goodall. El consu se inclinó y se desmoronó.

Goodall giró sobre su trasero, lanzó sus cuchillos al aire, dio una voltereta de espaldas y aterrizó de pie a tiempo de coger los cuchillos antes de que cayeran. El lado izquierdo de su cabeza era un gran pegote gris, pero Goodall seguía sonriendo cuando se abalanzó contra su consu, que intentaba desesperadamente incorporarse. Agitó demasiado lentamente los brazos hacia Goodall mientras éste trazaba una pirueta y clavaba el primer cuchillo como una estaca en su caparazón dorsal con un revés, y luego daba la vuelta y, de otro revés, le hacía lo mismo al caparazón torácico del consu. Goodall giró ciento ochenta grados para encararse con él, agarró los mangos de ambas hojas y luego las arrancó violentamente en un movimiento giratorio. El consu se estremeció cuando los elementos cortados de su cuerpo cayeron por delante y por detrás y luego se desplomó una última vez. Goodall sonreía mientras volvía a su sitio, bailando una jiga por el camino. Claramente, se había divertido.

La soldado De Aquino no bailó, y no pareció que se estuviera divirtiendo. Su consu y ella se observaron trazando un círculo durante sus buenos veinte segundos antes de que el consu finalmente diera un salto, alzando su brazo golpeador, como para enganchar a De Aquino por la barriga. Ella saltó hacia atrás, perdió el equilibrio y cayó de espaldas. El consu la atacó entonces, inmovilizando su brazo izquierdo, atravesándoselo entre el radio y el cubito con su brazo golpeador izquierdo, y dirigiendo el otro brazo hacia su cuello. El consu movió sus patas traseras, buscando estabilidad para descargar un golpe decapitador, y entonces movió el brazo golpeador derecho ligeramente hacia la izquierda, para darse impulso.

Mientras el consu se disponía a cortarle la cabeza, De Aquino gruñó con fuerza y agitó el cuerpo en la dirección del corte; su brazo y su mano izquierdos se desgajaron cuando los tendones y los tejidos blandos cedieron ante la fuerza del impulso, con lo que el consu rodó cuando ella se proyectó contra él. Dentro de la tenaza del consu, De Aquino giró y se dispuso a descargar su cuchillo a través del caparazón del consu con la mano derecha. Él trató de empujarla; De Aquino enroscó las piernas alrededor de la sección media de la criatura y aguantó. El consu logró descargar unas cuantas puñaladas en la espalda De Aquino antes de morir, pero los brazos golpeadores no eran muy eficaces tan cerca de su cuerpo. De Aquino se zafó del cuerpo del consu y logró cubrir la mitad de la distancia hacia los otros soldados antes de desplomarse y que tuvieran que llevársela.

Comprendí ahora por qué me habían apartado de la lucha. No era sólo cuestión de velocidad y fuerza, aunque claramente las fuerzas especiales me superaban en ambas. Además empleaban estrategias que procedían de una comprensión distinta de lo que era una pérdida aceptable. Un soldado normal no sacrificaría un miembro como acababa de hacer De Aquino; siete décadas sabiendo que los miembros eran irreemplazables, y que la pérdida de uno podía conducir a la muerte, eran un hándicap. Eso en cambio no suponía ningún problema para los soldados de las fuerzas especiales, que nunca supieron que no se podía recuperar un miembro, y que eran conscientes de que su tolerancia al daño era mucho más alta que la de un soldado normal. No es que los soldados de las fuerzas especiales no tuvieran miedo. Es que se daban cuenta más tarde.

Indiqué al sargento Hawking y su consu que empezaran. Por una vez, el consu no abrió sus brazos golpeadores, sino que, simplemente, se acercó al centro de la cúpula y esperó a su oponente. Hawking, mientras tanto, se agachó y avanzó con cuidado, un pie cada vez, calibrando el momento adecuado para golpear: adelante, pausa, paso de lado, pausa, adelante, pausa y adelante de nuevo. Fue en uno de esos cuidadosos y bien considerados pasitos hacia adelante cuando el consu se abalanzó como un bicho que explota, y empaló a Hawking con ambos brazos golpeadores, levantándolo y lanzándolo por los aires. Al caer, el consu lo golpeó de nuevo con saña, cercenándole la cabeza y cortándole el cuerpo por la mitad. El torso y las piernas fueron en direcciones opuestas, y la cabeza cayó directamente delante del consu, quien la miró durante un instante y luego la atravesó con la punta de su brazo golpeador y la lanzó con fuerza en dirección a los humanos. La cabeza rebotó húmeda y golpeó el suelo y luego quedó boca abajo, desparramando sesos y SangreSabia.

Durante los cuatro enfrentamientos anteriores, Jane había aguardado impaciente en la fila, jugueteando nerviosa con sus cuchillos. Ahora dio un paso adelante, dispuesta para comenzar, igual que hizo su oponente, el último consu. Le indiqué a los dos que comenzaran. El consu dio un agresivo paso al frente, desplegó sus brazos golpeadores y lanzó un grito de batalla que pareció capaz de romper la cúpula y lanzarnos a todos al espacio, abriendo sus mandíbulas al máximo para hacerlo. A treinta metros de distancia, Jane parpadeó y entonces lanzó uno de sus cuchillos con todas sus fuerzas contra la boca abierta del consu, dando suficiente fuerza al lanzamiento como para que la hoja acabara por asomar por la parte trasera de la cabeza del consu y la empuñadura quedara atascada en el otro lado del caparazón del cráneo. El grito de batalla fue sustituido de pronto por el sonido de un bicho grande y gordo que se ahogaba con la sangre y la hoja de metal. La criatura trató de sacarse el cuchillo de la boca, pero murió antes de terminar el movimiento. Se desplomó hacia adelante y expiró con un último y húmedo estertor.

Me acerqué a Jane.

—Creí que no se podían usar los cuchillos de esa forma —dije.

Ella se encogió de hombros y jugueteó con el otro cuchillo que tenía en las manos.

—Nadie dijo que no pudiera —contestó.

El embajador se acercó a mí, esquivando al consu caído.

—Han ganado el derecho a cuatro preguntas —dijo—. Puede hacerlas ahora.

Cuatro preguntas eran más de lo que esperábamos. Teníamos esperanzas de conseguir tres, y planeábamos dos; creímos que los consu serían más duros. No es que el soldado muerto y varias partes corporales cercenadas constituyeran una victoria total de ninguna manera. Con todo, uno aprovecha lo que tiene. Cuatro preguntas nos vendrían bien.

—¿Proporcionaron los consu a los raey la tecnología para detectar la impulsión de salto? —pregunté.

—Sí —respondió el embajador, sin ampliar nada más. Lo cual era correcto: no esperábamos que los consu nos contaran más de aquello a lo que se sintieran obligados. Pero la respuesta del embajador nos daba información sobre varias preguntas más. Puesto que los raey obtenían la tecnología de los consu, era altamente improbable que supieran cómo funcionaba a nivel fundamental; no teníamos que preocuparnos de que expandieran su uso o le vendieran la tecnología a otras razas.

—¿Cuántas unidades detectoras del impulso de salto tienen los raey?

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