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Authors: John Scalzi

La vieja guardia (35 page)

Jane se irritó.

—No tienes ni idea de lo que es ser uno de nosotros. Dijiste que querías saber cosas de mí. ¿Qué parte quieres conocer? ¿Quieres saber cómo es despertarte un día, con la cabeza llena de una biblioteca de información (todo, desde matar a un cerdo a pilotar una astronave) pero no saber tu propio nombre? ¿O que tienes nombre siquiera? ¿Quieres saber cómo es no haber sido nunca niña, o no haber visto
nunca
a un niño hasta que pones el pie en una colonia arrasada y ves a uno muerto delante? Tal vez te gustaría oír cómo la primera vez que uno de nosotros habla con un realnacido tenemos que contenernos para no golpearos porque habláis tan despacio, os movéis tan despacio y pensáis tan despacio que no sabemos por qué se molestan siquiera en enrolaros.

»O tal vez te gustaría saber que todos los soldados de las fuerzas especiales sueñan con un pasado para sí. Sabemos que somos el monstruo de Frankenstein. Sabemos que estamos hechos de miembros y piezas de muertos. Nos miramos en el espejo y sabemos que estamos viendo a otra persona, y que el único motivo por el que existimos es porque ellos no existen… y porque se han perdido para siempre. Así que todos imaginamos la persona que podrían haber sido. Imaginamos sus vidas, sus hijos, sus esposos y esposas, y sabemos que
ninguna de esas cosas podrá ser nuestra jamás.

Jane dio un paso y se plantó ante mi cara.

—¿Quieres saber lo que es conocer al marido de la mujer que fuiste? ¿Ver el reconocimiento en su cara pero no sentirlo, no importa cuánto lo quieras? ¿Saber que quiere desesperadamente llamarte por un nombre que no es el tuyo? Saber que cuando te mira ve décadas de vida… y que tú no sabes nada al respecto. Saber que estuvo contigo, que estuvo
dentro
de ti, que estuvo allí, sosteniéndote la mano cuando moriste, diciéndote que te amaba. Saber que no puede hacer de ti una realnacida, pero puede darte una continuación, una historia, una idea de quién eras para ayudarte a comprender quién fuiste. ¿Puedes imaginar cómo es querer eso para ti? ¿Mantenerlo a salvo a cualquier precio?

Estaba muy cerca. Sus labios casi tocaban los míos, pero no había ningún atisbo de beso en ellos.

—Viviste conmigo diez veces más de lo que yo he vivido conmigo —dijo Jane—. Eres mi cuidador. No puedes imaginar cómo es eso para mí. Porque
no eres uno de nosotros. —
Dio un paso atrás.

Me la quedé mirando.

—No eres ella. Tú misma me lo dijiste.

—Oh, Cristo —exclamó Jane—.
Mentí
. Soy ella, y lo sabes. Si hubiera vivido, se habría unido a las FDC y habrían usado el mismo maldito ADN para crearle un cuerpo nuevo, como han hecho conmigo. Tengo un revoltijo de mierda de alienígena en mis genes pero tú tampoco eres humano del todo, y ella no lo habría sido tampoco. La parte humana que hay en mí es la misma que habría habido en ella. Lo único que me falta es la memoria. Me falta toda mi otra vida.

Jane volvió a acercarse, me cogió la cara con ambas manos.

—Soy Jane Sagan, lo sé —dijo—. Los últimos seis años son míos, y son reales. Esta es
mi
vida. Pero también soy Katherine Perry. Quiero recuperar esa vida. La única forma en que puedo hacerlo es a través de ti. Tienes que permanecer vivo, John. Sin ti, volvería a perderme.

Extendí la mano para coger la suya.

—Ayúdame a seguir vivo —le pedí—. Cuéntame todo lo que necesito saber para hacer bien esta misión. Enséñame todo lo que necesito para ayudar a tu pelotón a llevar a cabo su trabajo. Ayúdame a ayudarte, Jane. Tienes razón, no sé cómo es ser tú, ser uno de vosotros. Pero sí sé que no quiero quedarme flotando en una maldita lanzadera mientras te matan. Necesito que tú también permanezcas con vida. ¿Es justo?

—Es justo —dijo ella. Le cogí la mano y se la besé.

17

«Ésta es la parte fácil —me envió Jane—. Déjate llevar.»

Las puertas de la bodega volaron, una descompresión explosiva que recordó mi anterior llegada al espacio de Coral. Iba a volver al mismo sitio sin salir despedido de la bodega de carga. Esta vez, sin embargo, la bodega estaba libre de objetos peligrosos y sueltos: lo único que había en el interior de la sentina de la
Gavilán
eran su tripulación y sus soldados, ataviados con gruesos y herméticos trajes de salto. Teníamos los pies clavados al suelo, como si dijéramos, por medio de trabas electromagnéticas, pero en cuanto las puertas fueran destruidas y estuvieran a suficiente distancia para no matarnos a ninguno, las trabas se abrirían y nosotros saldríamos por la puerta, llevados por el aire: la bodega de carga estaba sobrepresurizada para que hubiera suficiente impulso.

Y lo hubo. Los imanes de nuestros pies se soltaron, y fue como si un gigante tirara de nosotros y nos hiciera pasar por una ratonera particularmente grande. Como Jane sugirió, me dejé llevar, y de repente me encontré saliendo al espacio dando tumbos. Eso estaba bien, puesto que queríamos dar la impresión de una súbita e inesperada exposición a la nada, por si los raey estaban vigilando. Fui expulsado sin más ceremonias por la puerta con el resto de las fuerzas especiales, sentí un mareante momento de vértigo cuando
fuera
se reorientó como
abajo
, y
abajo
estaba a doscientos kilómetros hacia la oscura masa de Coral, la marca del día brillando al este de donde íbamos a acabar.

Mi rotación personal me hizo volverme justo a tiempo de ver a la
Gavilán
explotar por cuatro sitios: las bolas de fuego se originaron en la parte que me quedaba más lejana de la nave y la recortaron en llamas. No hubo ningún sonido ni calor, gracias al vacío existente entre la nave y yo, pero obscenas bolas de fuego amarillas y anaranjadas compensaron visualmente la falta de otros sentidos. Milagrosamente, al girar, vi a la
Gavilán
disparar misiles, lanzándolos contra un enemigo cuya posición no podía registrar. Alguien estaba aún en la nave cuando fue alcanzada. Roté de nuevo, a tiempo de ver de nuevo a la
Gavilán
,esta vez quebrándose en dos cuando otra andanada de misiles la alcanzó. Quienquiera que estuviese en la nave iba a morir a bordo. Esperé que los misiles que habían lanzado alcanzaran su objetivo.

Caía hacia Coral. Otros soldados tal vez estuvieran cerca de mí, pero era imposible saberlo: nuestros trajes eran no reflectores y se nos había ordenado silencio a través del CerebroAmigo hasta que hubiéramos rebasado la estratosfera del planeta. A menos que viera a alguien cubriendo una estrella, no sabría dónde estaban. Es lo que pasa cuando no quieres llamar la atención si planeas atacar un planeta, sobre todo cuando alguien más puede estar buscándote. Me sentí más y más vigilado a medida que el planeta Coral devoraba firmemente las estrellas en su creciente periferia.

Mi CerebroAmigo sonó: era hora de usar los escudos. Asentí, y de mi mochila brotó un chorro de nanorobots. Una red electromagnética de robots se tejió a mi alrededor, sellándome dentro de un globo negro mate y aislando toda luz. Ahora estaba cayendo verdaderamente sumido en la oscuridad. Le di gracias a Dios por no ser claustrofóbico; de haberlo sido, en ese momento me habría cagado.

El escudo era la clave para la inserción en órbita alta. Protegía al soldado que iba dentro de dos maneras del calor, capaz de calcinarlo, generado por la entrada en la atmósfera. Primero, el escudo esférico se creaba mientras el soldado continuaba cayendo a través del vacío, lo cual reducía la transferencia de calor a menos que el soldado de algún modo tocara la parte exterior del escudo, que estaba en contacto con la atmósfera. Para evitar esto, el mismo andamiaje electromagnético con el que los robots construían el escudo, también fijaba al soldado en el centro de la esfera, impidiendo todo movimiento. No era muy cómodo, pero tampoco lo era reventar cuando las moléculas del aire se colaran en tu carne a altas velocidades.

Los robots cogían el calor, usaban parte de la energía para reforzar la red electromagnética que aislaba al soldado, y luego desviaban el resto del calor tanto como fuera posible. Acababan por quemarse, y en ese momento otros venían por la red para ocupar su lugar. Lo ideal era que agotaras la necesidad del escudo antes de quedarte sin él. Nuestra provisión de robots estaba calculada para la atmósfera de Coral, con un poco de espacio extra. Pero los nervios no se pueden evitar.

Sentí la vibración cuando mi escudo empezó a abrirse paso por la estratosfera de Coral; Gilipollas indicó bastante tontamente que habíamos empezado a experimentar turbulencias. Me sacudí en mi pequeña esfera, mientras el campo aislante aguantaba, pero no obstante permitía más cimbreo del que me hubiera gustado. Cuando el borde de una esfera puede transmitir un par de miles de grados de calor directamente a tu carne, cualquier movimiento hacia él, no importa lo pequeño que sea, es causa de preocupación.

En la superficie de Coral, cualquiera que alzara la mirada vería cientos de meteoritos veteando la noche; cualquier sospecha sobre el contenido de esos meteoritos quedaría mitigada por el conocimiento de que, probablemente, eran restos de las naves humanas que las fuerzas raey acababan de eliminar del cielo. A miles de metros de altura, un soldado que caía y un trozo de casco que caía parecían lo mismo.

La resistencia de la atmósfera al espesarse hizo su trabajo y redujo la velocidad de mi esfera; varios segundos después dejó de brillar por el calor, se colapsó por completo y la atravesé como un polluelo lanzado con honda a través de su cascarón. La vista ahora no era una negra pared de robots sino un mundo oscurecido, iluminado sólo en algunos sitios por algas luminiscentes que recortaban los lánguidos contornos de los arrecifes de coral, y luego por las luces más bruscas de los campamentos raey y los antiguos asentamientos humanos. Nos dirigiríamos al segundo grupo de luces.

«Disciplina de CerebroAmigos conectada», envió el mayor Crick, y me sorprendí: creí que había caído con la
Gavilán.
«Jefes de pelotón identifíquense; soldados informen a jefes de pelotón.»

A eso de un kilómetro al oeste de mi posición, a unos pocos cientos de metros por encima, Jane se iluminó de repente. Eso no había sucedido en la vida real: habría sido una buena forma de hacerse matar por las fuerzas de tierra. Fue simplemente la forma en que mi CerebroAmigo me mostró dónde estaba. A mi alrededor, cerca y lejos, otros soldados empezaron a brillar: mis nuevos camaradas de pelotón, mostrándose también. Nos retorcimos en el aire y empezamos a unirnos. Mientras nos movíamos, la superficie de Coral se transformó con una red topológica superpuesta donde brillaban varios puntos arracimados: la estación de rastreo y sus inmediaciones.

Jane empezó a inundar a sus soldados de información. Cuando me uní a su pelotón, los soldados de las fuerzas especiales dejaron a un lado la cortesía de hablarme, revirtiendo a su habitual método de comunicación vía CerebroAmigo. Pensaban que, si iba a combatir con ellos, tendría que hacerlo con sus normas. Los últimos tres días habían sido un borrón de comunicaciones; cuando Jane dijo que los realnacidos se comunicaban a velocidad más lenta se estaba quedando corta. Las fuerzas especiales se lanzaban mensajes más rápido de lo que yo podía parpadear. Conversaciones y debates terminaban antes de que yo pudiera captar el primer mensaje. Lo más confuso de todo: las fuerzas especiales no limitaban sus transmisiones a mensajes de texto o verbales. Utilizaban la habilidad del CerebroAmigo para transferir información emocional enviando estallidos de emoción que usaban como un escritor utiliza los signos de puntuación. Alguien contaba un chiste y todos los que lo escuchaban se reían con su CerebroAmigo, y era como ser golpeado con un berbiquí de diversión que se abría paso en tu cerebro. Me daba dolor de cabeza.

Pero era realmente una forma más eficaz de «hablar». Jane esbozaba la misión de nuestro pelotón, objetivos y estrategia en una décima parte del tiempo que tardaría un comandante de las FDC convencionales. Eso es una auténtica ventaja cuando la reunión tiene lugar mientras tus soldados y tú os precipitáis hacia la superficie de un planeta a velocidad terminal. Sorprendentemente, pude seguir el informe casi tan rápido como Jane lo transmitía. Descubrí que el secreto era dejar de luchar o de intentar organizar la información como estaba acostumbrado, en piezas discretas de habla verbal. Sólo acepta que estás bebiendo de la manguera y abre bien la boca. También ayudaba que yo no respondiera mucho.

La estación de rastreo estaba situada en un terreno elevado, cerca de uno de los asentamientos humanos más pequeños que habían ocupado los raey, en un reducido valle cerrado por uno de sus lados. El terreno había sido ocupado originariamente por el centro de mando de la colonia y sus edificios colindantes; los raey se habían establecido allí para aprovechar las líneas de energía y canibalizar los ordenadores del centro de mando, las transmisiones y otros recursos. Habían creado posiciones defensivas en y alrededor del centro de mando, pero las imágenes en tiempo real del lugar (proporcionadas por un miembro del comando de Crick, que se había atado un satélite espía al pecho) mostraban que esas posiciones estaban sólo moderadamente armadas y atendidas. Los raey confiaban que su tecnología y sus naves espaciales neutralizarían cualquier amenaza.

Otros pelotones se encargarían del centro de mando, localizarían y asegurarían las máquinas que integraban la información de rastreo de los satélites y preparaban la descarga a las naves espaciales raey. El trabajo de nuestro pelotón era tomar la torre de transmisión desde donde la señal de tierra se dirigía a las naves. Si el hardware de transmisión era equipo consu avanzado, tendríamos que desconectar la torre y defenderla contra el inevitable contraataque raey: si era sólo tecnología raey normal y corriente, teníamos que volarla.

Fuera como fuese, la estación de rastreo caería, y las naves raey volarían a ciegas, incapaces de localizar cuándo y dónde iban a aparecer nuestras naves. La torre estaba lejos del centro de mando principal y bastante bien protegida respecto al resto de la zona, pero teníamos planes para reducir sus fuerzas antes incluso de llegar al suelo.

«Seleccionen objetivos», envió Jane, y un trazado de nuestra zona de blancos apareció en los CerebroAmigos. Los soldados raey y sus máquinas brillaron en infrarrojo; como no percibían ninguna amenaza, no tenían ninguna disciplina calorífica. Los objetivos fueron seleccionados y preparados por escuadrones, equipos y luego por soldados individuales. Cada vez que fue posible, optamos por golpear a los raey y no a su equipo, que luego podríamos utilizar nosotros cuando termináramos con ellos. Las armas no matan a nadie: lo hacen los alienígenas detrás de sus gatillos. Una vez seleccionados los objetivos, todos nos separamos ligeramente unos de otros: lo único que había que hacer era esperar.

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