Vor se sintió orgulloso de que su padre hubiera domado otro planeta para las máquinas pensantes.
—No me cabe duda de que todo habrá concluido cuando lleguemos, y nuestras fuerzas estarán acabando con la resistencia.
—Lo sabremos cuando lleguemos —dijo Seurat—. Aún faltan meses.
En muchas ocasiones se enzarzaban en competiciones humanas tradicionales que encontraban en las bases de datos, como el póquer o el backgammon. En otras, Vorian inventaba un nuevo juego, fijaba una serie de normas absurdas, y después procedía a derrotar a Seurat, hasta que el robot autónomo aprendía a manipular las reglas por sí mismo.
Los dos iban empatados, pero con habilidades muy diferentes. Mientras Seurat destacaba en los juegos de estrategia y era capaz de calcular muchos movimientos por anticipado, Vor echaba mano a menudo de giros innovadores para ganar. A Seurat le costaba comprender el comportamiento errático del humano.
—Puedo seguir las consecuencias de un acontecimiento humano en una progresión lógica, pero no entiendo cómo consigues transformar un comportamiento impulsivo e ilógico en una estrategia eficaz. No existe relación causa-efecto.
Vor sonrió.
—Detestaría verte calcular una respuesta
irracional
, vieja Mentemetálica. Déjalo a los expertos como yo.
El hijo de Agamenón también era un experto en tácticas y estrategias militares, un talento que había desarrollado gracias a sus estudios de las grandes batallas de la historia humana antigua, tal como las había documentado Agamenón en sus extensas memorias. El general cimek no ocultaba que esperaba ver a su hijo convertido algún día en un genio militar.
Siempre que Seurat perdía en alguna contienda concreta, insistía en su irritante hábito de distraer a Vor con chistes, trivialidades o anécdotas, con la intención de interesar al joven. Desde que el capitán mecánico conocía a su copiloto humano, Seurat había acumulado y analizado información, preparándola para usos futuros. El capitán robot había tomado la costumbre de sacar a colación temas que absorbían a Vor y llenaban su cabeza de ideas.
Seurat hablaba sin cesar de la legendaria vida de Agamenón, y añadía detalles que Vor nunca había leído en las memorias: grandes batallas ganadas por los titanes, planetas que habían sumado a los Planetas Sincronizados, formas de combate que Agamenón había diseñado para utilizar en combates de gladiadores. En una ocasión, el robot inventó una historia absurda acerca de que el general había perdido, literalmente, la cabeza. El contenedor cerebral del cimek se soltó de su forma móvil y rodó por la pendiente de una colina, mientras el cuerpo mecánico, en programación automática, había tenido que ir a buscarlo.
Sin embargo, Vorian había descubierto hacía poco una información más inquietante de la que el robot pudiera revelarle. Entre partidas y desafíos, investigaba las bases de datos, releía los fragmentos favoritos de las memorias de su padre, e intentaba encontrar un sentido a las minuciosas observaciones de Omnius. En una de tales ocasiones, Vor descubrió que su padre había engendrado otros doce hijos. Vorian nunca había supuesto que fuera el único, pero… ¡doce hermanos desconocidos! Era lógico que el gran general hubiera querido tener descendientes dignos de su legado.
Peor aún, descubrió que cada uno de esos doce hijos había constituido un fracaso. Agamenón no encajaba las decepciones con alegría, y había matado a su progenie inaceptable, aunque habían sido humanos privilegiados como Vor. El último había sido ejecutado menos de un siglo antes. Ahora, todas las esperanzas de Agamenón estaban depositadas en Vor, pero no era necesariamente la única alternativa. Agamenón debía tener más esperma almacenado, por lo cual Vor era tan prescindible como los demás.
Después de averiguar ese dato, Vor se quedó inmune a los intentos de Seurat por distraerle.
Vor estaba sentado a la mesa, contemplando el tablero de juego proyectado, y reflexionaba sobre su siguiente movimiento. Sabía que Seurat no podía decidir lo que estaba pasando en el interior de la impredecible mente humana. Pese a toda su sofisticación e independencia, el robot solo acumulaba datos externos, pero sin reconocer las sutilezas.
El humano sonrió apenas, pero el robot se dio cuenta.
—¿Me vas a gastar alguna jugarreta? ¿Ejercitas algún poder humano oculto?
Vor continuó sonriendo y mirando el tablero. Era una competición de multijuegos, que tenía lugar dentro de una pantalla tridimensional encastrada en la mesa. Dentro de una amplia selección de juegos, cada jugador intentaba elegir un torneo o situación que le beneficiara, y después efectuar un movimiento. Iban empatados, y el siguiente punto dirimiría la contienda.
Los diversos juegos aparecían al azar, y cada vez Vor solo contaba con unos pocos segundos para realizar el movimiento. El antiguo juego terráqueo del parchís apareció en la paleta de selecciones. No le beneficiaba. Desfilaron más opciones. A continuación, vio un juego más adecuado para máquinas, por la cantidad de memoria que requería. Lo dejó pasar. Aparecieron otros dos juegos que no le gustaron, seguidos por una mano de póquer.
Confiado en la suerte y los faroles, Vor miró al capitán robot, que no comprendía la estrategia de los faroles ni el
talento
del azar. La expresión de Vor era inescrutable, y rió al ver la confusión que expresaba la cara de Seurat.
—Estás perdido —dijo Vor—. Y has perdido. —Cruzó los brazos sobre el pecho, satisfecho después de que el robot diera su brazo a torcer—. No es solo la puntuación, sino la forma en que intentas ganar.
Seurat respondió que no quería jugar más, y Vor se rió de él. —¡Te has enfadado, Mentemetálica!
—Estoy volviendo a analizar mi táctica.
Vor palmeó el hombro de su contrincante, como para consolarle.
—¿Por qué no te quedas aquí y practicas, mientras yo piloto la nave? Giedi Prime está todavía muy lejos.
Los remordimientos son numerosos, y yo ya tengo bastantes.
S
ERENA
B
UTLER
, memorias inéditas
El forzador de bloqueos no solo era veloz y difícil de ver en los cielos oscuros de Giedi Prime, sino que sus sofisticados sistemas permitían que pasara desapercibido en casi cualquier situación. Serena confiaba en que Ort Wibsen sería capaz de guiar a su comando hasta la isla aislada del mar del norte, donde empezaría su trabajo.
Pinquer Jibb había aportado los gráficos, planos y códigos de acceso de las torres secundarias, en el caso de que algún sistema continuara intacto. Sin embargo, pese a los excelentes ingenieros y consejeros militares, la misión no iba a resultar sencilla.
Después del largo viaje desde Salusa, surcaban en silencio el cielo oscuro, al tiempo que estudiaban la masa de tierra que sobrevolaban. Los invasores habían desconectado partes innecesarias del sistema eléctrico, y las ciudades estaban sumidas en una negrura absoluta. Al fin y al cabo, las máquinas podían adaptar sus sensores ópticos a la oscuridad.
Serena ignoraba cuántos miembros de la milicia local habían sobrevivido. Confiaba en que algunos hubieran pasado a la clandestinidad después de la conquista de las máquinas, tal como había prometido el desesperado correo Jibb. En cuanto su comando reactivara los escudos descodificadores, los milicianos supervivientes jugarían un papel crucial en la reconquista del planeta. Contaba con que Xavier acudiría en su ayuda con naves de la Armada, aprovechando su influencia.
Serena estaba sentada en el compartimiento de pasajeros de la nave, ansiosa por empezar. Su padre ya habría reparado en su ausencia, y esperaba que Xavier hubiera partido en dirección a Giedi Prime al mando de sus fuerzas. Si no venía, su misión estaría condenada al fracaso, al igual que ella y su equipo.
Xavier estaría preocupado por ella, irritado por el peligro al que se había expuesto. Pero si lograba resultados positivos, todos sus esfuerzos estarían justificados.
Lo único que importaba era la misión.
El viejo Wibsen, inclinado hacia delante en la cabina, examinaba las regiones polares con el fin de localizar la estación de transmisión inacabada. Serena tan solo había echado un vistazo al informe de Xavier, pero sabía que las máquinas, ocupadas en sojuzgar a la población de Giedi Prime, no se habrían molestado en explorar una isla aislada del ártico. Mientras no llamaran la atención, tal vez los ingenieros de Brigit Paterson podrían terminar su trabajo sin ser molestados.
El veterano estudiaba una consola de instrumentos, mientras se rascaba la barba incipiente que cubría sus mejillas. Después de su jubilación forzosa, Wibsen no había mantenido una apariencia militar. Ahora, al concluir su larga travesía espacial, parecía más desastrado que nunca, pero Serena no le había reclutado por su vestimenta o higiene personal.
El hombre contemplaba franjas y puntos de luz en la pantalla del escáner.
—Esa tiene que ser la isla. —Emitió un gruñido de satisfacción y empezó a oprimir botones, como un músico que tocara un teclado para abrirse paso entre la red sensora de las máquinas—. El revestimiento de camuflaje de nuestro casco debería bastar para atravesar sus sistemas de vigilancia. Yo diría que tenemos un sesenta o un setenta por ciento de posibilidades.
Serena aceptó la sombría realidad.
—Eso es más de lo que ha gozado la población de Giedi Prime.
—De momento —replicó Wibsen.
Brigit Paterson entró en la cabina, sin perder el equilibrio cuando las turbulencias sacudieron la nave.
—La Armada nunca habría aceptado correr este riego. Se habrían olvidado de Giedi Prime hasta que las circunstancias fueran favorables.
—Tendremos que enseñarles cómo se hacen las cosas —dijo Wibsen. Serena deseó que Xavier estuviera a su lado, para tomar juntos las decisiones.
El forzador de bloqueos camuflado atravesó la atmósfera y descendió hacia el mar helado.
—Es hora de desaparecer de vista —dijo el veterano—. Agarraos bien.
La nave se hundió bajo las aguas como un hierro al rojo vivo. La superficie apenas se onduló. Después, la nave viró hacia el norte, en dirección a las coordenadas de la isla rocosa donde un nervioso magno Sumi había construido sus transmisores de escudo secundarios.
—Yo diría que estamos lo bastante lejos del radio de acción de sus sensores —dijo Serena—. Podemos respirar tranquilos un rato. Wibsen enarcó las cejas.
—Yo aún no había empezado a sudar.
Como para contradecir su comentario, reprimió un ataque de tos mientras dirigía la nave. El anciano maldijo su salud y la jeringa implantada en su pecho.
—Comandante, no pongas en peligro la misión por culpa de tu tozudo orgullo —le reprendió Serena.
La nave se inclinó a un lado y crujió. Algo chisporroteó debajo de un mamparo.
—¡Malditas turbulencias! —Wibsen, congestionado, recuperó el control de la nave, y luego se volvió hacia Serena—. En este momento soy el chófer. Me relajaré en cuanto os haya desembarcado.
La nave se deslizó bajo la superficie durante una hora, a la profundidad suficiente para esquivar los fragmentos de hielo flotantes de las regiones polares, y por fin les condujo hasta una bahía protegida. En las pantallas de la cabina, la isla parecía desnuda y rocosa, una masa de hielo y acantilados negros.
—No tiene pinta de refugio paradisíaco —comentó Wibsen.
—El magno Sumi no la eligió por su belleza —dijo Brigit Paterson—. Desde aquí, una proyección polar es sencilla y eficaz. Estos transmisores cubren todas las masas de tierra deshabitadas.
Wibsen guió el forzador de bloqueos hasta la superficie.
—Sigo diciendo que es un lugar muy feo —gruñó. Empezó a toser de nuevo cuando penetraron en el puerto rodeado de acantilados, peor que antes—. Justo en el momento preciso. —Parecía más irritado que preocupado—. Seguiremos el curso en piloto automático. Decid a Jibb que venga. Al fin y al cabo, conoce el territorio.
Pinquer Jibb echó un vistazo a la isla, decepcionado al parecer cuando vio que los trabajos aún no habían terminado. Se hizo cargo de los controles y guió la nave hacia los muelles abandonados de la isla. Después de detener los motores, abrió las escotillas.
Un amanecer púrpura teñía como un moratón la parte norte del cielo. Serena respiró el aire puro pero gélido, protegida con ropa de abrigo. El aspecto de la isla era ominoso, y parecía desierta.
Más reconfortante fue la visión de las torres plateadas, de lados parabólicos y rejillas metálicas. Estaban cubiertas de hielo y escarcha, pero daba la impresión de que los invasores no las habían tocado.
—En cuanto las conectemos, los robots no sabrán qué ha pasado —dijo Wibsen cuando salió, recuperado en apariencia. Sopló un chorro de vapor en sus manos.
Serena siguió contemplando las torres, con una expresión decidida y esperanzada en su rostro. Brigit Paterson asintió.
—Aun así, tenemos mucho trabajo que hacer.
En tiempos de guerra, todo el mundo se jacta de contribuir al esfuerzo bélico. Algunos lo hacen de boquilla, algunos aportan ayuda económica, pero muy pocos están dispuestos a sacrificarlo todo. Por eso, en mi opinión, hemos sido incapaces de derrotar a las máquinas pensantes.
Z
UFA
C
ENVA
,
El arma de Rossak
Cuando contempló a las catorce jóvenes hechiceras, elegidas entre las más potentes y devotas que Rossak había formado jamás, Zufa Cenva comprendió que estas mujeres no eran la única esperanza de la humanidad. No eran la única arma de que disponían contra los terribles cimeks. Pero significaban un elemento fundamental en el esfuerzo bélico.
Zufa miró a sus alumnas con amor y compasión. Nadie, en todos los planetas de la liga, confiaba más en el triunfo ni luchaba más por alcanzar la victoria. Dio la impresión de que su corazón iba a estallar cuando las vio concentrarse en el objetivo definitivo. Si todo el mundo pudiera hacer lo mismo, no tardarían en derrotar a las máquinas pensantes.
Como había hecho meses antes, Zufa guió a su grupo de élite hacia el corazón de la selva, donde podrían poner en práctica sus habilidades y convocar el poder. Cada una de estas mujeres era el equivalente a una ojiva psíquica. Zufa, bendecida desde su nacimiento con más talentos que cualquiera de ellas, les había enseñado sus métodos, las había empujado poco a poco hasta sus límites.