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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

La Yihad Butleriana (27 page)

Los restantes aldeanos gemían y sollozaban, pero la mayoría de los jóvenes sanos ya estaban en las barcas, inconscientes. Las ancianas y los niños lloraban, pero sin efectuar el menor intento de resistencia. Keedair miró a Ryx Hannem.

De pronto, un niño salió corriendo de entre las cañas detrás de ellos. Arrojó palos contra Hannem y Keedair, chillando algo acerca de su abuelo. Keedair se agachó. Una piedra pasó rozándole la cabeza.

Entonces, el niño agarró una cesta que llevaba en su barca y la lanzó contra Hannem. El frágil mimbre se rompió y dejó en libertad a un enjambre de enormes insectos de patas delgadas, que se abalanzaron sobre el pecho y la cara de Hannem. El copiloto emitió un débil chillido mientras aplastaba a multitud de atacantes, pero siguieron trepando por sus brazos y ropa. Los cuerpos aplastados segregaban una sustancia lechosa que parecía pus.

Keedar se apoderó del aturdidor de Hannem y apuntó al niño. Cuando el niño se derrumbó, Keedair también roció a su copiloto con el rayo paralizante. No era el mejor método, pero al menos incapacitaba a los insectos venenosos, además de a Hannem. Una vez a bordo de la nave de carga, introducirían al negrero herido en un ataúd de éxtasis, junto con los nuevos cautivos. Keedair ignoraba si el muchacho viviría, o solo sufriría pesadillas durante el resto de su vida.

Gritó a los demás tlulaxa que recogieran los cuerpos inconscientes. Daba la impresión de que iban a necesitar la segunda nave de carga. No ha ido nada mal, pensó. Estudió la forma inmóvil del niño nativo. No cabía duda de que el pequeño zensunni era imprudente e impetuoso. No serviría de gran cosa para el amo que le comprara.

Pero eso no preocupaba a Keedair. Poritrin ya se encargaría del problema. Aun aturdido y sucio, el niño parecía sano y fuerte, aunque tal vez un poco joven para acompañar a los demás esclavos. Aunque solo fuera por lo irritado que se sentía, Keedair decidió incluirlo en el lote. Le había causado problemas y merecía un castigo, sobre todo si Hannem terminaba muriendo.

El anciano de la tribu se hallaba en la orilla, empapado, gritaban sutras budislámicos a los atacantes, describía los errores de sus costumbres. Había cuerpos flotando de bruces en el agua. Algunos de los desesperados aldeanos utilizaban palos para acercar los cadáveres a la orilla, sin dejar de gimotear y sollozar.

Keedair vio grandes formas sinuosas que se acercaban por los canales, atraídas por el estrépito. Una de ellas alzó la cabeza del agua y exhibió unas fauces erizadas de colmillos. Cuando vio al animal, un escalofrío recorrió la espina dorsal de Keedair. ¿Quién sabía qué otras criaturas vivían aquí?

Ansioso por alejarse de los pantanos, ordenó a sus hombres que se dieran prisa. Vio cómo cargaban a los nuevos esclavos en las naves. Tenía ganas de subir a su pulcra nave. Sin embargo, los beneficios que obtendría de la operación compensarían los inconvenientes y la incomodidad.

Una vez todo dispuesto, entró en su nave, puso en marcha los motores y alzó los estabilizadores incrustados de barro. Cuando se elevó en el cielo neblinoso, Tuk Keedair miró hacia abajo y vio que las anguilas gigantes empezaban a devorar los cadáveres.

37

La mente gobierna el universo. Hemos de asegurarnos de que sea la mente humana, en lugar de la versión de las máquinas.

P
RIMERO
F
AYKAN
B
UTLER,
Memorias de la Yihad

Zufa Cenva eligió a su alumna más brillante para convertirla en la primera arma de Rossak dirigida contra los cimeks de Giedi Prime. La hechicera Heoma, enérgica y devota, parecía más que dispuesta a responder a la llamada.

Zufa coordinaba la operación con la Armada de la Liga. La jefa de las hechiceras se mordió el labio inferior y parpadeó para reprimir las lágrimas de orgullo que acudían a sus ojos.

La inesperada e imprudente incursión de Serena Butler proporcionó el ímpetu necesario para que la Armada decidiera pasar a la ofensiva. Entre las discusiones y el ruido de sables, Xavier Harkonnen había trazado un plan bien organizado para el ataque. Después, había convencido a su comandante en jefe de que le permitiera dirigir el ataque. En el cielo de Rossak, la flota de naves de guerra ballesta y destructores jabalina estaba preparada para zarpar de las estaciones orbitales.

El desquite inicial contra los invasores debía constituir una victoria radical y absoluta, mucho más que una escaramuza aislada. Cada planeta influía en los demás, como los eslabones de una cadena. El tercero Harkonnen estaría al mando de un grupo de combate, pertrechado con los nuevos descodificadores portátiles de Tio Holtzman, que dejarían fuera de combate a las instalaciones robóticas.

No obstante, una hechicera debería hacerse cargo de los cimeks, porque sus cerebros humanos eran inmunes a las ondas descodificadoras. Heoma había aceptado su cometido sin la menor vacilación.

Era una joven delgada de veintitrés años, pelo blanco, ojos almendrados y facciones ordinarias que desmentían la energía de su poderosa mente. Para Zufa, no solo contaban sus poderes mentales. Quería a Heoma como a una hija. Heoma era la mayor de cinco hermanas. Tres más ya habían ingresado en la orden.

Zufa apoyó las manos sobre los hombros de su protegida.

—Sabes lo mucho que depende de esta misión. Sé que no me decepcionarás, ni a mí ni a la humanidad.

—Estaré a la altura de tus expectativas —prometió Heoma—. Tal vez incluso más.

El corazón de Zufa se hinchió de orgullo. Cuando Heoma subió a la lanzadera, la hechicera dijo:

—No estarás sola. Todas volaremos a lomos de tus alas.

Durante los últimos preparativos, Zufa había hablado a los hombres más fuertes de Rossak con palabras graves y expresión dura, les había reprendido por su incapacidad de jugar un papel decisivo en el combate crucial. El que carecieran de poderes telepáticos no impedía que pudieran participar de otras maneras. El ataque contra Giedi Prime también necesitaba de su ayuda. La escultural hechicera había convencido a seis de ellos de que acompañaran a Heoma como guardaespaldas.

Los hombres de Rossak se llevaron su reserva particular de estimulantes y sedantes, que Aurelius Venport les había facilitado. Habían aprendido a manejar todo tipo de armas y las técnicas de la lucha cuerpo a cuerpo. Cuando llegara el momento, se convertirían en guerreros fanáticos, que irían al combate indiferentes a su supervivencia, sin otro objetivo que acercar la hechicera a los cimeks. Venport había preparado las drogas con sumo cuidado, e inventado un combinado que permitiría a los hombres superar horrores sin cuento.

Mientras veía la lanzadera ascender hacia las jabalinas y ballestas que aguardaban, las ideas se agolparon en la mente de Zufa, transida de remordimientos e impaciencia. Intentó contener sus sentimientos tras una muralla de confianza y fidelidad a su misión.

Aurelius Venport se detuvo en silencio a su lado, como si no supiera qué decir. El hombre era lo bastante sensible para percibir la tristeza de Zufa al ver partir a su alumna favorita.

—Todo saldrá bien.

—No. Pero ella triunfará.

La mirada comprensiva de Venport dio a entender que no se dejaba engañar por el comportamiento desdeñoso de la hechicera.

—Sé que habrías deseado ser tú la primera arma, querida mía. Heoma posee mucho talento, pero tú eres la mejor de todas. Recuerda que aún te estás recuperando del aborto, y que tu debilidad podría dar al traste con la misión.

—Y me ata la responsabilidad de preparar a las demás. —Zufa vio que la lanzadera desaparecía entre las nubes—. Solo me resta la alternativa de quedarme y hacer lo que pueda.

—Es curioso. Yo estaba pensando lo mismo acerca de mi trabajo.

Cuando recordó a los torpes guardaespaldas, la hechicera estudió a su pareja con indisimulado desprecio. Sus ojos aristocráticos eran incisivos, libres de drogas corruptoras, pero su actitud independiente la irritaba.

—¿Por qué no te ofreciste como voluntario para la operación, Aurelius? ¿O eres demasiado egoísta para ello?

—A mi manera, soy un patriota. —Venport la miró con una sonrisa irónica—. Pero no espero que tú lo comprendas.

La hechicera se quedó sin respuestas, y los dos continuaron observando el cielo, mucho después de que la lanzadera hubiera llegado a la estación orbital.

38

No creo que exista eso que llaman una «causa perdida». Tan solo gente que carece de seguidores fanáticos.

S
ERENA
B
UTLER
, discurso en el Parlamento de la liga

Pese al informe optimista del magno Sumi, la estación transmisora secundaria de Giedi Prime estaba muy lejos de su conclusión.

Cuando el comando de Serena aterrizó en la isla rocosa azotaba por los vientos del mar del norte, dedicaron todo un día a transportar sus pertrechos y equipo hasta la orilla, abrir los barracones y volver a poner en funcionamiento los generadores. Las torres parabólicas se erguían como esqueletos incrustados de escarcha, pero ninguno de los sistemas funcionaba.

En cuanto Brigit Paterson se hizo una idea de la magnitud de su tarea, se volvió hacia Serena con el ceño fruncido.

—Lo más que puedo decir es que no será imposible llevar a cabo el trabajo. —Encogió sus anchos hombros—. El armazón y la construcción están terminados, pero la mayoría de componentes aún no se han conectado. Las subestaciones no están conectadas, y los cables ni siquiera llegan a las vigas maestras más elevadas.

Indicó las rejas que gemían en la brisa.

Serena no sintió envidia del voluntario que treparía para concluir las conexiones vitales.

—No sabemos con exactitud cuándo llegará Xavier con la Armada para rescatarnos, pero si no habéis terminado cuando se presenten sus naves, no vale la pena tomarse la molestia. Le decepcionaremos, tanto como a la gente de Giedi Prime.

Brigit convocó a sus ingenieros para una reunión de urgencia.

—Hemos traído suficientes estimulantes. Podemos trabajar día y noche, siempre que montemos focos para iluminar las plataformas.

—Hacedlo —dijo Serena—, y pedid nuestra ayuda siempre que sea necesario. El comandante Wibsen anhela unos días de descanso, pero le echaremos a patadas de su camastro, si es preciso, para que colabore.

Brigit le dedicó una sonrisa irónica.

—Me gustaría verlo.

Trabajaron durante toda la semana posterior sin que nadie les molestara. Las máquinas pensantes desconocían su presencia, y lo que estaban haciendo. Sin sufrir más que unas leves contusiones, el equipo finalizó la parte más peligrosa del trabajo. Brigit Paterson anunció que las fases restantes serían las que consumirían más tiempo.

—Hemos de examinar componente tras componente, y fortalecer los circuitos. Debido a su propia naturaleza, estas torres transmisoras generan un campo que neutraliza los circuitos gelificados. Hemos de asegurarnos de que el sistema resistirá más de cinco minutos después de activarlo.

Serena se mordió el labio y asintió.

—Eso sería estupendo.

—Y si los experimentos revelan nuestra presencia —continuó Brigit—, alguna máquina pensante podría adivinar lo que estamos tramando. Es un proceso delicado.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó Ort Wibsen, impaciente.

—Una semana, con suerte. —Brigit frunció el ceño—. Diez días si algo falla y hay que arreglar piezas.

—Ocho días es lo mínimo que tardará la Armada en llegar —dijo Serena—. Suponiendo que Xavier organizara la fuerza atacante y despegara dos días después de recibir mi mensaje.

—La liga es incapaz de eso —gruñó Wibsen—. Convocarán reunión tras reunión, interrumpidas por dilatados banquetes, y luego celebrarán más reuniones.

Serena suspiró.

—Espero que Xavier pueda acelerar los trámites.

—Sí —dijo Wibsen—, y yo espero que los robots se vayan de Giedi Prime voluntariamente…, pero no lo creo posible.

—Mantén ocupados a tus ingenieros —dijo Serena a Brigit Paterson, sin hacer caso del pesimismo del veterano—. El comandante Wibsen y yo subiremos al forzador de bloqueos. Atravesaremos la red sensora sin ser localizados y trataremos de reunirnos con la Armada. Xavier ha de estar enterado del plan, para aprovechar nuestro trabajo. Les facilitaremos un calendario y coordinaremos el ataque.

Wibsen tosió, y luego frunció el ceño.

—Será mejor que nos llevemos también a Pinquer Jibb, por si necesito un copiloto.

Jibb paseó la vista entre Serena y el veterano, vacilante.

—Creo que el comandante en jefe debería quedarse aquí. El veterano escupió en la tierra helada.

—Ni por asomo. La posibilidad de que necesite ayuda es muy remota.

—Como queráis —contestó Serena, al tiempo que disimulaba una sonrisa—. Brigit, ¿detectaréis la llegada de la Armada cuando penetre en el sistema?

—Estamos controlando la red de comunicaciones de las máquinas pensantes. Imagino que cuando las naves de la Armada se acerquen, los robots se pondrán muy nerviosos. Sí, lo sabremos.

El forzador de bloqueos volvió a surcar las profundidades del mar del norte.

—Cuando empezamos la misión —dijo Wibsen en tono filosófico—, pensé que estabas loca, Serena Butler.

—¿Por intentar ayudar a esta gente? La joven enarcó las cejas.

—No. Pensé que estabas loca por concederme otra oportunidad.

Según los planos que se habían procurado, Ort Wibsen había identificado puntos débiles en la red sensora de los robots, cuando habían atravesado por primera vez la atmósfera. Una vez emergieran del mar a unos cuarenta grados de latitud norte, podrían volver a repetir la jugada con probabilidades razonables de no ser detectados. Las pautas de observación destellaban de manera irregular, como focos invisibles en el cielo.

—Permaneceremos en silencio —dijo el veterano. Tosió una vez más y se dio unos golpecitos en el inyector del pecho, como si fuera un insecto molesto—. Esperaremos hasta asegurarme de que conozco su rutina.

—Si algo podemos afirmar de las máquinas pensantes —dijo Pinquer Jibb, vacilante— es que son predecibles. Pero los cimeks no.

Cuando aún no había transcurrido una hora, varias naves robot se lanzaron sobre el forzador de bloqueos semisumergido. Wibsen maldijo, y luego escupió sangre.

—¡Once! —exclamó Pinquer Jibb, que miraba la pantalla—. ¿Cómo nos han localizado?

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