Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (17 page)

Cada vez que se sentaba en la capilla de la Virgen María, Henriette Grobz terminaba levantando la cabeza y contemplando el inmenso fresco que describía el primer episodio de la Pasión de Cristo, el momento en que Judas se acerca para besar la mejilla de su Señor. Tras él: soldados romanos dispuestos a detener a Cristo. Al asistir al inicio de ese drama fundacional de la cristiandad, Henriette se sentía invadida por un sentimiento extraño, mezcla de piedad, de terror y de una especie de gozo. El alma negra de Judas se introducía en la suya y le presentaba el pecado como una fruta madura y apetitosa, de colores rojizos. Se fijaba en el rostro rubio, bonachón, definitivamente bastante soso de Cristo, y después miraba a Judas, su nariz larga y fina, su mirada oscura, su barba espesa, su túnica roja. Parecía orgulloso y ella sospechaba que el pintor había sucumbido a la misma debilidad culpable por ese hombre sutil, venenoso, criminal.

La virtud puede ser tan aburrida...

Pensó en su hija, Joséphine, que siempre le había irritado por su actitud de monjita devota, y lamentó una vez más la desaparición de Iris, carne de su carne, su verdadera hija... Una auténtica mina de oro.

Besó el rosario y rezó por el descanso de su alma.

Tengo que encontrar un ardid, susurró acariciando con la mirada los pies largos y delgados de Judas que sobresalían del manto rojo. Ayúdame, Judas el tenebroso, ayúdame a ganar, yo también, una bolsa llena de sestercios. Ya lo sabes, el vicio necesita más imaginación, más inteligencia que la virtud, que es tonta hasta decir basta, dame una idea y rogaré por la salvación de tu alma.

Oyó los pasos del cura que se dirigía a la sacristía y se persignó precipitadamente, consciente de haber sucumbido a un mal pensamiento. Quizás debí confesarme, pensó mordiéndose los labios. Dios perdona todos los pecados y debe comprender mi cólera. ¡Al fin y al cabo, Él no era un angelito! Hablaba mal a su madre y atacaba a los mercaderes del Templo. Sufro una cólera santa, eso es todo, Marcel me ha robado, despojado y yo reclamo venganza. Que se me restituya lo que me pertenece. Dios mío, Te prometo que no hago más que reclamar mis bienes. Mi venganza no excederá el pago de las deudas de Marcel para conmigo. Al final es poca cosa...

Visitar esa pequeña capilla la reconfortaba. Se sentía segura en aquella fría oscuridad. Pronto tendría una idea. De un día para otro, una estratagema podría cambiar su posición y hacer de ella una mujer interesante.

Inclinó la cabeza cuando pasó el cura, adoptó la expresión mortecina de una mujer que sufre mucho y volvió a adorar el rostro alargado del Iscariote. Qué extraño, se dijo, me recuerda a alguien. ¿No tendría algún presentimiento? ¿Un mensaje sutil para que se cuele un nombre en mi cabeza y surja un cómplice? ¿Dónde había visto antes ese rostro negro alargado, delgado, esa nariz de depredador hambriento, ese aire orgulloso de hidalgo tenebroso? Inclinó la cabeza para observarlo mejor, por la izquierda, por la derecha, sí, sí, conozco a ese hombre, le conozco...

Insistió, volvió a la figura larga y sombría, se exasperó, chasqueó la lengua dentro de la boca, a punto estuvo de soltar un juramento en voz alta, eso es, eso es, no debo actuar sola, necesito un hombre que me sirva de brazo armado, un Judas, y debo encontrarlo en el entorno de Marcel...

Un hombre que me dé acceso a las cuentas, a los ordenadores, a los pedidos de los clientes, a la correspondencia con las fábricas, los almacenes...

Un hombre al que compraré...

Un hombre bajo mi bota.

Golpeó los guantes uno contra otro.

Una inspiración cálida dilató su escaso pecho y lanzó un suspiro de satisfacción.

Se levantó. Hizo una rápida genuflexión ante la Virgen de manto azul. Se persignó. Agradeció al Cielo que le prestase ayuda. La viuda y el huérfano, la viuda y el huérfano, Dios mío, mi Dios. Me has hecho sufrir, pero acudirás en mi socorro, ¿verdad?

Deslizó tres monedas de diez céntimos en el cepillo de la capillita. Eso produjo un suave ruido metálico. Una beata doblada en dos sobre una silla la observó. Henriette Grobz le dedicó una sonrisa de parroquiana untuosa y salió ajustándose el amplio sombrero sobre la cabeza.

* * *

Hay personas con quienes pasamos gran parte de la vida y que no aportan nada. No te iluminan, no te nutren, no te dan impulso alguno. Puede uno dar gracias de que no te destruyan a fuego lento colgándose de tu cuello y chupándote la sangre.

Y después...

Están los que uno se cruza, los que apenas conocemos, los que te dicen una palabra, una frase, te conceden un minuto, media hora, y cambian el curso de tu vida. No esperabas nada de ellos, apenas les conocías, y llegabas, completamente despreocupado, o despreocupada, a la cita y sin embargo, cuando te despides de ellos, de esas personas asombrosas, descubres que han abierto una puerta dentro de ti, que han activado un paracaídas, iniciando ese maravilloso movimiento que es el deseo, movimiento que te llevará más allá de ti mismo y te asombrará. Dejarás de ser irrisorio para siempre, bailarás sobre la acera lanzando destellos y tus manos rozarán el cielo...

Fue lo que, ese día, le pasó a Joséphine.

Se había citado con su editor, Gaston Serrurier.

Le conocía poco. Hablaban por teléfono. Él activaba el altavoz para poder hacer varias cosas a la vez; ella le oía abrir cartas o cajones mientras hablaba. Le informaba sobre las cifras de ventas, se refería a la edición de bolsillo, a la película que no se rodaba. Los americanos, se lamentaba, ¡los americanos! Prometen mucho y no dan nada. Nunca se puede contar con ellos... ¡Pero yo estaré siempre a su lado, Joséphine! Ella dejaba de oírle, debía de haberse agachado para recoger un bolígrafo o un clip, un contrato o una agenda.

Gaston Serrurier.

Era un conocido de Iris. Fue en su presencia cuando una noche, durante una de esas cenas parisinas donde todos se inflan y se pavonean, Iris había soltado estoy escribiendo un libro... y Gaston Serrurier, que acechaba las conversaciones, Gaston Serrurier, que observaba con una distancia áspera y lisa a la vez ese pequeño universo parisino que se ilumina a la luz de las velas creyéndose el faro del universo, Gastón Serrurier había recogido el guante lanzado por Iris y había pedido ver...

El manuscrito.

Ver si no era otra proclama de salón, la diversión de una marquesita atolondrada que se aburre, mientras su adinerado marido llena la caja familiar.

Y así nació
Una reina tan humilde
. Manuscrito entregado a Gaston Serrurier por Iris Dupin. Leído, aprobado, publicado y vendido por centenares de miles de ejemplares. Una prueba convertida en golpe maestro.

De la noche a la mañana, Iris Dupin se había convertido en la reina de los salones, en la reina de las cadenas de televisión, en la reina de las revistas. Se decía de ella que era una nueva estrella en el firmamento de las letras. Le preguntaban por su peinado, por las confituras que no hacía, por sus autores preferidos, por su crema de día, su crema de noche, su primer amor, ¿y el papel de Dios? La invitaban a la feria del chocolate, a la del automóvil, a los desfiles de Christian Lacroix, a los estrenos cinematográficos.

Y después llegó el escándalo, la usurpadora fue desenmascarada y la tímida hermana recuperó sus derechos de autor.

Gaston Serrurier había seguido todo el asunto con la mirada fría del conocedor de las costumbres parisinas. Divirtiéndose. Sorprendiéndose apenas.

Cuando se enteró de la muerte violenta de Iris Dupin en el bosque de Compiègne, ni siquiera pestañeó. ¿Hasta dónde estaban dispuestas a llegar ciertas mujeres para obtener sensaciones nuevas? Mujeres que provocan al destino como quien lanza fichas sobre el tapete verde de un casino. Mujeres que bostezan y se inventan historias con el primer presumido que les calienta la sangre.

Era la dulzura de la hermana pequeña lo que le intrigaba...

¿De dónde procedía esa imaginación inagotable? No sólo de sus fuentes históricas. A él que no le vinieran con historias. Había escenas de amor en
Una reina tan humilde
que anunciaban de forma precisa la muerte de la hermosa Iris Dupin. Los verdaderos escritores tienen presentimientos trágicos. Los verdaderos escritores van por delante en la vida. Y esa mujercita modesta, esa Joséphine Cortès, era, sin saberlo, una escritora. Había adivinado el destino de su hermana. Era esa contradicción entre la mujer y la autora lo que iluminaba la mirada fría y hastiada de Gaston Serrurier con un destello de interés.

La había citado en un restaurante especializado en pescado, en el bulevar Raspail, ¿le gusta a usted el pescado? Pues me alegro, porque donde la voy a llevar sólo sirven pescado... Entonces quedamos el lunes, a la una y cuarto.

Joséphine había llegado a la una y cuarto en punto. Es usted la primera, le advirtió el camarero antes de conducirla a la amplia mesa cubierta por un mantel blanco. Un pequeño ramo de anémonas proyectaba una sombra de timidez sobre la mesa elegantemente dispuesta.

Se quitó el abrigo. Se sentó a la mesa y esperó.

Dejó vagar la mirada en derredor e intentó reconocer a los clientes habituales. Los clientes habituales llamaban al camarero por su nombre y preguntaban cuáles eran los platos del día antes de sentarse, los nuevos se mantenían rígidos y artificiales, dejaban que los camareros les acomodasen sin decir palabra y tiraban la servilleta al desplegarla. Los habituales dejaban caer todo su peso en el asiento extendiendo los brazos, mientras que los nuevos permanecían rígidos, silenciosos, intimidados por la abundancia de la vajilla y la prestancia atenta del personal.

Consultó varias veces la hora en su reloj y se sorprendió suspirando. También es culpa tuya, se dijo, en París la gente nunca llega puntual, conviene retrasarse un poco. Siempre. Te comportas como una tonta.

Él llegó por fin a las dos menos cuarto. Entró en el restaurante como un torbellino mientras hablaba por el móvil. Le preguntó si le había esperado mucho rato. Respondió a su interlocutor al teléfono que ni hablar. Ella balbuceó que no, que acababa de llegar, él contestó que mejor. Que detestaba hacer esperar a la gente, pero que le había retenido uno de esos pesados de los que uno no puede librarse. Hizo el gesto de sacudirse la manga para deshacerse del incordio, y ella se esforzó en sonreír. Se quedó mirando la manga fijamente y pensó, sin poder evitarlo, quizás un día yo ocupe el lugar de ese pesado. Él apagó el teléfono, lanzó una ojeada rápida a la carta que conocía de memoria y pidió especificando «como de costumbre». Ella había tenido todo el tiempo del mundo para estudiar los platos y anunció en voz baja lo que quería. Él la felicitó por su elección y ella se ruborizó.

Después él desplegó su servilleta, cogió el cuchillo, un trozo de baguette, un poco de mantequilla y preguntó:

—¿A qué se dedica usted en este momento?

—Acabo de presentarme al HDI... He aprobado con la felicitación del tribunal.

—¡Estupendo! ¿Y eso qué es?

—El diploma universitario de mayor nivel que existe en Francia...

—Me deja impresionado —dijo haciendo una seña al camarero para que le trajera la carta de vinos—. Bebe usted vino, ¿verdad?

Ella no se atrevió a decir que no.

Él habló con el camarero, se enfadó porque no tenían el vino de costumbre, pidió un Puligny-Montrachet 2005, un año excepcional, precisó mirándola por encima de las gafas de leer, cerró la carta de golpe, suspiró, se las quitó, alargó un brazo hacia la mantequilla y se sirvió una segunda rebanada mientras preguntaba:

—Y ahora... ¿Qué piensa hacer usted?

—Es complicado... Yo...

Sonó su móvil, exclamó contrariado ¡pero si creía que lo había apagado! ¿Me permite? Ella asintió con la cabeza. Él adoptó una expresión preocupada, dijo algunas palabras y colgó verificando que, esta vez, lo había apagado bien.

—¿Qué me decía?

—... que he aprobado el HDI con las felicitaciones del tribunal y pensaba que conseguiría un puesto en la universidad... O que me convertiría en directora de investigación en el CNRS... Tenía muchas ganas... He trabajado toda mi vida para llegar a eso...

—¿Y no lo ha conseguido?

—Lo cierto es que..., después del veredicto del tribunal, hay que esperar las conclusiones de un informe en el que sus miembros ponen por escrito todas las reflexiones que no se han atrevido a decirte a la cara...

—Una estrategia de hipócritas, en resumen.

Joséphine se encogió de hombros con gesto de resignación.

—Y de hecho, el destino depende de ese informe...

Se secó las manos húmedas en la servilleta y notó que sus orejas enrojecían.

—Y así he sabido..., ¡bueno!, directamente no, claro... He sabido por un colega que no debía hacerme ilusiones, que no me darían ningún ascenso, que yo no necesito un puesto de prestigio ni un aumento de sueldo, y que voy a seguir siendo una simple investigadora durante el resto de mi vida...

—¿Y por qué? —preguntó Gaston Serrurier levantando una ceja con extrañeza.

—Porque... No me lo han dicho así pero la conclusión es la misma... Porque he ganado mucho dinero con mi novela... y han decidido que hay otros con más méritos que yo..., así que prácticamente estoy en el punto de partida.

—Y está indignada, supongo...

—Sobre todo me siento herida... Pensaba que pertenecía a una familia, creía que había demostrado lo que valgo y me veo rechazada por culpa de un éxito excesivo con un tema que..., sin embargo...

Suspiró para reprimir unas lágrimas intempestivas.

—... ellos deberían alegrarse de que al público le apasione la historia de Florine... Ha sido todo lo contrario.

—¡Es perfecto! ¡Perfecto! —exclamó Gaston Serrurier—. ¡Agradézcaselo usted de mi parte!

Joséphine le miró extrañada y se tapó discretamente las orejas con las manos, para impedir que ardieran.

—Es la primera vez que hablo de esto, ¿sabe? Ni siquiera quería pensar en ello. No se lo he dicho a nadie. Ha sido tan violento enterarme... Todos estos años de trabajo y... ¡que me desprecien!

Empezaba a temblarle la voz, y se mordió el labio superior.

—Pues es perfecto, ¡porque así podrá trabajar para mí! Y sólo para mí...

—Ah —exclamó Joséphine, sorprendida, preguntándose si estaba pensando montar un departamento de historia medieval en su editorial.

—Porque tiene usted un don en sus manos...

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