Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (14 page)

—¿Y cómo se llamaba?

—Mrs. Howell...

—¿Mrs. Howell?

—Sí. Te quería mucho, mucho. Lloró cuando nos fuimos... Debía de tener unos cuarenta años, ni marido, ni hijos, conocía a tu padre, era de la misma zona que él, en la campiña escocesa. Su madre había trabajado en el castillo, y también su abuela. Decía que era un tunante, que no me merecía. Era un poco alcohólica, pero buena... Eras un bebé perfecto. No llorabas nunca, te pasabas el tiempo durmiendo... Cuando tu abuelo vino a verme a Escocia le dio un ataque. No le había dicho nada. Nos llevó a los dos a Londres... Tú tenías tres meses.

—¿Y nunca volviste a saber nada de...?

—Nunca.

—¿Ni siquiera a través de esa mujer, Mrs. Howell?

—Él no vino a verte ni una vez, no me pidió mi dirección cuando me fui. Eso es todo. No es glorioso, pero así son las cosas...

—Yo había imaginado un origen más brillante... —murmuró Gary.

—Lo siento... Ahora tú eres quien debe hacer que tu vida sea brillante...

Y, veinte años después, voy a ofrecerle un hijo a ese hombre indigno. Un hijo por el que no habrá sudado ni una gota. Por el que no habrá perdido ni una hora de sueño. Por el que no habrá temblado un solo instante poniéndole el termómetro. Por el que no habrá ahorrado ni un céntimo. Ni revisado un boletín de notas. Ni apretado su mano en el dentista.

Un hijo dispuesto a amar. Y dirá «¡Mi hijo!» presentándole a sus allegados.

Yo soy el padre. Yo soy la madre. Yo soy el padre y la madre.

Él no fue más que un emisor de espermatozoides. Con prisas por correrse y largarse.

* * *

Hortense Cortès desconocía el miedo.

Hortense Cortès despreciaba el miedo.

Hortense Cortès sentía asco por ese sentimiento. El miedo, declaraba, es una hiedra en la cabeza. Planta sus nervudas raíces, despliega sus hojas, crece, nos estrangula, nos ahoga, lentamente, lentamente. El miedo es una mala hierba, y las malas hierbas hay que arrancarlas, hay que echarles pesticida.

Y el pesticida de Hortense Cortès se llamaba distanciamiento. Cuando sentía el miedo crecer como una marejada amenazante, rechazaba el peligro, lo alejaba, lo aislaba y... lo miraba de frente diciendo no me das miedo. No me das miedo, hierbajo asqueroso que voy a arrancar de raíz.

Y funcionaba.

Funcionaba para Hortense Cortès.

Había empezado de niña, obligándose a volver sola del colegio cuando ya había caído la noche. Se negaba a que su madre fuese a buscarla. Llevaba un tenedor en el bolsillo del abrigo. Con el tenedor a mano y el mentón erguido, avanzaba con la mochila a la espalda. Dispuesta a defenderse. No me das miedo, repetía cuando caía la noche y aparecían siluetas de las fauces de un lobo.

Después había subido el listón.

Había sacado el tenedor cuando un primer chico quiso besarla contra su voluntad. Se lo había clavado en el muslo a un musculitos que le cerraba el paso en la escalera y exigía un peaje de dos euros. Se lo había plantado en el ojo al que había querido llevársela al sótano.

Pronto dejó de necesitar el tenedor.

Se había forjado una reputación.

La única pregunta que se planteaba Hortense en esa sabia doma del miedo era la de por qué sólo ella se comportaba así.

Parecía tan simple... Tan simple...

Y sin embargo...

Por todas partes oía el eco de las palabras tengo miedo, tengo miedo. Miedo de no conseguirlo, miedo de no tener suficiente dinero, miedo de no gustar, miedo de decir «sí», miedo de decir «no», miedo de sentir dolor. A fuerza de decir tengo miedo, sucedía lo peor. ¿Por qué su madre, una adulta que se suponía que debía protegerla, temblaba ante una deuda económica, un hombre amenazador o una hoja que revolotea con el viento? No lo entendía. Había decidido dejar de hacerse preguntas y avanzar.

Avanzar. Aprender. Tener éxito. No dejarse llevar, lastrar por las emociones, los miedos y los deseos que son parásitos. Como si tuviese las horas contadas. Como si no tuviese derecho a equivocarse.

Una sola cosa había escapado al tenedor de Hortense: la muerte de su padre, devorado por un cocodrilo en un pantano de Kenya. Ya podía repetirse Antoine, cocodrilo, no te tengo miedo, que seguía teniendo pesadillas en las que perecía destrozada por un millar de dientes. ¡Nunca!, se decía despertando cubierta de sudor, ¡nunca! Y prometía reforzar su caparazón de acero para resistir. Resistir. Le costaba volver a dormirse, le parecía percibir en la oscuridad de su habitación el ojo amarillo de un cocodrilo acechándola...

Tras haber sido abandonada por Gary Ward en plena calle, después de que él hubiese hecho que su corazón y su cuerpo latieran al ritmo de un deseo oscuro como la antracita, después de haberla besado hasta el punto de hacerle perder el norte, Hortense había aislado la imagen de Gary, la había alejado, la había examinado con mente fría y dura y había decidido que lo más inteligente era esperar. Él la telefonearía por la mañana.

No la llamó por la mañana, ni al otro día, ni los siguientes.

Así que le borró de su lista.

Su vida no dependía de Gary Ward. Su vida no dependía de un beso de Gary Ward, del placer que sintió esa noche entre los labios de Gary Ward. Su vida dependía de su propia voluntad, de la de Hortense Cortès.

No tenía más que formular claramente sus anhelos, sus deseos, para que se vieran satisfechos por el simple triunfo de la voluntad.

Gary Ward era imposible, imprevisible, odioso e irritante.

Gary Ward era perfecto.

Era a él a quien quería. Lo tendría.

Más adelante.

Ese día, en la línea Northern del metro, la negra, la que la trasladaba desde su escuela a la gran casa que compartía con cuatro inquilinos —todos chicos—, Hortense leyó su horóscopo en el
London Paper
abandonado en un asiento. En el apartado «amor» leyó: «Puesto que esa relación te pesa, mándala a paseo. Ya la retomarás más tarde».

Cataplum, murmuró doblando el periódico, estaba decidido: lo olvidaría.

Lo que poseía Hortense Cortès, además de su determinación y su tenedor guardado en el bolsillo, era la alta opinión que tenía de sí misma. Opinión que creía justificada en vista del trabajo y de los esfuerzos que realizaba. No soy una holgazana, no me tumbo a la bartola, lucho por conseguir lo que quiero y es justo que obtenga recompensa.

A veces se preguntaba si habría perseverado ante la adversidad.

No estaba tan segura.

Necesitaba lograr resultados para continuar avanzando. Y cuanto más le sonreía la suerte, más redoblaba sus esfuerzos. Una relación con Gary me hubiese distraído de mis objetivos, pensaba esa noche mirando a la gente de alrededor en el metro. Quizás me habría vuelto como esa chica que enseña esos muslos rojos bajo la minifalda o esa otra que masca chicle hablando de su velada con Andy. Así que él me dijo..., entonces yo le dije..., entonces me besó..., entonces lo hicimos..., entonces no me volvió a llamar..., entonces ¿qué hago? Dos pobres víctimas que balbucean las tonterías propias de un discurso romántico. Amando poco no corro riesgos y en cambio soy amada. Así son los hombres: cuanto más les amas tú, menos se consumen ellos. Es una antigua ley de la naturaleza. Como yo no quiero a nadie, tengo un montón de pretendientes y elijo al que me conviene según la ocasión.

El beso de Gary en la negra noche de Londres mientras veían estremecerse la frondosidad del parque la había turbado. Había perdido pie. Había estado a punto de convertirse en una larva enamorada. No soy una larva. Yo no fumo, no bebo, no me drogo, no ligo. Al principio era una pose, no quería ser como los demás, ahora es una opción que me hace ganar tiempo. Cuando haya conseguido mi objetivo —tener mi propia casa de modas, mi propia marca de costura—, entonces me acercaré a los demás. De momento, toda mi energía debe concentrarse en mis ganas de triunfar. Montar mi propio negocio, tener mucha mala uva, convertirme en Coco Chanel, imponer mi visión de la moda, aunque sí, reconoció iluminada repentinamente por un rayo de lucidez, me queda todavía mucho que aprender. Pero sé lo que quiero: elegancia extrema, clasicismo supremo, descompensado por un par de detalles desenfadados. Darle la vuelta a la pureza. Ensuciarla. Y sacralizarla firmándola con mi nombre. Aprender el trazo, el dibujo, el detalle, para después revolucionarlo todo lacerando el tejido. Una puñalada en lo inmaculado.

Se estremeció y dejó escapar un suspiro. Estaba deseando ponerse manos a la obra. De todas formas, pensó, no hay nada más que me entusiasme... La carne humana me parece bastante sosa al lado de mis proyectos.

Se bajó en Angel, estuvo a punto de resbalar con un envoltorio de McDonald’s y soltó un taco. Pasó delante de la cadena de restaurantes Prêt—à—manger y se encogió de hombros. ¡Vaya nombre más paleto! Recorrió los últimos metros que la separaban de su casa siguiendo con el relato de su ascensión social. Estaba en el momento delicioso en el que recibiría a los periodistas del mundo entero para hablar de su colección, vestida con chaqueta y bombachos en crespón de lana azul ahumado, sandalias Givenchy en los pies, cuando metió la llave en la puerta, entró y recibió un áspero comentario de Tom, un joven empleado de banca inglés:

—¡Hortense! ¡Eres asquerosa!

Hortense alzó una mirada fría hacia Tom. Era un inglés rubio de barba escasa, alto y sudoroso, que normalmente la observaba con ojos de basset normando ante una escudilla que estaba fuera de su alcance.

—¿Qué pasa, Tommy? Llego a casa después de diez horas de clases y no tengo ganas de escuchar tus lloriqueos...

Colgó el abrigo en la entrada, deshizo las vueltas de la gruesa bufanda blanca que llevaba enrollada al cuello, dejó el bolso lleno de cuadernos y libros y sacudió su densa cabellera caoba ante los ojos de quien consideraba un memo inofensivo.

—¡Te has dejado tirado un Tampax en el cuarto de baño!

—¡Ah! Lo siento. Debía de estar pensando en otra cosa y...

—¿Eso es todo lo que tienes que decir?

—¿Así que no sabías, mi querido Tommy, que cada mes las mujeres experimentan un flujo de sangre llamado regla?

—¡No tienes ningún derecho a dejar tus tampones tirados en el cuarto de baño!

—Lo siento, no lo volveré a hacer... ¿Cuántas veces quieres que te lo repita?

Le obsequió con la más simpática de sus falsas sonrisas.

—Eres una asquerosa egoísta, ¡ni siquiera has pensado en nosotros, los chicos de esta casa!

—Me he disculpado dos veces, eso basta, ¿no? ¡No me voy a poner a hacer penitencia y a embadurnarme de ceniza! No debería haberlo hecho, es verdad, y ahora ¿qué quieres? ¿Que te dé un morreo a cambio? Ni hablar. Pensaba que había dejado claro ese tema: me niego a todo tipo de acercamiento carnal contigo. ¿Qué tal te ha ido el día? Ahora debe de ser duro en la oficina, con esos vaivenes de la Bolsa. ¿No te han echado? O sí... Déjame adivinar: te han echado y descargas tu rabia conmigo...

El pobre chico parecía abrumado por la desfachatez de Hortense e insistió en sus recriminaciones, repitiendo la palabra Tampax en cada frase.

—Pero bueno, Tommy, ¡déjalo ya! Al final pensaré que no sabías lo que era un tampón antes de ver el mío... Vas a tener que acostumbrarte si un día de éstos quieres tener una relación con una chica... Una de verdad. No una de esas guarras borrachas perdidas que te tiras los sábados por la noche...

Él se calló y le dio la espalda murmurando ¡qué chica más horrible! ¡Es Narciso con faldas! ¡Yo había dicho que nada de chicas en casa! ¡Y tenía razón!

Hortense gritó al ver que se alejaba:

—Que sepas que quien no está concentrado en sí mismo no consigue nada en la vida. Si no soy Narciso a los veinte años, a los cuarenta acabaré enclaustrada, ¡y eso ni hablar! ¡Deberías tomarme como modelo en vez de criticarme! ¡Son cincuenta libras por clase, y te hago descuento si compras un bono!

Y se fue a la cocina para prepararse un café.

Tenía una larga noche de trabajo por delante. Tema del proyecto que tenía que entregar: diseño de un guardarropa basándose en tres colores esenciales, negro, gris y azul marino, partiendo de zapatos e incluyendo pañuelo, bolso, gafas, fular y accesorios.

Sus otros tres compañeros de piso la esperaban junto a la cafetera.

Peter, Sam y Rupert.

Sam y Rupert trabajaban en la City y la cosa estaba revuelta. Volvían cada vez más tarde del trabajo, con la mente llena de preocupaciones, cada noche desgranaban los nombres de los despedidos mientras bebían café solo. Cada día se levantaban más temprano. Leían los anuncios por palabras, apretaban los dientes.

En la cocina reinaba un silencio sepulcral. Casi se podía oír el sonido de las cuentas de un rosario. Todo eran caras largas con gesto de dolor.

Hortense cogió una cápsula negra de café fuerte y puso la cafetera en marcha sin que saliese una sola palabra de los tres canónigos. Después abrió la nevera, sacó su queso blanco 20% y una loncha de jamón. Necesitaba proteínas. Cogió un plato, puso el queso blanco y cortó el jamón en láminas finas. Los otros la miraban sin abandonar su aspecto de religiosos tristes.

—¿Qué pasa? —terminó preguntando—. ¿Todavía estáis pensando en el Tampax y eso os quita el hambre? Hacéis mal. Que sepáis que los Tampax son biodegradables y no contaminan...

Creía que era un comentario gracioso. Que había dicho una frivolidad que relajaría el ambiente.

Se encogieron de hombros y continuaron con su mueca de reproche.

—No pensaba que los chicos fueran tan frágiles... Yo me trago vuestros calzoncillos sucios en el pasillo, vuestros calcetines apestosos, los condones colgados del borde del cubo de basura, los platos amontonados en la pila, los vasos de cerveza dejando cercos por todas partes ¡y no digo nada! O más bien sí..., me digo que forma parte de la naturaleza de los chicos ir dejando desorden allá por donde pasan. No tengo hermanos, pero desde que vivo con vosotros, me he hecho una vaga idea y me imagino que...

—La hermana de Tom ha muerto. Se ha suicidado, esta mañana... —la interrumpió Rupert asesinándola con la mirada.

—¡Ah! —exclamó Hortense con la boca llena—. Así que por eso me ha atacado... Pensaba que le habían echado del banco... ¿Y por qué se ha matado? ¿Mal de amores o miedo a no tener éxito?

Se quedaron mirándola fijamente, atónitos. Sam y Rupert se levantaron al unísono y abandonaron la cocina para mostrar su desaprobación.

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