Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (16 page)

Las dos maltratadas.

Apartó esa idea de su mente.

¡No! ¡No! Iris no había sido maltratada. Iris estaba segura de sí misma. Iris era magnífica, fuerte, bella. Era ella, Joséphine, la pequeña, la insegura, la que se ruborizaba por cualquier cosa, la que siempre tenía miedo de molestar, miedo de ser fea, de no estar a la altura...

Iris no.

Cerró la puerta de la calle.

Sacó un billete de metro del pequeño monedero de peluche naranja que le había regalado Zoé en el día de la Madre.

Cogió el metro.

Estrechó entre sus brazos su expediente de siete kilos.

Pero la vocecita insistía. ¿Y si las dos habían sido maltratadas de pequeñas? Por la misma madre. Henriette Grobz, viuda de Plissonnier.

Hizo trasbordo en Étoile. Subió a la línea 6 dirección Nation.

Miró el reloj y...

Llegaba puntual.

El presidente del tribunal era su director de tesis. A los demás miembros... los conocía a todos. Colegas que habían pasado el HDI, que pensaban que era una minucia y la miraban por encima del hombro. ¡Una mujer, encima! Se sonreían entre sí. Ellos que, al presentarse, necesitaban siempre enarbolar su hoja de servicios como si fuera una tarjeta de visita cosida al dorso de la chaqueta. Durante mi lección inaugural en el Collège de France, al salir el otro día del ministerio..., al volver de la villa Médicis..., estando en la calle Ulm..., durante mis seminarios en la Casa Velázquez... Tenían necesidad de precisar que no eran unos cualquieras.

Pero estaría Giuseppe.

Un italiano erudito y encantador que la invitaba a conferencias en Turín, en Florencia, en Milán, en Padua. Su mirada la animaba y relajaba el ambiente. Josephina,
bellissima
! Estáss assustadda,
ma... perché
, yo soy aquí, Josephina...

Valor, mujer, valor, pensó Joséphine, esta noche todo habrá terminado. Esta noche sabrás... Tu vida siempre ha sido así, estudiar, trabajar, pasar exámenes. Así que no hagas una montaña de esto. Levanta los hombros y enfréntate a ese tribunal con la sonrisa en los labios.

Los carteles de las paredes del metro anunciaban regalos de Navidad.

Estrellas doradas, varitas mágicas, Papá Noel, una barba blanca, un gorro rojo, nieve, juguetes, videojuegos, CD, DVD, fuegos artificiales, abetos, muñecas de grandes ojos azules...

Henriette había transformado a Iris en una muñeca. Mimada, alabada, peinada y vestida como una muñeca. ¿Ha visto a mi hija? ¡Qué guapa es! ¡Pero qué guapa! ¡Y esos ojos! ¿Ha visto lo largas que son sus pestañas? ¿Ha visto cómo se curvan en las puntas?

La exhibía, la hacía dar vueltas, corregía el pliegue de una falda, un mechón de pelo. La había tratado como a una muñeca, pero no la había querido.

Sí pero... fue a ella a quien Henriette salvó en las aguas de las Landas.
[18]
¡Y no a mí! La había salvado como quien se agarra al bolso cuando se declara un incendio. Como a un joyero, o un trofeo. La frasecita oída en la radio se hinchó, se expandió, y Joséphine escuchó...

Escuchó, sentada en el metro.

Escuchó al entrar en la universidad, buscando la sala del tribunal.

Era como si sonaran dos canciones en su cabeza: la frasecita que seguía con su argumentación y el siglo doce que intentaba desplegarse y empujaba, empujaba para mantenerse en pie y sentirse seguro, para cuando llegara la hora del examen y de las preguntas.

Empezar por la «bio-bibliografía», explicar de dónde venía, en qué consistía su trabajo. Y después responder a las preguntas de sus colegas.

No pensar en el público sentado a sus espaldas.

No oír el ruido de las sillas que se arrastran por el suelo, el ruido de los que se desplazan, de los que susurran, suspiran, se levantan y salen... Permanecer concentrada en las preguntas de cada miembro del tribunal que, durante treinta minutos, dirá lo que piensa, lo que le ha parecido interesante o no de su trabajo, establecer un diálogo, escuchar, responder, defenderse si llega el caso, sin enfadarse ni perder los nervios...

Se repetía las etapas de la prueba que iba a durar cuatro horas y consagrarla como profesora universitaria.

Su salario pasaría de tres mil a cinco mil euros.

O no.

Porque siempre estaba el riesgo de no aprobar. ¡Oh! Era ínfimo, prácticamente no existía, pero...

Cuando todo hubiera terminado, el tribunal se retiraría a deliberar. Al cabo de hora y media, volvería y pronunciaría el veredicto:

«El candidato ha sido aprobado con mención honorífica y las felicitaciones del jurado».

Estallarían los aplausos.

O «el candidato ha sido aprobado con mención honorífica sin las felicitaciones del jurado».

Se oiría
clap-clap
, el candidato pondría cara de circunstancias.

O «el candidato ha sido aprobado con mención».

Un silencio embarazoso reinaría en la sala.

El candidato bajaría la cabeza y se hundiría, avergonzado, en su silla.

Dentro de cuatro horas, lo sabría.

Dentro de cuatro horas, empezaría una nueva vida de la que ignoraba todo.

Joséphine inspiró profundamente y abrió la puerta de la habitación donde la esperaba el tribunal.

* * *

Cada mañana, cuando la luz del día se asomaba tras las cortinas, Henriette Grobz se incorporaba en la cama, ponía la radio, escuchaba las últimas cotizaciones de las bolsas asiáticas y se lamentaba. ¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia!, repetía estremeciéndose en su largo camisón. Sus ahorros se volatilizaban como cenizas al viento y volvía a verse, de pequeña, en la cocina de la vieja granja del Jura frotando sus gruesos zapatos uno contra otro para despertar los pies agarrotados, mientras su madre se secaba las manos agrietadas en un delantal gris. La miseria sólo es hermosa en los libros que mienten. La miseria significa agujeros, harapos y deforma las articulaciones. Contemplando las manos deformes de su madre se había jurado no ser pobre. Se había casado con Lucien Plissonnier, y después con Marcel Grobz. El primero le había aportado un desahogo honesto, el segundo la opulencia. Ella se creía definitivamente protegida cuando Josiane Lambert le había robado a su marido. Y aunque con el divorcio Marcel Grobz se había mostrado generoso, ella seguía teniendo la impresión de que la habían despojado. Un verdadero striptease.

¡Y ahora se hundía la Bolsa!

Acabaría en la calle, descalza y en camisón. Sin poder recurrir a nadie. Iris la había dejado —se santiguó rápidamente—, y Joséphine...

A Joséphine... era mejor olvidarla.

Le esperaba una vejez de privaciones. ¿Qué he hecho yo para merecer este castigo?, se preguntó juntando las manos y mirando al Cristo crucificado sobre la cama. He sido una mujer ejemplar, una buena madre. Y he sido castigada. El boj de la cruz estaba amarillento y reseco. ¿Cuántos años tiene?, se dijo apuntando el mentón hacia el Mesías. Es de la época en la que yo nadaba en la abundancia a todas horas. Y volvió a la carga con sus lamentaciones.

Compraba toda la prensa económica. Escuchaba los programas de la BFM. Leía y releía informes de eminentes especialistas. Bajaba al cuarto de la portera, sobornaba a su único hijo, Kevin, un chico de doce años, gordo y feo, para que le buscase en Google las tendencias de última hora de los institutos financieros. Él le facturaba un euro por conectarse, y un euro cada diez minutos y, al final, veinte céntimos por página impresa... Ella callaba y se plegaba a las exigencias de ese niñato mantecoso que la miraba fijamente balanceándose en su silla giratoria, y jugueteando con una goma entre el pulgar y el índice. Con eso producía un ruido de sierra ondulante que modulaba con los dientes. Henriette se esforzaba en sonreír para no perder la compostura mientras planeaba oscuras venganzas. Era difícil decidir qué era más desagradable: observar los manejos del niño gordo y codicioso, o la fría cólera de la adusta Henriette. El enfrentamiento entre esos dos, aunque fuese tozudamente mudo, mostraba una franca hostilidad por una parte y una crueldad sutil por la otra.

Henriette buscó a tientas sobre la cama el último texto impreso por Kevin. El alarmante informe de un instituto europeo. Según algunos especialistas, el mercado inmobiliario se hundiría, el precio del petróleo se dispararía, así como el del gas, el agua, la electricidad y las materias primas alimenticias, y millones de franceses se arruinarían en los próximos cuatro años. «¡Y usted podría formar parte de ellos!», concluía la carta. Un único valor refugio, pensó Henriette, ¡el oro! Necesitaba oro. Echarle el guante a una mina de oro.

Gimió levemente bajo las sábanas. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? ¡Dios mío, ayúdame! Tosió, se lamentó, maldijo a Marcel Grobz y a su fulana, gimoteó que él la había abandonado, sin dejarle más que sus lágrimas para llorar y la obligación de arreglárselas sola sin ser demasiado escrupulosa sobre el modo de salir del apuro. ¡Y sobre todo que no le pidan que sea comprensiva con las desgracias de los demás!

Para vencer el frenesí que sentía crecer en su interior, debía afrontar la jornada de pie. Se enfundó su echarpe con flecos y sacó dos pálidas piernas de entre las sábanas.

Miró por la ventana para ver si el mendigo ciego al que tenía la costumbre de sisar había vuelto al pie de su edificio, no le vio, y dedujo que había cambiado de sitio definitivamente, asqueado por los pobres ingresos que recogía en su sombrero. ¿Quizás debería haberle desvalijado con menos fogosidad?, se dijo introduciendo los pies largos y huesudos en unas zapatillas descoloridas.

Arrastró los pies hasta la cocina, encendió el gas, puso leche a calentar para prepararse una taza de Ricoré, cortó una rebanada de baguette y la untó con margarina y con el contenido de una muestra de confitura de las que se llevaba de los carritos de los hoteles. Era una nueva estrategia: se colaba en los hoteles de lujo a la hora que hacían las habitaciones —cuando las camareras dejaban las puertas completamente abiertas para ir y venir a su antojo—, subía a las plantas de las habitaciones y, deslizándose como una sombra a lo largo de las paredes, llenaba su gran bolso de diversos artículos, que iban desde el jaboncito perfumado hasta los botecitos de miel y confitura. A veces se marchaba con restos de foie gras, costillas de cordero medio roídas, panecillos tostados o restos de botellas de vino o de champaña abandonadas en las bandejas colocadas en el suelo delante de las habitaciones. Le gustaban esas rapiñas furtivas que le producían una sensación de vivir peligrosamente mientras arañaba algo de lujo.

Observó la cacerola de leche con sus viejos ojos vidriosos y su rostro ajado se cubrió con un velo de reflexión que le endulzó las facciones. Esa mujer, antaño, debió de ser hermosa. Flotaban en ella restos de elegancia y feminidad, y uno tenía derecho a preguntarse qué mal la había roído para que se hubiese vuelto tan dura y árida. ¿Había sido la avaricia, el orgullo, la codicia o la simple vanidad de quien se cree una triunfadora y renuncia a añadir adornos y sensibilidad a su persona? ¿Para qué maquillar el corazón y el rostro cuando una se cree intocable y todopoderosa? ¡Al contrario! Das órdenes, pones mala cara, gritas, decides, humillas y echas con un gesto al inoportuno. No temes a nadie porque el futuro está asegurado.

Hasta el día en que...

Las cartas cambian de manos, y la pequeña secretaria humillada se hace con los cuatro ases de su jefa.

Esa mañana, tras haber saboreado su media baguette, Henriette Grobz decidió ir a recogerse en la calma de una iglesia para hacer balance. El mundo iba derecho al cataclismo, vale, pero ella no tenía la intención de acompañarle. Tenía que pensar en el mejor medio de librarse de una quiebra general.

Se lavó como se lava un gato, cubrió de polvo blanco su rostro fino y alargado, colocó una espesa capa de carmín sobre sus escasos labios, cubrió con un amplio sombrero su triste moño, clavó una aguja para sostener el tocado en su lugar, hizo una mueca al mirarse al espejo y repitió varias veces ¡no está de moda envejecer, querida! Buscó sus guantes de piel de cabrito, los encontró y cerró la puerta con dos vueltas de llave.

Tenía que pensar. Inventar. Amañar. Meditar.

Y para eso no había nada mejor que el silencio de la iglesia de Saint-Étienne, no lejos de su casa. Le gustaba el recogimiento de las iglesias. La atmósfera perfumada de incienso frío de la capilla de la Virgen María entrando a la derecha, que le ayudaba a perpetrar el mal mientras reclamaba el perdón de Dios. Se arrodilló en el frío suelo, inclinó la cabeza y murmuró una oración. Gracias, Señor Jesús, por Tu misericordia, gracias por comprender que debo vivir y sobrevivir, bendice mis proyectos y mis planes, y perdona el mal que voy a hacer, es por una buena causa. La mía.

Se levantó y se sentó en una silla de paja de la primera fila.

Así, en medio de las llamas temblorosas de los cirios y el silencio roto por los escasos ruidos de pasos, miró fijamente el manto azul de la Virgen María y planeó su próxima venganza.

Había firmado los papeles del divorcio. Sea. Marcel Grobz se mostraba magnánimo. Era un hecho. Ella conservaba su apellido, el piso y una confortable pensión mensual. Lo reconocía... Pero lo que cualquiera hubiese bautizado con los dulces nombres de bondad y generosidad, Henriette Grobz lo calificaba de limosna, miseria, menosprecio. Cada palabra sonaba como una afrenta. Murmuraba en voz baja simulando que rezaba. Incómoda en la silla, que crujía bajo su peso, no podía evitar mostrar su acritud ni esbozar frases como vivo en un cuchitril, mientras él se amanceba en un palacio, estrujando las cuentas del rosario. De vez en cuando, le venían a la cabeza los fantásticos beneficios de Casamia, la empresa que Marcel Grobz había levantado a base de trabajo duro, y hundía el rostro entre las manos para ahogar la rabia. Las cifras bailaban ante sus ojos y se exasperaba por no tener ya derecho a ellos. ¡Cuando puse tanto de mi parte! ¡Sin mí no sería nada, nada! ¡Estoy en mi derecho, estoy en mi derecho!

Creyó conseguir sus fines contratando los maleficios de Chérubine
[19]
. Había estado muy cerca de conseguir sus propósitos, pero no podía más que constatar su fracaso. Tenía que encontrar otra estratagema. No tenía tiempo que perder. Existía una solución, lo sabía. Marcel Grobz, distraído por su felicidad conyugal, cometería pronto algún error.

Alejar la cólera, elaborar una estrategia, adoptar la expresión de una niña que hace la primera comunión, poner en marcha mi plan, recitó mirando el cuadro que tenía enfrente y que representaba la traición de Judas en el monte de los Olivos y la detención de Jesús.

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