Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (6 page)

¿Con quién hacía ella un uno + uno?

¿Con su hijo? Cada vez menos.

¡Y eso está muy bien! Él tiene su vida, su piso, sus amigos, su novia. Todavía no tiene una carrera, pero ya llegará... Tiene veinte años, ¿acaso sabía yo lo que quería hacer a esa edad? A los veinte años me acostaba con el primero que pasaba, bebía cerveza, fumaba porros, me emborrachaba, llevaba minifaldas de cuero negro, medias de rejilla, me agujereaba la nariz con aros y... ¡me quedaba embarazada!

Debo resignarme: no hago buena pareja con nadie. Desde el hombre de negro.

Mejor no ponerme a pensar en ése. Otra metedura de pata. Así que, chica, cálmate. Aprende a estar serena, sola, casta...

Sintió ganas de escupir esa última palabra.

Al volver a casa, mientras guardaba la bici, pensó en Joséphine.

Ella es mi amor. La quiero. No con un amor para rodearle el cuello con los brazos y tumbarse en una cama. Subiría al Himalaya en alpargatas para estar con ella. Y en este momento me pone tan triste no serle útil... Somos como una pareja de viejos amantes. Una vieja pareja que se espía, una pareja a la que le gustaría que el otro sonriera para sonreír con él.

Hemos crecido juntas. Hemos aprendido juntas. Ocho años de vida en común.

Yo me había refugiado en Courbevoie, Francia, huyendo del hombre de negro. Él había descubierto el secreto de mi nacimiento y quería chantajearme.

Yo había elegido ese sitio al azar plantando la punta de un lápiz en las afueras de París. Courbevoie. Un gran edificio con balcones que lloraban óxido. Él no me buscaría nunca en un balcón oxidado.

Joséphine y Antoine Cortès. Hortense y Zoé. Mis vecinos de escalera. Una familia de franceses muy francesa. Gary olvidaba el inglés. Yo hacía tartas, pasteles, flanes y pizzas que vendía para fiestas de empresa, bodas y
bar mitzvah
. Aparentaba ganarme la vida así. Contaba que me había marchado a Francia para olvidar Inglaterra. Joséphine me creyó. Y después, un día, se lo conté todo: el gran amor de mi padre y el nombre de mi madre... Que había crecido en los pasillos rojos del palacio de Buckingham, dando volteretas sobre la espesa moqueta y haciendo reverencias ante la reina, mi madre. Que era hija ilegítima, una bastarda que se escondía en los pisos superiores, pero también un fruto del amor, añadía, riéndome para borrar la emoción que envolvía de vaho mis palabras. Joséphine...

Tenemos un pasado de álbum de fotos. Un álbum de antiguos miedos, de risas en la peluquería, de pasteles quemados, de chapuzones en lavabos de hotel de lujo, de pavo con castañas, de películas que vemos entre sollozos, de esperanzas, de confidencias al borde de la piscina. Puedo contárselo todo. Ella me escucha. Y su mirada es bondadosa, dulce, fuerte.

Algo así como la mirada del hombre de la cazadora escocesa roja.

Se dio un cachete y se lanzó al asalto de la escalera.

Gary la esperaba en la cocina.

Tenía sus propias llaves, entraba y salía cuando le daba la gana.

Un día, ella le había preguntado ¿no piensas que a lo mejor podría estar acompañada? Él la había mirado. Esto... No... ¡Vale! ¡Podría pasar! Bueno, la próxima vez, ¡entraré de puntillas! ¡No sé si bastará! Yo no voy a tu casa sin llamar antes por teléfono...

Él había dibujado una sonrisita divertida que significaba eres mi madre, tú no te metes en la cama con cualquier hombre. Y ella se sintió muy vieja de golpe. ¡Pero si apenas tengo cuarenta y un años, Gary! Bueno, eso es ser viejo, ¿no? ¡Para nada! ¡Se pueden echar canas al aire hasta los ochenta y seis, y yo pienso hacerlo! ¿No tienes miedo de romperte los huesos?, había preguntado él muy en serio.

Él levantó una ceja cuando ella se quitó el gorro y liberó su pelo mojado.

—¿Vienes de la piscina?

—Mucho mejor. De Hampstead Pond.

—¿Quieres huevos fritos con beicon, champiñones, una salchicha, un tomate y patatas? Yo preparo el desayuno...


Of course, my love!
[11]
¿Llevas mucho tiempo aquí?

—¡Tengo que hablar contigo! ¡Es urgente!

—¿Es serio?

—Mmssí...

—¿Tengo tiempo para ducharme?

—Mmssí...

—Deja de decir mmssí, no es melodioso...

—Mmssí...

Shirley le dio un golpe con el gorro a su hijo, que lo esquivó echándose a reír.

—¡Ve a lavarte, mamá, apestas a cieno!

—¿Ah, sí? ¿En serio?

—¡Y no es nada atractivo!

Extendió los brazos para impedir que su madre le abofeteara y ella corrió a la ducha riendo.

Le quiero, ¡cuánto quiero a ese chiquillo! Es mi astro solar, mi aurora boreal, mi rey de los Críos, mi pastelito querido, mi trozo de acero, mi pararrayos... Canturreaba esas palabras mientras se frotaba el cuerpo con jabón L’Occitane de canela y naranja. ¿Apestar a cieno? ¡Ni hablar! Apestar a cieno, ¡qué horror! Ella tenía la piel perfumada y suave y agradeció al cielo el haberla hecho alta, delgada y musculosa. Nunca les agradecemos lo suficiente a nuestros padres esos regalos de nacimiento... ¡Gracias, papá! ¡Gracias, madre! Nunca se habría atrevido a decirle eso a su madre. La llamaba madre, nunca le hablaba de su corazón ni de su cuerpo, y la besaba con delicadeza en una mejilla. No en las dos. Dos besos hubiesen estado fuera de lugar. Resultaba extraño guardar siempre esa distancia con su madre. Estaba acostumbrada. Había aprendido a descifrar la ternura detrás de su postura rígida y sus manos sobre las rodillas. La adivinaba en una tos súbita, un hombro que se alzaba, el codo que se tensaba e indicaba atención, un brillo en los ojos, una mano que rascaba el dobladillo de la falda. Se había acostumbrado, pero a veces lo echaba de menos. No poder dejarse llevar nunca, no poder decir palabrotas en su presencia, no poder darle una palmadita en el hombro, no poder birlarle los vaqueros, el lápiz de labios, la plancha para el pelo. Una vez..., en la época del hombre de negro, cuando se moría de amargura, cuando ya no sabía cómo... cómo deshacerse de ese hombre, del peligro que representaba..., había pedido ver a su madre, ella la había abrazado y su madre se había dejado hacer como una estaca de madera. Los brazos pegados al cuerpo, la nuca rígida, intentando mantener una distancia decente entre ella y su hija... Su madre la había escuchado, no había dicho nada, pero había actuado. Cuando Shirley se enteró de lo que su madre estaba haciendo por ella, sólo por ella, había llorado. Grandes lagrimones que cayeron en compensación por todas las veces que no había podido llorar.

Su crisis de adolescencia la empujó contra su padre. Su madre no lo hubiese aprobado. Su madre había arrugado la frente cuando ella había vuelto de Escocia con Gary en los brazos. Tenía veintiún años. Su madre había hecho un ligero movimiento hacia atrás que significaba
Shocking
! Y había suspirado que su conducta no era apropiada. ¡«Apropiada»!

Su madre disponía de un amplio vocabulario y nunca se dejaba llevar.

Salió de la ducha, vestida con un albornoz azul lavanda y una toalla blanca en la cabeza a modo de turbante.

—¡Llega el Gran Mamamuchi! —exclamó Gary.

—Por lo visto estás de un humor estupendo.

—De eso te quería hablar..., pero antes prueba y dime ¿qué piensas de mis huevos? He terminado la cocción con un chorrito de vinagre de frambuesa que he comprado en la planta baja de Harrods...

Gary era un cocinero sin igual. Había importado ese talento de su estancia en Francia, de los días que se pasaba en la cocina mirándola trabajar con un gran delantal blanco atado a las caderas, una cuchara en la boca y una ceja arqueada. Podía cruzar todo Londres para encontrar el ingrediente que necesitaba, una cacerola nueva o un queso recién llegado.

Shirley le dio un bocado al beicon tostado, otro a la salchicha, champiñones fritos, patatas. Rompió la yema del huevo. Probó. Regó el plato con una salsa de tomates frescos con albahaca.

—¡Muy bien! ¡Delicioso! ¡Debes de llevar cocinando desde esta madrugada!

—De eso nada, hace apenas una hora que he llegado.

—¿Te has caído de la cama? Entonces debe de ser muy importante...

—Sí... ¿Está bueno, realmente bueno? ¿Y el sabor a frambuesa, lo notas?

—¡Me encanta!

—Bueno... Me alegro de que te guste, ¡pero no he venido a hablar de gastronomía!

—Una pena, me gusta cuando cocinas...

—He ido a ver a Superabuela y...

Gary llamaba a su abuela Superabuela.

—... acepta por fin que estudie música. Se ha informado, ha realizado un seguimiento partiendo de la pista «estudios de música» y me ha encontrado un profe de piano...

—...

—Un profe de piano que me dará clases particulares en Londres, y cuando tenga el nivel, iré a una escuela muy buena de Nueva York... si los resultados con el profe son satisfactorios. Me abre una línea de crédito; en una palabra, ¡me toma en serio!

—¿Ha hecho todo eso? ¿Por ti?

—Debajo de esa cota de malla hay una Superabuela deliciosa. Así que éste es el plan: estudio piano durante seis meses con el profe en cuestión y, ¡hala!, me voy a Nueva York y me apunto en esa famosa escuela que, según ella, es la
crème de la crème
.

Marcharse. Iba a marcharse. Shirley respiró profundamente para deshacer el nudo que le oprimía la garganta. Le gustaba saberle libre, independiente en su gran piso de Hyde Park, no lejos del suyo. Le gustaba saber que era el preferido de las chicas, que todas esas señoritas tan estiradas iban detrás de él. Estaba orgullosa. Se hacía la indiferente, pero su corazón palpitaba con más fuerza. Mi hijo, pensaba con placer y orgullo. Mi hijo... Podía incluso permitirse el lujo de hacerse la generosa, la madre liberal, relajada... Pero no le gustaba nada saber que muy pronto se iría lejos, muy lejos, y no por voluntad de su madre, sino de su abuela. Se sentía un poco molesta, un poco dolida.

—¿Y yo, puedo decir algo? —preguntó intentando calmar la cólera de su voz.

—¡Por supuesto, tú eres mi madre!

—Gracias.

—Yo creo que, por una vez, Superabuela actúa con sensatez... —insistió Gary.

—¡Claro! ¡Está de acuerdo contigo!

—Mamá, tengo veinte años... ¡No tengo edad de ser razonable! Déjame estudiar piano, me muero de ganas, quiero intentarlo sólo para saber si tengo dotes o no. Si no, pondré un puesto de salchichas y patatas fritas.

—¿Y quién es el profesor ese que te ha encontrado?

—Un pianista cuyo nombre he olvidado, pero que brilla en el firmamento... Todavía no es famoso, pero está en ello... Tengo cita con él la semana que viene.

Así que todo estaba decidido. Pedía su opinión porque no quería herirla, pero la suerte estaba echada. No pudo evitar apreciar esa delicadeza de su hijo, se sintió valorada y el torbellino que había en su cabeza se calmó.

Extendió la mano hacia él y le acarició la mejilla.

—Entonces..., ¿estás de acuerdo?

Lo había preguntado casi gritando.

—Con una condición..., que estudies piano en serio, que estudies música, solfeo, armonía... Que sea un trabajo de verdad. Pregunta a tu abuela en qué escuela puedes inscribirte antes de ir a Nueva York... ¡Seguro que lo sabe, visto que ya se ha ocupado de todo!

—No te irás a poner...

Se había interrumpido para no hacerle daño.

—¿Celosa? No. Sólo un poco triste por haberme quedado al margen.

Gary puso cara de decepción y Shirley se esforzó en sonreír para borrar la mueca de sus labios.

—¡Que no! Vale, vale... Es sólo que te haces mayor y tengo que acostumbrarme...

Tengo que aligerar mi amor.

No pesarle. No asfixiarle.

Antes éramos casi una pareja. Anda, otra persona con la que formo una pareja extraña. Joséphine, Gary, estoy más dotada para las parejas clandestinas que para las oficiales. Más dotada para la complicidad y la ternura que para el anillo en el dedo y toda la parafernalia.

—Pero siempre estaré a tu lado... Ya lo sabes.

—Sí, ¡y está muy bien así! Soy yo la vieja gruñona...

Gary sonrió, cogió una manzana verde, le dio un gran mordisco y ella sufrió al ver que parecía aliviado. Había captado el mensaje. Tengo veinte años, quiero ser libre, independiente. Hacer lo que quiera con mi vida. Y sobre todo, sobre todo, que no te ocupes más de mí. Déjame vivir, arañarme, gastarme, formarme, deformarme, reformarme, déjame ser elástico antes de encontrar el lugar que me conviene.

Normal, se dijo ella cogiendo a su vez otra manzana verde, quiere vivir a su aire. Dejar de pedir mi opinión. Necesita la presencia de un hombre. No ha tenido padre. Si debe serlo ese profesor de piano ¡que lo sea! Yo desaparezco.

Gary había crecido rodeado de mujeres: su madre, su abuela, Joséphine, Zoé, Hortense. Necesitaba un hombre. Un hombre con quien hablar de cosas de hombres. Pero ¿de qué hablan los hombres entre ellos? ¿Acaso hablan?

Apartó esa idea sarcástica mordiendo la manzana verde.

Iba a convertirse en una madre etérea. Una madre aerostática.

Y cantaría el amor por su hijo en la ducha. Cantaría a voz en grito, como se canta un amor que no se quiere confesar.

Y el resto del tiempo mantendría la boca cerrada.

Se habían terminado las manzanas y se miraban sonriendo.

El silencio cayó sobre esas dos sonrisas que significaban, una el principio de una historia y la otra, el final. Marcaba el final de una vida en pareja. Ella casi podía oír cómo su corazón se desgarraba en ese silencio.

A Shirley no le gustó ese silencio.

Anunciaba nubes en la costa.

Intentó cambiar de tema, hablar de su fundación, de las victorias obtenidas en su lucha contra la obesidad. De su próxima batalla. Tenía que encontrar una nueva causa. Le gustaba luchar. No por confusas ideologías, ni por políticos agitadores, sino por causas cotidianas. Defender al prójimo contra los peligros cotidianos, las estafas encubiertas, como las de la industria de la alimentación, que hace creer que baja los precios, cuando lo que hace es disminuir la ración, o cambiar el envase. Había recibido los resultados de una investigación concerniente a ese tipo de chanchullos y desde entonces estaba cada vez más furiosa...

Gary la oía sin escucharla.

Jugaba con dos mandarinas, las hacía rodar sobre la mesa entre un plato y un vaso, las volvía a coger, abría una, la pelaba, ofrecía un gajo a su madre.

—¿Y cómo está Hortense? —suspiró Shirley ante la falta de interés de Gary.

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