Read Las ardillas de Central Park están tristes los lunes Online
Authors: Katherine Pancol
Tags: #Drama
La única diferencia.
Lo entendía. A veces él se enamoraba de mujeres durante una noche. O un fin de semana.
Se fijaba en la curva de un hombro en la esquina de una calle de Chelsea, la seguía. La invitaba a cenar, se acostaba a su lado durante algunas noches. Por la mañana, ella preguntaba dentro de un año ¿te acordarás de mí? Él no respondía, ella añadía dentro de un año ¿con quién estarás? ¿Con quién estaré? Y ella añadía ¿al menos me quieres un poco? Él permanecía con la boca seca, la sonrisa helada. Ya lo ves..., dentro de un año estarás con otra, me habrás olvidado...
Él lo negaba con vehemencia.
Pero sabía que tenía razón.
Había pasado una noche con una brasileña que presumía de escribir cinco horas diarias y de hacer las mismas horas de gimnasia para equilibrar cuerpo y espíritu. Al dejarla, había roto el papel en el que ella había anotado su teléfono y había seguido con la mirada el vuelo del confeti.
Se había ido un fin de semana con una abogada que se había llevado consigo el trabajo y se pasó todo el rato con el móvil pegado a la oreja. Él había pagado la factura del hotel, le había dejado una nota, y había salido huyendo.
Durante el regreso, en pleno atasco, había recordado sus comienzos y sus deseos de conquistar el mundo. Nueva York y su primer trabajo en un gabinete de abogados internacional. Era el único francés. Había aprendido a trabajar a la americana. Alquilar una hermosa casa en Hampton, asistir a veladas de caridad vestido de esmoquin, del brazo de una mujer seductora, distinta cada vez. Trajes caros importados de Inglaterra, camisas de Brooks Brothers, comidas en el Four Seasons. Él se miraba en el espejo mientras se afeitaba, sonreía a su imagen, se cepillaba los dientes, elegía un traje, una corbata, pensaba qué fácil es conquistar mujeres cuando..., y se paraba, avergonzado...
Cuando uno tiene la impresión de salir de una película de la que eres el protagonista.
Y había conocido a Iris Plissonnier.
Su corazón había empezado a latir. Los minutos parecían siglos. Se terminaron las certidumbres, la película se había hecho trizas. O puede que... De una cosa estaba seguro: sería ella. Nadie más. Él se había colado en su vida con la habilidad de un prestidigitador. Había sacado ocho ases de la manga y la había librado de un buen lío. La había convencido para que se casara con él. ¿La había amado o había amado la bella imagen que ella ofrecía de sí misma, la bella imagen de la pareja que formaban?
Ya no lo sabía.
Ya no se reconocía en el hombre que antaño había sido.
Se preguntaba si se trataba del mismo tipo.
Esa mañana, tras escuchar la conversación del hombre de la nariz y la corbata torcidas y de haberlo acompañado hasta la puerta, se apoyó en el marco de madera barnizada y sus ojos se fijaron en la foto de Alexandre. Suspiró. ¿Qué sabemos de los que viven a nuestro lado? Cuando creemos que los conocemos, se desvanecen.
Alexandre iba a la deriva tras la muerte de su madre. Se había encerrado en un silencio cortés, como si las preguntas que se planteaba fueran demasiado graves para hacérselas a su padre.
Por las mañanas, durante el desayuno, Philippe esperaba a que se decidiese a hablar. Un día le había abrazado por el cuello y le había propuesto ¿y si te saltaras las clases y fuésemos a dar un paseo los dos juntos? Alexandre había rechazado educadamente la propuesta, tengo un control de mates, no puedo.
Huye de mí. ¿Me reprocha quizás haberme dejado ver con Joséphine? ¿O es el recuerdo de su madre lo que le tiene atrapado?
Alexandre no había llorado en el cementerio de Père-Lachaise. Ni siquiera le temblaron los labios ni la voz durante la cremación. ¿Acaso le echaba en cara no haber sabido proteger a su madre?
Para lo bueno y para lo malo, para lo bueno y para lo malo...
Durante esos primeros meses su hijo había crecido, su voz había cambiado, su mentón se había tachonado de pelos y granitos rojos. Había ganado altura en todos los sentidos del término: física y mental. Había dejado de ser su niño pequeño. Se había convertido en un extraño...
Tan extraño como se había convertido Iris...
Resulta sorprendente, se dijo Philippe, que dos personas puedan vivir juntas sin saber nada la una de la otra. Perderse de vista cuando se hablan todos los días. En mi vida conyugal con Iris yo era un invitado. Una silueta que pasaba por el pasillo, se sentaba a la mesa y volvía a trabajar a su despacho. Por la noche, yo dormía con una máscara en los ojos y tapones para los oídos.
Alexandre iba a cumplir quince años, la edad en la que los padres se convierten en una fuente de molestias. A veces salía los sábados por la noche. Philippe le llevaba e iba a buscarle. No se hablaban durante el trayecto. Cada uno realizaba su ritual de gestos de solitario. Alexandre se daba golpecitos en los bolsillos para comprobar que tenía las llaves, el móvil y un poco de dinero, y después se volvía hacia la ventanilla, apoyando la frente y contemplando las luces mojadas de la ciudad.
Philippe reconocía ciertos gestos. Sonreía, con la mirada fija en el trayecto.
* * *
Estaban a finales de noviembre y reinaba un frío penetrante y húmedo. Alexandre atravesaba el parque para volver a su casa refunfuñando, porque le habían robado otra vez sus guantes forrados. Ese instituto estaba lleno de ladrones. En cuanto te dejabas unos guantes o una bufanda, apenas te volvías de espaldas, podías estar seguro de que desaparecerían. Y eso sin hablar de los móviles o los iPod, porque ésos era mejor tenerlos escondidos.
Le gustaba volver a casa andando.
Atravesaba un trozo de Hyde Park y después subía a un autobús. El 24, el 6 o el 98. Podía elegir. Se apeaba en George Street con Edgware Road y caminaba hasta su casa, en el 48 de Montaigu Square. Le gustaba mucho su nuevo barrio. Su habitación daba a un parquecito privado del que su padre tenía una llave. Una vez al año, los vecinos abrían el parque y organizaban un picnic. Su padre se encargaba de la barbacoa y de asar la carne.
En metro se arriesgaba a quedarse bloqueado un cuarto de hora en un túnel, y entonces se ponía a pensar en su madre. Ella volvía siempre en los túneles, cuando se paraba el metro...
En la oscuridad del bosque, bailando a la luz de los faros antes de dejarse clavar un cuchillo en el corazón. Él se cubría el cuello con las solapas del abrigo y se mordía los labios.
Se había prohibido pronunciar «mamá, mamá...» porque, en caso contrario, ya no respondía de nada.
Cruzaba el parque. Caminaba desde South Kensington hasta Marble Arch. Se entrenaba para dar pasos cada vez más largos, como si estuviese subido en un compás. A veces, forzaba las piernas con tanta fuerza que tenía miedo de desgarrarlas.
Lo que de verdad ocupaba su tiempo desde el comienzo de las clases era despedirse.
Se entrenaba para despedirse de cada persona con la que se cruzaba como si no fuera a volver a verla, como si fuese a morir en cuanto le diese la espalda, y después analizaba la pena que sentía. Adiós a la chica que le acompañaba hasta el final de la calle. Se llamaba Annabelle, tenía la nariz larga, un cabello del color de la nieve, y unos ojos dorados con manchitas amarillas que, cuando la besó, una noche, le habían hecho bizquear. Él se había quedado sin respiración.
Y se había preguntado si lo había hecho bien.
Adiós a la viejecita que cruzaba la calle sonriendo a todo el mundo... Adiós al árbol de ramas torcidas, adiós al pájaro que clava el pico en un trozo de pan sucio, adiós al ciclista que lleva un casco de cuero rojo y dorado, adiós, adiós...
Van a desaparecer, van a morir a mis espaldas, y yo, ¿qué siento?
Nada.
Se convenció de que debía entrenarse para sentir algo, y decidió caminar sobre la hierba en vez de sobre el duro sendero. No soy normal. A fuerza de no sentir nada, siento un gran agujero en mi interior que me vuelve loco. No tengo la impresión de estar en la tierra.
A veces era como si flotara por encima del mundo, como si mirara a la gente desde lejos, desde muy lejos.
Quizás si hablara de ello en casa, sentiría algo. Me serviría de entrenamiento y, al final, saldría de mi pecho ese maldito gran agujero que me hace ver la vida desde tan lejos.
No hablaban de su madre en casa. Nadie sacaba el tema. Como si no estuviera muerta. Como si tuviese razón de no sentir nada.
Intentaba hablar con Annie, pero ella sacudía la cabeza y le respondía, qué quieres que te diga, chico, yo no conocí a tu madre.
Zoé y Joséphine. Con ellas hubiese podido hablar. O más bien Joséphine hubiese encontrado las palabras adecuadas. Hubiese sabido despertar algo en él. Algo que habría creado un vínculo entre él y la tierra. Habría dejado de ser un aviador indiferente.
No podía sincerarse con su padre. Era demasiado delicado. Le parecía incluso que era la última persona con la que desearía hablar de ello.
La cabeza de su padre debía de estar hecha un lío. Estaba su madre y estaba Joséphine. No sabía cómo se las arreglaba para no perderse.
Él se habría vuelto loco si hubiese estado entre dos chicas y las hubiese querido a las dos. Sólo de pensar en su beso con Annabelle ya sentía vértigo. La primera vez que se habían besado había sido por casualidad. Se habían parado al mismo tiempo frente al semáforo, habían vuelto la cabeza al mismo tiempo y ¡ya está! Sus labios se habían juntado y había sentido cómo un sabor de papel secante un poco dulce, un poco pegajoso, se posaba sobre sus labios. Había querido volver a hacerlo, pero ya no había experimentado lo mismo.
Había vuelto a subir al avión. Se había visto desde lo alto, había perdido la emoción.
En el instituto o en las fiestas, solía quedarse solo porque pasaba bastante tiempo jugando al juego de «despedirse». Y es que claro, de ese juego no puede uno hablar con nadie. En cierto modo, lo prefería. Porque si le preguntaban ¿por qué siempre viene a buscarte tu padre?, ¿dónde está tu madre?, no sabía muy bien qué contestar. Si decía está muerta, el chico o la chica ponía una expresión extraña, como si él le enseñase una cosa muy pesada que apestase. Así que era más fácil no hablar con nadie. Y no tener amigos.
En todo caso, ningún mejor amigo.
Pensaba en todo eso mientras caminaba por el parque, dando patadas y levantando rastrojos de hierba, verdes por un lado y marrones por el otro, y aquello le gustaba, pasar del verde al marrón, del marrón al verde. De pronto se quedó de piedra al notar una cosa extraña.
Primero creyó que era un espantapájaros que movía los brazos y hundía la cabeza en una de las grandes papeleras cilíndricas colocadas en medio del parque. Después vio cómo el montón de trapos se incorporaba, sacaba cosas de la papelera y las metía bajo un gran poncho, sujeto bajo la barbilla con una especie de gafete.
¿Qué es eso?, se preguntó, intentando mirar sin parecer que miraba, para no hacerse notar.
Era una anciana que llevaba un montón de cosas asquerosas encima. Zapatos asquerosos, una manta asquerosa, mitones asquerosos, medias de lana negra con agujeros que dejaban ver una piel asquerosa y una especie de gorro hundido hasta los ojos.
Desde donde estaba, él no podía ver el color de sus ojos. Pero estaba seguro de una cosa, era una vagabunda.
Su madre tenía miedo de los vagabundos. Cruzaba la calle para evitarlos, le cogía de la mano y su mano temblaba agarrada a la de Alexandre, que se preguntaba por qué. No parecían demasiado peligrosos.
Su madre. Sólo se interesaba por él cuando tenía un hueco en la agenda. Se volvía hacia él como si recordase de pronto que estaba allí. Le acariciaba, repetía mi amor, mi amor, ¡cuánto te quiero! Lo sabes, ¿no, cariñito? Como si lo hiciese para convencerse a sí misma. Él no respondía. Había aprendido desde muy pequeño que no debía entregarse, porque ella le soltaría de la misma forma que lo había cogido. Como a un paraguas. Él sentía simpatía por los paraguas que siempre se dejan olvidados en alguna parte.
Las únicas veces en que su madre parecía sincera, las únicas veces en que no jugaba a ser la maravillosa Iris Dupin, era cuando veía un mendigo en la calle. Aceleraba el paso diciendo no, no, ¡no lo mires! Y si él preguntaba por qué había pasado tan deprisa, de qué tenía miedo, ella se arrodillaba, le tomaba de la barbilla y decía no, no, no tengo miedo, pero son tan feos, tan sucios, tan pobres...
Ella le abrazaba y él oía el latido desbocado de su corazón.
Esa tarde él pasó al lado de la mendiga sin mirarla, sin detenerse. Sólo tuvo tiempo de ver cómo arrastraba, atada a la cintura, una silla de ruedas.
Al día siguiente volvió a verla. Había puesto un poco de orden en su cabello blanco y ondulado. Había plantado dos horquillas a cada lado. Horquillas de niña, con un delfín azul y un delfín rosa. Se había sentado en la silla de ruedas y había apoyado tranquilamente sobre las rodillas esas manos completamente sucias, completamente negras dentro de esos mitones multicolor. Miraba la gente que pasaba y los seguía con los ojos forzando el cuello, como si no quisiera perder detalle. Sonreía, tranquila, y exponía sus mejillas arrugadas, buscando un rayo de sol.
Alexandre pasó delante de ella y notó que se fijaba en él con mucha atención.
Al día siguiente seguía allí, sentada en su silla de ruedas, y él pasó un poco más despacio. Ella le dedicó una gran sonrisa y él tuvo tiempo de responderle antes de alejarse.
Al día siguiente, se acercó. Había preparado dos monedas de cincuenta peniques para dárselas. Quería verle los ojos. Era una idea fija que le rondaba desde que se había levantado: ¿y si tuviese los ojos azules? Grandes ojos azules, líquidos como la tinta de un tintero.
Se acercó. Permaneció a cierta distancia. Balanceó la cabeza. Mudo.
Ella le miraba sonriendo. Sin hacer nada.
Se acercó, le tiró las monedas a las rodillas fijándose para apuntar bien. Ella bajó la mirada hacia las monedas, las tocó con sus dedos negros de uñas agrietadas, las guardó en una cajita escondida bajo el brazo derecho y le miró.
Alexandre dio un paso atrás.
Tenía dos enormes ojos azules. Dos grandes lagos de glacial, como en las fotos de su libro de geografía.
—¿Te doy miedo,
luv
?
Quería decir
love
pero pronunciaba
luv
, como el vendedor del quiosco frente a su casa.
—Un poco...
No tenía ganas de mentirle. De hacerse el bravucón.