Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (4 page)

... porque sí.

¡Debería escribir usted una segunda parte! ¡Se lo están pidiendo a gritos! Miles de personas, qué digo, ¡centenares de miles la están esperando! ¿Cómo se titulaba?
Una reina muy hermosa
, ¿no? No... ¿Cómo dice? ¡Ah, sí!
Una reina tan humilde
, no lo he leído, no he tenido tiempo, ¿sabe?, la casa, la plancha y los niños, pero a mi cuñada le encantó y prometió prestármelo en cuanto se lo hayan devuelto, porque se lo dejó a una amiga... Los libros son caros. No todos tenemos la suerte de... Venga, señora Cortès, vamos, una segunda parte... Le vendría muy bien... Yo, si tuviera tiempo, también escribiría... ¡Anda! ¡Le contaría la historia de mi vida para darle alguna idea! ¡No se aburriría, se lo aseguro!

Los brazos se cruzaban, satisfechos, sobre el pecho. Los ojos brillaban, el cuello se tensaba, los párpados se entrecerraban... La máscara de una caridad simiesca. Tan correcta. Debía de decirse a sí misma, estoy haciendo una buena acción, la estoy devolviendo a la vida, a la pobre señora Cortès, la estoy animando, la estoy animando. Si sale de ésta, será gracias a mí...

Joséphine sonreía educadamente.

... porque sí.

Repetía continuamente esas palabras.

Le servía de defensa. La separaba de esas bocas atipladas silbándole preguntas. La llevaba lejos, dejaba de oír las voces, leía las palabras en los labios, afectada por una piedad repugnante por esa gente que no podía evitar hablar, intentar comunicarse con ella.

Les cortaba la lengua, les cortaba la cabeza, cortaba el sonido.

... porque sí.

... porque sí.

... porque sí.

Esta pobre señora Cortès, debían de pensar mientras se alejaban. Lo tenía todo y ya no tiene nada. Ni lágrimas para llorar. Bien es cierto que con lo que le pasó... Esas cosas se suelen leer en los periódicos, sin pensar que nos pueden pasar a nosotros. Al principio, no me lo creía. Y sin embargo, lo habían dicho en la tele. En el telediario. Sí, sí... Me dije no es posible. Estar implicado en un suceso así. No es normal, desde luego. ¡Ah! Pero ¿no está usted al corriente? ¿No sabe de qué le estoy hablando? Pero ¿dónde se ha metido usted este verano? ¡Salió en todos los periódicos! Es la historia de una mujer sencilla, perfectamente sencilla, una mujer como usted y como yo, a la que empiezan a pasar cosas extraordinarias... ¡Sí, sí, se lo aseguro! En primer lugar, su marido la deja y se larga a Kenya ¡a criar cocodrilos! ¡Sí, sí, cocodrilos! ¡En Kenya! ¡Se cree que va a ganar dinero y hacerse de oro! ¡Menudo fanfarrón! La pobre se queda sola en Francia con dos niñas que criar y sin un céntimo. Sin un céntimo y con un montón de deudas. No sabe qué hacer. Tiene la impresión de que el mundo se le viene encima... Pero tiene una hermana que se llama Iris... y ahí es donde la historia se complica... Una hermana muy rica, muy guapa, muy a la moda y que se aburre como una ostra. Incluso teniéndolo todo: un piso maravilloso con muebles caros, un marido guapo, un niño adorable que saca buenas notas, una asistenta y una ristra de tarjetas de crédito. ¡Ni una preocupación! ¡La buena vida! ¿Me sigue? Pues bien..., eso no es suficiente. Sueña con hacerse famosa, con salir en la tele, con posar para las revistas. Una noche, durante una cena, declara que va a escribir un libro. ¡En menudo lío se mete! Todo el mundo espera el libro. ¡Lo comentan, le preguntan cómo lo lleva, si está progresando y todo eso! A ella le entra el pánico, ya no sabe qué responder, se le pone la cabeza como un bombo... Entonces pide a la pobre señora Cortès que lo escriba por ella... La señora Cortès, que estudia historia de la Edad Media y escribe cosas complicadas sobre el siglo doce. Solemos olvidarlo, pero esa época existió. Y ella se gana la vida así. Le pagan por estudiar el siglo doce. Sí, sí, ¡hay gente así, que estudia esas cosas muertas hace tanto tiempo! A veces una se pregunta para qué sirve eso, si quiere mi opinión... ¡Y con el dinero de nuestros impuestos! Después nos extrañamos... Bueno, que me desvío... La hermana le pide que escriba el libro y, por supuesto, la pobre señora Cortès dice que sí... Necesita dinero, ¡es comprensible! Y además nunca ha podido negarle nada a su hermana. La adora, por lo que cuentan. No es amor, es veneración. Desde que eran muy pequeñas se deja arrastrar por ella, que la tiraniza, la rebaja, la regaña... Así que escribe el libro, una cosa sobre la Edad Media, parece ser que está muy bien, no lo he leído, no tengo tiempo, tengo otras cosas que hacer que dejarme la vista en bobadas sentimentales, aunque sean históricas... Sale el libro. ¡Y tiene un éxito fulminante! La hermana empieza a salir en la tele, a venderte cualquier cosa, su receta de tarta de manzana, sus ramos de flores, el expediente escolar, iniciativas benéficas, la previsión meteorológica y me quedo corta. Ya sabe usted, estas famosillas cuanto más tienen, más quieren. Son insaciables. Quieren que se hable de ellas todo el rato. No soportan perder protagonismo... ¡Y entonces estalla el escándalo! La hija de la señora Cortès, Hortense, la mayor, entre nosotras, una auténtica víbora, se planta en la tele ¡y desvela todo el tinglado! ¡En directo! No le tiembla la voz, ¡increíble! La hermosa Iris Dupin desenmascarada, la señalan con el dedo, la ridiculizan, y ella no lo resiste y se encierra durante meses en una clínica privada de la que sale completamente desmejorada y sin estar curada en absoluto, si quiere mi opinión... ¡Completamente drogada! ¡Atiborrada de somníferos! Mientras tanto, el marido... El marido de la señora Cortès, ese que se fue a Kenya... Al marido, digo, se lo come un cocodrilo... ¡Que sí! Atroz, completamente atroz, cuando yo le digo que se sale de lo corriente..., y la pobre señora Cortès se ve viuda, con una hermana tarada, deprimida, alcohólica, ¡que para consolarse se echa en brazos de un asesino! ¡Pero si esta historia apenas se la puede uno creer! Si no fuese yo la que se la está contando, usted no me creería. Un hombre con todas las cualidades, un hombre muy guapo, elegante, con buena reputación, bien situado, un banquero con todas las de la ley, sus toisones, su esmoquin y toda la pompa. Pero que en realidad era un asesino... ¡Que sí!, ¡que sí!, ¡como se lo estoy contando! ¡Un asesino como una casa! ¡Y no degolló a una, sino a más de una docena! ¡Sólo mujeres, por supuesto! ¡Es más fácil!

Y entonces los labios se retorcían, los ojos se iluminaban y el corazón de las comadres latía más fuerte, mientras hacían cola para comprar una baguette al abusivo precio de un euro diez.

La que hablaba se sentía tan importante que no quería soltar a su auditorio y proseguía, sin respirar:

Me olvidaba de decirle que el asesino vivía en el mismo edificio que la señora Cortès. Fue ella quien le presentó a su hermana, ¡así que imagínese cómo debe de estar reprochándoselo! Cómo debe de roerse las uñas; debe de pensar una y otra vez en esa historia. No debe de pegar ojo por la noche mientras le corroe la conciencia... Debe de pensar incluso, si quiere mi opinión, ¡debe de pensar que fue ELLA quien mató a su hermana! La conozco muy bien, ¿sabe?, he seguido todo el asunto, es vecina mía..., bueno, no exactamente mi vecina, sino la vecina de una amiga de mi cuñada... Ella le dio la mano al asesino, sí..., y estoy segura de haberlo visto en la carnicería un sábado por la mañana, el día de mercado..., ¡como se lo estoy contando! Estaba esperando delante de la caja, sosteniendo una cartera de piel roja en la mano, un portafolio de marca, lo vi perfectamente... Debo decir que era atractivo. Parece ser que suelen ser atractivos... Y claro, te enredan. Porque si fuesen repulsivos, una no se dejaría enredar, ¿verdad? Una no se encontraría con un cuchillo clavado en el corazón, como esa pobre Iris Dupin...

Joséphine lo oía todo.

Sin prestar atención.

Lo leía en la espalda de la gente cuando hacía cola en el Shopi.

Interceptaba las miradas furtivas que se tejían a su alrededor como telarañas.

Y sabía que todos esos chismorreos terminaban siempre con la misma frase... La hermana era distinta. ¡Una mujer guapísima! Elegante, refinada, guapa, muy guapa, con los ojos de un azul profundísimo. ¡Con una clase! ¡Una presencia! Nada que ver con esa pobre señora Cortès. Como el día y la noche.

Ella seguía siendo lo que siempre había sido.

Lo que siempre sería.

Joséphine Cortès. Una mujer del montón.

Hasta Shirley la acosaba a preguntas.

Llamaba desde Londres casi todos los días. Por la mañana temprano. Fingía necesitar información sobre una marca de camembert, tener una duda de vocabulario, una dificultad gramatical, un horario de tren. Empezaba, banal, auscultando la voz de Joséphine. ¿Qué tal, Jo? ¿Has dormido bien?
Everything under control?
[8]
Contaba alguna anécdota de su cruzada contra el azúcar, la salvación de los niños obesos, las consecuencias cardiovasculares, simulaba dejarse llevar, espiaba el amago de una sonrisa, acechando el breve silencio que la precedería, el suspiro o el quejido de alegría que resuena en la garganta...

Peroraba, peroraba, peroraba...

Hacía cada día las mismas preguntas:

¿Y tu HDI?
[9]
¿Cuándo te presentas? ¿Estás preparada? ¿Quieres que vaya a echarte una mano? Porque me planto allí, ya sabes... Dame un silbidito y voy. ¿No estás muy nerviosa? ¡Siete mil páginas!
My God
! Sí que has trabajado... ¡Cuatro horas para defenderlo! ¿Y Zoé? ¡Ya en segundo! ¡Quince años dentro de poco! ¿Está bien? ¿Ha sabido algo de...? ¿Cómo se llamaba su pretendiente...? Esto... El hijo de... ¿Gaétan? ¿Le envía correos, la llama por teléfono...? ¡Pobre chico! ¡Menudo trauma! ¿E Iphigénie? ¿Ha vuelto ese delincuente de marido que tiene? ¿Todavía no? ¿Y los niños? ¿Y el señor Sandoz, ha dado señales? ¿No se atreve? ¡Voy a ir a darle una patada en el culo! Pero ¿a qué espera ese memo? ¿A que a las ranas les crezca pelo?

Chillaba, gritaba los verbos, encadenaba preguntas para que Jo saliese de su silencio y agitase el cascabel de una risa.

¿Tienes noticias de Marcel y de Josiane? Ah... Él te envía flores, ella te llama por teléfono... Te quieren mucho, ¿sabes? Deberías ir a verles. No tienes ganas... ¿Por qué?

... porque no.

Y a Garibaldi, ese inspector tan guapo, ¿lo has vuelto a ver? ¿Sigue en su puesto? ¡Estás bien vigilada, entonces! ¿Y Pinarelli hijo? ¿Todavía con su mamá? ¿Ése no será un poco gay? ¿Y el lujurioso señor Merson? ¿Y la voluble señora Merson?

Y dime, los pisos de esos dos..., esto..., ¿los han ocupado? ¿Conoces a los nuevos? Todavía no... Te los cruzas, pero no hablas con ellos... Y el de..., todavía vacío... Claro... Lo comprendo, Jo, pero vas a tener que obligarte a salir... No vas a pasarte el resto de tu vida hibernando... ¿Por qué no vienes a verme? No puedes por culpa de tu HDI... Sí, pero... ¿y después? Vente a pasar unos días a Londres. Verás a Hortense, a Gary, saldremos, te llevaré a nadar a Hampstead Pond, en el centro de Londres, una tiene la impresión de estar en el siglo diecinueve, hay un pontón de madera, nenúfares, y el agua está helada. Yo voy todas las mañanas y es increíble lo en forma que estoy... ¿Me estás escuchando o no?

Ráfagas de preguntas para sacudir la dolorosa torpeza de Joséphine y alejar la única pregunta que la asediaba...

¿Por qué?

¿Por qué se lanzó en las fauces de ese hombre? ¿De ese loco que asesinaba a sangre fría, maltrataba a su mujer y a sus hijos y la redujo a la esclavitud antes de atravesarle el corazón?

Mi hermana, mi hermana mayor, mi ídolo, mi hermosura, mi amor, más que guapa, más que brillante, tu sangre que late en mi sien, que late bajo mi piel...

¿Por qué?, suplicaba Joséphine, ¿por qué?

... porque no.

Respondía una voz que no conocía.

... porque no.

Porque creyó encontrar la felicidad en aquel trato. Ella se ofrecía por entero, sin dejar nada para ella, y él le prometía la felicidad más completa. Ella le había creído. Y había muerto feliz, tan feliz...

Como nunca lo había sido antes.

¿Por qué?

No podía librarse de esas palabras que seguían hundiendo el mismo clavo en su cabeza, que a la vez hundía nuevos clavos ardientes de preguntas, levantando otros muros contra los que se golpeaba.

¿Y por qué yo estoy viva?

Porque parece ser que estoy viva...

Shirley no se rendía. Extendía sus brazos y su corazón por encima del Támesis, por encima del canal de la Mancha y la reñía:

—No me estás escuchando... Noto que no me estás escuchando...

—No tengo ganas de hablar...

—No puedes seguir así. Encerrada...

—Shirley...

—Sé lo que estás pensando y lo que te impide respirar... ¡Lo sé! No es culpa tuya, Jo...

—...

—No es culpa tuya, ni tampoco suya... Ni tú ni él tenéis nada que ver. ¿Por qué te niegas a verle? ¿Por qué no respondes a sus mensajes?

... porque no.

—Dijo que te esperaría, pero no va a esperarte toda la vida, Jo. Te estás haciendo daño, le estás haciendo daño, ¿y todo eso por qué? No sois vosotros los que la habéis...

Entonces Joséphine recuperaba la voz. Como si le hubiesen rasgado la garganta, abierto la garganta, cortado la garganta, poniendo al descubierto las cuerdas vocales para que gritase y gritase, gritase por teléfono, gritase a su amiga que llamaba todos los días, que decía estoy aquí, estoy aquí por ti:

—Venga, Shirley, dilo...

—¡Coño! ¡No me jodas, Jo! ¡Eso no la hará volver! Entonces, ¿por qué? ¿Eh? ¿Por qué?

... porque no.

Y mientras ella no hubiese encontrado una respuesta a esas palabras, no retomaría el curso de su vida. Permanecería inmóvil, encerrada, silenciosa, no volvería a sonreír más, a gritar de alegría y de placer, a abandonarse en brazos de él.

Los brazos de Philippe Dupin. El marido de Iris Dupin. Su hermana.

El hombre a quien hablaba por las noches, con la boca hundida en la almohada.

El hombre cuyo brazo dibujaba a su alrededor...

El hombre al que debía olvidar.

Estaba muerta.

Iris la había arrastrado en su lento vals bajo la luz de los faros, bajo el puñal de blanco filo. Un, dos, tres, un, dos, tres, sígueme, nos vamos... ¡Verás qué fácil es!

Un nuevo juego de los que Iris inventaba. Como cuando eran pequeñas.

Cric y Croc se comieron al Gran Cruc que creía poder comérselas...

Ese día, en el claro, el Gran Cruc había ganado.

Se había comido a Iris.

Iba a comerse a Joséphine.

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