Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (25 page)

Pero hoy, ella y su portería estaban amenazadas.

Tenía que prever una vía de escape.

—¡No me voy a dejar inmolar como un cordero pascual! —exclamó poniendo por testigo a un cuadro bucólico de la pared, que representaba una cabra y su cabritillo acechados por un lobo—. ¡No me dejaré comer por el lobo!

Podía hablar en voz alta, estaba sola en la habitación.

Una mujer abrió la puerta y le hizo una seña para que entrase en un despacho en el que se notaba un olor a muguete parecido al que se echa en los servicios. Un olor pesado, artificial. Llevaba una taza de té sobre un platito y le murmuró antes de marcharse ya lo verá usted, no es un tipo fácil.

El hombre sentado detrás de la mesa no era ni guapo ni feo, ni gordo ni delgado, ni joven ni viejo, ni arrugado ni terso. Otro beige. Un doctor Pin o un doctor Pon. ¿Será que esos largos y difíciles estudios de medicina te van destiñendo a lo largo de los años?

Él le lanzó una mirada fría que la analizó de pies a cabeza, y ella clavó orgullosa la vista en unos ojos huidizos. Se había decolorado el pelo para la entrevista y tenía un cabello normal. Ni rojo, ni azul, ni amarillo: castaño.

Él se volvió hacia su ayudante y le preguntó con voz alta y puntillosa:

—¿La bolsita de té lleva mucho rato en el agua o acaba de meterla?

—Acabo de meterla...

—En ese caso, llévese esta taza y vuelva a traérmela cuando el té esté listo.

—Pero ¿por qué?

—¿Qué voy a hacer después con la bolsita?

—Pues... para eso he traído un platito, para que pueda dejar ahí la bolsita una vez listo...

—Ah, bueno... ¡No es muy elegante ver una bolsita chorreando! ¡Debería haber pensado en ello!

Apretó los labios y alzó una ceja, agotado al pensar que todo cargaba sobre sus frágiles hombros: el arte del té y el interrogatorio de una candidata a la que había juzgado al primer vistazo.

Después se volvió hacia Iphigénie, cogió un bolígrafo, abrió un cuaderno y preguntó sin ningún preámbulo:

—Situación familiar.

—Divorciada, dos hijos.

—¿Divorciada que vive sola o divorciada que vive acompañada?

—¡Eso a usted no le importa!

La ayudante levantó la vista al cielo como si Iphigénie acabara de firmar su sentencia de muerte.

—¿Divorciada que vive sola o divorciada que vive acompañada? —repitió el podólogo sin levantar la vista de su cuaderno.

Iphigénie se desabrochó un botón del abrigo y suspiró. ¿Cuántas veces iba a hacer la misma pregunta? Este hombre es un disco rayado. O es su forma de hacerme comprender que no soy más que un ratoncito atemorizado que busca cómo subsistir. Que dependo de él, de su voluntad. Respondió:

—¿Y si le digo que vivo sola? ¿Le convendría?

—¡Sería sorprendente a su edad!

—¿Y eso por qué?

—Es usted atractiva, parece simpática. ¿Tiene algún defecto?

Iphigénie le miró con la boca abierta, y prefirió no responder. Si le respondo, pensó, le mando al infierno, me levanto, me voy y dejo de poder an-ti-ci-par-me.

—¿Hace usted la cama por las mañanas nada más levantarse? —prosiguió el hombre rascándose el índice.

—Pero bueno..., ¡no me puede preguntar eso! —protestó Iphigénie.

—Eso dice mucho de su carácter. Vamos a pasar mucho tiempo juntos, quiero saber con quién estoy.

—No responderé. No son preguntas idóneas.

Esa palabra se la había enseñado la señora Cortès. Idónea no es una palabra que diga todo el mundo. Es una palabra que te da prestancia, te da un halo de dignidad. Se va a enterar éste de con quién tiene que vérselas, ya que tanto le preocupa.

El hombre hizo un garabato en su cuaderno y continuó haciendo preguntas cada vez menos idóneas.

¿Cuál ha sido la última película que ha visto? ¿Y el último libro que ha leído? ¿Puede resumirlo? ¿Su mayor logro en la vida? ¿Su mayor decepción? ¿Cuántos puntos le quedan del carné de conducir? ¿Qué notas tenía usted en dictado cuando estudiaba primaria?

Iphigénie, indignada, se mordía el interior de la mejilla para no caer en la tentación de soltarle un buen chorreo. La ayudante callaba, pero su boca esbozaba una sonrisita que significaba que todavía no le había llegado la hora de ser reemplazada por esa mujer testaruda, malcarada. Entonces sonó el teléfono y fue a su mesa a responder.

—Pero ¿qué son esas preguntas? —respondió Iphigénie—. ¿Qué tienen que ver con el hecho de que sepa contestar al teléfono, rellenar formularios y organizar citas?

—Quiero saber qué tipo de persona es usted y si puede integrarse en el seno de nuestro equipo. Somos tres especialistas, tenemos una clientela selecta y no quiero correr ningún riesgo. Puedo decirle desde este momento que me parece usted un poco vehemente para el trabajo en grupo...

—Pero si no tiene usted derecho a preguntarme todo eso. Es mi vida personal, ¡es usted un fisgón!

—¡Cuide su lenguaje! —señaló el hombre apuntándola con un dedo—, ¡cuide su lenguaje!

Tenía el índice derecho amarillento por el tabaco e intentaba disimular su vicio vaporizando con muguete barato su despacho. Éste se perfuma con Pato WC para disimular su vicio, pensó Iphigénie con los dientes apretados.

—Si no contesta, acumula usted puntos negativos...

—¿Acaso le pregunto yo a usted si se hace la cama, de qué lado duerme o si pone leche en el café? ¿O por qué fuma como un carretero? ¡Y eso que yo también tendré que convivir con usted! ¡No soy candidata a ser su mujer, sino su secretaria! ¡De hecho, me da mucha pena su pobre mujer!

Entonces el hombre se deshinchó, se le cayó el mentón, sus labios temblaron, se levantó empujado por una ola de desesperación y se derrumbó diciendo:

—¡Está muerta! ¡Murió la semana pasada! De un cáncer fulminante...

Hubo un largo silencio. Iphigénie miraba fijamente los pies del podólogo, dos buenos zapatos con cordones, negros y brillantes, esperando que volviera la ayudante. Otra taza de té con otro platito y una bolsita de té. Parecía que aquel hombre no podía parar y se sorbía la nariz buscando a tientas en los cajones algo que pudiese servirle de pañuelo.

—¡Ya ve usted a dónde lleva hacer preguntas que no tienen nada que ver con una entrevista de trabajo! ¿Quiere que salga para que pueda recuperarse?

Él negó con la cabeza, encontró por fin un pañuelo y se hundió en él haciendo un ruido estruendoso.

Después se rehízo agarrándose a su cuaderno:

—¿Ha trabajado antes como secretaria médica?

—¡Ah! Por fin una pregunta honorable —le animó Iphigénie.

Ella le contó con voz suave, maternal, la historia del doctor Pin y el doctor Pon. Contó con detalle su cometido en la consulta. Sus cualidades. Su sentido de la organización, su habilidad con los pacientes, su humanidad... Precisó que podía trabajar a la antigua, si era necesario, con papel y lápiz, o con la ayuda de un ordenador. Que sabía hacer informes digitales o informes en carpetas de cartón, utilizar sobres marrones para cada cliente con una hoja en blanco donde anotar toda la información, tomar notas al dictado, llevar la agenda de citas, responder al teléfono. Añadió que conocía el vocabulario médico y su ortografía. Omitió decirle que no tenía ningún título. Omitió también contarle la verdad sobre su despido. Prefirió decirle que, por el bienestar de sus hijos, para estar presente cuando volviesen del colegio, había aceptado un trabajo de portera en un edificio del distrito dieciséis.

Él se irguió, volviéndose a convertir en el hombre-tronco, y se secó los ojos, todavía húmedos, con sus finos deditos. Guardó el pañuelo en el bolsillo. Prometió llamarla al final de la semana y darle una respuesta. Preguntó si podría hablar con sus jefes anteriores. Iphigénie asintió rogando al Cielo que éstos fuesen discretos sobre las razones de su marcha.

No hizo ninguna pregunta más ni se levantó cuando ella salió del despacho.

Acababa de cerrar la puerta cuando oyó que la llamaba otra vez.

—¿Sí? —preguntó asomando la cabeza.

El hombre había recuperado la compostura. Sacaba pecho para borrar el recuerdo de su efusión lagrimosa y hundía los pulgares en la cintura del pantalón: la sonrisita que torcía la comisura derecha de sus labios restablecía la jerarquía que pretendía imponer.

—¿Sigue sin querer decirme si vive sola o acompañada?

* * *

Zoé abrió el paquete de galletas Petit Écolier e inmediatamente pensó que no era buena idea. Si Gaétan venía a París durante las vacaciones de Navidad, debía estar delgada y sin granos. Y las Petit Écolier eran el mejor sistema para estar gorda y granulosa. ¿Qué es lo que hace únicas a las auténticas Petit Écolier?, decía el lema del paquete. ¡Que están atiborradas de calorías y son malas para el cutis!, respondió Zoé intentando resistirse.

Eran las cinco y cuarto de la tarde. Tenía cita con Gaétan en Messenger.

Él llevaba un cuarto de hora de retraso y ella empezaba a alarmarse. Había conocido a otra chica, la había olvidado, estaba demasiado lejos, ella no estaba lo suficientemente cerca, él era tan guapo, ella era tan fea...

A las cinco y veinticinco de la tarde, dio un mordisco a una Petit Écolier. El problema con las Petit Écolier es que no puedes comerte sólo una. Es necesario encadenarlas. Sin perder el tiempo en degustarlas. Ni siquiera conservar el sabor a buen chocolate en la boca. Hay que empezar inmediatamente un nuevo paquete.

Se lo había zampado casi entero cuando apareció el mensaje de Gaétan.

«¿Estás ahí?».

Ella tecleó «Sí, ¿qué tal?» y él respondió «¡Pasable!».

«¿Quieres que te cuente una cosa extraordinaria?».

Él respondió «si quieres...» con un Smiley que ponía mala cara y ella se lanzó. Le contó la historia del cuaderno negro que su madre encontró en la basura y proclamó su alegría para que él sonriese y se alegrase con ella.

«¿Sabes?, es un poco tonto, pero lo tengo todo en ese cuaderno... Incluye hasta esa vez que fundimos malvaviscos en la chimenea del salón... ¿Te acuerdas?».

«Tienes suerte de tener una madre que se preocupa por ti. La mía me da ganas de llorar. Ha hecho venir a un trapero para vender muebles porque dice que ya no los soporta, que le recuerdan su vida anterior, pero yo sé que es porque no le queda un céntimo. No ha pagado la luz, ni el teléfono, ni la televisión nueva ni nada de nada. Usa la tarjeta de crédito sin pensar, sin contar... Cuando llega una factura, la mete en un cajón. Y cuando el cajón está lleno, tira todo lo que contiene... ¡y vuelta a empezar!».

«Todo se arreglará, la ayudarán tus abuelos...».

«Están hartos. No para de hacer estupideces... ¿Sabes?, a veces llego a echar de menos cuando mi padre estaba...».

«No puedes decir eso en serio... Siempre estabas enfadado con él...».

«Sí, pero ahora estoy siempre enfadado con ella... Mira, en este momento, está hablando con el Calvo por teléfono... ¡Y suelta unas risitas! Es una risa que suena tan falsa... Está llena de sobreentendidos sexuales, ¡y me molesta, me molesta mucho! Y luego juega a la niña enfadada».

«¿El Calvo de Meetic? ¿Todavía salen juntos?».

«Dice que es formidable y que se van a casar. Yo me temo lo peor. Cuando uno cree que se han terminado las desgracias, vuelven, y te joden, Zoé... Me gustaría tanto tener una familia de verdad... Antes éramos una familia de verdad, y ahora...».

«¿Qué haces en Navidad?».

«Mamá se va con el Calvo. Quiere dejarnos solos en casa. Dice que quiere una nueva vida y es como si no nos quisiera dentro de su nueva vida. Nos excluye, ¡no tiene derecho a hacer eso! Yo le pregunté si podíamos ir con ella y me dijo que no, que no nos quiere. Que quiere comenzar de cero. Y comenzar de cero es hacerlo sin nosotros...».

«Dice eso porque se siente desgraciada. Ya sabes, debió de trastornarla mucho todo lo que pasó... Ha pasado de la vida en un convento a la libertad, está un poco perdida».

«... y además, mi habitación es minúscula, y lo de Domitille no tiene nombre. Menudo tráfico que se trae con unos tíos sospechosos, va a acabar mal. Por la noche se sube a la azotea y fuma mientras habla durante horas por teléfono con su amiga Audrey. Están las dos completamente forradas. Me pregunto de dónde sale ese dinero...».

«Ven a pasar las Navidades con nosotros. Estoy segura de que mamá estaría de acuerdo... y si, además, tu madre no está...».

«En Nochebuena vamos a casa de mis abuelos, ella se va después...».

«Bueno, entonces, estarás libre después... Mamá puede llamar a tus abuelos, si quieres...».

«Mejor no... porque no les ha dicho que se iba y nos dejaba. Ha dicho que nos llevaba a esquiar para que le dieran dinero. Pero no son tontos, se van a dar cuenta. ¡Y a ella le da igual!».

«Y los demás ¿qué dicen?».

«Charles-Henri está mudo. ¡Da hasta miedo de lo mudo que está! ¡Y Domitille se ha tatuado Audrey al final de la espalda! ¿Te das cuenta? ¡Si mis abuelos lo ven, estamos muertos! Se pasea en pelotas por la casa, orgullosa como un gallo cubierto de plumas y no es más que una gallineja lamentable, un ganso sin pico, una asquerosa paloma parisina...».

«Ay, ay, ay. ¡Sí que estás cabreado!».

«Y cuando ha fumado, se pone a cuatro patas y camina diciendo ¡mierda! ¡Debe de ser horrible ser un perro minusválido! Ya es duro tener que caminar a cuatro patas, así que, con una menos, ¡qué horror! Delira».

«Ven a mi casa, eso te aireará la mente...».

«Veré si puedo arreglármelas... Estoy harto, ¡harto! ¡Ojalá se acabe todo! Pero no veo cómo puede terminar bien...».

«No digas eso... ¿Y las clases?».

«Eso va bien. Es el único sitio donde estoy en paz. Salvo que Domitille siempre está poniéndose en evidencia. Los profes se pasan la vida expulsándola porque no respeta nada...».

«Y los demás, ¿saben lo vuestro?».

«No creo. En todo caso, no hablan de ello. Lo prefiero... ¡Sólo faltaría eso!».

«Intenta venir en Navidad. Yo voy a preguntarle a mamá, tú mira a ver cómo lo puedes arreglar...».

«Vale. Te dejo porque ha colgado y va a querer leer por encima de mi hombro.
¡Bye!
».

Ni una palabra dulce. Ni una palabra de enamorado. Ni una palabra que haga crecer flores en el corazón. Está tan enfadado que ha dejado de decirle las hermosas palabras de antaño. Ya no habían vuelto a hacer viajes imaginarios. Ya no se decían nos vamos a Verona y nos besamos bajo el balcón de los Capuleto. Se quedaban cada uno en su sitio. Él con sus preocupaciones, su madre, su hermana, el Calvo; y ella con unas ganas enormes de que le hablase de ella. De que le dijera que le parecía guapa, que le parecía guay y todo eso.

Other books

The Velvet Hours by Alyson Richman
The Lazarus Vault by Tom Harper
The Convert's Song by Sebastian Rotella
Devil in Pinstripes by Ravi Subramanian
The Deepest Secret by Carla Buckley
The Matarese Countdown by Robert Ludlum
Dial M for Mongoose by Bruce Hale
Zombie Island by David Wellington