Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (67 page)

Más feliz que con cualquier hombre.

Y ahora ¿qué hago?, murmuró mirando los coches en la calle, los transeúntes bajo los paraguas azotados por el viento, aspirados por la boca del metro, hormiguitas apresuradas. Borrascas de lluvia, borrascas de vida.

A la vida no le gusta la inmovilidad.

Y Oliver había entrado en escena.

Con su aire de rey modesto, su risa de ogro dulce...

Una risa de varias octavas que desbordaba sobre las palabras, que formaba un torrente de gruñidos joviales, irresistible. Le oías reír desde lejos y sonreías y te decías, envidiándole un poco, ¡por ahí va un hombre feliz!

Su forma de hacer el amor como quien hace buen pan...

Sus manos que la amasaban a base de caricias, de promesas, de paz en la tierra a los hombres y mujeres que se amen...

Sus besos tiernos, atentos, casi respetuosos, mientras que en lo más profundo de su ser ella añoraba una demanda exigente, la marca de una antigua herida que no pedía otra cosa que volver a abrirse, extenderse... Así no, así no... Esas palabras no terminaban de calar en los besos de Oliver, en sus miradas extrañadas, bondadosas, en sus abrazos en los que ella se atascaba, esperando otra cosa, otra cosa que no se atrevía a pedir...

Que no sabía pedir...

Daba vueltas y vueltas. Se crispaba. Tenía ganas de herirle, de clavarle banderillas, pero él abría ampliamente los brazos, abría ampliamente su vida para que Shirley ocupase un lugar en ella.

Oliver reclamaba su alma.

Y ella tenía un problema con su alma.

No quería compartirla con nadie. No era culpa suya.

Había aprendido a defenderse, a dar golpes, nunca había aprendido a entregarse. Se daba en monedas pequeñas, desconfiada como una tendera que devuelve el cambio y no concede ni un penique de crédito.

Se dejaba abrazar, tumbar sobre la gran cama, intentaba seguirle con todas sus fuerzas, hablar su mismo lenguaje. Se levantaba, furiosa, se cepillaba el pelo hasta hacer sangrar el cuero cabelludo, se duchaba con agua hirviendo, con agua helada, se frotaba, furiosa, con el guante de crin, apretaba los dientes, le lanzaba miradas de odio.

Él se marchaba. Volvería esa noche. La llevaría a escuchar un concierto de preludios de Chopin, ya sabes, el que tanto te gusta, el opus 28, después irían a cenar a ese pequeño restaurante en Primrose Hill, que había visto la otra tarde al volver de una grabación, y contemplarían Londres desde lo alto de las colinas mientras bebían un buen vino añejo francés, ¿Borgoña o Burdeos? A mí me gustan los dos, concluía lanzando su risa de octavas.

La inhalaba antes de marcharse. Necesito sentir tu olor, tu buen olor... Ella le rechazaba, le echaba a la calle riéndose, para disimular su confusión.

Se apoyaba contra la puerta. Miraba al cielo. ¡Por fin sola! ¡Qué pegajoso!

Se ha ido, se ha ido. Ha comprendido que no le quería...

No volvería...

Y entonces sentía ganas de echar la puerta abajo y correr por las escaleras para atraparle.

Entonces... le quiero, se decía en voz alta, extrañada. ¿Eso es el amor? Quiero decir, ¿el amor verdadero? ¿Acaso debo aprender a amar? ¿A amarle a él? ¿Renunciar al cuerpo a cuerpo del que me levanto indemne para enfrentarme a otro peligro, aún más inquietante? ¿Ese que consiste en amar a alguien en cuerpo y alma? Y mi cólera... ¿sacará provecho de ello? ¿Querrá desaparecer? ¿Debo quitármela de encima? ¿Cómo?

Permanecía erguida en la calle, al abrigo de la lluvia, con la espalda pegada a la vitrina de una librería Waterstone’s en Piccadilly, mirando fijamente a los peatones, preguntándose ¿cómo lo hacen ellos? ¿Se plantean todas estas preguntas? ¿Estoy enferma, torturada?, ¿soy retorcida? ¿Qué es lo que me ha hecho tan desconfiada, tan reticente?

Se mordía los dedos, se mordía los puños, se golpeaba la cabeza con los puños y repetía incansablemente ¿por qué? ¿por qué?

Voy a tener que hablar con Joséphine. Sin trampas. Confesarle el acontecimiento. Ese baño de sol que hace rugir la tormenta...

Cuando Joséphine le había hablado del diálogo de alma a alma con ese hombre, el inspector Garibaldi, ella se había echado a reír, una risa demasiado brusca para ser honesta, había apartado de sí al Príncipe Azul, y escogido al Príncipe Azote... Pero las palabras de Joséphine habían abierto una brecha en sus certidumbres.

Sonó el teléfono cuando Joséphine estaba limpiando el oído derecho de Du Guesclin. Otitis, había diagnosticado el veterinario dejando caer la dolorida oreja del perro. Tendrá que hacerle unas curas diarias. Mañana y tarde, ella le limpiaba el oído con una solución antiséptica, y después le pulverizaba con un antiinflamatorio amarillento que coloreaba el pabellón rosado de la oreja y lo convertía en una membrana azafrán. Du Guesclin permanecía estoico y la miraba con su único ojo, como si dijera: vale porque eres tú... ¡Si no, te hubiese mordido hace mucho tiempo!

Joséphine besó el hocico de su perro y descolgó el teléfono.

—Joséphine, tengo que hablar contigo, es urgente... —suspiró Shirley.

—¿Ha ocurrido una desgracia? —preguntó Joséphine al escuchar la voz grave de su amiga.

—Algo parecido...

—Entonces, voy a sentarme...

Cogió una silla con la que podía continuar masajeando con la punta del pie el vientre de Du Guesclin, tendido de espaldas, para hacerse perdonar el episodio del oído.

—Venga. Te escucho...

—Creo que me he enamorado...

—¡Pero eso es formidable! ¿Cómo es él? —preguntó Joséphine sonriendo.

—Ése es el problema.

—Ah... —dijo Joséphine que pensó inmediatamente en el hombre de negro—. ¿Es brutal, imprevisible, te amenaza?

—No. Todo lo contrario...

—¿Quieres decir que es dulce, amable, exquisito, bueno..., con manos de ángel, ojos que envuelven, oídos que escuchan y una mirada que derrite?

—Exacto... —dijo Shirley, lúgubre.

—¡Es maravilloso!

—¡Es horrible!

—¡Estás enferma!

—Lo sé desde hace mucho tiempo... Por eso te llamo. ¡Ay, Jo! ¡Ayúdame!

Joséphine miraba la mesa de la cocina, que parecía una enfermería: algodones sucios, frascos abiertos, pañuelos de papel arrugados. Doug no tenía fiebre. Tendría que limpiar el termómetro.

—Sabes que yo no soy ninguna experta —murmuró Joséphine.

—Sí, al contrario... Me dijiste tantas cosas bonitas la última vez que hablamos..., y yo me reí de ellas. Tú amas con el alma, el corazón y el cuerpo. Y yo, no sé. Tengo miedo de dejarle entrar, miedo a que me despoje, tengo miedo...

—Vamos, continúa...

—Tengo miedo a perder mi fuerza... Esa que me habita desde siempre. Me siento desarmada frente a él. Los hombres no son así.

—¿Ah, sí? —dijo Joséphine, extrañada.

—¡Me entran ganas de morderle!

—Porque se dirige a la otra Shirley y a ésa hace mucho tiempo que la perdiste de vista... Él se ha dado cuenta enseguida de que existe.

—¿Y tú también?

—Claro, y por eso te quiero...

—No entiendo nada... A ésa no la conozco.

—Piensa en la que eras antes de que la vida te obligase a interpretar un papel, ve a dar una vuelta donde está la niña pequeña... Siempre se aprende yendo a preguntar a la niña.

—No me estás ayudando mucho...

—Porque no quieres escucharme...

—¡Me odio, cuánto me odio!

—¿Por qué?

—¡Por ser tan ridícula, tan retorcida con esto! Soy feliz y estoy furiosa. Me había prometido tantas veces no volver a enamorarme...

Joséphine sonrió.

—Esas cosas no se deciden, Shirley, te caen encima...

—¡No estamos obligados a ponernos debajo!

—Me temo que es algo tarde...

—¿Tú crees? —preguntó Shirley, asustada.

Seguía sin voz. Abatida. La cabeza como un bombo.

Tendría que cambiarlo todo. Cambiarlo todo en su cabeza, en su corazón, en su cuerpo, para dejar sitio al alma. Cambiar sus costumbres. Y las costumbres no se cambian tirándolas por la ventana. Hay que desenredarlas, punto por punto. No volver a tener miedo de que el amor desborde el cuerpo y se convierta en amor sin más. Y que enlace corazón, cuerpo y alma.

Voy a tener que aprender a rendirme...

Esperando que la rendición no sea una estrategia del alma para salir huyendo.

Philippe se quedó tumbado, inmóvil, perdido en sus pensamientos. A su lado dormía Dottie, acurrucada en una esquina de la cama, y él oía el sonido leve y regular de su respiración. Y era como si estuviese aún más solo. Pensó que siempre había estado solo. Que siempre lo había considerado algo natural...

Que nunca había sufrido por ello.

Pero, de repente, en mitad de la noche, su soledad le parecía insoportable.

Su libertad también le parecía insoportable.

Su hermosa casa, sus cuadros, sus obras de arte, su éxito. Era como si todo eso no sirviese de nada.

Como si su vida fuera inútil...

Insoportable.

Algo se abría bruscamente en él, una brecha inmensa que le daba vértigo, y tuvo la impresión de que su corazón dejaba de latir. Que se hundía en el precipicio y no terminaba de caer.

De qué sirve vivir, pues..., se preguntaba, si no se vive para nada. Si vivir es simplemente añadir un día al anterior y decirse, como tanta gente, qué rápido pasa el tiempo... En un fogonazo, entrevió la imagen de una vida lisa, plana, que se hundía en el vacío, y otra llena de altibajos e incertidumbres en los que el hombre se comprometía, luchaba por mantenerse en pie. Y, curiosamente, era la primera la que le aterrorizaba...

No era la primera vez que se abría en él el gran precipicio.

Le ocurría de forma cada vez más frecuente, siempre durante la noche, siempre con el ruido de la suave respiración de Dottie a su lado. Las otras veces daba vueltas y vueltas en la cama, a veces incluso rodeaba a Dottie con un brazo y la atraía hacia sí, con delicadeza, para no despertarla, para no tener que hablar con ella, simplemente para poder agarrarse a ella, y así, lastrado con el peso de su cuerpo, hundirse de nuevo en el sueño.

Pero esta vez, el precipicio era demasiado grande, demasiado profundo, ya no podía alcanzar a Dottie.

Se deslizaba por la brecha.

Quería gritar, pero de su boca no salía ningún sonido.

En un fogonazo, atisbó la lucha por vivir, el valor que eso exige, y se preguntó si tendría ese valor. La imagen de esa carrera sin final que lleva a la humanidad hacia su destino. Voy a morir, se dijo, voy a morir y no habré hecho nada que exija un poco de valor y determinación. No habré hecho más que seguir dócilmente el curso de mi vida, tal y como estaba trazado desde mi nacimiento, el colegio, buena formación, una bonita boda, un hermoso hijo y después...

Y después... ¿qué he decidido que exija un poco de valor?

Nada.

No he tenido ningún valor. He sido un hombre que trabaja, que gana dinero, pero no he corrido ningún riesgo. Ni siquiera en el amor he corrido riesgos. Digo que amo, pero eso no me cuesta nada.

Sintió una oleada de terror que le oprimía el corazón y empezó a transpirar un sudor helado.

Estaba colgado del borde del abismo y, al mismo tiempo, caía sin poder detenerse.

Se levantó con cuidado para ir a beber un vaso de agua en el cuarto de baño y se vio en el espejo. Las sienes húmedas, los ojos muy abiertos, llenos de miedo, llenos de un vacío que daba miedo... Voy a despertarme, estoy dentro de una pesadilla. Y sin embargo, ¡no es así! Estaba despierto dado que bebía un vaso lleno de agua.

Mi vida pasa y yo la dejo pasar.

Y de nuevo se sintió preso del terror. Descubría con espanto un futuro de noches semejantes, de días semejantes, en los que no pasaba nada, en los que no hacía nada, y no sabía cómo detener esa visión que le dejaba helado.

Apoyó las dos manos sobre el lavabo del cuarto de baño y miró al hombre del espejo. Y tuvo la impresión de ver a un hombre que se borraba, que perdía el color...

Esperó, con el corazón en un puño, a que el día se filtrase a través de las cortinas.

Los primeros ruidos de la calle...

Los primeros ruidos en la cocina. Annie preparaba el desayuno, abría la puerta del frigorífico, sacaba la botella de leche, el zumo de naranja, los huevos, la mantequilla, las confituras, arrastraba los pies dentro de sus zapatillas gris ratón, ponía la mesa, el cuenco para los cereales de Alexandre...

Dottie se levantó, se puso un jersey sobre su pijama rosa sin hacer ruido y salió de la habitación cerrando la puerta suavemente.

Dijo buenos días a Becca en el pasillo...

Él también tendría que levantarse.

Olvidar la pesadilla.

No olvidaría la pesadilla, lo sabía.

Pasó la mañana en el despacho. Comió en el Wolseley con su amigo Stanislas. Le habló de su vértigo nocturno. Le confesó que se sentía infeliz, inútil. Stanislas le replicó que nadie era inútil en este mundo y que si estábamos sobre la tierra era porque existía una razón.

—El azar no existe, Philippe, siempre hay una razón para todo.

Stanislas pidió un segundo café cargado y añadió que debía encontrar esa razón. Cuando la hubiese encontrado, sería feliz. Ni siquiera se preguntaría si era feliz. Sería feliz sin más, y su búsqueda de la felicidad le parecería fútil, superflua, casi idiota. Y le citó una frase de san Pablo: «Señor, déjame aquí abajo mientras me creas útil».

—¿Tú crees en Dios? —preguntó Philippe, pensativo.

—Sólo cuando me viene bien —sonrió Stanislas.

Cuando volvió por la tarde, Dottie y Alexandre se habían marchado a la piscina. Annie descansaba en su habitación. Becca estaba en la cocina preparando una sopa de calabaza. La había dejado sobre la pila y la escaldaba derramando grandes cacerolas de agua caliente para ablandar la piel y poderla pelar fácilmente.

—¿Sabe usted cocinar, Becca? —preguntó Philippe al verla.

Becca estaba muy recta, erguida con soberbia seguridad. Exhibió una amplia sonrisa en la que Philippe percibió un punto de insolencia y enfado.

—¿Y por qué no iba a saber cocinar? —respondió mientras vertía otra cacerola de agua hirviendo—. ¿Porque no tengo casa?

—No quería decir eso, Becca, lo sabe usted muy bien.

Ella dejó la cacerola y esperó a que la calabaza se reblandeciese con un cuchillo de hoja afilada y cortante en la mano.

—Tenga cuidado de no cortarse —añadió Philippe precipitadamente.

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