Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (71 page)

Había preferido quedarse en Londres.

If I can make it there, I’ll make it everywhere...

Los primeros días habían sido difíciles.

Todavía era invierno. El viento helado le cortaba las mejillas en cada esquina, la lluvia caía sin detenerse nunca y, de pronto, se producían borrascas de nieve que le dejaban tiritando en el borde de la acera, enfundado en su chaqueta negra y su camiseta gris. Los taxis amarillos le salpicaban, los peatones arrebujados le empujaban, el conductor del autobús se negaba a dejarle subir porque no tenía
metrocard
ni cambio, se quedaba en la acera, los pies calados dentro de sus finos zapatos de piel, se subía el cuello de la camisa, se quedaba allí, tiritando, preguntándose cómo funcionaba esa ciudad, si habitaban en ella seres humanos y por qué le rechazaba.

Había ido a comprarse zapatos gruesos, una parka y una gorra chapka con orejeras que se ataba debajo de la barbilla cuando soplaba la tempestad. Con esa enorme nariz roja, parecía un payaso, pero le daba igual. El clima no tenía nada de templado en esa ciudad y hasta llegó a echar de menos la llovizna bien educada de Londres.

Aquí todo era más grande.

Más grande, más fuerte, más violento, más salvaje y mucho más excitante...

El director de estudios musicales, que los había recibido para felicitarles por haber aprobado el examen de ingreso, les había avisado: los estudiantes tienen el deber de ser excepcionales. Deben ser tenaces, trabajadores, creativos. Enseguida comprenderán que esto es aún más duro que todo lo que podrían haber imaginado y, en lugar de estremecerse de miedo, deberán redoblar su esfuerzo y su trabajo. En Nueva York, siempre hay alguien que se ha levantado un poco antes que ustedes, alguien que ha trabajado hasta algo más tarde durante la noche, alguien que ha inventado algo que ustedes no han descubierto y es a esa persona a quien deberán ganar por la mano. Para seguir siendo los mejores. En la Juilliard School no nos basta con pensar música, debemos ser la música, vivirla apasionadamente, y si piensan que no van a ser capaces de superarse sin quejarse nunca, entonces dejen el sitio a otro.

Había entrado en su pequeña habitación de hotel, en el Amsterdam Inn, cerca del Lincoln Center, y se había tumbado sobre la cama completamente vestido.

No lo conseguiría nunca.

Volvería a Londres. Lo conocía bien, tenía sus referencias, sus amigos, su madre, su abuela, retomaría las clases de piano, había muy buenas escuelas allí, ¿para qué necesitaba desarraigarse y venir a esta ciudad de locos en la que nadie dormía nunca?

Se durmió con el billete de Hortense en la mano, lo cambiaría y volvería a Londres.

Al día siguiente se puso a buscar un apartamento. Quería dejar de ser un turista, quería formar parte de la ciudad. Y para eso necesitaba una dirección, su nombre al lado del timbre, un contador de gas y de electricidad, una nevera llena, amigos y poder inscribir su nombre en las
Yellow Pages
. Y una
metrocard
. ¡Nunca más dejaría que le echasen de un autobús! Se aprendió el trayecto de todas las líneas de memoria.
Uptown, Downtown, East, West, Cross Over
. Aprendió también las líneas de metro, A, B, C, D, 1, 2, 3, las «local» y las «express». Se equivocó una vez y acabó en el Bronx.

Estaba de acuerdo en levantarse antes que nadie, trabajar aún más entrada la noche, componer un fragmento que nadie había compuesto nunca y ganar a todos por goleada.

Buscó no demasiado lejos de la Juilliard School. Recorrió las calles con la nariz levantada, compró los pequeños periódicos de barrio distribuidos en las tiendas de comestibles, los bares, las tiendas de ropa. Sacó un boli del bolsillo, subrayó los anuncios que le parecían acordes con su presupuesto, llamó. Visitó un apartamento, diez, veinte, frunció el ceño, se encogió de hombros, trató a los propietarios de estafadores en voz baja. Volvió a su hotel, desanimado. No encontraría nunca, demasiado caro, demasiado feo, demasiado sucio, demasiado pequeño. Le dijeron que no desesperara, que, gracias a la crisis, los precios habían bajado, que podría regatear. Volvió a los anuncios por palabras, a visitar apartamentos y acabó encontrando uno en un edificio de ladrillo rojo y ventanales verdes en la calle 74. Rojo y verde, eso le gustó. El apartamento era pequeño, sucio, tendría que cambiar la moqueta, una habitación, un cuarto de estar, una planta de yuca, abandonada y amarillenta, una cocina en un rincón, un cuarto de baño del tamaño de un armario, un quinto sin ascensor, pero daba a la calle y a dos árboles verdes. El precio era razonable. Había que cogerlo enseguida. Firmó sin discutir.

Arrancó la moqueta. Fue a comprar otra, verde manzana, que pegó sobre el viejo parqué podrido. Pintó las paredes de blanco. Limpió los marcos de la ventana, los cristales, rompió uno. Lo reemplazó. Alejó a las cucarachas vaporizando un líquido ardiente sobre los rodapiés y las partes húmedas. Se le metió en los ojos, corrió al drugstore a comprar una loción calmante. Se dio cuenta de que había olvidado las llaves en el interior. Tuvo que pasar por la ventana de su vecina.

Llevaba una camiseta en la que se leía
«I can’t look at you and breathe at the same time»
[68]
. Se dijo que aquello era una señal, la besó para darle las gracias.

Se llamaba Liz, tenía los ojos marrones, un flequillo verde y azul, un pirsin en la lengua y una gran boca que se pasaba el tiempo riendo.

Se convirtió en su novia.

Estudiaba cine en Columbia y le hizo descubrir la ciudad. Las galerías de Chelsea, los cines de arte y ensayo al final del SoHo, los clubes de jazz en el Village, los restaurantes baratos, las tiendas de ropa de ocasión. Las llamaba
thrift shops
y lanzaba salivazos. Se marchaba a finales de mayo para probar suerte en Hollywood donde uno de sus tíos era productor
. Too bad
, decía riendo con su gran boca
, too bad
, pero no parecía apenada. Se marchaba a conquistar el mundo del cine, aquello justificaba cualquier sacrificio.

Él no protestaba. A veces seguía pensando en Hortense...

En su última noche con Hortense.

Y cuando le pasaba eso, no conseguía respirar.

Había encontrado una tienda de pianos donde el propietario, que se llamaba Kloussov, le dejaba tocar los Steinway de segunda mano en la trastienda. Había partituras viejas desparramadas, sonatas de Beethoven, Mozart, Schubert, Brahms, Chopin. Se levantaba muy temprano, se marchaba corriendo a la tienda y se instalaba sobre un viejo taburete desvencijado. Se creía Glenn Gould, se inclinaba y tocaba y gruñía toda la mañana. El hombre le miraba tocar sentado detrás de una larga mesa negra en la entrada de la tienda. Era un señor gordo con el cráneo calvo y rojo, que llevaba siempre una enorme pajarita de lunares. Entornaba los ojos y ronroneaba oyendo las manos que subían y bajaban sobre el teclado, se movía, se bamboleaba, parecía afectado por una especie de baile de san Vito, la cara se le ponía al rojo vivo y hablaba lanzando salivazos, soltando vapor por el cráneo.

—Muy bien, chico... Estás progresando, estás progresando. Tocando se aprende a tocar. Olvídate del solfeo y de las clases, parte tu corazón en dos, expándelo sobre el piano, haz llorar a las cuerdas. En el piano, no son los dedos los que cuentan, no son los ejercicios que te obligan a hacer cada día, es el vientre, las tripas... Podrías tener diez dedos en cada mano, que si no tienes el corazón dispuesto a sangrar, dispuesto a susurrar, dispuesto a estallar, no sirve de nada tener técnica... Hay que razonar, hay que suspirar, hay que dejarse llevar, hay que hacer bailar el corazón con los diez dedos. ¡No ser bien educado! ¡Nunca ser bien educado!

Se levantaba, se ahogaba, le faltaba aire, tosía, sacaba un gran pañuelo del bolsillo, se secaba la frente, la nariz y el cuello y le ordenaba:

—Vuelve a hacer sangrar tu corazón...

Gary posaba los dedos sobre el teclado y tocaba un impromptu de Schubert. El viejo Kloussov volvía a caer sobre su silla y cerraba los ojos.

Los clientes eran escasos, pero eso no parecía molestarle.

Gary se preguntaba de qué vivía. Sobre las doce, iba a comer
meat sandwichs
en la Levain Bakery, su preferido era el de pavo asado-pepino-gruyère-mostaza de Dijon en una baguette recién hecha. Se zampaba dos seguidos y salivaba con tanta fuerza que provocaba la risa de la chica detrás del mostrador. Él la miraba manosear la pasta de las cookies y quiso aprender a amasar. Ella le enseñó. Lo hizo tan bien que le propuso contratarle por las tardes. Necesitaba un ayudante de panadero. Le pagaría. Gary no tenía permiso de trabajo, ella le enseñó cómo escapar por la puerta trasera si venía la policía de inmigración. Pero no hay peligro, somos famosos, porque salimos en el programa de Oprah Winfrey... Ah, sí, dijo él, prometiéndose enterarse de quién era esa Oprah Winfrey a quien la policía tenía tanto respeto.

Su día a día empezaba a organizarse. El piano, el amasado y, por la noche, la risa enérgica de Liz, su flequillo verde y azul bajo las sábanas blancas. Su extraño clavo en la lengua cuando se besaban...

Hizo amigos durante su trayecto cotidiano.

Un día que pasaba delante de Brooks Brothers, en la calle 65, entre Broadway y Central Park West, leyó que había una oferta. ¡Tres camisas por el precio de una! No había que perder la ocasión: en la Juilliard las necesitaría. ¡Y no necesitaban plancha, además! Se secaban en una percha sin arrugarse. Entró. Eligió dos blancas y una a rayas, azul y blanca. El vendedor se llamaba Jérôme. Gary le preguntó por qué tenía un nombre francés. Le respondió que su madre era una admiradora de Jérôme David Salinger. ¿Has leído
The Catcher in the rye?
[69]
No, respondió Gary. Pues menuda falta de criterio, dijo Jérôme que más tarde confesó que todos sus amigos le llamaban Jerry. Y, para ahondar en la herida, le preguntó si conocía al pintor Gustave Caillebotte. ¡Sí!, respondió orgulloso Gary. Entonces ¿conoces el museo de Orsay en París? Claro, lo he visitado muchas veces porque he vivido en París, dijo Gary, que tenía la impresión de ganar puntos. Este verano, contestó el chico, voy a ir a París, al museo de Orsay, porque soy un fanático de Gustave Caillebotte, creo que su talento está infravalorado... Cuando se habla de los impresionistas nunca se le cita. Y soltó un largo alegato sobre ese pintor que los franceses habían despreciado durante mucho tiempo y que sólo conoció el éxito en vida en los Estados Unidos.

—Influyó en uno de nuestros pintores más importantes, Edward Hopper...Y fue un coleccionista americano quien compró casi todas sus telas. ¿Conoces
Calle de París, día lluvioso
? Ese cuadro me vuelve loco...

Gary asintió con la cabeza para no decepcionar a su nuevo amigo.

—Está en un museo de Chicago. Es una obra maestra... Era un gran coleccionista. A su muerte, legó sesenta y siete cuadros al Estado, Degas, Pissarro, Monet, Cézanne, ¡y el Estado francés los rechazó! Le parecían «indignos». ¡Qué mentalidad! ¿Te das cuenta?

Jérôme parecía enfadado.

Gary quedó impresionado y Jérôme se convirtió en un amigo.

Bueno..., un amigo al que saludaba al pasar delante de la tienda, por las mañanas. Sentado sobre un taburete, detrás de la caja, leía un libro sobre el desconocido Caillebotte.

—¡Hola, Jérôme! —soltaba Gary poniendo un pie dentro de la tienda.

—¡Hola, inglés!

Y se marchaba.

Eso le daba otra referencia. Se sentía cada vez menos extranjero en aquella ciudad...

Un poco más lejos, en Le Pain Quotidien, estaba Barbie. Negra como el regaliz, tres palmos de altura, el pelo trenzado en
dreadlocks
con perlas multicolores. Parecía un tirabuzón. Cantaba en el coro de la Elmendorf Reformed Church los domingos por la mañana, en el Upper East Side. En la parte más alta de Harlem. Insistía para que fuese a escucharla, él se lo prometía... pero, los domingos por la mañana, él dormía. No ponía el despertador y se quedaba en la cama hasta las once y media.

La risa enérgica de Liz le espabilaba para ir a comprar la edición dominical del
New York Times
que leían en la cama con un gran bol de café y cookies disputándose las páginas
Arts and Leisure
. Era un rito.

Barbie le esperaba en la iglesia cada domingo y los lunes, ponía mala cara.

Le entregaba los cruasanes y las napolitanas de chocolate sin mirarle.

Le devolvía el cambio con la cabeza gacha. Pasaba al cliente siguiente.

Entonces él compraba dos napolitanas, envolvía una en papel de seda y volvía a ofrecérsela como si fuese un ramo de flores. Inclinándose. Adoptando una expresión contrita. Ella sonreía bajando la cabeza para disimular su sonrisa. Le perdonaba.

Hasta el domingo siguiente...

—Pero ¿es que quieres convertirme o qué? —preguntaba él con la boca llena de cruasán de mantequilla y bebiendo su café doble muy fuerte.

Ella se encogía de hombros y decía que Dios sabría encontrarle. Que uno de estos días, aparecería ante él e iría a cantar con ella, todos los domingos. Le presentaría a sus padres. No conocían a ningún pianista inglés.

—Soy un animal curioso. Eso es, ¿verdad? —decía él sonriendo, la boca llena de grasa.

Ella se cambiaba el color de las perlas una vez al mes y, si Gary no se daba cuenta, también ponía mala cara.

Un auténtico quebradero de cabeza, Barbie.

De hecho, se llamaba Barbara.

Y además, estaba el parque. Central Park. Había conseguido un mapa del parque y lo recorría todos los días al volver de la tienda de pianos.

Y cada día, descubría una faceta nueva.

Era un resumen del mundo entero. Hombres encorbatados, mujeres con traje sastre de directiva, obesos en bermudas, esqueléticos en pantalón corto, niños de uniforme, gente que hacía jogging, bodybuilding, taxis rickshaw, jugadores de béisbol, jugadores de petanca, marineros de juerga, mendigos haciendo ganchillo, tiovivos, quioscos de algodón de azúcar, saxofonistas, un monje budista agarrado a su móvil, cometas y helicópteros en el cielo, puentes, lagos, islas, robles seculares, cabañas en los árboles, bancos de madera con placas conmemorativas atornilladas. Placas que decían «Aquí Karen me dio un beso que me hizo inmortal», o «Abraza la vida con gratitud y te lo devolverá multiplicado por cien»... y ardillas. Cientos de ardillas.

Pasaban a través de los agujeros de las cercas de alambre, se detenían para roer bellotas, se perseguían, se peleaban, hacían rodar latas de bebida, intentaban montar encima, caían, volvían a empezar... Cogían las latas con las dos manos.

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