Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (68 page)

—¿Y por qué tendría que cortarme? —respondió Becca, que seguía tiesa, como sobre una montaña, mirándole directamente a los ojos, desafiándole a que respondiese.

Llevaba un vestido gris con un cuello ancho bordado y un collar de perlas blancas.

—Está usted muy elegante —sonrió Philippe, negándose a recoger el desafío que le lanzaba Becca.

—Gracias —dijo Becca, inclinándose, sin apagar el brillo de irritación en su mirada.

Tenía que ocuparse en algo porque si no su corazón iba a ponerse a galopar. Y cuando se embalaba, su corazón la llevaba siempre hacia la desgracia, hacia pensamientos negros que le daban ganas de llorar. Y si había algo que le disgustaba, era llorar por ella misma. Le parecía que, ella misma, carecía de interés, si se la comparaba con todas las demás personas en el mundo, mucho más desgraciadas que ella. Esa mañana, al levantarse, había encendido la pequeña radio que tenía bajo la almohada para distraerse del insomnio y había oído que mil millones de personas en el mundo estaban muriendo de hambre. Y que cada año había cien millones más... Había contemplado el alba gris a través de los visillos blancos y había murmurado ¡qué asco de vida! ¡Qué asco de dinero!

Había salido, había ido hasta la tienda biológica en la esquina de la calle y había comprado una calabaza. Porque era redonda, hinchada, naranja y alimentaría al mundo. Prepararía una sopa de calabaza para la cena. Ocuparía sus manos... Fijarse en todos los pequeños detalles de la cocción de la calabaza para olvidar los detalles de su desgracia.

La pasada noche, su amor había vuelto para verla.

Ella había tendido los brazos, pensaba que venía a buscarla y estaba dispuesta a seguirle. El futuro no le reservaba nada más, así que mejor marcharse enseguida. Sería como en la película con Gene Tiene y Red Harrison, cuando el fantasma del hombre amado, muerto hace mucho tiempo, viene a buscar a Mrs. Muir completamente gris y arrugada, al final de la película, y ella rejuvenece de pronto, le coge de la mano y se alejan los dos hacia la luz... Guapos como estrellas de cine. A veces su amor muerto venía en plena noche. La despertaba. Era tal y como le había conocido, joven, guapo, apuesto. Le recordaba que ella era vieja y estaba sola. Tenía la impresión de ahogarse, quería desembarazarse de su cuerpo y lanzarse a sus brazos...

Era vieja, pero su amor, en cambio, permanecía vivo. Su amor que se había ido hacía tanto tiempo... Su amor que la hacía bailar, saltar, elevarse muy por encima de sí misma. Subía tan alto cuando la miraba... Juntos inventaban danzas magníficas, saltos, sobresaltos, batidas y la vida se hacía grande, hermosa y no temía ser vieja, estar sola.

Y después él se había marchado.

Ya no había hombre que la hiciese saltar por los aires. Ya no había hombre que le tocara el corazón e hiciese nacer un sentimiento, un vínculo, la sensación de pertenecer a alguien. Y entonces, tenía la terrible convicción de no ser nada... Cuando se marchó, había recibido el golpe a bocajarro. ¡Bango! Muerta. Nadie se había dado cuenta, pero ella sabía que se estaba desangrando poco a poco. Era una herida invisible, una herida que no podía evocar otorgándole toda su importancia, porque aquello le pasaba a todo el mundo. Así que no hablaba de eso.

Y había continuado desangrándose.

Erguida, blanca, menuda. Había acabado en la calle. Sobre una silla de ruedas. Vieja, desgraciada. Y tan banal. Banal como la desgracia de cualquiera. Inútil. Como si para servir de algo, para formar parte de la vida, hubiese que ser joven y saltarín, lleno de proyectos. Y sin embargo una vive todavía cuando es vieja y se ha dejado de saltar.

Se parecía a la calabaza de la pila. Se había reblandecido y se dejaba pelar sin decir nada. Hasta que conoció a Alexandre en el parque...

Esa noche su amor había venido a verla.

Le había dicho que había sido él quien le había enviado a Alexandre y a Philippe. Para que dejase de estar sola. Que todavía podía ser útil en el mundo, que no debía perder la esperanza. Que era una mujer de gran corazón y que debía esperar, luchar. Desesperar era cosa de cobardes. Desesperar era demasiado fácil. Era la inclinación natural de los débiles.

Y se había ido sin llevársela.

Suspiró y se secó los ojos con el dorso de la mano.

Ya no tenía lágrimas, pero había conservado la costumbre de verificar si no le quedaban una o dos, secas como piedras, dispuestas a caer haciendo un ruidito de arena rodando por la pila.

Suspiró y apagó el brillo irritado en su mirada.

Se volvió a Philippe y dijo:

—He tenido un sueño extraño esta noche...

Cogió la calabaza, la sacó de la pila y empezó a pelarla teniendo cuidado de no ensuciar su vestido gris. No quería ponerse delantal. Le recordaba a las mujeres que servían en los refugios para pobres... Llevaban delantal y lanzaban la comida con la ayuda de grandes cazos llenos hasta el borde de un caldo infame.

La piel era espesa, dura. El cuchillo resbalaba y no se hundía. Otro cuento de vendedora, se decía. Nadie quería su calabaza venida de Argentina, cultivada sobre buen abono orgánico, así que la ha camelado hablándole del agua hirviendo. Y yo la he creído. Tenía tantas ganas de creerla...

Philippe se acercó, cogió una tabla de cortar, un cuchillo y dijo déjeme hacer a mí, se necesita la mano de un hombre para pelar una calabaza.

—¿Ha pelado muchas en su vida? —preguntó Becca sonriendo.

—Es la primera, pero lo conseguiré.

—¿Con su mano de hombre?

—Exactamente.

La cortó en rodajas finas que dejó sobre la tabla, y de pronto era fácil pelar cada rodaja. Podía sostenerse bien con la mano y el cuchillo ya no resbalaba. Quitaron las pepitas que se pegaban al cuchillo y a los dedos, probaron algunas e hicieron la misma mueca.

—¿Y después? —preguntó Philippe, orgulloso de su trabajo.

—Se ponen las rodajas en una cacerola y se doran con un poco de leche, mantequilla salada y chalotes... Se remueve y se espera. La vendedora me había dicho que si vertía agua hirviendo la piel se ablandaría...

—Y usted la creyó...

—Tenía ganas de creerla...

—Los vendedores dicen cualquier cosa para vender su mercancía...

—Ha sido por culpa de mi sueño, necesitaba creerla.

—¿Era un sueño triste?

—¡Para nada! Y además no era un sueño... Era mi amor que volvía. A veces viene, por la noche, me roza, se inclina sobre mí y lo siento. Abro los ojos suavemente. Está sentado a mi lado y me mira con amor y contrición... ¿Ha visto usted la película
El fantasma y la señora Muir
?

—Sí, hace mucho tiempo... En un ciclo sobre Mankiewicz en el Barrio Latino.

—Pues bien... Así es como vuelve. Como el capitán en la película...

—¿Y usted le habla?

—Sí. Como en la película. Hablamos de los viejos tiempos. Hablamos también de usted... Dice que le he encontrado gracias a él. Le gustaba darse importancia, pensar que, sin él, estaría perdida. No se equivocaba en cierto sentido... Yo le escucho y me siento feliz. Y espero a que me lleve con él. Pero se va solo... Y me siento triste. Y me voy a comprar una calabaza para hacer sopa...

—Y no consigue pelarla...

—Quizás porque todavía estaba pensando en él, y no estaba inmersa al cien por cien en pelar la calabaza... Esas cosas exigen mucha atención.

Sacudió la cabeza para resoplar y librarse de su sueño, y añadió con una vocecita que había perdido ya toda su insolencia y su cólera:

—No sé por qué le estoy contando esto...

—Porque es importante, porque la ha ablandado...

—Quizás sea eso...

—Todos tenemos nuestra pesadilla... La que viene a atraparnos en plena noche, cuando hemos bajado la guardia.

Entonces él hizo algo inaudito. Algo que no se esperaba. Después se preguntó cómo había podido hacer eso. Cómo había tenido valor para ello. Se sentó en una silla mientras Becca doraba los chalotes en una gran cacerola y vigilaba que cociesen uniformemente, removiéndolos con una gran cuchara de madera.

Le habló de su pesadilla.

—Yo también he soñado algo esta noche, Becca. Salvo que no era un sueño, porque estaba despierto. Era más bien una angustia que me provocaba un nudo en las tripas...

—Tenía usted miedo de quedarse solo y viejo...

—E inútil. Era terrible. Pero no es un sueño, es como si lo constatara, y esa constatación me llena de un terror gélido...

Levantó la mirada hacia ella como si pudiese curarle de ese sueño.

—Así que el fantasma era usted... —dijo Becca dando vueltas con la cuchara de madera.

—Un fantasma en mi propia vida... Un fantasma vivo. Es terrible verse en forma de fantasma...

Se estremeció y encogió los hombros.

—¿Y todo el amor de Dottie no basta para curarle? —añadió Becca introduciendo las finas láminas de calabaza naranja en la cacerola.

—No...

—Lo sabía... Palidece usted a su lado. Ella le ama y usted no retiene nada de su amor...

Añadió sal, pimienta, dio vueltas con la gran cuchara de madera. Aplastó las láminas, que se fundieron suavemente, salpicando de burbujas naranja las paredes de la cacerola.

—No está usted iluminado por el amor.

—Y sin embargo amo a una mujer... Pero no hago nada.

—¿Por qué?

—No lo sé. Me siento viejo..., caduco.

Ella golpeó el dorso de la cuchara contra la cocina y exclamó:

—¡No diga eso! Usted no sabe lo que es ser viejo de verdad.

—...

—Es entonces cuando tenemos derecho a sentirnos inútiles, puesto que nadie nos concede atención, porque ya no tenemos importancia. Nadie espera a que volvamos por la noche, le contemos cómo nos ha ido el día, nos quitemos los zapatos y nos quejemos de que nos duelen los pies... Pero antes, hay tantas cosas por hacer... No tiene usted derecho a quejarse.

Le miró con severidad.

—Hacer algo de su vida no depende de nadie más que de usted...

—¿Y cómo lo hago? —preguntó Philippe levantando hacia ella una mirada intrigada.

—Yo lo sé —dijo Becca sin dejar de girar la cuchara de madera—. Sé muchas cosas de usted. Le he estado observando... He estado viendo cómo vive.

—Sin decirme nada...

Becca adoptó una expresión maliciosa.

—No hay que decirlo todo inmediatamente. Hay que esperar a que el otro esté listo para escucharte, porque si no las palabras caen en saco roto...

—¿Me lo dirá un día?

—Se lo diré... Prometido.

Dejó la cuchara de madera sobre la cacerola y se volvió hacia él.

—¿Dónde vive la mujer que ama?

—En París...

—Pues bien..., lárguese a París, dígale que la quiere...

—Lo sabe...

—¿Ya se lo ha dicho?

—No. Pero lo sabe... y, además, es...

Se detuvo, frenado por lo costoso de las palabras que debía pronunciar para explicarse. Es la hermana de mi mujer, Iris... Iris está muerta y Joséphine ha muerto con ella. Tengo que esperar a que, de algún modo, vuelva a la vida.

—¿Es complicado? —adivinó Becca, que seguía sus pensamientos bajo sus profundas cejas.

—Sí...

—¿No puede hablar de ello?

—Ya he hablado mucho, ¿no cree? En mi familia, no se habla... Nunca. Es de mala educación. Uno se guarda las cosas para sí mismo. Las guardamos en lo más profundo y las encerramos bajo siete llaves. Y entonces otro empieza a vivir en tu lugar, otro que lo hace todo bien, que lo hace todo como hay que hacerlo sin quejarse nunca... Otro que acaba por ahogarte...

Becca alargó la mano, la posó sobre las suyas, cruzadas sobre la mesa. Una mano transparente, arrugada, con gruesas venas violáceas.

—Tiene usted razón. Hemos hablado mucho... Hablar es bueno. A mí me sienta bien... Quizás por eso él ha venido esta noche. Para que hablemos nosotros dos... Siempre tiene una buena razón para visitarme.

Las rodajas de calabaza formaban burbujas que saltaban fuera de la cacerola y manchaban el esmalte blanco de la cocina. Becca se volvió para bajar el fuego y limpió las manchas con un trapo.

Philippe permaneció sentado, las manos juntas sobre la mesa.

—La calabaza no huele a casi nada, Becca...

—Ya verá, está deliciosa. Una cucharada de nata agria y nos chuparemos los dedos... Antes la cocinaba a menudo...

* * *

Un relámpago de terror la paralizó. Estaba completamente a su merced. Tenía todo entre sus manos: su futuro, su vida entera. Pero, de golpe, un deseo inmenso, explosivo, devastador, barrió su miedo. Sólo deseaba una cosa: sentirle dentro. Que la tomase, la poseyese, la rompiese y la llenase con su virilidad, aniquilando sus últimas defensas.

Se abrió y él se abalanzó sobre ella atrapando su boca en un beso cálido, húmedo y voraz. Rodeó sus caderas con sus piernas para obligarle a entrar en lo más profundo y desatar así el placer que ella reclamaba con todo su ser.

Pero él se negó a complacerla tan rápidamente y se dedicó a atormentarla con un lento movimiento de vaivén, marcando un ritmo que únicamente él imponía. Cada uno de sus balanceos desencadenaba una nueva sensación más deliciosa que la anterior, llevándola cada vez más alto. La obligaba a implorar, a gemir, a llorar, y sólo cuando se rindió completamente a su ley, consintió colmarla con profundos envites violentos que la catapultaron a un éxtasis indescriptible, mientras él se sumergía también escuchando, fascinado, el canto salvaje y dichoso que había provocado.

Denise Trompet apoyó el libro sobre sus rodillas.
Acuerdos privados
, de Sherry Thomas. El balanceo del metro acompañaba el movimiento corporal de los dos protagonistas. Philippa Rowland y lord Tremain se habían vuelto a encontrar. Habían comprendido por fin que se amaban, que estaban hechos el uno para el otro. ¡Sí que habían tardado! Pero ya no existía duda alguna. A partir de ahora vivirían juntos y tendrían un montón de niños. Philippa la rebelde perdería su orgullo y lord Tremain, vencido por el amor, renunciaría a su venganza.

Releyó la escena saboreando cada palabra y, cuando sus ojos se detuvieron en los «
profundos envites violentos que la catapultaron a un éxtasis indescriptible
», no pudo evitar pensar en Bruno Chaval. Él venía a su despacho, se sentaba frente a ella, dejaba una flor, un bombón de la casa Hédiard, un ramillete recogido en un parterre del parque Monceau y la contemplaba con una mirada poderosa, atenta. Le preguntaba qué tal estaba, si había dormido bien, qué había visto esa noche en la televisión, ¿estaba muy lleno el metro esta mañana? Ese tropel de cuerpos le debe de resultar muy incómodo a alguien tan grácil como usted...

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