Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (64 page)

Su frase preferida era «¿Pa qué?».

—¿Quieres que vayamos a dar una vuelta? —decía mamá.

—¿Pa qué?

—¿Vamos a bañarnos?

—¿Pa qué?

Lo peor era cuando conducía. Cuando no gritaba ¡eh, jodeh! ¡Alelá! adelantaba vociferando ¡apártate, vieja! ¡Vuelve al cementerio! Lo que más le gustaba era contar esa vez que sus amigos le habían llevado a montar las escaleras del Festival. ¡Estaba Jamel Debbouze! Bueno, dependía del día, otras veces era Marion Cotillard, Richard Gere, Schwarzenegger... Lo más divertido era cuando iban en coche por Cannes y decía, leyendo las placas de las calles, ése es el bulevar Nosequé, allí está la playa privada del Gran Hotel... ¡Un poco más y nos presentaba el hipermercado y las multisalas de cine! Así que cuando mamá me dice que está triste de haber vuelto de Cannet y que quiere regresar, yo pienso en voz baja ¿pa qué?

¿Y pa qué sirve esta reunión familiar? Mi madre se va a llevar una buena bronca y eso no va a resolver nada. A veces entiendo a papá... Cuando estaba él, todo funcionaba correctamente. Todo estaba en su sitio, aunque no siempre era muy divertido. Estoy harto, pero que muy harto. Sólo me gustaría ser normal en una familia normal...

Estaban todos sentados, pero la abuela seguía de pie. Para dominarnos, pensó Gaétan, enfadado. Ella dio un golpe en la mesa y empezó diciendo que aquello no podía durar. Que iban a mudarse a la gran casa familiar, que ella iba a encargarse de todo y de poner orden en sus vidas.

—Hasta ahora no he dicho nada, pero las últimas extravagancias de Domitille me empujan a actuar. No quiero que el nombre de nuestra familia se ensucie y, aunque sea ya demasiado tarde, estoy dispuesta a poner coto a la desidia general que reina en esta casa...

Pasó un dedo sobre la mesa y exhibió la capa de grasa que había allí impregnada.

—Isabelle, tú eres incapaz de llevar una casa y de educar a tus hijos... Yo os voy a educar en la excelencia, la disciplina, los buenos modales. No será una tarea fácil, pero, a pesar de mi edad y de mi salud delicada, cargaré con esa cruz. Por vuestro bien. No quiero que terminéis siendo unos crápulas, libertinos y desechos de la sociedad...

Charles-Henri escuchaba y parecía estar de acuerdo.

—Yo —dijo—, de todas formas, me voy a París el año que viene a preparar un examen de ingreso... No me quedaré aquí.

—Tu abuelo y yo te ayudaremos. Tú has comprendido que el éxito llega trabajando, esforzándose, y te felicito por ello...

Charles-Henri asintió, satisfecho.

—En cuanto a ti, Isabelle —continuó la abuela—, tienes que cambiar de actitud... Siento vergüenza cuando me preguntan por ti. Ninguna de mis amigas tiene una hija como tú. Sé que has pasado por momentos terribles, pero todos los hemos sufrido, así es la vida. Eso no te disculpa de nada...

—Pero es que... —protestó Isabelle Mangeain-Dupuy.

—Llevas un apellido que debes honrar. Debes recuperarte. Aprender a comportarte de forma apropiada. Ser un ejemplo para tus hijos.

Dirigió la vista a Domitille que, tumbada sobre su silla, miraba fijamente la punta de sus botas y mascaba chicle ostensiblemente.

—¡Domitille, quítate ese chicle de la boca y ponte recta!

Domitille la ignoró y mascó con mayor vigor.

—¡Domitille, vas a tener que cambiar! ¡Te guste o no!

Después se volvió a Gaétan.

—A ti, hijo... No tengo nada que reprocharte. Tus notas son excelentes y tus profesores no ahorran elogios contigo. En casa encontrarás un ambiente propicio al trabajo y al estudio...

Y fue entonces, en el silencio que siguió al cumplido dirigido a Gaétan, cuando se oyó, insegura, la vocecita de Isabelle Mangeain-Dupuy.

—No iremos a vivir a vuestra casa...

La abuela tuvo un sobresalto y preguntó:

—¿Cómo?

—No iremos a vivir a vuestra casa. Nos quedaremos aquí. O en otro lado... pero no en vuestra casa...

—¡Eso no tiene discusión! No permitiré que continúes con tu vida de depravación.

—Soy mayor de edad, quiero vivir libremente... —murmuró Isabelle, huyendo de la mirada de su madre—. Nunca he vivido libremente...

—¡Pues sí que has hecho buen uso de tu libertad!

—Tú lo decides todo por mí, siempre lo habéis decidido todo por mí... Ni siquiera sé quién soy. A mi edad... Quiero convertirme en alguien que está bien consigo mismo. Quiero que conozcan mi interior...

—¿Y por eso te dedicas a buscar hombres en Internet?

—¿Quién te ha dicho...?

—Domitille. Tu hija.

Domitille se encogió de hombros y siguió masticando.

—Quiero conocer hombres para saber quién soy, quiero que me amen por mí misma... ¡Oh! ¡No lo sé! Ya no sé nada...

La señora Mangeain-Dupuy miró a su hija debatirse, con una expresión de maliciosa ironía. Era una mujer fría que hacía del deber una religión. Esperaba obtener la adoración de su hija y sus nietos a cambio de su calculada bondad.

—La vida, hija mía, no consiste en conocer hombres, como tú dices. La vida es un largo camino de deber, de rectitud, de virtud, y creo que tú has perdido de vista todos esos grandes valores desde hace mucho tiempo...

—No iré a vuestra casa —repetía obstinadamente Isabelle Mangeain-Dupuy sin atreverse a mirar a su madre a la cara.

—¡Yo tampoco! —aseguró Domitille—. Esto es un muermo, y será aún más muermo en vuestra casa...

—No tenéis elección... —afirmó la señora madre golpeando la mesa con las dos manos para anunciar que la discusión había terminado.

Gaétan escuchaba, desolado. Un día tendría que terminar todo esto... Un día tendría que terminar...

* * *

Al día siguiente de su conversación con Zoé, Joséphine llamó a Garibaldi.

Había llegado a apreciar a ese hombre, su pelo negro y liso, sus cejas como dos paraguas oscuros que se abrían y se cerraban, su rostro flexible que se retorcía en todos los sentidos. Él había dirigido la investigación de la muerte de la señorita de Bassonnière, y después la de Iris, con tacto y habilidad. Cuando fue a hablar con él al número 36 del quai des Orfèvres, tuvo la impresión de que la escuchaba con los ojos, los oídos y... el alma.

Había dejado su placa de policía sobre la mesa y sus almas habían hablado. Por encima de las palabras, en los silencios, las dudas, el temblor de la voz. Se habían reconocido.

A veces es posible hablar de alma a alma con un desconocido.

No se habían vuelto a ver desde la muerte de Iris. Pero ella sabía que podía llamarle y pedirle un favor.

Reconoció su voz cuando descolgó.

Le preguntó si le molestaba. Él respondió que estaba en su despacho, haciendo una pausa entre dos casos. Intercambiaron algunas banalidades, y después él preguntó en qué podría serle útil. ¿Estaba de nuevo sobre la pista de un peligroso asesino? Joséphine sonrió, respondió que no, era otra historia, más dulce, más romántica.

—No tiene nada que temer de Van den Brock
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—afirmó Garibaldi—. Espera en prisión la apertura de su proceso y tiene pinta de que tardará aún algún tiempo... Además, seguramente estará encerrado una buena temporada.

—Es curioso, no pienso nunca en Van den Brock...

—¿Y de Luca Giambelli tiene noticias?

Joséphine contestó que no. La última vez que había oído hablar de él, fue para enterarse de que había pedido ingresar en una clínica psiquiátrica por problemas de conducta.

—Y allí sigue —respondió Garibaldi—. Me he informado. Me preocupo por su seguridad, señora Cortès. Guardo un excelente recuerdo de nuestra colaboración...

—Yo también —dijo Joséphine notando cómo sus orejas empezaban a arder.

—Usted nos ayudó mucho con sus comentarios pertinentes...

—Exagera usted —dijo Joséphine—. Fue usted quien...

—Es usted una observadora excelente y sería una investigadora extraordinaria... ¿Qué puedo hacer por usted en este momento?

Joséphine le contó la historia del descubrimiento del cuaderno negro y de su misterioso autor.

—Yo le he bautizado el Jovencito... Me parece conmovedor. Me gusta mucho también el personaje de Cary Grant. No conocía su vida, es apasionante...

Le confesó que pensaba escribir una novela sobre el encuentro de esos dos hombres. El gusano y la estrella. Aún no sabía cómo plantearla, pero para ello sería muy útil identificar al Jovencito y conocerle.

—Hoy en día ya no será tan joven —apuntó Garibaldi.

—No... y eso limita el campo de mi investigación. De hecho, fue Zoé la que me dio la idea de llamarle a usted...

—¿Qué datos tiene sobre ese hombre?

—Conozco su edad, su lugar de nacimiento, la profesión de su padre... Creo que vive en el edificio o que viene a menudo. Puedo darle los nombres de quienes sospecho... Me preguntaba si... o más bien Zoé se preguntaba si podría usted investigar. No sé si eso es posible...

—Tendría que recurrir a un compañero del SI —dijo Garibaldi.

—¿Del Servicio de Información? —tradujo Joséphine.

—Sí.

—¿Y eso es legal?

Garibaldi vaciló y después declaró:

—Legal no es la palabra exacta... Digamos que podría considerarse un intercambio de favores...

—¿Es decir?

Esperó un momento antes de contestar.

—No está usted obligado a responderme...

—Un momento, se lo ruego...

Ella oyó el ruido de una puerta que se abría, una voz, Garibaldi que respondía. Esperó dando vueltas por el salón. Du Guesclin había ido a buscar su correa y la había dejado caer a sus pies. Ella sonrió y le enseñó el teléfono. Volvió a poner la correa sobre el mueblecito de la entrada. Du Guesclin, decepcionado, fue a tumbarse, resoplando, delante de la puerta, el morro apoyado sobre las patas delanteras, la mirada fija en ella, llena de reproche.

—¡Es que tengo otras cosas que hacer, mi viejo Doug! —le dijo en un susurro.

—¿Señora Cortès?

—Sí, aquí estoy...

—Me han interrumpido... Entonces... Imaginemos que yo le haya hecho un favor a un compañero del SI... Imaginemos que haya trabajado con él en un asunto de tráfico de drogas, por ejemplo, y que, durante el registro en casa de un traficante, le he visto coger unos fajos de billetes que estaban en una mesa y metérselos en el bolsillo...

—Sí... —dijo Joséphine siguiendo el hilo de los pensamientos de Garibaldi.

—Imaginemos que le he dicho que cerraría los ojos si volvía a ponerlo todo en su sitio e imaginemos que le propuse prestarle ese dinero, imaginemos que él hubiese aceptado y que me estuviese agradecido...

—¿Y ocurren a menudo este tipo de...?

—He dicho «imaginemos»...

Joséphine dio marcha atrás y se disculpó.

—No se disculpe... No se gana mucho dinero en la policía. Y a menudo uno está tentado de coger droga o dinero para sobrellevar mejor el día a día. La droga, para revenderla, y el dinero, porque uno atraviesa un periodo difícil, está en pleno proceso de divorcio o se ha comprado un piso y no puede hacer frente a la hipoteca...

—¿Y usted ya ha hecho algo así?

—¿Quedarme con dinero o con droga? No, nunca.

—Quería decir... Ha sorprendido a algún compañero que...

—Eso es asunto mío, señora Cortès. Digamos que me las arreglaré e intentaré encontrar a su hombre a partir de sus informaciones...

—¡Eso sería fantástico! —exclamó Joséphine—. Podría ir a verle y...

—Suponiendo que él quisiera hablar de ello... Si tiró ese cuaderno a la basura, es porque quería desembarazarse de su pasado...

—Siempre puedo intentarlo...

—No se rinde usted fácilmente, señora Cortès.

Joséphine sonrió.

—Parece tímida, discreta, poco segura de sí misma, pero en el fondo, es usted terca, tenaz...

—Exagera un poco, ¿no?

—No lo creo. Tiene usted la audacia de los tímidos... Dígame los nombres en los que está pensando y yo le diré si averiguo algo...

Joséphine reflexionó y enumeró unos nombres:

—El señor Dumas... Vive en el edificio B, en la misma dirección que yo..., pero ése no creo que...

—Espere, voy a coger un papel y lo anoto.

Les interrumpió nuevamente una voz que pedía una información a Garibaldi. Ella le oyó responder, esperó a que terminase para proseguir:

—El señor Boisson
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...

—¿Como una Coca-Cola?

—¡Salvo que no tiene nada de chispa! Tampoco creo que sea él...

—¡Hay que desconfiar de los volcanes extinguidos! —dijo Garibaldi.

—Vive en mi edificio, en el lado A. Pero me cuesta imaginarle viviendo una historia de amor parecida a la del Jovencito... Parece totalmente encerrado en sí mismo y debe de ser alérgico a la fantasía.

—¿Quién más?

—El señor Léger. Yves Léger. Se ha mudado al piso de Lefloc-Pignel con un amigo más joven. Lleva chalecos de todos los colores y unas carpetas de dibujo enormes... Él, al menos, tiene un aspecto vivaz.

—Es el que más se parece a nuestro hombre...

—Eso es lo que pienso yo también. Pero bueno... No por el hecho de ser homosexual tiene que...

—Es verdad —admitió Garibaldi.

—Y el señor Sandoz... Ya sabe, el señor que nos ayudó a reformar la portería de Iphigénie, la portera... No sé dónde vive, pero según Iphigénie miente sobre su edad y...

—¡No sería el único!

—No creo que sea...

—Ya veremos...

—Y finalmente, el señor Pinarelli... También de mi edificio. Tampoco creo que sea él...

Garibaldi se echó a reír.

—¡De hecho, usted no cree que sea ninguno de los hombres que ha mencionado!

—Ése es el problema... Ninguno parece tener el perfil.

—¿Y si fuera otro? Alguien que hubiese tirado ese cuaderno en la basura de su edificio para no dejar pistas. Es lo que haría yo. Me parecería lo más prudente si quisiera hacer desaparecer algo...

—Eso sería un problema...

—No quiero desanimarla, pero me parece lo más verosímil...

—Quizás tenga usted razón... pero creo también que había pocas posibilidades de que alguien encontrase la libreta. Si Zoé no se hubiese puesto a llorar al pensar que no volvería a ver su cuaderno negro, yo no habría ido a registrar la basura... No es una actividad a la que me dedico todas las noches.

—Es cierto...

—¿Cuántas personas en París rebuscan en la basura para buscar el cuaderno de su hija?

—Hay mucha gente que busca en las basuras de París, ¿sabe?... —respondió él con un ligero tono de reproche.

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