Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (65 page)

—Lo sé —dijo Joséphine—, lo sé... Pero una libreta negra no se come...

—Dígame, señora Cortès, explíqueme lo que va a hacer cuando le haya identificado... Si logro encontrarle.

—Me gustaría verle, hablar con él, saber qué pasó con su sueño. Tengo miedo por él cuando le leo. Tengo miedo de que sufra muchísimo. Y me gustaría saber si por fin ha encontrado su lugar detrás de la niebla...

Le contó la historia del amigo Fred y el rascacielos. Tuvo ganas de preguntarle a Garibaldi si él había encontrado su lugar detrás de la niebla.

—Su historia con Cary Grant era un sueño. Si supiese usted la esperanza que ese encuentro hizo nacer dentro de él... Necesito detalles para nutrir mi historia, y nunca hay nada mejor que la realidad.

—Eso es lo que le dije cuando nos conocimos. La realidad supera a menudo a la ficción... Acabo de terminar un caso. Una joven asesinada en un supermercado por un completo desconocido. Apuñalada delante de la cajera. Cuando detuvieron al asesino, sólo dijo «no merecía vivir, era demasiado guapa». ¿Usaría usted eso para una novela policíaca?

Joséphine meneó la cabeza y murmuró:

—No, imposible.

—¡Y haría bien! Es un móvil demasiado débil para un crimen.

—Pero esta vez no se trata de un crimen. Al contrario... Es la historia de un descubrimiento y yo pienso que todos crecemos gracias a los descubrimientos que hacemos.

—Si los sabemos aceptar... Mucha gente deja de lado grandes descubrimientos por miedo a que cambien sus vidas, a que los lleven por un camino desconocido.

Hizo una pausa y añadió:

—¿Qué es lo que le conmueve de esa historia?

—Me da impulso, me da valor...

—¿Se reconoce en ella?

—¡Aunque no haya conocido a Cary Grant ni a nadie parecido! Nunca he conocido a nadie que me diese confianza en mí misma... Más bien al contrario.

—¿Sabe?... Al final acabé leyéndola, su novela.


¿Una reina tan humilde?

—Sí. Y está la mar de bien... Yo, un poli de cuarenta años, que leía sólo a James Ellroy y sus novelas negras y torturadas. Andaba por la calle con Florine y los demás, y choqué contra una farola, me pasé la estación de cercanías, llegaba tarde al trabajo, ya no sabía ni dónde vivía. En resumen, que usted me hizo feliz. Ni siquiera creía que eso fuese posible.

—¡Oh! —murmuró Joséphine, maravillada—. ¿Así que fue usted el que los compró todos?

Él se echó a reír con ganas.

—He pasado noches en blanco por su culpa. Tiene usted talento, señora Cortès...

—Lo dudo mucho... Tengo tanto miedo..., si supiera el miedo que tengo... Tengo ganas de ponerme a escribir, pero no sé por dónde empezar. Es como si estuviese embarazada de una historia. Crece, insiste, golpea desde dentro. Apenas me ocupo de los demás, en este momento...

—¡Y sin embargo me parece que tiene usted un don especial para eso!

—¡No me reconocería! Ahora mismo mando a paseo a todo el mundo.

—Eso es el principio de la independencia...

—Quizás... Sólo espero sacar algo de ello.

—La voy a ayudar. Se lo prometo...

—Gracias —susurró Joséphine—. ¿Puedo decirle otra cosa?

—La escucho...

—Cuando Iris... Cuando se fue... Tuve la impresión de que me cortaban una pierna, de que no podría volver a caminar... Estaba paralizada, sorda, muda. Desde que estoy leyendo esa libreta negra, es como si...

Él permanecía en silencio. Esperaba que ella escogiera las palabras y quizás incluso que admitiera esa declaración ante sí misma.

—Como si mi pierna volviese a ponerse en marcha y pudiese volver a caminar... Con mis dos piernas. Por eso es tan importante...

—Lo comprendo, y me gustaría mucho ayudarla, créame. Voy a hacer todo lo posible.

—¿Y usted?, ¿se encuentra bien?, ¿es feliz?

Era la cosa más estúpida que podía preguntar a un hombre al que apenas conocía. Pero no sabía cómo darle las gracias, gracias por haberla escuchado, gracias por comprender, gracias por estar ahí. Es la primera vez que hablo de Iris, es algo así como si la pena disminuyese y me dejara un poco de espacio para respirar. Tenía miedo de parecer demasiado intensa, demasiado dramática.

—No tenía noticias suyas desde... —apuntó él—. Me he preguntado a menudo qué tal estaría...

—Preferiría no hablar de ello.

Él carraspeó, tosió, recuperó su voz de inspector de policía y terminó la conversación diciendo:

—Bueno, recapitulemos, señora Cortès. Nuestro hombre tenía diecisiete años en 1962, nació en Mont-de-Marsan, tenía un padre licenciado en la Politécnica, presidente de Carbones de Francia, y está domiciliado en su misma dirección...

Joséphine asintió.

—Ahora voy a tener que dejarla —dijo Garibaldi—. La llamaré en cuanto sepa algo.

Hizo una pausa. Ella esperó. Y luego él añadió:

—Me gusta hablar con usted... Es como si uno tocara... lo esencial.

Se había quedado un momento en silencio antes de decir «esencial».

Joséphine colgó, feliz por esa complicidad.

Hablar con ese hombre le inspiraba. No estaba enamorada, pero cuando se sinceraba con él, se elevaba, se desplegaba, le salían alas. Cuando estaba enamorada no sabía qué decir, cómo estar, se arrugaba y parecía un gran saco vacío incapaz de mantenerse derecho.

Joséphine marcó el número de Shirley en Londres para contarle su conversación con Garibaldi. Intentó explicarle el vuelo de sus dos almas unidas.

—También, a veces, puede pasar por el corazón... —añadió.

—Y otras por el cuerpo —dijo Shirley—. ¡Una buena copulación y también despega uno!

—Y cuando todo se une, cuando el alma, el corazón y el cuerpo se abrazan y alzan el vuelo, entonces es un gran amor... Pero eso no pasa muy a menudo.

—¿Y eso te pasó con Philippe? —dijo Shirley.

—¡Ay, sí!

—Tienes suerte. Yo tengo la impresión de que sólo me relaciono con el cuerpo de los hombres... Que sólo eso me habla. No debo de tener ni corazón ni alma.

—Porque desconfías de la entrega. Hay algo en ti que se resiste. No te rindes por completo. Piensas que ofreciendo tu cuerpo, serás libre, no estarás amenazada y no te falta razón, en cierto sentido. Pero te olvidas del alma...

—¡Pamplinas! —gruñó Shirley—, deja de psicoanalizarme...

—Tienes una idea equivocada del hombre y del amor. En cambio yo todavía espero al Príncipe Azul en su caballo blanco.

—¡Pues yo me quedo con el caballo y te dejo al Príncipe Azul!

—¿No crees en el Príncipe Azul?

—¡Creo en el Príncipe Azote!

Shirley se echó a reír.

—Un Príncipe Azul no significa que sea perfecto en todo —insistió Joséphine—. No es un cursi, es la armonía perfecta.

—¡
Bullshit
, chica! De los hombres yo sólo me quedo con el cuerpo. Para el resto, el corazón y el alma, tengo a mi hijo, a mis amigas, las cantatas de Bach, los libros, los árboles del parque, una puesta de sol, un buen té, el fuego en la chimenea...

—¡Y en eso es en lo que nos diferenciamos!

—¡Tanto mejor! ¡Lo prefiero a estar embarullada en un sentimiento empalagoso!

—Hablas como Hortense...

—Hortense y yo vivimos en la realidad. ¡Tú vives en tus sueños! En tus sueños, el Príncipe Azul te lleva volando en sus brazos; en la vida cotidiana, está casado, jura que ya no se acerca a su mujer y que duerme en el salón, y te da plantón continuamente.

* * *

Esa noche se celebraba el
spaghetti party
.

Hortense detestaba los espaguetis y el uso erróneo de la palabra
party
en esa ocasión.

Era todo menos un momento de franca diversión.

Era más bien un examen de evaluación.

Una vez al mes, cenaban juntos, hablaban de la casa, de los gastos, de los impuestos, de la electricidad y la calefacción, de la prohibición de fumar en el interior, de la limpieza de la terraza, de las llaves que no se debían dejar en cualquier lado, del buzón que había que vaciar regularmente, de la separación de la basura y
tutti quanti
. Peter, con sus gafitas redondas en la punta de la nariz, seguía un orden del día riguroso y todos debían participar para comentar lo que no funcionaba. O prometer enmendarse escuchando, con la cabeza gacha, la reprimenda del maestro.

Era la gran noche de Peter. Era él quien llevaba las cuentas de la casa, discutía con el propietario y redactaba la lista de quejas y obligaciones. Era un hombre bajito, estrecho de hombros y de ambiciones, que de pronto se convertía en Napoleón. Balanceaba la cabeza bajo su bicornio. Se daba golpecitos en el hígado. Amenazaba a unos, sermoneaba a los otros apuntándoles con el dedo. Hortense se mordía los labios para no echarse a reír ante esa situación tan grotesca, porque todos temblaban delante de Peter...

Ella odiaba los espaguetis atiborrados de queso y de nata que cocinaba Rupert, los juegos de palabras de dudoso gusto de Tom, detestaba los decretos que salían de los labios delgados de Peter.

Todo el mundo se llevaba su reprimenda.

Hortense, ¿estás al día con la
council tax
? Ya sé que no la pagas pero ¿has pedido a tu escuela el documento que te dispensa de ella? ¿Sí o no? ¿Has pagado tu parte de televisión este mes? Pero si no la veo nunca, protestaba Hortense, vosotros estáis todo el día pegados viendo partidos de fútbol. ¡Hortense!, amenazaba Peter, con el dedo extendido. Bueno, vale, participo, participo... Blablabla la calefacción, blablabla la asistenta, blablabla quién paga esto, quién paga aquello... ¿Crees acaso que nado en la abundancia? Soy la única estudiante de esta casa, la única que tiene un presupuesto ajustado, la única que depende de su madre ¡y Dios sabe lo que me fastidia!

Tom movía sus calcetines agujereados apoyados sobre la mesita baja y aquello apestaba. Hortense arrugaba la nariz. Daba un golpe con el talón a los calcetines. Rupert comía patatas fritas a la pimienta y dejaba caer las migas sobre la moqueta. ¡Alerta, cucarachas! Y Jean el Granulado tenía un nuevo bubón sobre el mentón. Un gran bulto rojo. Aún no había explotado cuando me lo crucé ayer por la tarde. ¡Ése le faltaba para la colección! Ese chico es realmente repulsivo. Además, desde hace algún tiempo, me mira con un brillo de júbilo en los ojos. Se diría que está contento por algo... Pero ¿qué se cree? ¿Que me voy a olvidar de que es deforme, que voy a acabar por acostumbrarme y a hablarle como a un ser humano? Ni en sueños, chico, ¡déjate de películas y aterriza! Tenía la impresión de que la seguía. Siempre estaba detrás de ella. Debe de tener una fijación. Está harto de hacerse pajas todas las noches, solo, debajo del edredón. ¡Y ese bigotito ridículo!

Peter hablaba del orden, las cosas que no había que dejar por ahí. ¡No irá a recordarme la historia del Tampax! No. Hacía alusión a los vasos vacíos, a los platos sucios, a las bolsas de pan de molde rotas, a los móviles. Había encontrado uno en la basura la otra noche. ¡Para lo que suena el mío! ¡Podría plantarlo en una maceta y esperar a que brotase! ¡Es increíble! Mi velada fue un auténtico éxito y no se ha concretado ni una sola oferta. Nadie me ha llamado. Blablaba, todos los cumplidos de la inauguración no eran más que humo... No le quedaban más que las tarjetas de visita que había guardado en un viejo bote de confitura sobre su mesa. Las observaba con la mirada torva. Así que su móvil, esté ordenado o no, no importaba demasiado...

¡Y Gary sin llamar!

Nada. Ni el menor mensaje. Dos meses de silencio denso.

Una se tumba, a la ligera, atolondrada, bajo el cuerpo de un hombre, suspira, por una vez, que le gusta ese cuerpo sobre su cuerpo, suspira aún más fuerte, se abandona...

¡Y él se larga como un ratero arrancándote el bolso de un tirón!

Debía de esperar que fuese ella la que llamase, la que se arrastrase a sus pies...

¡Te has equivocado de pareja, querido! ¡No sería ella la que marcaría su número para suplicarle que volviese! ¡Qué estúpida! ¡Pensar que he estado a punto de perder a Nicholas en este asunto! Así que es cierto que el amor vuelve idiota. Había creído que apoyaba un dedo del pie sobre ese famoso continente que los cretinos llaman amor. Había estado a dos milímetros de decirle te quiero. Dos milímetros más y se hubiese hundido en el ridículo. Pero el suspiro que había emitido entre sus brazos fue tan fuerte, que había evitado que se le escapara esa confesión. ¡No lo volvería a decir en la vida! ¡No quería volver a oír en la vida su voz sumisa, rota, murmurando esas palabras! No le llamaría, ni a él ni a su madre. No vaya a pensar que corro detrás de la madre para tener noticias del hijo. De la familia Buckingham Palace, evito al hijo y a la madre, me parece bien aguantar los sombreritos ridículos de la abuela en la tele, las extravagancias de los príncipes, su calvicie precoz y sus estúpidas novias..., pero los otros dos ¡tachados de la lista! ¡Menuda mentalidad! ¡Menuda familia! Los reyes son unos patanes pretenciosos. Hicieron bien en guillotinarlos en Francia. Se creen con todos los derechos porque tienen un cetro bajo el brazo y se cubren de armiño...

Hortense había vuelto a su vida cotidiana, una vida similar a la del resto. Metro, trabajo, cama. Asistía a sus clases, sufría los retrasos de las averías del metro, trabajaba, comía espaguetis atiborrados de queso, olía calcetines sucios... El impulso y la fuga habían desaparecido. Estaba asqueada.

Víctima de sus sueños abortados.

Es lo peor que existe, un sueño abortado. Hace un ruido horrible, de neumático que se pincha y resuena sin parar en la cabeza.

Pssss...

Sus sueños habían hecho pssss. Había puesto en escena, en sus escaparates, a una mujer elegante, una mujer provocadora que destaca del resto. Una mujer única, a veces excéntrica, pero siempre elegante y consciente de su poder de seducción frente a los hombres. Era un sueño bonito.

No parecía haber gustado mucho...

Entonces se repetía, apretando los puños, apretando los dientes, seré diseñadora, seré diseñadora, debo aprender más y más. Es mi primer fracaso, no será el último. Del fracaso se aprende. ¿Quién fue el imbécil que dijo eso? Tenía razón... Debo continuar aprendiendo. El secreto de las telas, por ejemplo. Encontrar a un fabricante de telas que me contrate... Y cuando alguien lance la palabra «terciopelo», yo podré aportar ciento treinta propuestas distintas y entonces, se fijarán en mí... Me elegirán para trabajar en una gran casa de modas. Si me concentro mucho, mucho, terminará pasando.

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