Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (72 page)

Tenían unos dedos finos y largos, como los de un pianista.

La primera que descubrió estaba enterrando un trozo de comida debajo de un árbol. Se acercó. La ardilla continuó cavando, indiferente. Después, agotada, subió hasta una rama y se tumbó en ella con las cuatro patas estiradas. Gary se echó a reír y le hizo una foto.

Después vería un montón más.

Los sábados y domingos eran los días de fiesta para las ardillas, que se convertían en la atracción del parque. Los niños las perseguían riendo, y retrocedían, aterrorizados, si se acercaban demasiado. Las parejas, tumbadas sobre las extensas praderas, les tiraban migas de pan y ellas pasaban por grupos, recogiendo alimento y cumplidos, con la cola extendida, la mirada vigilante. Partían a dejar su botín en las ramas de los árboles, en la espesura o debajo de un montón de hojas y volvían a pedir más, infatigables.

Los sábados y domingos eran las reinas. Había turistas que les ofrecían dólares para fotografiarlas, cosa que ellas rechazaban marchándose, contrariadas, con saltitos desdeñosos, ¿por quién las tomaban?

Los sábados y domingos, no daban abasto, y acumulaban provisiones para la semana...

Pero el lunes...

El lunes bajaban, apresuradas, de sus árboles y buscaban a sus amigos del fin de semana. Las praderas estaban desiertas, ya no había amigos. Saltaban, lanzaban grititos, sus cabezas giraban como sirenas de ambulancia, esperaban y esperaban y volvían a marcharse con la cola gacha, subían a sus árboles, decepcionadas. Ya no las querían, ya no gustaban. Desde lo alto de su refugio, espiaban las vastas praderas verdes. Ni jugadores de béisbol, ni niños, ni lanzamiento de cacahuetes. El espectáculo había terminado. Su momento había pasado. Así era la vida... Uno se cree eterno y después, te olvidan.

Así que los lunes, al volver de sus buenos ratos sobre el taburete de piano desvencijado, Gary les distribuía pan de molde y anacardos para reconfortarlas. Se decía que ellas también se sentían solas a veces. Ellas también necesitaban amigos... Las ratas de deslumbrante cola y los humanos somos iguales.

Les tendía la mano. Buscaba una que se convirtiese en su amiga. La buscaba entre todas las ardillas grises. Una maliciosa y atrevida que fuese su amiga...

Y pensaba en las ardillas rojas del castillo de Chrichton.

No había vuelto a recibir ninguna llamada de Mrs. Howell y le traía completamente sin cuidado.

Todo aquello le parecía lejano, muy lejano. Como si ese recuerdo afectara a otro hombre. A un hombre de antaño. Ya no tenía nada que ver con aquel hombre. Se dejaba caer sobre la hierba, hacía rodar sobre el césped los últimos cacahuetes que le quedaban...

Llamó a su abuela.

Le dijo todo va bien, Superabuela, sobrevivo en la gran ciudad. Y no me gasto todo tu dinero. No le dijo que no le gustaba demasiado ese dinero, pero lo pensaba. Admitía que esa pensión le había sido muy útil, pero sabía también que un día le devolvería hasta el último penique.

—¡Estarás orgullosa de mí! Trabajo con el piano por las mañanas y amaso pasta todas las tardes...

—¡No tienes papeles! ¡Eres un ilegal! —exclamó Superabuela.

—Ah..., sabes que se necesita permiso para trabajar aquí. Oye, Superabuela, te veo pero que muy informada. ¡Se diría que estás al día!

—¿Sabes?, durante la guerra yo también conocí restricciones. Tenía una tarjeta de racionamiento como todo el mundo... y ponía mucha menos mantequilla en los
cakes
.

—Y por eso tus súbditos te veneran, Superabuela. Tienes un corazón que late debajo del protocolo...

A ella se le escapó una risita contenida, pero se repuso inmediatamente.

—¡Te podrían llevar hasta la frontera y prohibirte la estancia! Y entonces se acabaron la escuela, los proyectos, el futuro...

—Sí, pero hay una puertecita escondida que da al patio... Si llegan ¡puedo huir corriendo!

Ella se aclaró la garganta y añadió qué amable eres llamándome. ¿Has hablado también con tu madre?

Todavía no conseguía hablar con su madre, le enviaba correos. Le contaba su vida cotidiana. Añadía que un día podría volver a hablar con ella de viva voz. Cuando hubiese superado del todo su enfado.

No sabía muy bien por qué estaba enfadado.

Ni siquiera sabía si estaba enfadado con ella.

* * *

Joséphine no soltaba la libreta negra del Jovencito.

Continuaba despegando delicadamente las páginas una por una con el vapor del hervidor y la hoja fina de un cuchillo, cuidando de que la tinta no se borrase por efecto de la humedad. Aislaba cada página con cuidado, la colocaba entre dos papeles secantes y esperaba a que estuviera seca para pasar a la siguiente...

Era un trabajo de arqueólogo.

Cuando por fin conseguía una página legible, la descifraba lentamente. Saboreando cada frase. Contemplaba las tachaduras, las manchas de tinta, intentaba leer las palabras tachadas. Cuando el Jovencito borraba palabras, era difícil descifrar lo que había querido esconder. Contaba las pocas páginas que le quedaban diciéndose que todo terminaría pronto. Que Cary Grant se volvería a Los Ángeles en avión.

Y se quedaría sola, como el Jovencito...

Él también sentía llegar el final. Su tono se hacía melancólico. Todo empezaba a contraerse dentro de él. Contaba los días, contaba las horas, ya no asistía a clase, esperaba, por la mañana, a que Cary Grant saliese del hotel, le seguía, se fijaba en el cuello de su impermeable blanco levantado, sus zapatos brillantes, le servía un bocadillo, un café, se mantenía alejado sin perderlo de vista.

Hubo una segunda velada en el hotel.

Esta vez avisó a Geneviève; le serviría nuevamente de coartada. Diría que habían ido al cine juntos. Ella se enfadó, no me llevas nunca al cine, te prometo que te llevaré cuando él se haya marchado, ¿y cuándo se marcha?

«Yo cerré los ojos para no oír esa pregunta».

Esa frase ocupaba toda una página. Había dibujado debajo el rostro de un hombre con una venda en los ojos. Parecía un condenado.

«Me ha vuelto a invitar a ir a su hotel. Estaba tan sorprendido que le dije:

»—Pero ¿por qué pierde usted tanto tiempo conmigo? Usted es una gran estrella y yo no soy nadie...

»—Pues claro que eres alguien. Eres mi amigo.

»Y posó su mano sobre mi mano.

»Bastó con que me sonriese para que todo mi nerviosismo se transformase en confianza, para que desapareciese mi reserva, para tener el valor de hacerle todas las preguntas que me hago cuando no está.

»Le gustaría conocer a Geneviève. No pude impedir que se me escapara una sonrisa. Me los imaginé uno frente a la otra. Ella, con su aspecto de virgen modosita, su bigotito, su cabello pelirrojo, rizado, reseco como una bala de heno. Y él, tan elegante, ¡tan relajado! Entonces me reí y dije ¡oh, no! Y él respondió ¿y por qué no,
my boy
? Confía en mí. La observaré con atención y te diré si puedes ser feliz con ella... Yo me callé y no dije nada más. Yo quiero ser feliz con él...

»—Soy un experto en matrimonios, ¿sabes? He estado casado tres veces. Pero siempre son las mujeres las que me dejan. A menudo me pregunto por qué... Quizás mis matrimonios fracasan por culpa de lo que le pasó a mi madre... Es muy posible. ¡Quizás sea también que soy terriblemente aburrido! Lo raro es que, cuando estoy casado, sueño con estar soltero, y cuando estoy soltero, sueño con estar casado...

»Se levantó y fue a poner un disco de Cole Porter. Una canción que se llama
Night and Day
y llenó una copa de champaña para cada uno.

»—Hice el papel de Cole Porter en una película. Me parece que estuve fatal, ¡pero me gusta tanto su música!

»Entonces me lancé, le dije que a todo el mundo le parecía extraño que fuéramos amigos. Que en el rodaje se reían de mí y de mi afecto por él. Lo solté a toda velocidad, me sentía incómodo...

»—¿Y qué? ¿Prestas atención a lo que dicen los demás? No debes. ¡Si supieses lo que he oído decir sobre mí!

»Debió de leer mi ignorancia en mi cara porque prosiguió:

»—Escúchame bien... Siempre intenté ser elegante, vestirme bien, he tenido éxito, he amado a mujeres. Mujeres formidables... Y sin embargo sé que mucha gente piensa que me gustan los hombres. ¿Qué quieres que haga?

»Se detuvo, con los brazos abiertos.

»—Creo que es el destino de todos los que tienen éxito. Se dice de todo sobre ellos. Yo me niego a dejarme hundir por ese tipo de cosas. Y me niego también a que gente estúpida dicte cómo debo vivir. ¡Que piensen lo que quieran, que escriban lo que les plazca! Lo que importa de verdad es que yo sepa quién soy... Lo que piensen los demás da completamente igual y tú deberías hacer lo mismo...

»Volvió a poner la canción, canturreó
night and day, you are the one, only you beneath the moon or under the sun
..., dio unos pasitos de baile y se dejó caer sobre el sofá.

»Continuó hablándome. Esa noche estaba elocuente... Parecía feliz.

»¿Quizás sea porque se acerca el final del rodaje y pronto podrá volver a ver a Dyan Cannon? No me gusta esa mujer. Tiene demasiado pelo, demasiados dientes, demasiado maquillaje. La observé detenidamente durante la semana que pasó en París y no me gustó. Además, adopta con él aires de propietaria... ¿Quién se cree que es? ¿Cree que es la única que le quiere? Eso me parece arrogante y pretencioso por su parte.

»Me dijo que nunca había hecho nada para gustar a los demás. Nunca había sentido la necesidad de justificarse, de explicarse. Su heroína es Ingrid Bergman».

En el margen de la libreta, había dibujado la cara de Ingrid Bergman con su pelo corto. No se parecía a ella en absoluto. Y había escrito al lado:

«¡No está mal! Tengo que mejorar. ¿Y si estudiase Bellas Artes en lugar de ir a la Politécnica? ¿Quizás a él le parecería más interesante si me convirtiese en artista?

»—Es una mujer fascinante, obstinada, dulce, que siempre ha tenido el valor para vivir de acuerdo con lo que piensa, y que ha tenido que enfrentarse a una sociedad inhibida, imbécil y muerta de miedo. Yo siempre la he apoyado, contra viento y marea. No soporto la hipocresía...

»No sé qué pasó entre ellos, pero la defendió con uñas y dientes.

»Volví a armarme de valor y le hice una pregunta sobre su madre. Pensé que podía hacerlo, él me había tendido un puente hablándome de ella primero...

»No sabía cómo plantear la pregunta.

»—¿Y su madre cómo era? —dije con torpeza.

»—Era una mamá adorable... ¡y yo era un bebé adorable!

»Se echó a reír. Puso cara de "bebé adorable" haciendo una mueca adorable.

»—Me ponía vestidos de niña, con bonitos cuellos blancos, me hacía unos tirabuzones que alisaba con una plancha, ¡me quemaba las orejas! Me parece que yo era su muñeca... Me enseñó a comportarme educadamente, a hablar bien, a quitarme la gorra si me cruzaba con alguien, a lavarme las manos antes de sentarme a la mesa, a tocar el piano, a decir buenos días, buenas tardes, muchas gracias, cómo está usted...

»Y entonces se detuvo, cambió bruscamente de tono y dijo:

»—Todos tenemos cicatrices,
my boy
, algunas están en el exterior y se ven, otras están en el interior y son invisibles, y ése es mi caso...

»¡Es increíble la historia con su madre! Al escucharle se me saltaban las lágrimas. Me dije que yo no había vivido nada de nada, que era minúsculo comparado con él. Me la contó interrumpiéndose continuamente, levantándose, sirviéndose champaña, poniendo un disco, volviéndose a sentar, sin parar de moverse.

»Así que ahí va, tengo que acordarme de todo porque nunca he oído una historia como ésta...

»Él tenía nueve años cuando pasó, vivía con sus padres en Bristol.

»Su madre, Elsie, había perdido un hijo justo antes de que llegase él. Un chico, muerto al año de nacer. Ella pensaba que había muerto por su culpa. Porque había sido negligente. Entonces, cuando nació el pequeño Archibald Alexander, tuvo tanto miedo de perderle que le protegió como a la niña de sus ojos. Siempre tenía miedo de que le pasase algo. Le adoraba, y él la adoraba. Su padre decía que lo mimaba demasiado, que tenía que soltarle un poco, y se peleaban por culpa suya. Además, siempre andaban mal de dinero y Elsie se quejaba. Su padre trabajaba en una lavandería y ella se quedaba en casa con el pequeño Archie. Elias se marchaba al pub para no oírla...

»Su madre le llevaba al cine a ver buenas películas.

»Mientras su padre iba detrás de otras chicas.

»Y entonces, un día, cuando tenía nueve años, al volver del colegio hacia las cinco, abre la puerta de casa y llama a su madre, como hace cada día. La llama y su madre no responde. Es muy extraño. Siempre está cuando vuelve del colegio. La busca por toda la casa pero no la encuentra. Ha desaparecido. Y sin embargo, cuando se marchó por la mañana no le dijo nada. Ni tampoco la noche anterior. Es cierto que se ha vuelto algo extraña... Se pasa la vida lavándose las manos, cierra la puerta con llave, esconde comida detrás de las cortinas, pregunta pero ¿dónde he metido mis zapatillas de baile? Cuando nunca la había visto bailar. Se pasa las horas delante del infiernillo de carbón, mirando fijamente las brasas, sin moverse. Pero esa mañana, cuando se fue, le dio un beso y le dijo hasta esta tarde...

»Dos de sus primos, que viven con ellos, suben por la escalera. Les pregunta si saben dónde está su madre y sus primos le responden que está muerta. Que ha sufrido un ataque al corazón y la han enterrado enseguida. Y entonces llega su padre y le dice que su madre se ha marchado a descansar al borde del mar. Estaba cansada. Pronto volverá...

»Y él se queda allí, al pie de la escalera. Intentando comprender lo que le han dicho. No puede saber lo que es verdad y lo que no. Sólo sabe que su madre ya no está.

»Y la vida continúa y ya no se habla más de ello.

»—De pronto se hizo un vacío dentro de mí. Un vacío terrible... A partir de ese momento, estuve continuamente triste. Nadie volvió a sacar el tema. Y yo no pedí explicaciones. Así eran las cosas. Se había marchado... Me acostumbré a que ya no estuviese allí. Me sentí responsable y creció dentro de mí un sentimiento de culpa. No sé por qué, pero me sentí culpable. Culpable y abandonado...

»Su padre desapareció también. Se fue a vivir con otra mujer a otra ciudad. Le dejó a cargo de su abuela, que bebía, le pegaba y le ataba a un radiador cuando salía a beber al pub. No volvió al colegio. Vagaba por las calles, sisaba, hacía todo tipo de trastadas. Así fue como, a los catorce años, entró a formar parte de la troupe de acróbatas del señor Pender. Encontró otra familia. Aprendió a dar saltos, a hacer piruetas, contorsiones, muecas, a caminar sobre las manos, a quitarse el sombrero para recoger algunos peniques. Se marchó con la troupe a América, compartió con ellos la tourné, y cuando la troupe volvió a Inglaterra, él se quedó en Nueva York...

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