Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (76 page)

Hacía planes, esbozaba un presupuesto, imaginaba sobres de gastos (vacaciones, coche, alimentación, tasas, impuestos, varios, accidentes, imprevistos, catástrofes), pensaba, preparaba, preveía algunos meses difíciles antes de establecerse finalmente.

Y ascendía los tramos de la escalinata.

Y se frenaba para saborear la emoción.

He esperado cincuenta y dos años, puedo esperar un poco más antes de cumplir mi sueño. Bruno Chaval, señora de Bruno Chaval, tendré que acostumbrarme a firmar mis documentos con mi nuevo nombre. Papá y mamá hubieran estado orgullosos de mí.

Él la esperaba. Alto, magnífico, en la cima de la escalinata. Negligentemente apoyado contra una columna en la que ella vio cierto aire dórico. Él no se movió y ella tuvo que avanzar hasta él. Él bajó su mirada hacia ella y preguntó:

—¿Feliz?

Ella suspiró «sí», enrojeció y le siguió cuando él se despegó de la columna.

Caminaron hasta la basílica. A ella le hubiese gustado que él la cogiese de la mano, pero parecía muy preocupado por la etiqueta y se mantenía a una distancia respetable. No quería comprometerla con un gesto embarazoso.

Se sentaron en los escalones y contemplaron el sol, que culminaba su carrera hacia el horizonte.

—Esta noche se pone a las veintiuna doce —dijo la Trompeta, que había consultado una efeméride.

—Ah... —dijo Chaval, cuidando de que sus codos no se tocaran—. ¿Y cómo sabe usted eso?

—¡Soy una mujer ilustrada! —dijo ella, ruborizándose—. Me apasionan los números... Puedo recitarle las tablas de multiplicar al revés y hacer cualquier operación de memoria, sin lápiz ni papel. Una vez gané un concurso, organizado por Espaguetis Lustucru...

—¿Y qué ganó?

—Un viaje a Port-Navalo. Fui con mis padres. Estaba tan contenta de poder ofrecerles ese viaje gracias a mis conocimientos... Tres días de asueto. ¡Fue formidable! ¿Conoce Port-Navalo y el golfo de Morbihan? Está a ciento veinte kilómetros de Nantes, a ciento treinta de Quimper, a cuatrocientos sesenta de París...

—No. Nunca he puesto un pie allí...

Y odio el grito de las gaviotas y el olor a alga podrida, pensó, haciendo una mueca de asco.

Podríamos ir en nuestra luna de miel, pensó Denise Trompet enrojeciendo. Veríamos la puesta de sol en el golfo mientras los yates vuelven al puerto. Arriarían las velas blancas, los impermeables amarillos sostendrían el timón y las escotillas. Una suave brisa marina juguetearía sobre nuestras nucas temblorosas. Él me estrecharía contra sí con su poderoso brazo y murmuraría ¡no quiero que te evapores! Tendría un aire muy serio, y yo gemiría acurrucándome contra él. No me perderás nunca, mi amor, se prometería a sí misma temblando.

Él esperó a que se hiciese de noche para acercarse un poco.

Le pasó el brazo alrededor del hombro con precaución y ella desfalleció.

Se quedaron inmóviles durante un rato. Ya no quedaba mucha gente en la escalinata. Alguien rasgando una guitarra y parejas de enamorados. Soy como todo el mundo, se dijo Denise Trompet, al fin soy como todo el mundo...

—¿Feliz? —preguntó de nuevo Chaval.

—Si supiera... —dijo Denise con un suspiro de dicha.

—Y mañana, el sol ¿a qué hora se pone?

—A las veintiuna veintitrés.

—Decididamente es usted una mujer realmente ilustrada —dijo rozándole la oreja.

Ella casi se desmayó de placer.

Él la abrazó un poco más fuerte pensando en el cuerpo de la divina Hortense.

—Bruno... —murmuró Denise, armándose de valor.

—¿Sí?

—Soy tan...

—No diga nada, Denise, aprovechemos este momento de paz y de belleza. Recojámonos en silencio...

Ella calló, tratando de imprimir en su corazón los mil matices de su felicidad.

Y entonces, de pronto, él se levantó como impulsado por un resorte. Tanteó sus bolsillos y exclamó:

—¡Dios mío! ¡Las llaves! ¡Ya no las tengo!

—¿Está seguro?

—Esta tarde, en su despacho, las tenía... Recuerdo haberlas notado en el bolsillo mientras hablaba con usted...

Ella se despegó entonces de la atracción de ese torso fabuloso que parecía esculpido por el mismo Bernini y de esos bíceps prominentes que hubiesen podido ser los de un marino acostumbrado a izar velas durante todo el día... La dulzura de su piel la volvía loca y le hacía pensar en una taza de leche cremosa recién salida de la ubre de la vaca y todavía ligeramente humeante...

—¡Debemos ir a buscarlas! No puedo volver tarde y despertar a mi madre... ¡Está tan débil!

—Pero si acabamos de sentarnos y yo pensaba que...

...que la llevaría a cenar a uno de esos restaurantes para turistas que la hacían soñar cuando paseaba con sus padres los domingos por la tarde. Cuando estaban de buen humor, cuando se dibujaba una esperanza en el horizonte de su monótona vida, abandonaban el cementerio del Père-Lachaise y subían hasta Montmartre. Se había imaginado que podría hacer un peregrinaje en secreto. Unir en el mismo pensamiento a Bruno y a sus padres...

—¡Vamos! —ordenó Chaval con voz de emperador romano acostumbrado a hacerse obedecer—. Llévame a tu despacho para recuperar mis llaves, mi melocotoncito.

Era un subterfugio que se le había ocurrido. Alternaba el «tú» y el «usted» y ella perdía la cabeza... Astucia definitiva, que dejaba inconsciente a su «melocotoncito».

Él tendió la mano, la cogió por el cuello del abrigo y con un gesto brusco la atrajo hacia sí. Ella lanzó un grito, después gritó de nuevo cuando él clavó sus dientes en la delicada piel de su cuello. Dulce mordedura. La estrechó aún más fuerte, ávido de tocarla realmente, de acariciar su carne satinada, de seguir las curvas maravillosas de su cuerpo de mujer...

Ella murmuró sí, sí y partieron en busca de un taxi para llegar lo más rápido posible a la avenida Niel.

Él había ideado una estrategia...

Desde que habían llegado los días cálidos, la Trompeta vestía blusas escotadas; él había detectado, en el marchito surco de sus senos, la presencia de una cadena chapada en oro de la que colgaba una llave. Una llave plana, gris, simple, que no pegaba con los eslabones dorados de la cadena. Una tarde, a la hora de cerrar los despachos, mientras él la observaba, ella se había quitado subrepticiamente la cadena y había utilizado la llave para cerrar un cajón.

Pensó que debía de ser una llave importante.

Quería estar seguro.

El olor insulso de la Trompeta y la vista de la puesta de sol le habían puesto nervioso. Tenía que actuar...

Eran más de las diez de la noche cuando entraron en la empresa. No había ninguna luz en la casa que ocupaban René y Ginette. Debían de estar durmiendo. Nadie les molestaría.

Denise marcó el código para desactivar la alarma y Chaval observó la posición de las cifras que marcaba: 1214567. Podría serle útil.

Ella había sacado un manojo de llaves del bolso y abría una tras otra las puertas de la empresa.

—No encienda la luz... Si no creerán que estamos robando...

—¡Pero si no estamos haciendo nada malo! —protestó Denise.

—Lo sé —declaró Chaval—, pero la gente no lo sabe, imagínese que alguien da la alarma, ¡podría perjudicarla! Cualquiera está dispuesto a ver maldad en cualquier cosa, ¿sabe?...

Ella se estremeció y a punto estuvo de renunciar.

Él sintió que se acobardaba y la atrajo hacia sí bruscamente.

—No hacemos ningún mal, mi melocotoncito...

Siguió a Denise hasta su despacho, emocionado ante la idea de perpetrar su mala acción. ¿Cómo actuaría? Se la estaba jugando. Era muy importante que ella no pensase en ningún caso que sólo le interesaba la llave. Le recorrió un escalofrío y sintió el principio de una erección. Estaba llegando al final. En la penumbra apenas la distinguía, y sustituyó el rostro de la Trompeta por el de Hortense. Pensó en las piernas largas de Hortense, en sus tacones golpeando la acera, en la caverna ardiente que le trituraba el sexo. Lanzó un gritito y estrechó a la Trompeta contra sí. Le tiró brutalmente del cabello hacia atrás, buscó su boca.

—¡Aquí no! ¡Ahora no! —protestó ella girando la cabeza.

—¿Me rechaza? ¿A mí, que tiemblo por usted desde hace tanto tiempo?

—Aquí no —repitió intentando liberarse.

—Me perteneces, Denise, tú no lo sabes, pero me perteneces...

Deslizó un dedo entre sus senos blandos y su índice tocó la llavecita que reposaba en el surco.

Toqueteó la llave, simulando extrañeza.

—¿Y esto qué es? ¿Un talismán hostil para alejarme de ti? ¿Una forma sutil de decirme que no me aventure más lejos? ¿Que mi deseo te hiere y te ofende? ¿Por qué no decírmelo enseguida, pues? ¿Por qué jugar con mis sentimientos? ¡Ay! ¡Eres como todas las mujeres! Fría y calculadora... ¡Me has utilizado!

Ella enrojeció y protestó diciendo que no era nada de eso.

—Sí, sí —insistió él—, veo claramente que rechazas mis caricias... ¡Es esta llave, traidora! La que me trae la desgracia...

Paseó su cálido aliento sobre el pecho de Denise, recorrió su nuca, sus orejas, resoplando, tratando de recordar las ideas de Henriette.

La Trompeta languidecía entre sus brazos; él la soltó bruscamente, como aturdido por la traición. Ella se dejó caer, con los brazos inertes, sobre una silla, y gimió.

—Te dejo, mi melocotoncito, creí que había algo entre nosotros y me rechazas.

—Pero yo...

—Esa llave que llevas es el símbolo de tu rechazo... Te acobardas, no hablas, ¡pero esa llave habla por ti! ¿Quién te la ha dado? ¿Quién?

—¡Es la llave del cajón donde guardo los papeles y los informes importantes! —exclamó Denise—. ¡Nada más! ¡Se lo prometo!

—¿La llave de un cajón secreto que guarda tu virtud?

—¡Oh, no! No la mía —suspiró la Trompeta—. Yo no necesito llave, lo sabe usted muy bien...

Dudaba en tutearlo. No se tutea a un sueño.

—¿Y por qué esa llave se interpone en el camino de mis sueños?

—No lo sé, no lo sé —protestó la Trompeta, enloquecida.

—Pero tú sabes que eso me ofende...

—Pues no debería. La llevo ahí para no perderla. Es la llave de mi cajón... De nada más. ¡Se lo juro!

Unió el gesto a la palabra y le mostró a Chaval que la llave abría ese cajón, nada más.

—¿Ese cajón donde guardas tus pequeños secretos, las cosas que me ocultas? Los nombres de tus amantes, por ejemplo, y sus números de teléfono...

—¡Oh, no! —enrojeció la Trompeta—. No tengo amante...

—¿Quién me lo asegura?

—Se lo prometo...

—Y entonces ¿por qué esa llave? ¿Es el regalo de un antiguo amor? De un hombre que te codició, te deseó y quizás incluso te abrió y te poseyó fogosamente...

Ella le miró, desamparada, sin saber qué más decir.

—Pero si... yo no he tenido ningún amante. Es usted el primero...

—¡Imposible! ¡No te creo! ¡Me estás ocultando algo! Esa llave me incomoda desde que puse los ojos en ti. Se yergue entre tú y yo y me impide devorarte. ¡Dámela!

Había lanzado la orden con un tono brutal.

—¡No! ¡No puedo!

—Entonces... ¡adiós! ¡No volverás a verme!

Se dio la vuelta y se dirigió lentamente hacia la puerta.

—No puedo, no puedo —repetía Denise Trompet, dividida entre el deber y el amor. La fidelidad a un hombre que la había apreciado siempre, Marcel Grobz, y las ganas de pertenecer a otro que la torturaba con la ceguera de sus celos.

Como en las novelas.

Estaba viviendo una de sus novelas...

Entonces la cólera le cegó. Se dejó llevar contra la obstinación y la dureza que ella le oponía y se incorporó, le sujetó el cuello de la blusa con las dos manos y, con un solo gesto, la desgarró de arriba abajo con un chirrido que atravesó el silencio de la habitación.

—¡Ya está! Así, si le preguntan, ¡podrá decir que no me permitió usted nada!

Ella jadeaba. Su pecho se elevaba a un ritmo acelerado, entrecortado. De nuevo la estrechó contra él. La sensación de su piel contra la suya era increíblemente familiar y sin embargo diabólicamente excitante, como si hubiese pasado todo el día contemplándola, pataleando de impaciencia, esperando a que el día llegara a su fin...

¡Demasiado tarde!

Se ahogó en la brutalidad de su abrazo, se maravilló con el contacto brutal de su piel. La besó. Su boca dejó una lluvia de besos a lo largo de su clavícula... Dejó escapar de nuevo una especie de suspiro desesperado sobre el valle de sus senos. Ella le tendió la llave tan deseada con un suspiro. Ella sabía perfectamente que estaba cometiendo una estupidez, pero también sabía que a partir de ahora no podría negarle nada.

—Tome esa llave, es suya... —dijo Denise, vencida.

—No, ya no la quiero...

—Tómela y compruebe usted mismo que no le he mentido...

—¿Harías eso en nombre de nuestro amor? —dijo Chaval posando en ella una mirada intensa.

—Sí —dijo valerosamente la Trompeta—. Se la doy. Como prueba de mi amor por usted...

Le tendió la llave y Chaval se la guardó en el bolsillo.

Su boca subió por el mentón hasta la comisura de los temblorosos labios. Dudó, retrocedió un poco.

—Como me ha hecho usted esperar, será castigada... No la besaré esta noche y no le devolveré la llave hasta mañana por la mañana... La interrogaré toda la noche y me desvelará sus secretos.

Percibió en su caja torácica las enloquecidas palpitaciones de su corazón preso de la duda. ¿Qué quería decir? ¿Le había ofendido sin saberlo?

Él se permitió un último gesto de ternura, deslizó los dedos por sus cabellos, murmuró apoyando sus labios sobre la nuca
:

—Sus cabellos del color de la noche, suaves y sedosos, frescos como la rosa de la mañana... Los volveré a acariciar cuando la haya perdonado...

El contacto de su mano con su pelo le procuró un absurdo consuelo. Sus dedos se movían suavemente, le rozaron la sien, después se deslizaron sobre su oreja y su barbilla en una caricia indiferente. Posó el pulgar sobre la comisura de su boca, pasó sobre el labio inferior, presionó ligeramente...

Ella se contentó con cerrar los ojos y volver la cabeza.

Mañana volvería. Mañana le habría perdonado...

Mañana, en cuanto amanezca, se dijo Chaval, haré una copia de la llave. Se la daré a la señora Grobz indicándole el código de la alarma y el cajón que hay que registrar. Que después se las arregle ella. Que busque un pretexto para venir a rondar la empresa... Yo habré cumplido mi misión. Y me llevaré mi porcentaje.

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