Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (77 page)

Era casi medianoche cuando salieron sigilosamente de la empresa.

Chaval acompañó a Denise Trompet hasta el metro y simuló la frialdad del hombre ofendido.

—Castigada, estás castigada —murmuró rozándole los cabellos con su cálido aliento y dejando que se le abriera la camisa sobre el torso moreno y poderoso—. No la veré hasta mañana... ¡Y eso si se porta usted bien! Vaya deprisa a coger el metro. ¡Obedézcame, ése es mi deseo!

Ella le miró con devoción, juntó las manos, murmuró «hasta mañana» y corrió con la ligereza de una chiquilla a coger el último metro que la llevaría hasta la calle Pali-Kao.

Él la vio bajar las escaleras, dócil, feliz de haber sido sometida, y un extraño pensamiento pasó por su cabeza. Había sido tan fácil engañar a la Trompeta... Hacerle perder la cabeza. Ella había olvidado completamente el pretexto de las llaves perdidas. Debería inventarse algo. Sería fácil. La credulidad de esta chica despertaba en él un deseo brutal de jugar con ella, de manipularla. ¿Por qué detenerse allí? Esa mujer podría serle útil. No sabía todavía para qué. Podría hacerla trabajar para él. Ganaría todas las partidas... Si bastaba con susurrarle al oído y llamarla «mi melocotoncito» para que perdiese la cabeza, sería de tontos no aprovecharse de ello...

Volvió a notar el sexo endurecido en el pantalón.

Y esta vez, Hortense Cortès no tenía nada que ver.

* * *

Hortense, encerrada en su habitación, reflexionaba.

Gary se había ido a Nueva York sin avisar, eso no era normal, no era nada normal. Había algo que no encajaba. Así que pondría en marcha el plan Pensamiento Profundo. Distanciarse del problema y observarlo como a un viejo puf reventado.

Se sentó en posición de loto sobre la cama, se concentró en la azalea escarlata que se marchitaba sobre el borde de la ventana, único recuerdo de sus escaparates, y respiró. Nadi Shodana. Una respiración que le había enseñado un profesor de Saint-Martins para aprender a concentrarse en su trabajo. Nadi Shodana la llenaba de una energía límpida, de una hermosa lucidez, respiraba y se hacía la luz.

Además de la respiración, había puesto a punto una estrategia para reflexionar.

Partía siempre del mismo principio: soy Hortense Cortès, única en el mundo, deslumbrante, inteligente, valiente, brillante, excitante, pasmosa, fenomenal. Establecido ese principio, se planteaba la cuestión de la forma más clara posible.

Ese día, el tema de reflexión era: ¿por qué Gary Ward no avisó a Hortense Cortès de que se marchaba a Nueva York?

¿Cuál era la pieza que no encajaba?

Estableció varias hipótesis:

1) Sorprender a Shirley y a Oliver en la misma cama le había conmocionado... Volvía de Escocia. Debió de irle mal por allí porque si no se lo hubiese contado a ella, Hortense. No habría podido contener la alegría en el interior del pecho, le habría desbordado por todas partes. Habría dicho
guess what
?
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Tengo un padre. Es alto, guapo, está loco de alegría de haberme encontrado, hemos bebido cerveza juntos y me ha regalado un kilt con los colores de su familia. Se habría levantado, se habría enfundado el kilt familiar y bailado la danza de la felicidad sobre esa alfombra horrible con el gran sol amarillo y la constelación de estrellas. No se había puesto el kilt, no había bailado ninguna danza, así que no tenía nada que contar, ni extraordinario, ni nada de nada.

Hortense espiró profundamente, bloqueando la ventanilla derecha de la nariz. ¡Su padre! ¿Qué necesitad tenía de verlo? Los padres sólo sirven para retrasarte, entorpecerte, llenarte de dudas, de culpabilidad, de cosas que apestan.

Inspiró de nuevo, orificio izquierdo.

Él corre hasta casa de su madre y encuentra a Oliver completamente desnudo, y a Shirley desnuda a su lado. O encima de él. O los dos entremezclados en un nudo lúbrico. ¡Como si le cayera una viga encima! Las madres no follan. Las madres no tienen pechos, ni sexo, ni menos aún amantes. Y lo que está claro es que no tienen por amante a su querido profesor de piano.

Da un portazo y se va. Corre como un loco, está a punto de que le atropellen, esquiva un autobús, llega a su casa sin aliento, se moja la nuca en el agua fría de la pila, se levanta y grita ¡Nueva York, Nueva York!

Pero de ahí a atravesar el Atlántico sin avisarla...

Faltaba un engranaje.

Cambió de orificio, inspiró haciendo un ruidito ronco de glotis, sintió cómo la respiración le cubría los omoplatos y pasó a la segunda hipótesis.

2) Gary encuentra a Shirley y a Oliver en la cama. Recibe una viga sobre la cabeza, titubea, sangra, intenta ponerse en contacto conmigo, no respondo, deja un mensaje, espera a que vaya a vendarle la cabeza, a que corra al aeropuerto para marcharme con él. Yo no contesto. Despechado, me odia de nuevo y se marcha a Nueva York, cubierto de soledad. A Gary le gusta ofenderse. Le gusta sufrir en silencio para mostrar después las marcas de los clavos en las palmas de las manos. Desde entonces, me ignora. Espera a que le llame.

Lo que no encaja es Orange. Mi servicio de mensajes está estropeado. Eso explicaría que no tenga muchos mensajes.

Larga espiración. Cambio de orificio. Inspiración refrenada.

3) O bien...

Entonces... extrapolo, divago, vaticino, acuso, me vuelvo paranoica. Y señalo con el dedo al ayatolá.

Para «domarme», o porque está celoso, escucha mi contestador y borra los mensajes, uno por uno. Gary me avisa de que se marcha a Nueva York y me propone acompañarle... ¿Y por qué no? Esa locura no sería extraña en él. Esa locura romántica...

Peter oye Hortense querida, he comprado un billete para volar por los aires, ven pronto, las nubes vistas desde el avión son suaves y blancas, te quiero, mueve el culo. El ayatolá babea de celos y borra el mensaje, todos los mensajes, no dejándome más que los insignificantes como un frugal cebo, para adormecer mi desconfianza.

Larga expiración. Cambio de orificio. Larga inspiración de aire que irriga de nuevo la espalda, sube a la cabeza, abre mil ventanas sobre el universo y la previene de los vientos fétidos que soplan. El Nadi Shodana es un poderoso faro que alumbra las zonas de sombra, aleja las miasmas y a los enemigos de larga barba negra.

La pieza que no encaja se llama Peter y lleva gafitas redondas.

Había una o dos cosas que no le había contado a su madre respecto a Peter, para no preocuparla.

Primero: le había sorprendido, una noche, con la nariz frente a una raya de coca. Eran casi las doce, debía de pensar que todo el mundo dormía. Estaba inclinado sobre la mesita del salón y se empolvaba la nariz alegremente. Ella había subido las escaleras de puntillas, se había tumbado en su gran cama y se había dicho ¡vaya, vaya! El ayatolá se desmelena... Había guardado cuidadosamente esa información en un rincón de su cabeza. Un día podría servirse de ella.

Segundo: durante la velada con Peter, cuando él le había ordenado quedarse como una buena chica a su lado, ella, por supuesto, se había marchado y, al final de la noche, en el móvil, había encontrado tres mensajes de texto que decían ¿Dónde estás? Como te encuentre, te voy a joder...

Estoy siendo acosada por un ayatolá cocainómano.

Relajamiento de todo el cuerpo con una larga y poderosa espiración, aliento de vida que limpia, una nueva inspiración por el orificio derecho...

Resoluciones.

A partir de ahora, vigilaría el móvil. No lo dejaría en cualquier parte, en el salón, en el quicio de la ventana, en la cocina, sobre la mesa delante de la tele, sobre la estantería del cuarto de baño...

A partir de ahora, lo llevaría siempre en la mano.

Y sobre todo, sobre todo, abandonaría esta casa. Una pena. Le gustaba el barrio, su pequeña habitación en el ático, el cielo a través del tragaluz, la rama del plátano golpeando contra el cristal, el restaurante francés en la esquina de la calle, la camarera que le guardaba siempre un poco de guiso; le gustaba la parada de autobús en equilibrio sobre tres escalones, el laberinto de callejuelas, de tiendas de punto y la cajera del Tesco que cerraba los ojos cuando ella tecleaba patatas para todo...

Se marcharía.

Fin del Nadi Shodana.

Empezaría enseguida a mirar los anuncios por palabras en gumtree.com.

Y, se dijo, en esa frase, es el «enseguida» lo que cuenta.

Se puso unas sandalias de satén rosa compradas en el mercadillo de Brick Lane. Si se vestía de princesa, encontraría un palacio.

Se dijo también que era urgente encontrar unas prácticas para el verano.

Pataplum, las encontraría.

Ella era Hortense Cortès, única en el mundo, deslumbrante, inteligente, valiente, brillante, excitante, pasmosa, fenomenal.

—¿Y ya no tienes noticias suyas?

Hortense y Shirley se habían citado en la orilla de Southbank para comer un bol de pasta china en Wagamama. Hacía buen tiempo, se habían instalado en la terraza y balanceaban sus piernas al sol.

—Sólo correos... No quiere hablar conmigo. Todavía no. Sólo correos...

—¿Y qué cuenta?

—Que la vida es bella, que tiene un apartamento en un edificio de ladrillo rojo y ventanas verdes, en la calle 74 Oeste...

—¿Tienes su dirección exacta?

—No. ¿Por qué?

—Por saberlo...

—Está entre Amsterdam y Columbus...

—¿Un buen barrio?

—Muy bueno. Hay dos árboles bajo su ventana.

Un tipo en monopatín pasó ante ellas, se detuvo en seco, les miró comer su bol de pasta y soltó
eat the bankers
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antes de volver a marcharse, furioso.

—¿Y qué más?

—Un amigo que se llama Jérôme en Brooks Brothers, una amiga que parece un tirabuzón que le vende napolitanas de chocolate y otra que tiene el pelo verde y azul...

—¿Se acuesta con ella?

—No lo dice.

Shirley hablaba con voz cansina removiendo su pasta al curry. Recitaba los correos de su hijo palabra por palabra. Hortense se preguntó cuántas veces los había leído y si se los había aprendido de memoria.

—Le encanta Nueva York, es primavera, los copos de polen caen sobre el parque, parece nieve, la gente tiene los ojos enrojecidos, estornuda, llora, hay pájaros que cantan sí-sí-sí y él les responde no-no-no porque él no estornuda, no llora, camina con paso firme. Tiene muchas amigas ardillas, están tristes los lunes porque nadie se ocupa de ellas.

—¿Las ardillas de Central Park están tristes los lunes? —dijo Hortense, asombrada.

Shirley asintió con la cabeza, la mirada en el vacío.

—¿Eso es todo? —continuó Hortense.

—Toca el piano en una trastienda, trabaja por las tardes en una panadería, se gana la vida. En una palabra, es feliz... —dijo con voz siniestra.

Hortense pensó en una frase de Balzac que le repetía su madre para hacerles reír: «Ah, dijo el conde, que se alegraba de ver triste a su mujer». Shirley parecía triste de saber que su hijo estaba contento.

—¿Habla de mí? ¿Pregunta por mí?

—No.

—Debe de acostarse con el flequillo verde y azul. No importa, es porque yo estoy lejos.

Era una regla no formulada. No se decían nunca cuándo se volverían a ver, ni siquiera si se volverían a ver. No se confesaban nunca que se querían el uno al otro. Que tenían ganas de cogerse la cabeza y besarse en la boca hasta hacerse daño. Por orgullo. Eran testarudos. Se decían adiós cada vez con aire desenvuelto, un aire de no me importa si no te veo mañana. Pero lo sabían. Lo sabían...

Así que la chica del flequillo verde y azul no tenía importancia. Le daba igual.

Un hombrecillo canijo pasó delante de ellas. Llevaba a su espalda un cartel publicitario de una crema contra las hemorroides. Hortense dio un codazo a Shirley, pero Shirley no sonrió. Parecía sumergida en una pena inmensa. Una pena que la rodeaba de muros grises, que le impedía ver un hombrecillo aplastado bajo un anuncio para culos ardientes. Hortense tenía unas ganas tremendas de marcharse. Las cintas de las sandalias de satén rosa le apretaban los tobillos, no tenía que habérselas dejado puestas para patearse las calles. Balanceó las piernas para aliviar los tobillos.

—Mamá me contó lo de Gary. Cuando os encontró, a Oliver y a ti...

—Oliver fue el último episodio. Gary se había apartado de mí hace mucho tiempo... Se aleja y yo no lo soporto.

—Eso está claro, tienes un aspecto horrible.

—Estoy como Ariadna en el laberinto. He perdido el hilo...

—Así que el hilo era Gary, ¿no?

—Pues sí...

Shirley suspiró, aspiró un fideo largo, amarillo.

—Es peligroso tener un solo hilo en la vida —dijo Hortense—. Cuando lo pierdes, vagas por el laberinto...

—Eso es exactamente, vago por el laberinto... ¿Cómo terminó Ariadna?

—«Moriste en el linde de donde fuiste abandonada...» si lo recuerdo bien.

—Es lo que me va a pasar a mí...

Hortense no había visto nunca a Shirley en ese estado. Tenía ojeras marrones, la tez cenicienta, el pelo pegado en greñas sucias y grasientas.

—Soy viuda, Hortense, viuda de mi hijo...

—¡Menuda idea también, la de casarte con tu hijo!

—Nos llevábamos tan bien...

—Quizás, pero no es normal... Sería mejor que siguieses retozando con Oliver. Te sentaría bien. ¿Sabes?, no es un crimen tener una vida sexual al margen de tu hijo.

—¡Ay! Oliver...

Shirley aspiró un segundo fideo amarillo encogiéndose de hombros.

—Oliver es otro problema...

—¡Tú ves problemas por todas partes, Shirley! Según Gary, ese hombre parece un buen tipo.

—Lo sé... Pero...

Volvió a suspirar. Aspiró un tercer fideo amarillo. Hortense tuvo ganas de agarrarla por los hombros y sacudirla.

—¿Pretendes comértelos uno por uno, los fideos?

—Me gustaría saber mi secreto...

—¿Por qué no funcionas bien?

Shirley no respondió.

—Me gustaría saber mi secreto... —repitió, obstinada.

—Deberías hacer algo con tu pelo, está de un triste...

—Y no sólo mi pelo...

—¡Reacciona, Shirley! ¡Esto no puede ser, eres deprimente!

—Ya no tengo ganas, no tengo ganas de nada...

—¡Pues tírate al Támesis!

—Lo he pensado...

—Bueno, te dejo. ¡Adiós! No me gusta la gente deprimida. Además, parece ser que es contagioso...

Tuvo la impresión de que Shirley apenas la escuchaba. Parecía perdida en su laberinto, con su bol de fideos en la mano.

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