Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (81 page)

—¡Qué cabrones! ¡Qué cabrones! —repetía Shirley llevándose las manos a la cabeza—. ¡Esos tíos son unos criminales! ¡Atrapan a sus víctimas desde la cuna! Y después nos extraña que el número de obesos no deje de aumentar. ¡Deberíamos obligarles a tragarse su mierda! ¡Estoy segura de que a sus hijos no les hacen comer esos potitos!

Tenía que calmarse.

Tenía que impedir que su cólera la destruyese.

La cólera destruye. Ataca a la persona contra la que va dirigida, pero ataca también a quien la lleva dentro. Ella lo sabía. Lo había comprobado a menudo.

Quería aprender a dominarse. A distraer la cólera, a desviarla hacia una ocupación que la calmara.

Había pensado en el rizador... Lo había encontrado esa misma mañana mientras ordenaba las estanterías del cuarto de baño. Sin estrenar, en su envoltorio navideño. Y la nota de Joséphine: «Para mi guapa amiga de pelo corto y a veces rizado».

Bajo a comprar un adaptador, me concentro en mis mechas y relativizo.

El hombre de la camiseta con la cabeza de lobo había terminado de abatirla. Temblaba de rabia, tenía ganas de llorar, perdía el equilibrio. Ya no encontraba su lugar en el mundo.

Entró en un Starbucks, pidió un Venti Caffè Moccha, con leche entera y crema batida: 450 calorías, 13 gramos de grasa perjudicial, en el octavo puesto del palmarés de comida basura 2009 publicado por el muy digno Center for Science in the Public Interest. Ya puestos a destruirnos ¡no nos privemos de nada!, pensó viendo llegar el café con la leche asesina.

—¿Puede darme una pajita o eso hay que pedirlo aparte? —le gritó a la chica de la caja.

Pero ¿qué me pasa? Lo mezclo todo, lo mezclo todo, se conminó, arrepentida por haber herido a la pobre chica que debía de ganar apenas para pagar el alquiler. Tiene veinte años y parece cansada para el resto de su vida.

—Discúlpeme —murmuró cuando la camarera le entregó la pajita—. Usted no tiene la culpa. Estoy enfadada...

—No importa —dijo la chica—, yo también estoy enfadada.

—... y lo paga usted.

—No es ni la primera ni la última —había respondido la chica, desengañada—. Si es usted de las que piensan que la vida es bella ¡tendrá que darme la receta!

Pues sí, se dijo Shirley yendo a sentarse a una mesa, antes la vida me parecía más bien bella... Pero desde hace algún tiempo, la he pintado de negro, la vida me abrasa como la sal sobre una herida abierta... Me descarna, me pica, me despelleja, me desincrusta.

¿Por qué razón lloramos cuando derramamos lágrimas por cualquier tontería? Por lo que nos acaba de suceder o por una vieja herida que se reabre y supura.

A ella le supuraba todo el cuerpo. Desde que había recibido la carta de su tía Eleonore.

Fue hace dos días...

Una mañana...

Acababa de pelearse con Oliver. Él le había traído el desayuno a la cama y se había disculpado, las tostadas estaban demasiado hechas. Ella había rechazado la bandeja.

—Deja de disculparte, deja de ser bueno...

—No soy bueno, soy atento...

—Entonces deja de ser atento. No lo soporto más...

—Shirley...

—¡Para! —había gritado con lágrimas en los ojos.

—¿Por qué gritas? ¿Qué te he hecho?

Él extendió los brazos hacia ella, ella le rechazó, él meneó la cabeza con gesto de desolación.

—¡Y deja de poner cara de pobre hombre!

—No lo entiendo...

—¡No entiendes nada! Eres... Eres...

Ella balbuceó, agitó las manos para atrapar las palabras, no las encontró, y se puso aún más furiosa.

—¿Estás cansada? ¿Tienes algún problema?

—No. Estoy muy bien, ¡es sólo que ya no te soporto!

—Pero ayer...

—¡Vete! ¡Vete!

Él se levantó, se puso la chaqueta y abrió la puerta.

De un salto, ella se lanzó sobre él y se agarró a sus hombros.

—¡No te vayas! ¡No me dejes sola! ¡Ay, no me dejes sola! ¡Todo el mundo me deja, estoy sola!

Él la cogió por los hombros, la empujó contra la pared y le preguntó con dureza:

—¿Sabes contra quién estás enfadada?

Ella volvió la cabeza.

—No lo sabes, lo pagas conmigo, pero yo no tengo la culpa... Así que ve a descubrir al verdadero culpable y deja de agredirme...

Le vio marcharse. No se dio la vuelta. Atravesó la puerta sin una última mirada, sin un último gesto que pudiera darle una pista de la gravedad de su marcha. Y pensó le voy a perder, le voy a perder... Se dejó caer sobre la cama sollozando, ya no entendía nada.

Fue esa mañana cuando recibió la carta de su tía Eleonore.

Decía ayer ordené papeles viejos, llevaba varios meses prometiéndome que lo haría, y encontré esto. No sé qué harás con ello, pero es para ti.

Dos fotos en blanco y negro y un sobre azul.

En la primera foto se veía a su padre con unos pantalones por encima de la rodilla, durante una excursión con amigos a la orilla de un lago. Había dejado la mochila sobre la hierba, estaba apoyado en ella y mordía con ganas un bocadillo. Tenía la mejilla izquierda hinchada por el bocado y se reía al mismo tiempo. Gran nariz, gran boca, gran carcajada. Un mechón de pelo largo que le caía sobre los ojos, piernas largas y musculosas, gruesas botas de marcha. Un pañuelo alrededor del cuello. Ella miró la fecha de la foto; él tenía diecisiete años. En la segunda foto estaban ella y él, en un parque de Londres. Se veía a lo lejos gente sentada en los bancos leyendo o descansando. Ella debía de tener unos seis años y levantaba los ojos hacia el hombre, que le mostraba un árbol. Ella, pequeñita, con dos trenzas rubias, él alto e inmenso, vestido de tweed. Vivían en palacio, en el apartamento reservado al gran chambelán. Él la llevaba a Hyde Park para enseñarle el nombre de los árboles, de los olores, de las flores; observaban a las ardillas. Un día, habían visto a dos boxers persiguiendo a una ardilla, acorralarla contra una verja y mientras uno le cortaba el paso, el otro la degollaba.

Shirley había contemplado fascinada la violencia de la escena. Había sentido un largo escalofrío que le recorrió las piernas, giró en su vientre y estalló en una bola de fuego. Había cerrado los ojos para que el placer durara más. Su padre le tiraba de la mano prohibiéndole mirar. La gente se indignó e insultó al propietario. Éste se encogió de hombros y llamó a sus perros, que estaban despedazando a la ardilla sin oírle.

Cada vez que su padre la llevaba al parque, ella vigilaba a los perros que vagabundeaban, esperando una nueva escaramuza.

Y también había una carta azul en un sobre delgado de color cielo.

Dirigida a Shirley Ward en casa de Mrs. Howell, Edimburgo.

Había reconocido la letra de su padre. Fina, redonda, casi femenina.

Se había quedado inmóvil durante un instante antes de abrir el sobre. Presentía que tenía un secreto entre las manos. La resolución de su secreto. Había cogido el sobre, había ido a hacerse otra taza de té y, mientras calentaba la tetera, había cerrado los ojos y convocado al fantasma de su padre. Su áspera chaqueta de paño grueso en la que hundía su mejilla cuando la estrechaba entre sus brazos, el olor de su jabón, del agua de colonia Yardley que utilizaba por la mañana después de afeitarse. Ella apoyaba la cabeza en su hombro. Se imaginaba mil peligros. Hombres que la amenazaban, la secuestraban, la amordazaban, la maltrataban y la arrastraban por el polvo. Fingía que lloraba, él la estrechaba más fuerte, ella cerraba los ojos.

Bebió un sorbo de té ardiente y desdobló la carta. La había escrito justo después de que ella se fuera a Escocia.

«Mi querida niña:

»No te he enviado a Edimburgo para castigarte. No tengo derecho a castigarte. Te he hecho vivir una vida extraña desde que naciste. Una vida de la que soy el único responsable. Comprendo tu rabia, pero no puedo permitir que pongas en peligro a alguien que te quiere con tanta ternura...».

Hablaba de su madre, a la que no osaba mencionar. Incluso cuando escribía, la sombra de su madre le intimidaba. Ella se había tragado un primer sollozo.

«Hemos llevado una vida extraña, tú y yo».

Había tachado esa frase. Debió de pensar que se repetía.

«Tú eras una niña formidable y te has convertido en una jovencita estupenda. Estoy orgulloso de ti...».

Después había un gran espacio en blanco. Había dejado espacio para unas líneas. Como si esperase llenarlo más tarde. Había seguido más abajo.

«Me gustaría decirte tantas cosas, pero no sé...

»¿Cómo puedo explicarte algo que ni yo mismo comprendo?».

Había otro espacio.

Y después estas sencillas palabras...

«Recuerda simplemente que has sido, que eres y que serás siempre mi niña querida, la que llevaba en brazos cuando volvíamos del campo los domingos por la tarde... Me gustaban tanto esos momentos...».

Y el recuerdo rodó como una avalancha...

Ella era pequeña, volvían del campo, de una de las residencias de la reina; estaba tumbada en el asiento trasero del coche, tapada con una manta. Miraba la luna en el cielo negro que le hacía un guiño a través de las nubes. Cuando llegaban a palacio, ella levantaba los ojos hacia el enorme y severo edificio, hacia la lucecita roja que brillaba en sus aposentos, al final, a la izquierda. Él abría la puerta, se inclinaba sobre ella. Ella respiraba su olor a tweed gastado y a lavanda. Él apoyaba una mano sobre ella para verificar si dormía. Ella simulaba dormir para que la cogiera en sus brazos y la llevara hasta su cama. Hasta la lucecita roja de su apartamento.

Y emprendía lentamente el ascenso de las escaleras...

Ella se dejaba llevar con los ojos semicerrados. Se preguntaba si él, a veces, no se daba cuenta de que cerraba los ojos demasiado fuerte como para que fuese verdad.

Dos brazos expertos en levantar un cuerpo dormido, en sujetar al mismo tiempo la cadera y la nuca, poniendo mucha atención para que la manta no cayera y ella conservara en el cuerpo el calor del coche, vigilando que sus pies, colgando, no se golpearan contra el marco de una puerta. Ella cerraba los ojos, notaba el aire más frío, los pasos sordos y pesados de su padre; se imaginaba cada escalón que subían, cada esquina de pasillo que atravesaban, y cada paso la acunaba con una leve sacudida, con la certeza de que estaba en brazos de un gigante. Ella se repetía su historia preferida, de la que nunca se cansaba, un bosque, gritos, disparos, malvados, y su padre avanzando decidido, audaz, estrechándola contra sí.

Prolongaba aquel falso sueño, se quejaba cuando él la dejaba sobre su cama, balbuceaba palabras de niña para hacerle creer que dormía de verdad. Él le secaba la frente, decía ahora duerme, con una voz grave, imperiosa. Ella temblaba y se dejaba desnudar, manipular como una muñeca de trapo, una marioneta invadida por el placer...

¡Dios! ¡Cuánto le quería en esos momentos! Él ya no era el hombre humilde que se esfumaba detrás de la reina, que inclinaba la nuca, que se retiraba caminando hacia atrás para no darle la espalda a Su Alteza.

Ella le había devuelto su omnipotencia.

Durante el tiempo de ese largo y pesado caminar a través de los pasillos de palacio, ella se convertía en una niña frágil sobre la que él reinaba. Leía, a través de sus ojos entornados, la sonrisa de orgullo en sus labios, la sonrisa que decía duerme, hija, duerme, yo velo por ti, ¡yo te protejo! Y ambos se unían en ese ardor común. Ella, pensando que era el hombre más fuerte del mundo, él, considerándola una princesa que debía cuidar. Ella tomaba la bravura que irradiaba su frente para hacerse con ella un adorno de mujer; él se convertía en su campeón.

Detestaba cuando él se inclinaba. Cuando no era más que una sombra por los pasillos de palacio...

Detestaba al padre que caminaba detrás de la reina, al padre que no era un hombre ya que aceptaba no ser más que un súbdito.

Releyó la carta que él nunca había enviado.

Sin aliento, la nariz roja, las mejillas ardientes. Y fue como si su corazón se rasgara.

Recordó...

Tenía ganas de gritarle a su padre, ¡yérguete, sé un hombre! ¡No un siervo!

Pero no decía nada.

Ella se dedicaba a la guerrilla en los pasillos rojos de Buckingham Palace.

Irguiéndose, él me habría legitimado...

Así que ése era mi secreto...

¿Cómo he podido ignorarlo durante tanto tiempo?

No había pensado en ello. Pensar duele demasiado. Siempre contaba la misma historia de su madre, que la amaba pero no podía demostrarlo. Fingía sentirse a gusto con ello.

Pero yo me moría de ganas de que me lo demostrara, de que se lo demostrase a él. Entonces me vengaba, le vengaba, salía de la sombra con estrépito. Sólo podía amar así... ¿La ternura, la dulzura, las miradas que acarician? Las rechazaba. Eso eran cosas de vasallos...

Lloraba, no podía parar, lloraba sobre la niña que se dejaba quitar las botas, secar los pies, poner calcetines cálidos, extender las piernas hacia el fuego que él había encendido para calentarla. Lo habría dado todo para que diese una patada a los troncos de la chimenea, la cogiese de la mano, atravesase los largos pasillos de palacio, derribara la puerta, se plantase en la habitación de su bien amada, la madre de su hija, y dijese tiene hambre, tiene frío, ocúpate de ella... También es tu hija.

No lo hacía.

Se arrodillaba, se inclinaba, le secaba los pies, los besaba, los acercaba al fuego. Apoyaba una mano sobre sus piernas...

Su mano, de la que ella amaba cada centímetro, cada dureza, cada uña demasiado corta, su mano que le alisaba el pelo, le pellizcaba las orejas, pasaba y repasaba por su frente para saber si tenía fiebre.

Ella había terminado detestando la ternura y la bondad, había terminado asimilándolas a la cobardía, precipitándola hacia los rufianes.

Había nacido el deseo, deformado por esa imagen de padre inclinado.

Partía hacia los hombres como quien partía a la guerra, ligera, despreocupada, llevada por ese deseo que no autorizaba más que los encuentros breves, los encuentros con canallas.

Había ido a ver a su tía Eleonore.

Entre Eleonore y ella había habido siempre una tensión sorda, como el zumbido insistente de un moscardón.

Eleonore Ward era una mujer fuerte, con senos de valkiria y la cara grande, rosácea. Había trabajado toda su vida en una fábrica. No se había casado nunca. «No se me presentó la oportunidad», decía suspirando.

Cuando pasaban las Navidades juntos, les miraba a su padre y a ella sin amabilidad, decía que tenían suerte, que no sabían lo que era trabajar en una cadena, el aire pestilente, el olor acre que reseca la garganta, el ruido que embrutece y los ojos que se cierran a fuerza de querer tenerlos abiertos. Todos los días lo mismo, una no sabe si es lunes o martes o miércoles o jueves. Simplemente siente alivio cuando llega el viernes porque podrá pasarse el sábado y el domingo durmiendo.

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