Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (39 page)

—Debe de estar usted enterado de que el señor Grobz y yo estamos separados...

Chaval asintió con la expresión asustada de un perro que espera el gesto imprevisible de un dueño brutal, y se queda quieto.

—Estamos divorciados, pero yo he obtenido el derecho a conservar su apellido... Me llamo pues Grobz, como él. Henriette Grobz. ¿Me sigue? Marcel Grobz, Henriette Grobz... Marcel, Henriette...

Le hablaba como a un niño un poco retrasado. Insistía, subrayaba. Chaval pensó que le recordaba a su maestra de escuela.

—Yo firmo mis cartas con una H... que puede parecerse mucho a una M... H, M, H, M...

Y Chaval se puso a pensar en los saqueos de Hortense en H&M.

Entraba en la tienda, lanzaba una bonita mano ávida sobre las hileras de túnicas, de chaquetillas, de vestidos, de bufandas, de vaqueros, de abrigos, hacía tintinear las perchas, tin-tan-tin-tan, descolgaba, apilaba, descolgaba, apilaba, se metía en un probador, se probaba, lanzaba un brazo hacia la vendedora para reclamar otra talla, otro color, otro modelo, volvía a salir, las mejillas ardientes, el mechón revuelto y arrastraba su botín hasta la caja. Chaval presentaba su tarjeta de crédito, pagaba. Llevaba las bolsas hasta el coche. Bastaba con que Hortense expresara el menor deseo para que éste fuera inmediatamente saciado. No pedía a cambio más que el derecho a acariciar el cuerpo deseado con locura o, cuando ella estaba de un humor generoso, entrar por el estrecho pasaje que llevaba hasta la felicidad.

—H&M... —repitió, soñador, despellejándose los dedos bajo la mesa.

—¡Chaval! —tronó la envarada anciana golpeando su vaso con la larga cuchara que le servía para remover el azúcar de su zumo de limón—. ¿Dónde está usted?

—Pues con usted, señora, con usted...

—¡No me mienta! ¡Detesto la palabrería! Está usted pensando en ella, ¿verdad?

—No, intentaba comprender H y M.

—Pero si está claro como el agua, mi pobre muchacho.

Lanzó una mirada exasperada al hombre sentado frente a ella. Delgado como el canto de un céntimo. Llevaba vaqueros negros, una chaqueta que parecía recién salida de la tintorería, botas camperas usadas, y su rostro, afilado como una espada, parecía casi transparente de tan poca vida que le quedaba. Un pálido figurante castrado. ¿Qué podría hacer con un socio tan insulso? Alejando esos oscuros pensamientos, prosiguió con firmeza:

—Si uno firma con una H o con una M, ambas pueden confundirse... Por lo tanto, yo puedo hacer pedidos a nombre de Casamia totalmente creíbles, que serán firmados por Marcel Grobz, facturados a Marcel Grobz y cargados a su cuenta, y después desviarlos y hacer que los entreguen en un almacén donde las mercancías se revenderán a bajo precio, a centrales de compra poco escrupulosas que no verán más que el cebo de la ganancia y se lanzarán sobre la ocasión. Y es ahí donde interviene usted. Usted me pone en contacto con esas centrales. Usted conoce a los compradores, conoce los precios, los márgenes, las cantidades que hay que pedir, usted se ocupa de todo el aspecto comercial, yo pongo en marcha la organización, la administración...

—¡Pero eso es completamente deshonesto, señora Grobz! —exclamó Chaval, que vislumbraba de pronto la enormidad de la estafa.

—¡No es deshonesto, recupero lo que me pertenece! He sido expoliada, Chaval. Expoliada... Yo debía heredar la mitad del negocio y no he obtenido nada. Nada.

Y chasqueó la uña del pulgar entre los dientes para indicar la inmensidad del expolio.

—¿Le parece eso honesto?

—Escuche..., lo que pasó entre su marido y usted no me concierne... No tengo nada que ver con esa historia. He estado a punto de acabar en la cárcel por haber manipulado documentos y haber hecho malabarismos con la contabilidad... La suerte ha sido clemente conmigo. Pero si me pillan por segunda vez, acabo entre barrotes y durante una buena temporada...

—¿Aunque saque un buen provecho de ello y yo le recompense generosamente? Yo asumo todos los gastos, todos los riesgos, alquilo el almacén, firmo los pedidos, usted no aparece en ningún libro de cuentas, en ningún correo, en nada... Usted me sirve sólo de fachada. ¡Está bien pagado por no ser más que un decorado!

—Pero, señora, este mundo es muy pequeño, ¡se sabrá enseguida! Nos van a coger como a unos pardillos.

Henriette constató que él acababa de comprometerse. Había dicho «nos van a coger». Así pues, concluyó pavoneándose bajo su gran sombrero, no está en contra de la idea de conspirar. Sólo en contra de la idea de acabar en la cárcel. Lo cual demuestra que le quedan aún algunas neuronas que funcionan. El hombre no estaba tan disminuido como parecía. Estaba recuperando el apetito.

Se quedó pensativa un instante. Él no se equivocaba. El mundo de la decoración del hogar era un universo limitado, los localizarían pronto. Salvo si lo hiciesen con cantidades pequeñas. Y quien dice «cantidades pequeñas» dice pequeños beneficios. De eso ni hablar. Debía pues encontrar otro medio para arruinar a Grobz padre. Removió su limonada frunciendo el ceño.

—¿Tiene usted otra propuesta? —preguntó sin dejar de mirar el vaso.

—No —dijo Chaval, que temblaba ante la idea de la cárcel—. A decir verdad, antes de que usted me llamase, había borrado todo proyecto para hacer fortuna... Aparte de la lotería, claro.

—¡Ufff! —dijo Henriette encogiéndose de hombros—. Ésa es una ocupación propia de larvas humanas... De hecho, son siempre las larvas las que ganan, ¡nunca la gente próspera ni los universitarios!

—Porque la justicia existe —murmuró Chaval—. La lotería consuela a los oprimidos.

—¡Moral en la lotería! —protestó Henriette—. ¡Qué absurdo! ¡No diga usted tonterías! ¡Está buscando excusas a su pereza!

—Es lo único que me queda —se excusó Chaval, con los hombros gachos.

—¡Tiene usted realmente poca ambición y poco nervio! Le creía más astuto... Había puesto muchas esperanzas en usted. Antes era emprendedor y astuto...

—Cuando le digo que ella me trituró, me destrozó...

—¡Pero deje de hablar de usted en pasado! Véase a sí mismo, por el contrario, como un hombre fuerte, poderoso, rico. No es usted feo, puede tener cierto brillo en la mirada, cierta presencia. Tiene una oportunidad para que ella vuelva. Si no es por amor, será por interés y, entre esas dos cosas, apenas hay diferencia y el resultado es idéntico.

Chaval la miró lleno de esperanza insensata, de una esperanza que había guardado durante mucho tiempo en el departamento de objetos perdidos.

—¿Cree usted que si me hago muy rico, ella volvería conmigo?

Porque prefería seguir sufriendo por ella que vegetar sin la menor esperanza de volver a sufrir.

—No tengo ni idea, pero estoy segura de que reconsideraría el asunto. Un hombre rico es forzosamente un hombre seductor. Eso es indiscutible. Como que la nariz está en medio de la cara. Así funciona el mundo desde la noche de los tiempos... Piense usted en Cleopatra. Sólo amó a hombres poderosos, hombres que le ofrecían tierras y mares, hombres dispuestos a matar por ella, qué digo matar: masacrar. ¡No se rodeó de blandengues! ¡Hortense se parece más a Cleopatra que a Isolda o Julieta!

Chaval no se atrevió a preguntar quiénes eran esas dos, pero retuvo la comparación con Cleopatra. Una noche había visto una película con su madre mientras bebían una infusión de tomillo, porque tenían los dos algo de fiebre. Cleopatra tenía los ojos violeta de Elizabeth Taylor y un pecho abundante y palpitante. Él ya no sabía qué mirar: si los ojos violeta, turbadores, imperiosos o las protuberancias lechosas que subían y bajaban en la pantalla. Había ido a masturbarse al baño.

—¿Y qué debería hacer para ser rico? —preguntó incorporándose, animado por los voluptuosos senos de Cleopatra.

—Que entre los dos ideemos un plan y que sea seguro... Después, gracias a su conocimiento de la empresa y a mi imaginación, nos llenamos los bolsillos. ¡Yo no tendré escrúpulos! Me lanzaré...

—Si pudiese volver a ser mía... Introducirme una vez más en esa caverna húmeda y cálida...

—¡Chaval! —gritó Henriette golpeando la mesa—. ¡No quiero volver a oírle hablar de mi nieta de esa forma! ¿Lo ha entendido? O le denuncio a la brigada antivicio. Al fin y al cabo, lo ha reconocido usted mismo, ha tenido relaciones con una chiquilla que no había cumplido dieciséis años... Eso le lleva derechito a la cárcel. ¿Y sabe usted lo que hacen en la cárcel a los violadores de niñas?

Chaval la miró fijamente, aterrado, los hombros sacudidos por un temblor involuntario.

—¡Oh, no!, señora..., eso no, eso no...

—Entonces me encuentra una idea, una idea brillante para desvalijar a Marcel Grobz. Tiene una semana. ¡Ni un día más! Dentro de ocho días nos encontraremos en la capilla de la Virgen María de la iglesia de Saint-Étienne, cada uno en su reclinatorio, y me contará su plan... En caso contrario, ¡irá a la cárcel!

A Chaval le temblaban ahora todos los miembros. ¡De qué no sería capaz esta vieja! Podía leer en su rostro una determinación de bestia feroz dispuesta a comerse a su hijo para no morir de hambre.

—Sí, señora...

—¡Ahora lárguese! ¡Y ponga en marcha las meninges! Con el tiempo que llevan en barbecho, ya han descansado bastante... Hala, vamos.

Chaval se levantó. Murmuró adiós, señora, y se retiró deslizándose hacia la salida como un preso fugado que no quiere hacerse notar.

—¡Camarero! La cuenta —ordenó Henriette con voz enérgica, sacando el monedero para pagar las consumiciones.

Le quedaban las monedas sisadas de los cepillos de la iglesia. Las cerraduras estaban rotas. Podía forzarlas y volverlas a cerrar con la misma facilidad. Visto y no visto. Bastaba con pasar antes que el párroco. Triste colecta, se dijo contando los céntimos, los parroquianos se han vuelto rácanos. O el párroco se ha dado cuenta y vacía los cepillos con más frecuencia. Pobre Jesús, pobre Virgen María, ¡pobre Saint-Étienne! El fervor religioso no es el que era y vosotros lo pagáis...

Y se puso a criticar una época en la que ya no se respetaba ni a las mujeres solas ni a los clérigos con pocos recursos. Y después uno se extraña de que las almas puras caigan en el crimen, si no es más que justicia, se dijo, sólo justicia...

* * *

En la tarde de Año Nuevo, en casa de los Cortès, cada uno interpretaba su papel de persona feliz. Gesticulaba, gritaba, intentaba disimular los tormentos de su corazón con una expresión jovial, una risa forzada, pero cada uno sentía también los límites de esa alegría artificial.

Aquello parecía un baile de máscaras para convalecientes.

Joséphine hablaba hasta aturdirse para no pensar en el reloj de Dottie sobre la mesita de noche; recalentaba un conejo con mostaza y le daba vueltas lentamente con una cuchara de madera contando nimiedades... Reía sin ganas, hablaba sin ganas, derramaba una botella de leche, se llevaba a la boca un poco de mantequilla, metía una loncha de salchichón en la tostadora.

Zoé andaba con las piernas separadas. Gaétan apoyaba un brazo sobre sus hombros con gesto de propietario confiado. Hortense y Gary se medían, se acercaban, tenían un encontronazo y se alejaban gruñendo. Shirley observaba a su hijo y pensaba que estaba empujándola suavemente hacia una capitulación forzosa del corazón y los sentidos. ¿Es eso amar a un hijo por encima de todo?, se preguntaba. ¿Y por qué yo tengo la impresión de renunciar a mi último amor? Mi vida no ha acabado todavía...

Sólo Du Guesclin, animado, iba de un lado a otro en busca de una caricia, un poco de salsa sobre un trozo de pan o un trozo de azúcar olvidado sobre la mesa. Se contoneaba sobre sus gruesas patas cuadradas como un perro impaciente que busca la recompensa, con hilos de baba colgando del morro.

Cada uno pensaba en sí mismo simulando interesarse por los demás.

Se va pasado mañana y no le volveré a ver en mucho tiempo, se atormentaba Zoé, ¿me querrá tanto como antes? ¿Y si estuviese embarazada?

¡Ya está!, pensaba exultante Gaétan, lo he hecho, lo he hecho, soy un hombre, ¡un hombre de verdad! La quiero y ella me quiere, me quiere y la quiero.

Esta noche, será esta noche, gruñía Hortense pasando la mano por el cuello de Gary, haré como que me voy a acostar en el cuarto de Zoé e iré con él, me deslizaré junto a él, le besaré, giraré siete veces mi lengua en su boca, y será delicioso, delicioso...

Ella cree que va a conseguirme así, pero no, nada de eso, demasiado fácil, mascullaba Gary volviendo a servirse pasta fresca y conejo con mostaza, ¿puedes pasarme una rebanada de pan o es demasiado pedir?, le decía a Hortense que le tendía un trozo de baguette con una enorme sonrisa confiada...

¿Cómo podré hacerle comprender que no podemos volver a vernos?, reflexionaba Shirley, que no podemos volver a vernos nunca más... No debo confesarle la verdadera razón, la barrería de un manotazo afirmando que eso no es un drama, que Gary es mayor, que debe comprender que su madre tiene derecho a una vida privada... No le estás haciendo un favor, le haces creer que es todopoderoso, debe aprender a enfrentarse con la realidad. Debéis distanciaros un poco más los dos, habéis vivido demasiado tiempo en ósmosis. Se sabía su discurso de antemano, podía escribirlo, y no tenía argumentos para contradecirle, simplemente que no quería hacer daño a su hijo. Siempre será mi niño...
Bullshit!
[37]
, respondería él, exasperado, hundido en su cazadora roja,
bullshit
!, discutirían y se separarían enfadados. Y yo no tendré el valor de seguir enfadada, intentaré volver a explicárselo y caeré en sus brazos... Mejor huir, no decir nada o fingir que me he encontrado con un antiguo novio en París.

¿Y si Shirley estaba equivocada?, pensaba Joséphine. ¿Y si Dottie vivía de verdad en casa de Philippe? Si, cada noche, dejaba su reloj en su mesilla antes de que él la estrechara en sus brazos... Nunca ha dejado de ver a Dottie. Ella es joven, alegre, grácil, dulce; él ya no soporta vivir solo. Dicen que a los hombres no les gusta la soledad mientras que las mujeres la aguantan. Y además, a él le gusta dormir con ella, está acostumbrado, cada uno tiene su lado en la cama...

Cada cual proseguía con su monólogo interior mientras chupaban un hueso de conejo con mostaza, cortaban un trozo de queso de cabra o de brie, cogían una porción de la tarta de limón que había hecho Zoé, quitaban la mesa, llenaban el lavavajillas, se desperezaban, bostezaban, se declaraban cansados, agotados y se retiraban a sus habitaciones sin dilación.

Other books

Diario de la guerra del cerdo by Adolfo Bioy Casares
Vertical Coffin (2004) by Cannell, Stephen - Scully 04
Trio of Sorcery by Mercedes Lackey
A Past Revenge by Carole Mortimer
Leonora by Elena Poniatowska
Friends Like Us by Siân O'Gorman
Plagued: Book 1 by Crowne, Eden
A White Room by Stephanie Carroll
We Are the Goldens by Dana Reinhardt