Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (37 page)

Ésos no son gestos anodinos. Seguramente él también piensa en ellos, cuando cae la primera noche del año sobre el jardincito que hay frente a su casa. Se pregunta dónde estoy y por qué no llamo.

Responde, Philippe, responde. O seré yo la que cuelgue y ya no tendré valor para volver a llamar. Además del valor de pensar en ti sin inclinar la cabeza y dejar escapar un suspiro de alegría que se escapa. Recuperaré mi personaje de buena mujer resignada a que su felicidad huya. Conozco ese papel, lo he interpretado a menudo, me gustaría cambiarlo en esta primera noche del año. Si en esta noche de gracia no tengo el valor para ello, no lo tendré nunca.

¡Nunca! Y basta con formular esa horrible palabra que mata la esperanza, para que tenga ganas de colgar para seguir esperando.

Pero una mano descuelga en el otro lado del canal de la Mancha, una mano que interrumpe el canto del teléfono. Joséphine se inclina sobre el aparato murmurando, cuando la voz la interrumpe y dice
Yes
?

Es una voz de mujer.

Joséphine se queda muda.

La mujer continúa hablando en inglés en mitad de la noche. Dice ¿quién es? Dice no oigo, ¡hay demasiado ruido aquí! Se desgañita y pregunta quién es, quién es, conteste...

Nadie, tiene ganas de decir Joséphine. No es nadie.

—Hola, hola... —vuelve a decir la mujer con ese acento inglés que se come las sílabas, las suaviza, transforma la «o» de hola en «ou» y modula la «a».

—¡Dottie! ¡He encontrado tu reloj! ¡Estaba en vuestro cuarto, sobre la mesita de noche de papá! ¡Dottie! ¡Ven con nosotros al balcón! ¡Hay fuegos artificiales en el parque!

La voz de Alexandre.

Cada palabra la mata. Vuestro cuarto, mesita de noche de papá, ven con nosotros.

Dottie vive con él. Dottie duerme con él. Dottie pasa la Nochevieja con él. Él besa a Dottie en la primera noche del nuevo año. Sus manos cálidas aprisionan el cuello de Dottie, su boca desciende por el cuello de Dottie...

El dolor forma una especie de ola que la arrastra, la lleva, la trae, la deja y la retoma. Unas palabras que la hieren como un cuchillo... Palabras normales, palabras que describen una vida. Una vida en común. Cuarto, mesita de noche, balcón. Palabras sin importancia. Ella se abraza el pecho y mece su dolor, como a una carga explosiva que va a pulverizarla.

Levanta la cabeza hacia las estrellas y pregunta por qué.

¿Por qué?

—¿Estás contenta? ¿Has encontrado el reloj? —dice Philippe volviéndose hacia Dottie que se reúne con él en el balcón.

—Es un reloj bonito. Me lo regalaste después de nuestra primera noche
[34]
—responde Dottie acurrucándose entre sus brazos—. Tengo frío...

Él extiende un brazo hacia ella, distraído, como si le sostuviera la puerta para entrar en un restaurante. Ella se da cuenta y su mirada se apaga.

¿Qué hará Joséphine en este momento?, piensa Philippe mirando un cohete rojo y verde que estalla en una larga oruga de mil patas velludas en el cielo negro. No ha llamado. Habría llamado si hubiese estado en casa con Shirley, Gary y las niñas. Así que ha salido... A un restaurante... con Giuseppe. Levantan sus copas y susurran deseos de felicidad. Él lleva un blazer azul marino, una camisa de rayas azules y blancas con sus iniciales bordadas, pelo castaño, ojos verdes cristalinos, una sonrisa sesgada, siempre tiene una sonrisa en los labios y habla abriendo los brazos, grita «Màaa!» mientras gira las manos con las palmas abiertas para expresar su extrañeza o su enfado. Le habrá regalado bombones Gianduiotti, los mejores de Turín, porque con él ha vuelto a ser golosa. Y le canta versos de Guinizzelli, poeta trovador del siglo doce. Versos que Joséphine apreciaba tanto que un día los había copiado y se los había enviado a Iris, a Megève. Iris los había leído en voz alta moviendo la cabeza, repitiendo mi pobre hermana, ¡qué pardilla! Copiar poemas a su edad, ¡menudo tostón!

Io voglio del ver la mia donna laudare
,

e assembrarli la rosa e lo giglio
;

più che stella diana splende e pare
,

e ciò ch’è lassù bello a lei somiglio
[35]
.

Philippe se había guardado la carta en el bolsillo de la chaqueta. A él también le gustaban esos versos. El amor suena tan bien en italiano... Y después, se había preguntado por qué le gustaban tanto.

—Tengo frío, voy a buscar un jersey —dice Dottie separándose, con lágrimas en los ojos.

—¿Estás triste? —le pregunta Alexandre a su padre.

—No. ¿Por qué dices eso?

—Estás pensando en mamá... Le gustaban los fuegos artificiales. ¿Sabes?, a veces la echo de menos. Tengo ganas de decirle cosas y, precisamente, ya no está...

Philippe no sabe qué decir. Sin palabras, cogido por sorpresa. Ni muy valiente, tampoco. Hablar es decir palabras. Si digo palabras torpes, Alexandre recordará esas palabras. Y sin embargo debería hablarle...

—Es raro, porque no hablábamos mucho... —añadió Alexandre.

—Lo sé... Ella era hermética, reservada... Pero te quería. Iba a acostarse a tu habitación cuando no podías dormir, te cogía en sus brazos, te acunaba y yo ¡me indignaba!

—Desde que Becca está aquí, y Dottie también, me encuentro mejor —dijo Alexandre—. Antes me sentía un poco triste, solos nosotros dos...

—¿Ah, sí?

—Me gusta cómo estamos ahora...

—A mí también...

Y es verdad. Acaban de pasar una buena semana de vacaciones. Cada cual ha encontrado su sitio en la casa. Becca en el cuarto de la ropa transformado en dormitorio, Dottie y él en su habitación. La presencia tan liviana de Dottie que no pide nada y tiembla de felicidad contenida, una felicidad que no quiere demostrar por miedo a que se evapore. Annie que charla con Becca, que le enseña postales de su Bretaña natal. Brest. Esto es Brest y esto es Quimper, repite, Quimper... y Becca no consigue pronunciar ni la «q», ni la «r» y se salta sílabas, con la boca llena de gachas inglesas.

—Estoy contento, papá.

—Y yo estoy contento de que estés contento...

—Me gustaría que nada cambiase.

Becca se había acostado a las doce y media. Desde que tengo una casa de verdad, duermo a todas horas. Me estoy convirtiendo en una auténtica viejecita. La comodidad te vuelve blandengue. Era más valiente en el parque. Lo dice sonriendo, pero se adivina que lo piensa y que eso no le gusta nada.

—Creo incluso que nunca he sido tan feliz... —suspira Alexandre.

Mira a su padre. Con una sonrisa enorme. Una sonrisa de hombre a hombre.

—Soy feliz —repite contemplando la apoteosis final que ilumina el parque.

Zoé y Gaétan han bajado al sótano. Con una vela, cerillas, el fondo de una botella de champaña y dos vasos para lavarse los dientes. Gaétan enciende la cerilla y el sótano se ilumina con una luz temblorosa. Zoé dobla las piernas contra el cuerpo y se acurruca contra él quejándose del suelo duro y frío.

—¿Te acuerdas de la primera vez... en el sótano con Paul Merson?

—No he visto a Paul...

—Ha debido de marcharse a esquiar...

Se levanta el cuello del abrigo y hunde el mentón. Rasca un poco.

—Dentro de tres días, te vas —murmura.

—No pienses en ello. No sirve de nada...

—No puedo evitarlo.

—¿Tanto te gusta sentirte infeliz?

—¿Y tú? ¿Serás infeliz? —pregunta levantando una naricita inquieta de mujer al acecho.

Se siente insegura frente a ese chico que intenta parecer mayor y dominar la vida. Ya no está segura de nada. Estar enamorada debe de ser eso también. No estar segura de nada, dudar, estar nerviosa, imaginarse lo peor.

Gaétan hunde la nariz en el pelo de Zoé y no responde.

Zoé suspira. El amor es como la montaña rusa, sube y baja, cambia a todas horas. De golpe, estoy segura de que me quiere y bailo de alegría, de golpe, ya no sé nada y tengo ganas de tirarme al suelo y morirme.

—¿Por qué te lavas el pelo todos los días? —pregunta Gaétan moviendo su nariz entre los cabellos de Zoé.

—Porque no me gusta cuando, por las mañanas, huele... huele a sueño...

—Pues a mí me gusta mucho, por las mañanas, oler el sueño en tu pelo...

Y el cuerpo de Zoé se relaja, relaja los hombros; se pega a él como un animal que busca el calor del otro para dormirse, y levanta su vaso para que lo llene de champaña.

Joséphine se mete en la cama al lado de Shirley. Duerme recta, los brazos cruzados sobre el pecho. Piensa en los yacientes de la Edad Media, en esos hombres, en esas mujeres remarcables que han sido representados tumbados sobre un lecho de piedra o de mármol. Ellos gobernaron con mano maestra una provincia, una abadía, un castillo, resistieron a las bandas de saqueadores, a los señores de la guerra, al fuego, al pez hirviendo, a la violencia de los soldados que cortaban los senos, la nariz y violaban a las mujeres. Nosotras somos dos mujeres destrozadas por los hombres, dos mujeres que se retiran a la soledad helada de un castillo o de un claustro, y duermen una al lado de la otra, con las manos unidas. Tumbadas, luego muertas. En la Edad Media se dormía sentado. Sentado, rodeado de cojines, con las piernas estiradas, el cuerpo en ángulo recto. Temían la posición horizontal. Representaba la muerte.

Du Guesclin empuja la puerta de la habitación y se acurruca al pie de la cama. Joséphine sonríe en la oscuridad. El perro adivina su sonrisa y se acerca a lamerle la mano. El perro a los pies de la yaciente era símbolo de fidelidad. Doug tiene razón, soy una mujer fiel, y se inclina para acariciarlo.

Soy una mujer fiel y él duerme con otra.

En la noche, Shirley se despierta y oye a Joséphine que llora quedamente.

—¿Por qué lloras? No se debe comenzar el año llorando...

—Es Philippe —solloza Joséphine—. Le he llamado. Ha contestado Dottie... y duerme con él. Incluso se ha instalado en su casa, en su cuarto, y eso duele... Había perdido el reloj y estaba en la mesita de noche de Philippe y parecía algo de lo más normal.

—¿Has hablado con él?

—No... He colgado. No he podido hablarle... He oído a Alexandre que decía todo eso dirigiéndose a Dottie... Decía he encontrado tu reloj, estaba sobre la mesita de noche de papá...

Shirley no está segura de haberlo entendido. Capta que Joséphine está apenada, que no hay que pedirle explicaciones.

—Hoy no ha sido nuestro día, ¿eh?

—No, no ha sido nuestro día para nada —dice Joséphine doblando un trozo de sábana y mordisqueándolo—. Esto significa que hemos empezado mal el año...

—¡Pero tenemos un año para recuperarnos!

—Yo no recuperaré nada en absoluto. Acabaré como Hildegarda de Bingen. En un convento...

—¿No te estás pasando un poco? Ella era una auténtica virgen...

—Renuncio al amor... Y además, ¡soy demasiado vieja! Voy a cumplir cuarenta y cinco años...

—¡Dentro de un año!

—Mi vida ha terminado. Lo dejo.

Y se pone a lloriquear con más fuerza.

—¡Ay, ay, ay! ¡Lo estás mezclando todo, Jo! De acuerdo, él pasa la Nochevieja con Dottie, pero también es culpa tuya... No te mueves, no le llamas, ¡te quedas en Francia plantada como una estaca!

—Pero ¿cómo hago para moverme? —exclama Joséphine incorporándose en la cama—. ¡Es el marido de mi hermana! ¡No puedo hacer nada contra eso!

—¡Pero si tu hermana está muerta!

—Ya no está, pero yo pienso en ella todo el rato...

—¡Piensa en otra cosa! Piensa en sus cenizas y vuelve a estar viva, vuelve a ser atractiva.

—Yo no soy atractiva, soy fea, vieja y tonta...

—Es exactamente lo que pensaba, estás completamente chalada... Aterriza, Jo, ese hombre es magnífico y tú le estás perdiendo con tus velos de viuda... ¡Eres tú la que lo abandonas, no él!

—¿Cómo que soy yo la que lo abandona? —preguntó Joséphine, atónita.

—Pues sí... ¡Le besas salvajemente y no vuelves a dar señales de vida!

—¡Pero si él también me besó salvajemente y también podría haberme llamado!

—¡Está harto de enviarte flores, correos y dulces y de que tú los ignores o los tires a la basura! ¡Ponte en su lugar! Hay que ponerse siempre en el lugar del otro si se le quiere comprender...

—¿Y tú puedes explicarme lo que pasa?

—Es muy sencillo. ¡Tan sencillo que ni siquiera has pensado en ello! Está solo, es Nochevieja. Ha invitado a algunos amigos y ha pedido a Dottie que viniese a echarle una mano... ¿Hasta ahí me sigues?

Joséphine asiente con la cabeza.

—Dottie ha llegado con unos zapatos gruesos, un pantalón grueso, un abrigo grueso, te recuerdo que está nevando en Londres, no tienes más que consultar el tiempo si no me crees, y entonces, él le ha dicho que coja algunas cosas para cambiarse, un vestido, tacones altos, un lápiz de labios, pendientes, ¡yo qué sé!

Esboza el gesto de la que no sabe y su mano vuela hacia el techo.

—Él ha añadido que podrá cambiarse en su cuarto... Ella le ha ayudado a poner la mesa, a cocinar, se han reído y bebido en la cocina, son amigos, Jo, amigos... como tú y yo, ¡nada más! Y después, ha ido a ducharse, ha dejado su reloj en la mesita de noche al pasar, se ha vestido, se ha emperifollado y se ha reunido con Philippe, Alexandre y sus amigos en el salón, olvidando su reloj en el cuarto... Eso es lo que ha pasado, nada más... Y tú te has montado un culebrón trágico, ¡metes a Dottie con un picardías transparente y una alianza en el dedo en la cama de Philippe! ¡Imaginas una escena de noche de bodas y lloriqueas entre las sábanas!

Joséphine hunde el mentón bajo el dobladillo de la sábana. Escucha. Shirley tiene razón. Shirley tiene, una vez más, razón. Eso ha sido lo que ha pasado... Tiene ganas de creer la historia que le cuenta Shirley. Es una bonita historia. Y sin embargo, no se la cree. Como si esa versión valiese para Shirley y los demás, pero no para ella, Joséphine.

Ella nunca interpreta el papel de heroína.

Uno inventa siempre historias cuando está enamorado. Inventa rivales, hombres o mujeres. Inventa complots, inventa besos robados, accidentes de avión, silencios culpables, teléfonos que no suenan, inventa trenes que se han perdido, correos extraviados, uno nunca está tranquilo. Como si la felicidad estuviese prohibida para los enamorados... Como si esa felicidad no existiese más que en los libros, los cuentos de hadas o las revistas. Pero no en la realidad. O si no, de una forma tan fugaz que resbala como el agua entre los dedos de una mano extrañada de no poder atrapar nada...

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