Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (33 page)

—Y dígame, pobre pecador, no habrá vuelto a ver, espero, a esa Dalila...

—No. ¡Pero no por mi voluntad! ¡Me hubiese arrastrado con los codos si ella me lo hubiese pedido!

Bajó la cabeza, piadoso.

—Se cansó. Decía que el amor físico estaba muy sobrevalorado... Que ya no la divertía. Que siempre era lo mismo, ese vaivén, que se aburría. Conmigo había estado ensayando y había verificado que «eso» funcionaba. Archivó la aventura en la estantería correspondiente a los test de laboratorio. Y rompió conmigo con el pretexto... de que me estaba poniendo pesado. Ésa fue la única palabra que repetía cada vez más: «pesado». Debo decir que era muy joven... Por mucho que le prometí miles de cosas, hacer el desfalco del siglo, fugarnos a Venezuela, diamantes, esmeraldas, un avión privado, una hacienda, un cargamento de Prada... Los dos a bordo en un mar turquesa servidos por boys en taparrabos...

Henriette se encogió de hombros.

—¡Menuda trivialidad todo eso!

—Ésas fueron las palabras exactas que ella empleó —dijo Chaval inclinando la cabeza como si venerara el recuerdo de su desgracia—. Me dijo que volviera a mis cosas, que ella tenía mejores planes. Se había divertido mucho, había aprendido a triturar a un hombre de placer, había conseguido un fondo de armario, y ahora, ¡a trabajar! Quería triunfar sola, «sin la polla de un hombre, esa salchicha lamentable...».

Henriette se sobresaltó, horrorizada.

—¡Y sólo tenía dieciséis años...! —suspiró Chaval, extenuado.

—¡Dios mío! Ya no hay infancia...

—A los trece años, ya saben enredar a un hombre. Devoran el Kamasutra, hacen ejercicios vaginales, succiones, torsiones, aspiraciones, contorsiones... Se ponen un lápiz entre los muslos y se entrenan. ¡Las hay incluso que pueden fumar un cigarro así! Sí, sí, se lo aseguro...

—¡Conténgase, se lo ruego! ¡Olvida usted que está hablando con una mujer respetable!

—Y sólo con mencionarla... ¡usted misma puede verlo!

Y se aplastó el sexo entre las piernas, cruzándolas con fuerza.

—Ella habrá partido hacia horizontes lejanos, espero... —susurró Henriette.

—A Londres. A estudiar moda. Quiere convertirse en Coco Chanel.

Henriette palideció. Su enorme sombrero se bamboleó. Lo recordó todo. Hacía cuatro años. Hortense, las prácticas en Casamia, Chaval pálido y jadeante, los taconcitos de Hortense clic-clac, clic-clac por el patio de la empresa, los chicos del almacén siguiéndola con la baba caída... ¡Así que era eso! El hombre estaba tan poseído que había olvidado que estaba hablando de su nieta. ¡Su propia nieta! Había olvidado el vínculo entre ella y Hortense. Había elevado a Hortense a la categoría de madona ante la que uno reza arrodillado, mujer por encima de todas las mujeres. Le perdía la pasión. Ella se inclinó sobre el reclinatorio y cruzó los dedos. ¡En qué mundo vivo! ¡Pero en qué mundo vivo! ¡Mi nieta! ¡Una ramera que explota el sexo de los hombres para sacarles su dinero! ¡La carne de mi carne! Mi descendencia...

Y después, reflexionó. Necesitaba a Chaval. Su plan no valía nada sin un caballero oscuro y traidor. ¿Qué importaba, en el fondo, que su nieta fuese una fulana? ¡A cada cual su destino! Las palabras han dejado de tener sentido hoy en día. La gente se burla de palabras como rectitud, honestidad, rigor, sentido moral, decencia. Cada cual va a lo suyo. Y además, seamos realistas, yo siempre he sentido afecto por esa niña que sabe hacerse respetar...

—Escuche, Chaval, creo que ya he tenido suficiente por hoy... Voy a recogerme un poco para purificarme. A rezar por la salud de su alma. Salga de esta iglesia que acaba usted de profanar... y le citaré en los próximos días para hablar de negocios. Tengo algo que proponerle que podría devolverle la prosperidad. Nos encontraremos en el café de la esquina de la calle de Courcelles y la avenida de Wagram. Pero antes, tranquilíceme, ¿ha dejado de ser un corrupto? ¿Conserva todas sus facultades? Porque, para esta empresa, necesito un hombre en plena forma, un hombre con vista, ¡no un despojo libidinoso!

—Ella me despellejó. Estoy acabado, centrifugado, limpiado en seco. Vivo del paro y de la pensión de mi madre. Juego a la lotería porque hay que conservar alguna esperanza, pero ni siquiera creo en ello cuando marco las casillas. Soy un drogadicto con síndrome de abstinencia. ¡Ya no tengo erecciones, señora! ¡Ella se marchó con mi libido! Cuando veo una chica tengo tanto miedo que huyo, con el rabo entre las piernas...

—¡Perfecto! Consérvelo así y prométame una cosa: si yo le hago una cura, financiera por supuesto, usted me promete permanecer sobrio, ayunar sexualmente y no dejarse embrujar por una joven vestal prostituida.

—Eso si nuestros caminos no se vuelven a cruzar, señora. Si la vuelvo a ver, lo sé, volveré a convertirme en un lobo hambriento...

—Pero si vive en Londres...

—Ése es el único riesgo, señora. El único... ¡Mataría por poseerla otra vez! Por penetrar en ese pasillo largo y estrecho, húmedo... Sentir el espasmo celestial...

Emitió un gruñido de bestia feroz en la oscuridad, los músculos del cuello se le tensaron, se le crispó la mandíbula, le chirriaron los dientes, volvió a gruñir, se llevó la mano a la entrepierna, se agarró el sexo, lo retorció y sus ojos se llenaron de un placentero pavor.

Henriette, estupefacta, miraba a ese hombre antaño tan orgulloso, tan viril, retorcerse a su lado sobre el reclinatorio. Gracias, señor Jesús, por haberme librado de ese vicio, murmuró entre dientes. ¡Qué abominación! Yo he sabido gobernar a los hombres. Les he conducido con mano firme, noble, respetable. Digna. Una mano de hierro en un guante de hierro. Nunca he usado esa herramienta de mujer, esa mandíbula...

Una imagen atroz estalló en su cabeza. Guante de hierro, mandíbulas de hierro... Y recitó tres padrenuestros y diez avemarías mientras Chaval, con la espalda curvada, abandonaba la iglesia en silencio y mojaba la mano derecha en el agua bendita para darse coraje.

Era Navidad. Y estaba sola delante de una gramática Larousse. Con medio litro de vino tinto, una lata de sardinas en aceite vegetal, un trozo de queso brie y un dulce de Navidad congelado sobre el que había plantado tres enanitos alegres que había encontrado en el fondo de un cajón. Recuerdo de tiempos pasados en los que el mantel blanco y las velas rojas, los regalos suntuosos de su esposo debajo de cada servilleta, los ramos de flores de Lachaume, las velas perfumadas, los vasos de cristal y los cubiertos de plata cantaban el alborozo y la abundancia de la Navidad.

El muletón plastificado de la cocina tenía algunas manchas, círculos de cacerolas apoyadas precipitadamente para no quemarse con el mango, y su festín lo había sisado en el Dia. Había cambiado de táctica. Se presentaba en la caja vestida como una gran señora, cubierta con sus antiguos atavíos, enguantada, tocada con sombrero y un bolso de cocodrilo con asas, dejaba ante la cajera una bolsa de pan de molde y una botella de agua mineral, mientras en el fondo del bolso estaban las vituallas robadas. Decía en voz alta dese prisa, mi chófer me está esperando en doble fila, mientras la cajera tecleaba un euro setenta y cinco céntimos, y se inclinaba ante la impaciencia de la arrogante anciana.

Así están las cosas, murmuró mientras rasgaba la bolsa de pan de molde. He conocido tiempos mejores y los volveré a conocer. No hay que desesperar. Solos, los débiles pierden los medios para hacer frente a la adversidad. Acuérdate, mi querida Henriette, de esta frase célebre que invocan los afligidos: «Lo que no te mata, te hace más fuerte».

Suspiró, se sirvió un vaso de vino y abrió la gramática con un gesto seco. Intentó concentrarse. Se encogió de hombros. ¡En cuarto de primaria a los doce años! Inútil. Era un inútil. En ortografía, en gramática, en cálculo, en historia. No destacaba en una sola asignatura. Pasaba de un curso a otro porque su madre amenazaba y el padre se encolerizaba, pero sus notas contaban la deplorable epopeya de su trayectoria académica. Calificaciones lamentables y ásperos comentarios de los desanimados profesores: «No puede hacerlo peor», «Lo nunca visto en ignorancia», «Alumno que hay que evitar», «Inscribir en el libro de los récords en la sección de borricos...», «¡Si al menos durmiese en silencio!».

Para Kevin Moreira dos Santos, los dólmenes eran los antepasados de las marquesinas, la ciudad de Roma había sido construida en la avenida Jesucristo. Francisco I era el hijo de Francisco 0. El mar del Caribe bordeaba las lentillas francesas. Y una perpendicular era una recta que se había vuelto loca y se ponía a girar inesperadamente de golpe.

Pensó en Kevin. Pensó en Chaval. Se dijo que la ignorancia y la concupiscencia dominaban el mundo. Maldito su siglo que no respetaba nada, apuró su medio litro de vino, se colocó un escaso mechón de pelo gris y empezó a reformar la enseñanza del francés en cuarto de primaria.

* * *

El 26 de diciembre, a las cinco y diez, Gaétan llamó a la puerta de los Cortès.

Zoé corrió a abrirle.

Estaba sola en el piso.

Joséphine y Shirley habían salido a pasear con aire despreocupado, para dejarla sola. Hortense y Gary caminaban, como cada día, por París en busca de una idea para los famosos escaparates de Harrods.

Gary llevaba el iPod o la cámara de fotos, se subía el cuello de la chaqueta, se anudaba una bufanda azul y se ponía guantes con forro.

Hortense verificaba que llevaba su bloc de dibujo y sus lápices de colores en los bolsillos.

Y volvían, felices o enfadados.

Se separaban en silencio o se tumbaban juntos en el sofá frente a la tele, muy juntos, y no había que molestarlos.

Zoé les observaba y se decía que el amor era algo complicado. Que cambiaba todo el rato, que uno no sabía con qué pie bailar.

Cuando Gaétan llamó, Zoé se vio en el rellano, un poco atontada, un poco jadeante. No sabía muy bien qué decir. Le preguntó si quería dejar la bolsa en el cuarto o beber algo. Gaétan la miró sonriendo. Preguntó si había una tercera opción. Ella contrajo el cuerpo y dijo es porque estoy nerviosa...

Gaétan respondió yo también, y dejó caer la bolsa.

Se encontraron, frente a frente, balanceando los brazos, y mirándose fijamente.

Zoé pensó que él había crecido. El pelo, la boca, los hombros. Sobre todo la nariz. Era más larga. También estaba más sombrío. Gaétan pensó que ella no había cambiado. Se lo dijo y eso la tranquilizó.

—Tengo tantas cosas que contarte —dijo— que no sé por dónde empezar...

Ella adoptó un aire atento y se inclinó para darle ánimos.

—Sólo puedo hablar contigo...

Y la tomó en sus brazos y Zoé pensó que hacía mucho tiempo que estaba esperando aquello. Y ya no supo muy bien qué hacer y sintió ganas de llorar.

Después él inclinó suavemente la cabeza hacia ella, casi doblándose, y la besó.

Ella se olvidó de todo. Le arrastró hasta la habitación y se tumbaron sobre la cama, él la estrechó entre sus brazos y la abrazó con fuerza y le dijo que había esperado tanto este momento, que ya no sabía qué hacer, qué decir, que Rouen estaba demasiado lejos, que su madre lloraba todo el rato, que el Calvo de Meetic se había ido, pero que a él le daba igual porque ella seguía allí y que estaba muy bien así... Continuó hablándole, con palabras muy dulces, palabras que sólo hablaban de ella, y Zoé se dijo que el amor, al final, no era tan complicado.

—¿Dónde voy a dormir? —preguntó.

—Pues... conmigo.

—¡Eh! Estás de broma... ¿Nos va a dejar tu madre?

—Sí pero... Hortense y yo dormiremos en mi cama y tú, en el suelo, en una colchoneta...

—Ah...

Había dejado de susurrarle en el cuello y Zoé sintió frío en la oreja.

—Es un poco absurdo, ¿no?

—Era la única manera, si no, no hubieras podido venir.

—Qué idiotez —dijo.

Y se separó de ella pensando que era una verdadera idiotez. Y parecía tan distante que Zoé tuvo la impresión de estar junto a un extraño. Miraba con fijeza a un punto del cuarto, justo encima del pomo de la puerta, y ya no decía nada.

Y Zoé pensó que el amor era realmente complicado.

Hortense había decidido que las avenidas más bonitas de París eran las que partían radialmente del Arco de Triunfo. Y que los edificios más bellos estaban allí. Y que, a partir de esos edificios lisos y bien ordenados, encontraría su idea. No podía explicar por qué, pero lo sabía. Afirmaba está allí, está allí, y era inútil contradecirla.

De la mañana a la noche, Hortense y Gary se pateaban la avenida Hoche, la avenida Mac-Mahon, la avenida de Wagram, la avenida de Friedland, la avenida Marceau, la avenida Kléber, la avenida Victor-Hugo. Evitaban cuidadosamente la avenida de la Grande-Armée y la avenida de los Campos Elíseos. Hortense las había descartado: habían perdido su alma. Lo comercial, el neón, lo llamativo, la comida rápida e insípida habían desnaturalizado la sutilidad arquitectónica antaño deseada por el barón Haussmann y su equipo de arquitectos.

Hortense aseguraba a Gary que la piedra dorada de los edificios la inspiraba. Decía que el espíritu rezumaba sobre los muros de París. Cada edificio era diferente, cada edificio era una creación y sin embargo cada edificio respondía a las mismas características dictadas por reglas estrictas: fachadas de piedra tallada, muros con repisas, balcones situados en el segundo y quinto piso, balcones con barandilla de hierro forjado, la altura de los edificios estrictamente limitada en función de la anchura de las calles adyacentes. De esa uniformidad había nacido un estilo. Un estilo inimitable que hacía de París la ciudad más bella del mundo. ¿Por qué?, se preguntaba ella, ¿por qué?

Había algo secreto, misterioso, eterno. Como el traje sastre Chanel. El esmoquin Saint Laurent. El pañuelo cuadrado Hermès. Los vaqueros Levi’s. La botella de Coca-Cola. La caja de la Vaca que Ríe. El capó de los Ferraris. Reglas, una línea, un trazo que se declina hasta convertirse en un clásico en el mundo entero.

Mis escaparates deben tener ese no-sé-qué que haga que al pasar delante de ellos uno se detenga, se asombre, se diga ¡pero claro! Eso es el estilo...

Necesitaba encontrar ese «eso».

Cogía la cámara de Gary y fotografiaba los balcones, los mascarones, las ménsulas de piedra, las ventanas cimbradas, las puertas de madera. Dibujaba las siluetas de los edificios. De frente, de perfil. Se detenía en el detalle de cada fachada, de cada puerta, con el ceño fruncido. Gary la seguía mientras inventaba melodías, canturreando do-mi-sol-fa-la-re. Su profesor de piano le había sugerido esa idea: componer pequeñas piezas frente a una estación de metro, ante una paloma con el ala rota o la belleza de un monumento. Conservar siempre notas en la cabeza y esparcirlas. Debería enviarle una postal de París. Para decirle que pensaba en él, que se sentía feliz de haberle conocido, que ya no se sentía solo desde que le conocía. Que se sentía un hombre... Un hombre con vello, con problemas de mujeres, una barba que se deja crecer o no, una chica a quien tirarse o no. Era bueno tener a ese hombre en su vida...

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