Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (40 page)

Hortense se desmaquilló, se cepilló el pelo cien veces con la cabeza gacha, hizo crepitar sus mechones caoba, se puso una gota de perfume detrás de cada oreja, su camiseta para dormir, saltó por encima del colchón donde estaba tumbado Gaétan. Él estaba leyendo un cómic del
Tío Gilito
y se reía contando cómo el tío Gilito timaba a Donald y le hacía trabajar sin pagarle un duro. ¡Qué simpático es el viejo Donald! Se deja explotar sin decir nada... Y Gilito, parece un tiburón del CAC 40... Nunca tiene bastante, siempre quiere más dinero, más dinero.

Zoé, con las sábanas hasta el mentón, se preguntaba cómo sugerir a Hortense que les dejase solos en su última noche juntos. Hacerle entender que estaría bien que durmiera en otra parte. En el salón, por ejemplo... O que se fuese a trabajar sus escaparates a la cocina. A ella le encanta trabajar de noche, en la cocina. Podría pedírselo directamente o apelar a sus sentimientos. O hablarle de solidaridad femenina. No, con Hortense, la solidaridad no funciona. Cavilaba, cavilaba, hacía girar los tobillos bajo las sábanas para encontrar una frase que abriese el corazón de Hortense cuando ésta saltó sobre la cama y propuso:

—Apagamos, esperamos a que mamá y Shirley estén dormidas y yo me largo con Gary... ¡Ni una palabra a las viejas! ¡Empezarían a burlarse y no me apetece nada de nada!

—Vale —murmuró Zoé, aliviada—. No diré nada...

—¡Gracias, hermanita! ¡Pero tú te portas bien! ¡No quiero ser responsable de un enano dentro de nueve meses!

—Sin problemas —respondió Zoé enrojeciendo completamente.

—Confío en ti, ¿pataplum?

—Pataplum... —repitió Zoé.

Y esperaron a que la luz se apagase en el cuarto de Joséphine y Shirley. Esperaron a escuchar el ligero ronquido de Joséphine, y después el de Shirley, más potente, ajá, constató Hortense, las viejas han empinado el codo demasiado, ¡hacen un ruido de ventilador industrial! Zoé soltó una risita nerviosa. Tenía los pies fríos y las manos ardiendo. Hortense se levantó, cogió su móvil y salió de la habitación de puntillas.

—Que duermas bien, Zoétounette, ¡y en la mayor de las castidades!

—¡Te lo prometo! —silbó Zoé cruzando los dedos bajo las sábanas para hacerse perdonar su mentira.

Gaétan saltó a tumbarse junto a ella.

—¡Toda una noche en una gran cama de verdad! —exclamó exultante estrechándola contra él—. ¡Vaya lujo!

Y posó una mano suave sobre los senos de Zoé, que gimió...

La ciudad entera iba a contener el aliento, una noche más...

Gary leía un viejo cómic de Quique y Flupi, con el torso desnudo, sobre la cama. Los cascos del iPod encastrados en los oídos. La vio entrar en la habitación y levantó una ceja extrañado.

—¿Buscas algo? —preguntó sin levantar la vista del cómic.

—Sí. A ti.

—¿Tienes algo que pedirme?

—No exactamente.

Se metió en la cama por el lado opuesto al que estaba él y se cubrió con la sábana.

—Ahora, si quieres, dormimos...

—Yo duermo solo.

—Bueno, entonces... no dormimos.

—Vuelve a tu cuarto, Hortense.

—Estoy en mi cuarto...

—No juegues con las palabras, sabes muy bien lo que quiero decir...

—Tengo ganas de besarte...

—¡Yo no!

—¡Mentiroso! Tengo ganas de seguir con ese delicioso beso junto a Hyde Park. ¿Te acuerdas? La noche que me dejaste plantada en la calle...

—Hortense, deberías saber que el deseo no funciona por decreto... Una no entra en el cuarto de un chico en plan comando y le ordena que la bese.

—¿Querías que llamase antes de entrar?

Gary se encogió de hombros y volvió a su lectura.

—Sabes que te mueres de ganas, como yo me muero de ganas... —añadió Hortense sin desanimarse.

—¡Ah! Porque tú te mueres de ganas..., vuelve a decírmelo. No me canso de oírtelo decir... La señorita Hortense le tiene ganas a usted, ¡le ruego que se la tire inmediatamente!

—Qué vulgar eres, querido.

—¡Y tú demasiado autoritaria!

—Me muero de ganas de besarte, de abrazarme contra ti, de besarte por todas partes, por todas partes..., de morderte, de lamerte...

—¿Con el móvil en la mano? ¡No será muy práctico! —declaró, burlón, intentando borrar con una sonrisa sarcástica el principio de deseo que empezaba a nacer en su interior.

Hortense se dio cuenta de que tenía el móvil en la mano y lo metió debajo de la almohada.

—Me niego a dormir con un móvil —repitió Gary, recuperando el juicio.

—Pero Gary..., ¡y si llama Miss Farland! —protestó Hortense agarrando su móvil.

—Me niego a dormir con un móvil... ¡Punto final!

Siguió leyendo Quique y Flupi, declaró que era un cómic formidable y ¿por qué ha caído en el olvido? ¡Es aún mejor que Tintín! ¡Dos héroes por el precio de uno! ¡Y qué armonía, qué encantadora eficacia! Un poco anticuado, quizás, pero las chicas, en aquellos tiempos, no se levantaban la falda delante de los chicos. Sabían contenerse... Otros tiempos, otras costumbres, suspiró, nostálgico. No me gustan las mujeres soldado. Me gustan las mujeres femeninas y dulces que dejan al hombre llevar las riendas con mano firme, que apoyan su cabeza en el hombro y se rinden en silencio.

—¿Sabes qué es la ternura, Hortense?

Hortense se retorció en la cama. Ésa era la clase de palabra que no lograba entender. Había estado a punto de conseguirlo. ¡Fácilmente, además! Y ahora él la devolvía a la casilla de salida. La casilla «buena amiga de toda la vida».

Deslizó un pie terso y suave entre las piernas de Gary, un pie de embajador que pide perdón por tanta audacia, y murmuró: me da igual, abdico, tengo demasiadas ganas de besarte... Me muero de ganas, Gary, si quieres seré mojigata, discreta, sumisa, dulce como una virgen asustada...

Él sonrió ante la imagen y le pidió que siguiese. Quería ver hasta dónde consentiría rebajarse.

Ella calló, reflexionó, se dijo que las palabras no bastarían y utilizó su vieja sabiduría amorosa, la que volvía locos a los hombres.

Y desapareció bajo las sábanas.

Entonces cambió el tono.

Él ya no se negaba a acostarse con ella, ponía una condición.

Ella salió a la superficie y escuchó.

—Te olvidas del móvil... —dijo Gary.

—No puedes pedirme eso. Eso es chantaje. Es demasiado importante para mí, lo sabes muy bien.

—Te conozco muy bien, quieres decir.

El objeto de la polémica se desplazó. Pasó de la hipotética noche de amor a la presencia del teléfono en la cama.

—Gary —suplicó Hortense hundiéndole una rodilla entre los muslos.

—¡No quiero a tres en la cama! ¡Y sobre todo no me acuesto con Miss Farland!

—Pero... —protestó Hortense—. Pero si, cuando llame, no lo oigo...

—Volverá a llamar.

—¡Eso ni hablar!

—Entonces te vas de este cuarto y me dejas con Quique y Flupi...

Parecía serio. Hortense reflexionó rápidamente.

—Lo dejo aquí, en la silla...

Gary echó un vistazo a la silla donde había hecho una bola con los vaqueros, la camiseta y el jersey. Demasiado cerca esa silla, se dijo. Lo veré brillar en la noche y no pensaré más que en Miss Farland.

—Y lo apagas —añadió.

—No.

—Pues te vas.

—Lo dejo sobre la mesa, un poco más lejos... Así no lo verás.

Arrancó el cómic de las manos de Gary, lo tiró al suelo, se pegó contra su torso desnudo, ¿siempre duermes desnudo? Le acarició los hombros, la boca, el cuello con pequeños besos, apoyó la cabeza en su vientre...

—¡El móvil allí! —dijo Gary señalando la mesa con el dedo.

Hortense gruñó, se levantó, fue a dejar el teléfono sobre la mesa. Verificó que tenía suficiente batería, verificó que sonaba bien, subió el volumen. Lo dejó delicadamente cerca del borde, para que estuviese lo más cerca posible de la cama, y volvió a acostarse.

Se tumbó sobre Gary, cerró los ojos, susurró ¡oh, Gary! Por favor... Hagamos las paces. Te deseo tanto...

Deslizó la boca por su cuerpo...

Y él no dijo nada más.

Fue una noche de amor como una sinfonía.

Ya no eran sólo un hombre y una mujer que se amaban, sino todos los hombres y todas las mujeres de todos los tiempos, de toda la tierra, decidiendo agotar la voluptuosidad. Como si esos dos hubiesen esperado demasiado tiempo, imaginado demasiado a menudo, y se ofreciesen, por fin, un ballet de todos los sentidos.

El beso de uno llamaba al beso del otro. Salía de la boca de Gary para llenar la boca de Hortense que lo aspiraba, lo probaba, inventaba otro beso, después otro y otro y Gary, asombrado, desarmado, fortalecido, respondía encendiendo otro fuego con otro beso. Un coro de duendes que los arrastraban, los enardecían. Hortense, deslumbrada, olvidaba todas sus estrategias, sus trampas para atrapar al hombre por el cuello, y se dejaba llevar por el placer. Susurraban, sonreían, se enredaban, mezclaban sus cuerpos, empuñaban el pelo del otro para aspirar un poco de aire, hundiéndose de nuevo, se retomaban, se desprendían, suspiraban, volvían a los labios deseados, los probaban de nuevo, reían, maravillados, hundían los dientes en la carne tierna, mordían, gruñían, volvían a morder, y después retrocedían para desafiarse de nuevo y afrontar el siguiente asalto. No sólo se abrazaban, se incitaban, se azuzaban, se lanzaban pavesas y llamas, respondían en canon, se separaban, se volvían a juntar, se debilitaban, escapaban, volvían a juntarse. Silencios y suspiros, brasas y besos, llamas y estremecimientos. Cada beso era distinto como una nota suelta, cada beso abría una puerta sobre una nueva voluptuosidad.

Hortense se retorcía, perdía la cabeza, perdía el equilibrio, ya no controlaba nada, repetía ¿así que es eso? Otra vez, otra vez, ¡oh, Gary! Si supieras..., y él contestaba espera, espera, es tan bueno esperar y ni él podía esperar... Entonces le pellizcaba el seno, primero con ternura, como si la amase con un amor respetuoso y tembloroso, casi religioso, y después con más violencia, como si fuese a tomarla con un solo golpe de cadera, con un solo mandoble, y ella se tensaba contra él, protestaba diciendo me haces daño, y él paraba, preguntaba con seriedad, casi frialdad, ¿me paro, me paro? Y ella gritaba ¡oh, no!, ¡oh, no! Es que no sabía, no sabía, y continuaba con sus escalas sobre el largo cuerpo arremolinado contra él como una serpiente y que recorría con los dedos, sobre el que interpretaba todas las notas, todos los acordes, todas las variaciones y la música montaba en él, cantaba paseando su boca, sus manos sobre ella hasta que se rindió y suplicó tómame ahora, ahora, inmediatamente...

Él se soltaba, caía a un lado, la observaba y decía simplemente no, mi bella Hortense, demasiado fácil, demasiado fácil... Hay que prolongar el placer, si no se desvanece y es demasiado triste. Ella le golpeaba con las caderas, intentaba atraparle con el lazo de su cintura, no, no, decía Gary volviendo a sus escalas, do, re, mi, fa, sol, la, si, do, paseando los labios sobre sus labios, mojándolos, separándolos con su lengua, mordisqueándolos, deslizando palabras y órdenes, y ella olvidaba todo...

Su cabeza iba a estallar. Sentía ganas de gritar, pero él le tapaba la boca y ordenaba: cállate. Y el tono de su voz, ese tono duro, casi impersonal, hacía que se retorciese más y olvidaba todas las viejas recetas que conocía, las que volvían locos a los hombres, les desencajaban el rostro, les cortaban las ganas de resistirse, y caían, prisioneros, en sus redes.

Se convertía en novicia. Pura y temblorosa. Se convertía en rehén. Atada de pies y manos. Una vocecita en su cabeza repetía atención, peligro, atención, peligro, vas a perderte en esos brazos, ella la hacía callar hundiendo sus uñas en el cuello de Gary, prefería morir antes de no sentir ese escalofrío que llevaba directamente al cielo o al infierno, ¡qué importa! Pero es ahí donde quiero estar, en sus brazos, en sus brazos...

Y él volvía a rechazarla...

Él se convertía en
imperator
y tierno. Extendía su reino, ampliaba sus fronteras, enviaba a sus ejércitos a invadir el más mínimo centímetro de piel, se erigía en maestro, después volvía a su boca que rozaba, devoraba, decoraba con nuevos besos... ¿Así que era eso, así que era eso?, no paraba ella de repetir entre dos olas de placer.

Atados de brazos. En cuerpo y alma. Hasta perder la cabeza.

Rozarse para encadenarse. Cerrar los ojos bajo un ardor que quema. Devorarse como enloquecidos, fanáticos, rabiosos y dejarse flotar, ebrios de felicidad, en una bruma de placer, rozándose las yemas de los dedos que buscaban atrapar la orilla...

Así que era eso... Así que era eso...

Y la noche no había hecho más que empezar.

A las cuatro de la mañana, Joséphine tuvo sed y se levantó.

En el pasillo, oyó ruidos de cama que chirría, ruidos de suave lucha, gemidos, suspiros procedentes de la habitación de Hortense.

Se quedó inmóvil en su largo camisón de algodón blanco. Se estremeció...

Hortense y Gary...

Abrió la puerta de la habitación de Zoé, sin hacer ruido, despacio...

Zoé y Gaétan dormían, desnudos, abrazados.

El brazo desnudo de Gaétan sobre el hombro desnudo de Zoé...

La sonrisa satisfecha, feliz, de Zoé.

Una sonrisa de mujer...

—Esta vez está claro, estoy completamente desbordada —dijo Joséphine a Shirley al volver a acostarse.

Shirley se frotó los ojos y la miró.

—¿Qué haces? ¿Estás de pie en plena noche?

—Debo decirte que tu hijo y mi hija están retozando y que no parecen estar pasándolo mal.

—Por fin... —suspiró Shirley amasando su almohada para que recuperase la forma redondeada—. ¡Con el tiempo que hace que llevan pidiéndolo los dos!

—Y que Zoé y Gaétan duermen el sueño de dos justos y que en mi opinión han fornicado...

—¿Eh? ¿Zoé también?

—¿Eso es todo lo que tienes que decir?

—Escucha, Jo, así es la vida... Ella le quiere, él la quiere. ¡Alégrate!

—¡Tiene quince años! ¡Es demasiado pronto!

—Sí, pero ella tiene a Gaétan en la cabeza desde hace mucho tiempo. Tenía que pasar...

—Habrían podido esperar... ¿Qué le voy a decir? ¿Debo decir algo o finjo que no sé nada?

—Déjalo estar. Si tiene ganas de contártelo, te lo contará...

—¡Ojalá no se quede embarazada!

—¡Ojalá que haya ido todo bien! Él parece demasiado joven para ser el amante perfecto...

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