Read Las ardillas de Central Park están tristes los lunes Online
Authors: Katherine Pancol
Tags: #Drama
Miss Farland parecía divertirse mucho.
—Ya no tengo más solicitudes, voy a ver si a mi ayudante le queda alguna, Miss...
—Cortès. Hortense Cortès. Como el conquistador. Recuerde bien ese nombre...
Miss Farland fue a hablar con su ayudante al despacho contiguo. Hortense las oyó hablar. La ayudante decía que no quedaban más solicitudes, Miss Farland insistía.
Permaneció sentada. Balanceando sus largas piernas. Observó la mesa en desorden. La agenda garabateada de citas y de números de teléfono. Se fijó en la polvera Sisheido, el lápiz de labios Mac, el vaporizador CHANCE de Chanel, los rotuladores, las estilográficas, los portaminas, los bolígrafos cromados, los bolígrafos dorados y un largo portaplumas plantado en un tintero.
No había fotos de niños ni de marido. Debía de pasar las fiestas sola. El rostro desnudo, la boca pálida, el pelo lacio con mechones sucios, zapatillas viejas en los pies, la lluvia golpeando los cristales, el teléfono que no suena, ella lo levanta para ver si funciona, cuenta los días para volver al trabajo... ¡Tristes fiestas!
Siguió barriendo el despacho con la mirada que cayó sobre la pila de solicitudes. El grueso montón de candidatos ya seleccionados.
¿Cómo se rellenan estas cosas? Nunca lo he hecho.
No basta con conseguir una solicitud, después hay que saber rellenarla... Dar suficientes elementos interesantes para que el formulario no termine hecho una bola en la papelera.
Se levantó de golpe, abrió el bolso y se guardó una decena de solicitudes. Se inspiraría en los currículos de sus rivales para aderezar y adornar el suyo, y suprimiría de paso algunas candidaturas.
Volvió a cerrar el bolso, volvió a sentarse, volvió a balancear lentamente la pierna derecha sobre la izquierda, contó los bolígrafos de la mesa uno por uno y respiró profundamente.
Cuando Miss Farland volvió, encontró a Hortense bien sentada, con el bolso sobre las rodillas. Le entregó un grueso sobre.
—Debe traerlo mañana... A las cinco de la tarde, hora límite; no habrá ningún aplazamiento para los que se retrasen. ¿Entendido?
—Entendido.
—Es usted descarada. Me gusta...
Miss Farland tenía una sonrisa bonita.
Hortense se dedicó a leer las solicitudes robadas antes de rellenar la suya.
Acumuló un montón de información.
Añadió a su trayectoria vital una estancia humanitaria en Bangladesh, dos periodos de prácticas en empresas, se inspiró en el relato de una decoradora de teatro, tomó prestada la experiencia de un ayudante de fotografía, inventó un rodaje publicitario en Croacia...
Apuntó su dirección, su correo electrónico y su número de móvil.
Depositó la solicitud a las tres y diez de la tarde sobre la mesa de Miss Farland.
Y se fue a coger el Eurostar, dirección las vacaciones, Navidad y París.
Había metido, en un sobre a nombre de Miss Farland, un bolígrafo con una torre Eiffel dorada que brillaba en la oscuridad.
A menudo, la vida se divierte.
Nos ofrece un diamante escondido debajo de un billete de metro o del faldón de una cortina. Emboscado en una palabra, una mirada, una sonrisa algo tonta.
Hay que fijarse en los detalles. Ellos siembran nuestra vida de piedrecitas que nos guían. La gente bruta, la gente apresurada, los que llevan guantes de boxeo o dan patadas a las piedras, ignoran los detalles. Quieren cosas pesadas, imponentes, brillantes, no quieren perder un minuto agachándose por una moneda, una brizna de paja, la mano temblorosa de un hombre.
Pero si nos agachamos, si detenemos el tiempo, descubrimos diamantes en una mano tendida...
O en una papelera.
Es lo que le sucedió a Joséphine en esa noche del 21 de diciembre.
La velada había empezado bien.
Hortense volvía de Inglaterra y la vida se aceleraba de golpe. Mil cosas que contar, mil proyectos, mil canciones que tararear, mil cosas que lavar y esa blusa llena de pliegues que planchar, mil aventuras palpitantes y recuérdame que llame a Marcel para preguntarle... y teléfonos, listas, y si supieses que, y dime por qué, y esa aventura maravillosa que contó a su madre y a su hermana, sentadas en la cocina: la historia de los escaparates de Harrods. ¿Te das cuenta, mamá?, ¿te das cuenta, Zoétounette?, ¡voy a tener dos escaparates y mi nombre escrito en letras de molde en Brompton Road en Knightsbridge! ¡Dos escaparates «Hortense Cortès» en la tienda más concurrida de Londres! ¡Vale, de acuerdo! No es la más elegante ni la más sutil, pero es por donde pasan más turistas, más millonarios, más gente al acecho de mi talento único, ¡magnífico!
Y abría los brazos, y empezaba a girar por la cocina, en la entrada, en el salón, atrapaba las patas de Du Guesclin y le hacía girar y girar y era un curioso espectáculo ver al patoso de Du Guesclin que no sabía si debía dejarse llevar, lanzando una mirada de extrañeza a Joséphine, una mirada inquieta que buscaba su aprobación, y terminaba cerrando el paso a Hortense y celebrando su alegría ladrando.
—Pero —preguntó Joséphine cuando Hortense, sin aliento, se derrumbó sobre una silla— ¿estás segura de que te han seleccionado?
—Segura no, mamá, más que segura. ¡Es obligatorio! He sobrecargado mi currículum con hechos y gestas pintorescos, solemnes. He desarrollado dos ideas de las cuales una me parece genial, «¿Qué hacer con la chaqueta en invierno?». ¿Hay que llevarla sobre un jersey grueso, alrededor del cuello, tipo cárdigan, anudada descuidadamente en la cintura o, por el contrario, confeccionarla de tela de lana gruesa para acentuar su faceta de abrigo? La chaqueta, en invierno, ¡es un quebradero de cabeza! Si la llevas sin nada pasas frío y demasiado calor si te la pones debajo de un abrigo. ¡Hay que reinventarla! Espesarla sin engordar la silueta, aligerarla sin arriesgarse a pillar una neumonía. He estado reflexionando, haciendo bocetos. Le he hecho tilín a Miss Farland, seré la elegida... ¡sin duda!
—¿Y cuándo lo sabrás?
—El 2 de enero... El 2 de enero, sonará mi teléfono y sabré que he sido yo. ¡Si supieseis lo nerviosa que estoy! Me quedan unos diez días para encontrar mi idea, voy a patearme París, a chuparme todos los escaparates, a pensar y encontraré la idea, la idea genial que no me quedará más que ilustrar... ¡Tachán! ¡Ya soy la reina de Londres!
Y se levantó y dio un saltito pícaro para demostrar su optimismo y su buen humor.
—Esta noche, para celebrarlo, ¡te voy a hacer un crujiente de manzana! —decidió Zoé tirando de la camiseta Joe Cool que Hortense le había traído.
—¡Gracias, Zoétounette! ¿Y me darás la receta para que se la haga a los chicos del piso? ¡Tengo que hacerme perdonar bastantes cosas!
—¡Sí, sí! —gritó Zoé, contenta de que la agasajaran y de participar en la vida de Hortense en Londres—. Dirás que fui yo, ¿eh? Dirás que fui yo la que te la dio...
Y corrió a su habitación a buscar su precioso cuaderno negro con el fin de empezar inmediatamente un crujiente de manzanas.
—¡Ay, mamá! ¡Soy tan feliz! Tan feliz... ¡Si supieras!
Hortense extendió los brazos y suspiró:
—Estoy deseando que llegue el 2 de enero, ¡deseándolo!
—Pero... ¿Y si no te eligen? Quizás no deberías excitarte de ese modo...
Sonrisita desdeñosa, encogimiento de hombros, ojos al techo y largo suspiro.
—¿Cómo que si no me eligen? ¡Pero si eso es imposible! Esa mujer ha levitado conmigo, la he intrigado, la he emocionado, he llenado su soledad con un sueño inmenso, se ha visto a través de mí, ha vuelto a su juventud, he reavivado sus esperanzas... y he entregado una solicitud impecable. ¡Lo único que puede hacer es elegirme! Te prohíbo tener el menor pensamiento negativo, ¡podrías contaminarme!
Y apartó la silla para mantenerse alejada de su madre.
—Lo decía por prudencia —se excusó Joséphine.
—¡Pues bien! ¡No lo vuelvas a decir o me traerás mala suerte! Nosotras no somos iguales, mamá, no lo olvides, y, en ningún caso, quiero parecerme a ti... en eso —añadió para atenuar la violencia de sus palabras.
Joséphine palideció. Había olvidado hasta qué punto llegaba el poder de decisión de Hortense. Hasta qué punto tenía el don de transformar la vida en un proyecto efervescente. Su hija avanzaba con una varita mágica en la mano, mientras que ella, Joséphine, daba saltos de sapo con artritis.
—Tienes razón, cariño, serás la elegida... Es sólo que estoy nerviosa por ti. Es un sentimiento de mamá...
Hortense arrugó la nariz al oír las palabras «sentimiento» y «mamá» y pidió cambiar de tema. Lo prefería.
—¿E Iphigénie? ¿Qué tal está? —preguntó cruzando los brazos.
—Quiere cambiar de trabajo.
—¿Quiere dejar la portería?
—Tiene miedo de que la pongan en la puerta —dijo Joséphine, bastante contenta del juego de palabras, que Hortense no comprendió.
—¡Ah! ¿Y por qué?
—Cree que otra quiere ocupar su puesto... Mañana tiene una entrevista en la consulta de un médico para contestar al teléfono, gestionar las citas y organizar los horarios. Sería un trabajo perfecto para ella...
Hortense bostezó. Su interés por Iphigénie se había esfumado.
—¿Sabes algo de Henriette?
Joséphine negó con la cabeza.
—Tanto mejor... —suspiró Hortense—. ¡Para el bien que te hace!
—¿Y tú?
—Nada... Debe de estar ocupada en otras cosas... ¿Y qué más?
—He recibido una carta de Mylène. Sigue en China y quiere volver a Francia... Me pedía si podría ayudarla. No he entendido muy bien si quiere que le encuentre trabajo o que la aloje.
—¡Menuda cara!
—No le he contestado... No sabía qué decirle.
—¡Eso espero! ¡Que se quede allí y nos deje en paz!
—Debe de sentirse sola...
—¡No es problema tuyo! ¿Has olvidado que fue la amante de tu marido? ¡Eres realmente increíble!
Hortense le lanzó una mirada de exasperación.
—Y los nuevos vecinos, ¿cómo son?
Joséphine iba a dibujar su retrato cuando Zoé irrumpió en la cocina, llorando.
—¡Mamá, mamá! ¡No encuentro mi cuaderno de recetas!
—¿Has buscado bien?
—¡He buscado por todas partes, mamá! ¡Por todas partes! Y no está...
—Que no... Lo habrás guardado en algún sitio y no te acuerdas.
—No, he buscado por todos lados y nada, ¡no he encontrado nada! ¡Estoy harta! ¡Harta! Yo ordeno e Iphigénie me lo desordena todo, ¡lo cambia todo de sitio!
Los ojos de Zoé ahogados en lágrimas reflejaban una desesperación que no podía solucionarse con palabras.
—Lo encontraremos, no te preocupes...
—¡Sé perfectamente que no! —gritó Zoé con una voz cada vez más aguda—. Sé perfectamente que ella lo ha tirado, ¡lo tira todo! ¡Le he dicho cien veces que no lo toque y no me escucha! Me trata como si fuera un bebé... ¡Como si eso fuera un cuaderno de garabatos! ¡Ay, mamá! Es horrible, creo que me voy a morir.
Joséphine se levantó y decidió buscarlo ella misma.
Por mucho que levantó el colchón, desplazó la cama, registró los armarios, movió la mesa, vació la bolsa del colegio, revolvió las bragas y los calcetines, no encontró el cuaderno negro.
Zoé, sentada en la moqueta, lloraba mientras trituraba su camiseta Joe Cool.
—Lo dejo siempre allí, encima de mi mesa. Menos cuando me lo llevo a la cocina... Pero siempre lo vuelvo a dejar allí... ¡Ya sabes lo importante que es para mí, mamá! Se ha perdido, te digo, se ha perdido. Iphigénie ha debido de tirarlo al hacer limpieza.
—¡Que no! ¡Eso es imposible!
—Que sí, mamá, ¡es una bruta! ¡Quiere tirarlo todo!
Sus sollozos aumentaron. Parecían el gemido de un animal que agoniza tumbado en el arcén y que hipa esperando el final.
—¡Zoé, te lo suplico! ¡No llores! Lo encontraremos...
—No lo encontraremos, lo sabes perfectamente, ¡y no volveré a cocinar en mi vida! —gritó Zoé lanzando una nueva tanda de sollozos—. Y ya no tendré recuerdos, ni pasado, ¡todo estaba en mi cuaderno! ¡Toda mi vida!
Hortense lanzó una mirada de piedad exasperada sobre tanta lágrima.
La cena fue lúgubre.
Zoé lloraba frente a su plato, Joséphine suspiraba, Hortense callaba, pero su silencio acusador significaba ¡vaya drama por un cuaderno de recetas de cocina!
Apenas probaron el gallo al vino que Joséphine había cocinado la víspera para la llegada de Hortense, y fueron a acostarse hablando en voz baja, como si volviesen de un entierro.
Desde la comida con Gaston Serrurier en la que él le había dado a entender que sus liquidaciones de derechos de autor habían bajado mucho, a Joséphine le costaba conciliar el sueño. Daba vueltas y más vueltas, buscando la buena postura, la mejor manera de colocar el brazo derecho, y después el izquierdo, de orientar las piernas, pero en su cabeza las cifras bailaban un cancán desenfrenado, precipitándola hacia la ruina. Volvía el miedo a no llegar. El miedo a la miseria absoluta. A hacer cuentas por la noche bajo la mortecina luz de la lámpara. Ese viejo compañero que creía haber proscrito de su vida y cuyo ruido de pasos enloquecedores reconocía.
Era la primera ola de angustia.
Se levantaba, iba a su mesa, sacaba los recibos del banco, contaba y volvía a contar, hacía tres veces la misma suma, se perdía, volvía a empezar, hacía una resta, se acostaba de nuevo, se volvía a levantar para rehacerla, había olvidado la tasa municipal... Se imaginaba vendiendo la casa, mudándose a otra más barata... Al menos, era propietaria de un hermoso piso en un buen barrio. Era un bien que podría volver a vender. Sí, pero tendría que devolver la hipoteca... Y la escuela de Hortense, la habitación de Hortense en Londres, la paga mensual de Hortense. De eso no había hablado con Serrurier. Nunca se atrevería.
Había olvidado el dinero y sus garras. Qué tranquilidad. Pero aquello era un lujo. Iba a sufrir de nuevo escalofríos frente a las miserables facturas.
Nunca se preocupaba por Zoé. Era Hortense la que más le angustiaba. No poder comprarle más ropa bonita, obligarla a mudarse a un barrio más barato, impedirle hacer esto, aquello, construir sueños que se realizaran... ¡Imposible! Admiraba la energía y la ambición de su hija. Se sentía responsable de sus gustos lujosos. Nunca había tenido el valor de oponerse a sus deseos. Era justo que ahora los asumiese.
Se incorporaba, respiraba profundamente y se decía: sólo tengo que encontrar un tema para un libro y ponerme a trabajar. Ya supe hacerlo una vez...