Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (46 page)

—Creo que será lo mejor.

—¿Me lo dirás un día?

—Te lo prometo. Lo más tarde posible...

Nicholas se puso tenso, intentó guardar la compostura, la expresión de que todo aquello le traía sin cuidado, renunció y soltó:

—De acuerdo, te ayudo, te abro las puertas de mis reservas y te facilito las cosas, pero no se lo cuentes a nadie... En
Liberty
no deben saber que te he ayudado y que la mitad de su vestuario aparece fotografiado en Harrods...

Hortense se le echó al cuello, le besó con ganas, murmuró a su oído te quiero, ¿sabes?, te quiero a mi manera y, de todas formas, yo no quiero a nadie, así que date por satisfecho... Él se defendió, intentó rechazarla, ella le abrazó, apoyó la cabeza sobre su hombro hasta que él se dejó llevar y le pasó el brazo alrededor del talle.

—¿Acaso era tan malo? —prosiguió.

—Un poco torpe... Un poco aburrido... Parece que folles con un manual técnico en la mano, uno, le toco el seno derecho, dos, el seno izquierdo, tres, pellizco, acaricio, después...

—Creo que lo he entendido, pero... ¿podrías decirme lo que debo hacer?

—¿Darte lecciones sin pasar a la acción?

Asintió con la cabeza.

—De acuerdo. Entonces, lección número uno, muy importante: el clítoris...

Él enrojeció violentamente.

—No. Ahora no. Aquí no... Una noche que hayamos bebido un poco y estemos muy cansados de trabajar... ¡Eso nos servirá de distracción!

—¿Sabes qué, Nico? ¡Te adoro!

Pidió otras dos copas de Ruinart rosado y suspiró. ¡Dios mío! Me voy a arruinar. ¡Bueno! Dejaré de comer durante una semana. O iré a Tesco, a las cajas automáticas. Compraré pescado y marcaré patatas. Y lo mismo con las frutas y verduras, cereales y huevos, ¡marcaré patatas para todo! ¡Pataplum, cambiaré las etiquetas!

Establecieron un plan, un plan de batalla para que todo estuviese listo a tiempo. Para encontrar un fotógrafo y modelos que aceptasen trabajar sin salario. Para transportar decorados, ropa, fotos y demás... Habrá que alimentar a esa gente que va a trabajar para ti de gorra, le hizo notar Nicholas. Recortaron gastos inútiles y Nicholas llegó a la misma cifra que Hortense: seis mil libras. Faltaban tres mil.

—¿Ves? —murmuró Hortense, abatida—, tenía razón.

—Y yo no puedo ayudarte, ni tengo padres ricos ni un tío forrado.

—¿Pedimos una tercera ronda? Ya puestos...

Y pidieron por tercera vez una copa de Ruinart rosado.

—Sí que han elegido bien el nombre de este champaña —dijo Hortense, maldiciendo.

—Oye —resopló Nicholas considerando la lista de gastos irreducibles—, ¿tú no tenías un tío rico que vivía en Londres? Ya sabes, el marido de tu tía, la que fue..., esto..., en el bosque...

Hortense golpeó la mesa con las dos manos.

—¿Philippe? ¡Pues claro! ¡Qué tonta soy! ¡Me había olvidado completamente de él!

—¡Pues bien! Sólo tienes que llamarle...

Y eso fue lo que hizo al día siguiente. Se citaron en Wolseley, en el 160 de Piccadilly Street, para comer.

Philippe ya estaba instalado cuando Hortense abrió la puerta del restaurante donde era obligatorio comer en Londres. Él la esperaba leyendo el periódico. Le observó de lejos: era un hombre guapo de verdad. Muy bien vestido. Una chaqueta de tweed verde oscuro con finas rayas azules, un polo Lacoste verde botella de manga larga y cuello levantado, un pantalón de pana marrón glacé, un bonito reloj clásico... Estaba orgullosa de ser su sobrina.

No abordó el tema enseguida. Preguntó primero por Alexandre, por sus estudios, sus amigos, sus pasatiempos. ¿Qué tal estaba su primo? ¿Se había adaptado bien al liceo francés? ¿Le gustaban los profesores? ¿Hablaba de su madre? ¿Estaba triste? La suerte de Alexandre le importaba bien poco, pero pensaba enternecer a su tío y preparar el terreno para plantear su petición. A los padres les encanta que se les hable de su progenitura. Se inflan como gallinas cluecas. Están convencidos de haber puesto el huevo más hermoso del mundo y les gusta que se lo digan. Fue añadiendo todo tipo de mimos, lisonjas y mieles. Que si quería mucho a su primo aunque se vieran poco, que si le parecía guapo, inteligente, diferente de los otros niños, más maduro. Philippe la escuchaba sin decir nada. Hortense se preguntó si aquello era buena señal. Después leyeron el menú, pidieron dos platos del día, dos
roast landaise chicken with lyonnaise potatoes
. Philippe le preguntó si quería un vaso de vino y qué podía hacer por ella, pues sabía perfectamente que no le había llamado para hablarle de Alexandre, pues su primo era la menor de sus preocupaciones.

Hortense decidió no tener en cuenta la alusión a su indiferencia. Eso la desviaría de su objetivo. Explicó que había sido elegida entre miles de candidatos para decorar dos escaparates en Harrods, que había tenido una idea y...

—... tengo la impresión de que no lo conseguiré. ¡Todo es tan complicado y tan caro! Tengo muchas ideas, pero me topo siempre con problemas financieros. Lo más terrible del dinero es que de golpe todo se hace pesado, muy pesado. Una idea parece maravillosa y después haces un presupuesto y la idea pesa toneladas. Por ejemplo, para transportar el material, necesitaré un coche. ¡Qué digo un coche, una furgoneta! Y también tendré que dar de comer a toda esa gente. Voy a pedir a mi casero, que tiene un restaurante indio, que me haga una gran cacerola de pollo al curry a precio reducido, a cambio de citarle en los títulos de crédito... Pero... Hay tanto trabajo, tanta organización...

—¿Cuánto te falta? —dijo Philippe.

—Tres mil libras —soltó Hortense—. Y si pudiese tener cuatro mil, sería maravilloso.

La miró sonriendo. Extraño animal, pensó, audaz, desvergonzada, guapa... Sabe que es guapa, pero le da igual. Se sirve de ello como herramienta. Un
bulldozer
que allana las dificultades de la vida. Lo que pierde a las mujeres guapas, lo que las vuelve insípidas y a veces estúpidas, es saber que son hermosas. Se amodorran sobre su belleza como sobre una tumbona. Iris se amodorró toda su vida. Y eso la perdió. Hortense no se amodorra. Puede leerse en su rostro la determinación, la seguridad, la ausencia de duda. Esa duda tan preciada que añade un ligero temblor a la belleza...

Hortense esperaba, incómoda. Detestaba estar en la situación del que pide. Es tan humillante pedir... Esperar la buena voluntad del otro. ¡Me mira como si me sopesara! Me va a dar un discursito, como mi madre. El esfuerzo, el mérito, la constancia, los grandes valores del alma. Me sé la cantinela de memoria. No me extraña que se lleve bien con mamá. Por cierto, ¿en qué punto estarán? ¿Todavía se ven, o se flagelan en recuerdo de Iris y promueven la abstinencia? No me extrañaría de ellos esa actitud estúpida. Interpretan
El Cid
en tecnicolor. Honor, conciencia, deber. Los amores entre viejos apestan. Meten el sentimiento por todas partes y lo vuelven mugriento. Tengo ganas de marcharme y dejarle plantado... ¡Pero qué mosca me picó cuando acepté! ¿Qué decía Salvador Dalí sobre la elegancia? «Una mujer elegante es una mujer que te desprecia y que no tiene vello bajo los brazos». ¡Y yo estoy aquí a sus pies suplicándole con un matojo debajo de cada brazo! Si no abre la boca en dos segundos y medio, me levanto y le digo que ha sido un error, un terrible error, que lo siento y que nunca más, nunca...

—No te voy a dar ese dinero, Hortense.

—Ah...

—No porque no crea en ti, al contrario, pero no te haría ningún favor. Si te dijese que sí, sería demasiado fácil. Y hay que ser alguien realmente fuerte para resistirse a la facilidad.

Cansada, abatida, Hortense le escuchaba. No tenía fuerzas para contestarle. Bla, bla, bla, ahora es su turno de servirme miel en forma de moral. ¡Me lo merezco! Sabía que era una mala idea, porque no era mía. Hay que fiarse siempre de uno mismo, no escuchar a los demás. No sólo me dice que no, sino que encima me sermonea.

—¡Ahórrate las lisonjas! —gruñó sin mirarle.

—Además —prosiguió Philippe haciendo caso omiso de la explosión de mal humor de su sobrina—, pienso sinceramente que si bien los regalos pequeños consolidan la amistad, los grandes la comprometen... Si te doy ese dinero, te creerás obligada a ser amable conmigo, a hablarme de Alexandre, que te importa un rábano, incluso a estar con él, y empezarán los malentendidos... Mientras que si no me debes nada, no te sentirás obligada a fingir, ¡y seguirás siendo la niña malcriada que tanto me gusta!

Hortense permanecía erguida e intentaba recuperar su orgullo sin perder la compostura.

—Lo entiendo, lo entiendo muy bien... Seguramente tienes razón. Pero necesito tanto ese dinero... Y no sé a quién dirigirme. ¡Yo no conozco a ningún millonario! Mientras que tú... estás forrado. ¿Por qué las cosas son tan fáciles cuando se es viejo y tan duras cuando se es joven? ¡Debería ser al contrario! Debería hacerse todo lo posible para animar a los jóvenes...

—¿No puedes pedir un préstamo a tu escuela? ¿O a un banco? Tienes un buen expediente...

—No tengo tiempo. Le he dado muchas vueltas a la cabeza, no encuentro la solución...

—No hay problema sin solución. Eso no existe.

—¡Eso es muy fácil de decir! —exclamó Hortense, a quien la lección empezaba a parecerle demasiado larga.

Miró su pollo asado y pensó en el pichón forrado que se le escapaba. Seguro que está pensando en Iris. Ella le amaba como quien ama a un cheque en blanco. Eso no es muy gratificante para un hombre.

—¿Estás pensando en Iris cuando me sueltas toda esa palabrería?

—No es palabrería.

—¡Pero yo no soy como ella! ¡Yo trabajo duro! Y no pido nada a nadie. Salvo a mamá, pero estrictamente lo mínimo...

—Iris también, al principio, trabajaba duro. En Columbia era una de las alumnas más brillantes de su grupo y después... todo se volvió demasiado fácil. Pensó que le bastaba con sonreír y aletear las pestañas. Dejó de trabajar, de tener ideas. Se dedicó a manipular, a hacer trampas... Al final terminó engañando a todo el mundo, ¡incluso a sí misma! A los veinte años era como tú, y después...

¡Qué deprisa cambian las cosas!, pensó Hortense. Cuando llegué era un hombre apuesto y, de pronto, parece triste. Ha bastado con que mencione el nombre de Iris para que su hermosa seguridad se desvanezca y para que retroceda a tientas hacia el pasado.

—Yo fui el primer responsable. La ayudé a acomodarse en la vida, fomenté sus ilusiones. ¡La tenía en tan alta estima! Acepté todas sus mentiras. Creí que la amaba... No hice más que estropearla. Hubiera podido ser alguien formidable.

Murmuraba, como si hablara consigo mismo, frívola, tan frívola...

Hortense dio un respingo y protestó:

—Todo eso es pasado. No me interesa. Lo que me interesa es el presente. Ahora. Lo que voy a hacer dentro de una hora. A quién me dirijo, cómo me las arreglo... ¡Lo demás me da igual! No es problema mío. Cada uno es responsable de su vida, Iris dejó escapar la suya, peor para ella, pero yo ¡debo encontrar tres mil libras o me corto las venas!

Philippe la escuchaba y se decía tiene razón. No debe pagar por la frivolidad de su tía. Ella es diferente, pero yo no quiero ser el artífice indirecto de su infelicidad.

El camarero vino a preguntarles si deseaban postre. Hortense no lo oyó. Ni siquiera había tocado su pollo asado. Ante su expresión de desánimo, Philippe dejó de pensar en Iris y volvió al presente:

—Te voy a decir lo que vas a hacer...

Hortense le miró fijamente, huraña.

—Escribirás una carta de intenciones. Bien estructurada: punto a, punto b, punto c... Menciona Saint-Martins, explica tu trayectoria, cómo fuiste elegida entre cientos de candidatos, cómo tuviste la idea, cuál es tu idea, cómo esperas desarrollarla, cuál es tu presupuesto, y yo te pondré en contacto con un inversor que, eventualmente, te hará ese préstamo o ese donativo, eso dependerá de tu habilidad para venderte... Tu suerte estará en tus manos y no en las mías. Emocionante, ¿no?

Hortense asintió. Una sonrisa pálida volvió a sus labios. Y después una auténtica sonrisa de calabaza de Halloween. Se relajó, se destensó. El desafío que le proponía le daba nuevas fuerzas. Buscó los cubiertos para atacar su pollo asado al estilo de las Landas y se dio cuenta de que el camarero se había llevado cubiertos y plato. Se quedó sorprendida, se encogió de hombros y cogió un colín que mordió con avidez. Tenía hambre y ahora estaba segura de poder obtener las tres mil libras que le faltaban.

—Siento lo que te dije sobre Iris, quizás he sido un poco violenta...

—Vamos a dejarnos de florituras entre nosotros, ¿de acuerdo?

—De acuerdo..., ¡se acabaron las florituras!

—Sólo tendrás que encontrar un argumento que halague al mecenas, hacerle creer que va a introducirse, gracias a ti, en el mundo del arte. A la gente que tiene mucho dinero le gusta pensar que tiene también mucho gusto y sentido de lo artístico. Presenta tus escaparates como una exposición, más que como una simple imagen de moda...

—Lo sé —respondió Hortense—, ya había desarrollado toda una argumentación que pretendía utilizar con Pichón Sofisticado. Se la endosaré...

Philippe sonrió, divertido.

—Porque, como ves, Philippe, yo no soy frívola, sino ligera... ¡Ligera en apariencia y rabiosa en el fondo! Nada me detendrá.

—Me encanta saberlo.

Fue a ver a Nicholas a
Liberty
. En medio de la agitación de su despacho, le pareció más guapo, más importante, más seductor. Casi misterioso. Se detuvo, atónita, y le dedicó una mirada afectuosa.

Él no se dio cuenta, debido a su excitación: había encontrado a un fotógrafo que aceptaba trabajar gratis.

—¿Tan malo es? —dijo Hortense.

—No, está intentando hacerse un book... Como es chino, le cuesta mucho conseguir visado y nunca puede viajar a Milán o a París, y eso le perjudica... La idea de ver su nombre en Harrods, trabajar para una francesa y además chica de Saint-Martins le motiva mucho, así que sé amable con él.

—¡No voy a morderle! ¡Haces que parezca un monstruo!

—Te espera en el pasillo.

Hortense se sobresaltó.

—¿Es ese gnomo peludo que mide un metro diez subido a una escalera?

—¡Eso es exactamente lo que quería evitar que dijeras! Es un fotógrafo muy bueno, que nos va a hacer unas fotos estupendas, y sin cobrar ni un céntimo... Así que compórtate.

Hortense le miró con aire circunspecto.

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