Llamo a la puerta con la aldaba y se oye el aullido de un perro, tan fuerte que hace temblar la puerta. Una voz de hombre dice:
—Deja de escandalizar, Macushla, o te doy un buen puntapié en el culo.
El escándalo cesa, se abre la puerta y aparece el hombre, que tiene el pelo blanco y lleva gafas gruesas, un suéter blanco y un bastón en la mano.
—¿Quién es? —dice—. ¿A quién tenemos aquí?
—El periódico, señor Timoney.
—No es Ab Sheehan, ¿verdad?
—Soy su sobrino, señor.
—¿Es Gerry Sheehan a quien tenemos aquí?
—No, señor. Soy Frank McCourt.
—¿Otro sobrino? ¿Es que los fabrica? ¿Tiene una pequeña fábrica de sobrinos en el patio de su casa? Toma el dinero de la quincena y dame el periódico, o quédatelo. ¿De qué me sirve a mí? Ya no puedo leer, y la señora Minihan, que debe leerme, no ha venido. El jerez la ha dejado sin piernas, eso es lo que le pasa. ¿Cómo te llamas?
—Frank, señor.
—¿Sabes leer?
—Sí, señor.
—¿Quieres ganarte seis peniques?
—Sí, señor.
—Ven aquí mañana. Te llamas Francis, ¿no?
—Frank, señor.
—Te llamas Francis. No ha habido ningún San Frank. Ese nombre es para gángsteres y políticos. Ven aquí mañana a las once para leerme.
—Sí, señor.
—¿Seguro que sabes leer?
—Sí, señor.
—Puedes llamarme «señor Timoney».
—Sí, señor Timoney.
El tío Pat está mascullando ante la verja, frotándose la pierna.
—¿Dónde está mi dinero? No debes ponerte a charlar con los clientes mientras yo estoy aquí con la pierna destrozada por la lluvia.
Tiene que hacer una parada en la taberna en Punch's Cross para tomarse una pinta para la pierna que tiene destrozada. Después de tomarse la pinta dice que no puede andar ni un centímetro más y tomamos un autobús. El cobrador dice:
—Billetes, por favor, billetes.
Pero el tío Pat le dice:
—Déjame en paz y no me fastidies, ¿no ves cómo tengo la pierna?
—Está bien, Ab, está bien.
El autobús se detiene en el monumento a O'Connell, y el tío Pat se dirige al café y freiduría de pescado y patatas del Monumento, de donde salen unos olores tan deliciosos que a mí me palpita de hambre el estómago. Pide un chelín de pescado frito y patatas fritas y a mí se me hace la boca agua, pero cuando llegamos a la puerta de casa de la abuela me da una moneda de tres peniques y me dice que nos veremos el viernes próximo y que ahora me vaya a casa con mi madre.
La perra Macushla está tendida ante la puerta del señor Timoney, y cuando abro la pequeña verja para entrar en el camino del jardín corre hacia mí y me derriba de espaldas en el empedrado, y me habría comido la cara si el señor Timoney no hubiera salido y se hubiera puesto a darle golpes con el bastón gritando:
—Déjalo en paz, puta, perra caníbal gigante. ¿Es que no has desayunado, so puta? ¿Estás bien, Francis? Pasa. Esa perra es hindú pura, y allí fue donde encontré a su madre, vagando por Bangalore. Si alguna vez te haces con un perro, Francis, procura que sea budista. Los perros budistas tienen buen carácter. No tengas nunca, jamás, un perro mahometano. Te comerán vivo mientras duermes. Ni tampoco un perro católico. Te comerán cualquier día, hasta los viernes. Siéntate y léeme.
—¿El
Limerick Leader,
señor Timoney?
—No, no me leas el maldito
Limerick Leader.
El
Limerick Leader
no me sirve ni para limpiarme el culo. Allí hay un libro en la mesa,
Los viajes de Gulliver.
No, no es eso lo que quiero que me leas. Busca al final del libro otra cosa,
Una humilde propuesta.
Léemelo. Empieza así: «Es triste objeto para los que andan...». ¿Lo has encontrado? Yo me lo sé de memoria, pero aun así quiero que me lo leas.
Cuando llevo leídas dos o tres páginas me interrumpe: —Lees bien. Y ¿qué te parece, Francis, eso de que un niño joven y sano bien criado es un alimento de lo más delicioso, nutritivo y sano, ya sea cocido, asado, al horno o hervido? ¿Eh? A Macushla le encantaría cenarse a un buen niño de pecho irlandés bien gordito, ¿verdad, vieja puta?
Me da seis peniques y me dice que vuelva el sábado siguiente.
Mamá está encantada de que me haya ganado seis peniques leyendo al señor Timoney y me pregunta si quería que le leyese el
Limerick Leader
o alguna otra cosa. Yo le digo que me hizo leer
Una humilde propuesta,
del final de
Los viajes de Gulliver.
—Eso está bien —me dice ella—, no es más que un libro para niños. Era de esperar que pidiera alguna cosa rara, pues está un poco ido después de los años que pasó al sol en el ejército inglés en la India, y dicen que se casó con una mujer hindú de ésas y que a ella la mató accidentalmente un soldado en unos disturbios o algo por el estilo. Una cosa así llevaría a cualquiera a leer libros para niños.
Mi madre dice que conoce a una tal señora Minihan que vive puerta con puerta con el señor Timoney y que le limpiaba la casa, pero que ya no aguantaba cómo se burlaba de la Iglesia Católica y lo que decía de que lo que para unos era pecado era una juerga para otros. A la señora Minihan no le importaba tomarse un trago de jerez los sábados por la mañana, pero luego él intentó convertirla al budismo, pues él decía que era budista, y decía que a los irlandeses les iría mucho mejor en general si se sentasen bajo un árbol y viesen flotar los diez mandamientos y los siete pecados capitales por el Shannon y perderse a lo lejos en el mar.
El viernes siguiente. Declan Collopy, el de la Cofradía, me ve repartir periódicos por la calle con mi tío Pat Shehan.
—Oye, Frankie McCourt, ¿qué haces con Pat Shehan? —Es mi tío.
—Deberías estar en la Cofradía.
—Estoy trabajando, Declan.
—No deberías estar trabajando. Ni siquiera has cumplido los diez años, y estás destrozando la asistencia de nuestra sección, que no tenía ninguna falta. Si no vas el viernes que viene, te daré un buen puñetazo en los morros, ¿entendido?
—Vete, vete —dice el tío Pat—, o te piso.
—Ah, cállese, señor Tonto que se cayó de cabeza.
Empuja al tío Pat en el hombro y lo tira de espaldas contra la pared. Yo dejo caer los periódicos y corro hacia él, pero él se aparta y me pega un puñetazo en la nuca y me doy con la frente en la pared, y me da tanta rabia que ya no lo veo. Lo ataco con brazos y piernas, y si pudiera arrancarle la cara con los dientes lo haría, pero él tiene los brazos largos como un gorila y no hace más que apartarme para que yo no lo pueda tocar.
—Jodido idiota, loco. Te voy a destrozar en la Cofradía —dice, y huye corriendo.
—No deberías pelearte así, y has dejado caer todos mis periódicos y algunos se han mojado, ¿y cómo voy a vender periódicos mojados? —dice el tío Pat, y a mí me dieron ganas de saltar sobre él también y de pegarle por hablar de los periódicos después de que yo lo defendiera de Declan Collopy.
Al final del trabajo de la noche me da tres patatas fritas de su bolsa y seis peniques en lugar de tres. Se queja de que es demasiado dinero y de que todo es por culpa de mi madre, porque fue a quejarse a la abuela de que me pagaba poco.
Mamá está encantada de que esté ganando seis peniques los viernes con el tío Pat y seis peniques los sábados con el señor Timoney. Un chelín a la semana se nota mucho, y ella me da dos peniques para que vaya a ver a la Pandilla en el Lyric cuando termine de leer.
A la mañana siguiente, el señor Timoney dice:
—Ya verás cuando lleguemos al
Gulliver,
Francis. Verás que Jonathan Swift fue el mejor escritor irlandés de la historia; más aún, fue el hombre más grande que ha tomado jamás la pluma. Un gigante, Francis.
No deja de reírse mientras leo
Una humilde propuesta,
y quién sabe de qué se ríe, pues el libro habla de guisar a los niños de pecho irlandeses.
—A ti también te hará gracia cuando seas mayor, Francis —dice.
A los mayores no les gustan los niños respondones, pero el señor Timoney es distinto y no le importa que yo le diga:
—Señor Timoney, las personas mayores siempre nos dicen eso: «Te hará gracia cuando seas mayor», «Lo entenderás cuando seas mayor». «Todo llegará cuando seas mayor».
Se ríe con tanta fuerza que temo que vaya a caerse.
—Ay, Madre de Dios, Francis. Eres un tesoro. ¿Qué te pasa? ¿Tienes una abeja en el culo? Dime qué te pasa.
—Nada, señor Timoney.
—Creo que tienes la cara larga, Francis, y me gustaría poder vértela. Acércate al espejo de la pared, Blancanieves, y dime si tienes la cara larga. Déjalo. Sólo dime qué te pasa.
—Declan Collopy se metió conmigo anoche y nos pegamos.
Me hace que le hable de la Cofradía, de Declan y de mi tío Pat Sheehan, que se cayó de cabeza, y después me dice que conoce a mi tío Pa Keating, que respiró gases en la guerra y que trabaja en la Fábrica de Gas.
—Pa Keating es una joya de hombre —dice—. Y te diré lo que voy a hacer, Francis. Voy a hablar con Pa Keating e iremos a hablar con los matones de la Cofradía. Yo soy budista y no soy partidario de las peleas, pero tampoco he perdido el coraje. No se van a meter con mi lectorcito, por Dios que no.
El señor Timoney es viejo, pero habla como un amigo y yo puedo decir delante de él lo que siento. Papá no hablaría nunca conmigo como el señor Timoney. Él diría:
«Och,
sí» y se iría a dar un largo paseo.
El tío Pat Sheehan dice a la abuela que ya no quiere que yo le ayude con los periódicos, que puede buscarse otro chico mucho más barato y que cree, además, que yo debería darle una parte de los seis peniques del sábado por la mañana, porque si encontré el trabajo de lector fue gracias a él.
Una mujer que vive en la casa contigua a la del señor Timoney me dice que no pierda el tiempo llamando a la puerta, porque Macushla mordió al cartero, al lechero y a una monja que pasaba por la calle en un solo día, y el señor Timoney no pudo dejar de reírse, aunque lloró cuando se llevaron a la perra para sacrificarla. Se puede morder a los carteros y a los lecheros todo lo que se quiera, pero el caso de la monja que pasaba por la calle llega a oídos del obispo y éste toma medidas, sobre todo si el propietario de la perra es un budista declarado y un peligro para los buenos católicos que lo rodean. Dijeron todo esto al señor Timoney y él lloraba y se reía con tanta fuerza que vino el médico y dijo que era irrecuperable, de modo que se lo llevaron al Asilo Municipal, donde meten a los viejos que están desvalidos o dementes.
Así se acabaron mis seis peniques de los sábados, pero yo leeré para el señor Timoney cobrando o sin cobrar. Espero en la calle a que la mujer de la casa de al lado vuelva a entrar, entro por la ventana del señor Timoney, recojo
Los viajes de Gulliver
y me doy una caminata de varias millas hasta el Asilo Municipal para que él no eche en falta su lectura. El portero me dice:
—¿Cómo? ¿Que quieres leer para un viejo? ¿Es que me estás tomando el pelo? Lárgate de aquí o llamo a un guardia.
—¿Puedo dejar el libro para que alguien se lo lea al señor Timoney?
—Déjalo. Déjalo, por Dios, y no me molestes más. Se lo haré subir. .
Y se ríe.
—¿Qué te pasa? —me pregunta mamá—. ¿Por qué estás tan deprimido?
Y yo le cuento que el tío Pat ya no quiere que trabaje con él y que han metido al señor Timoney en el Asilo Municipal sólo por reírse de que Macushla hubiera mordido al cartero, al lechero y a una monja que pasaba por la calle. Ella se ríe también, y yo ya no dudo de que el mundo se ha vuelto loco. Después dice:
—Ay, lo siento, y es una pena que hayas perdido dos trabajos. Más vale que vuelvas a la Cofradía para que no venga la Patrulla y, lo que sería peor, el director, el padre Gorey.
Declan hace que me siente ante él y me dice que si cometo la menor pillería me parte el jodido cuello, pues me va a tener la vista encima mientras él sea prefecto, y un mierdecilla como yo no le va a impedir que pase una vida entera dedicada al linóleo.
Mamá dice que le cuesta trabajo subir las escaleras y traslada su cama a la cocina.
—Volveré a Sorrento cuando las paredes estén húmedas y entre la lluvia por debajo de la puerta —dice riéndose. Tenemos vacaciones en la escuela y ella puede quedarse en cama en la cocina todo el tiempo que quiera, pues no tiene que levantarse para levantarnos a nosotros. Papá enciende el fuego, prepara el té, corta el pan, comprueba que nos lavamos la cara y nos dice que salgamos a jugar. Nos deja quedarnos en la cama si queremos, pero a uno no le apetece nunca quedarse en la cama cuando no hay clase. Estamos dispuestos a salir corriendo y a jugar en el callejón desde el momento en que nos despertamos.
Un día de julio nos dice que no podemos bajar. Tenemos que quedarnos a jugar en el piso de arriba.
—¿Por qué, papá?
—No importa. Juega aquí con Malachy y con Michael y podrás bajar más tarde, cuando yo te lo diga.
Se queda en la puerta por si nos pasa por la cabeza la idea de bajar por las escaleras. Nosotros levantamos la manta con los pies y jugamos a que estamos en una tienda de campaña, Robin Hood y sus alegres hombres. Cazamos pulgas y las aplastamos entre las uñas de los pulgares.
De pronto se oye el llanto de un niño, y Malachy pregunta:
—Papá, ¿ha recibido mamá un niño nuevo?
—Och,
sí, hijo mío.
Como yo soy mayor, tengo que explicar a Malachy que la cama está en la cocina para que pueda bajar volando el ángel a dejar al niño en el séptimo peldaño, pero Malachy no lo entiende porque sólo tiene ocho años para cumplir nueve, y yo voy a cumplir los diez el mes que viene.
Mamá está en la cama con el niño nuevo. El niño tiene la cara grande y gorda y está todo rojo. En la cocina hay una mujer con uniforme de enfermera y nosotros sabemos que viene para lavar a los niños nuevos, que siempre llegan sucios del largo viaje con el ángel. Queremos hacer cosquillas al niño, pero la enfermera dice:
—No, no, podéis mirarlo, pero no le pongáis un solo dedo encima.
«No le pongáis un solo dedo encima». Así hablan las enfermeras.
Nos sentamos a la mesa con nuestro té y con nuestro pan mirando a nuestro nuevo hermano, pero él no abre siquiera los ojos para devolvernos la mirada, de modo que salimos a jugar.
Al cabo de pocos días, mamá sale de la cama y se sienta junto al fuego con el niño en su regazo. El niño tiene los ojos abiertos y cuando le hacemos cosquillas hace gorgoritos, se le mueve la tripa y eso nos hace reír. Papá le hace cosquillas y canta una canción escocesa: