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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (43 page)

—Yo quiero más —dijo Gary.

Chipper tenía algo atravesado en la garganta, una desolación tan obstructiva que tampoco habría podido tragar mucho, de todas maneras. Pero cuando se enfadó fue al ver que su hermano se estaba zampando, tan campante, un segundo plato de Venganza; por un momento, comprendió que su cena entera también era devorable en un segundo, que podía quitarse de encima sus obligaciones y recuperar la libertad, y de hecho llegó a agarrar el tenedor y darle un tiento al escarpado taco de su nabicol, enganchando un pedazo en los dientes del cubierto y acercándoselo a la boca. Pero el nabicol olía a muela picada y se había enfriado —tenía la misma textura y la misma temperatura que una caca de perro al frío de la mañana—, y a él se le revolvieron las tripas en una náusea refleja que le hizo doblar el espinazo hacia delante.

—Me encanta el nabicol —dijo Gary, inconcebiblemente.

—Yo podría vivir sólo de verdura —corroboró Enid.

—Más leche —dijo Chipper, respirando con dificultad.

—Chipper, tápate la nariz, si no te gusta —dijo Gary.

Alfred se fue llevando a la boca la Venganza entera, trozo a trozo, masticando de prisa y tragando mecánicamente, diciéndose que por peores cosas había pasado.

—Chip —dijo—, tienes que comerte un trozo de cada cosa. No te vas a levantar de la mesa hasta que no lo hagas.

—Más leche.

—Primero comes, luego bebes. ¿Está claro?

—Leche.

—¿Vale si se tapa la nariz? —dijo Gary.

—Más leche, por favor.

—Bueno, hasta aquí hemos llegado —dijo Alfred.

Chipper guardó silencio. Sus ojos recorrían el plato una y otra vez, pero no había sido previsor, y en el plato no había más que horrores. Levantó el vaso y, en silencio, hizo que una gotita de leche tibia se deslizara pendiente abajo, encaminándola hacia su boca. Sacó la lengua para recibirla.

—Pon el vaso en la mesa, Chip.

—Bueno, vale que se tape la nariz, pero entonces tiene que comer
dos
trozos de cada cosa.

—Teléfono. Contesta tú, Gary.

—¿Qué hay de postre? —dijo Chipper.

—Tenemos piña natural, buenísima.

—Pero ¡por Dios!, Enid…

—¿Qué?

Enid pestañeó con inocencia, o con falsa inocencia.

—Por lo menos le puedes dar una galleta, o una tarta Eskimo, si se toma la cena…

—Pero es que la piña está muy dulce. Se te deshace en la boca.

—Es el señor Meisner, papá.

Alfred se inclinó sobre el plato de Chipper y de un solo movimiento de tenedor apartó todo el contenido menos un trozo de nabicol. Quería mucho al chico: se metió en la boca aquel amasijo frío y venenoso y lo precipitó por la garganta abajo, con un escalofrío.

—Cómete lo que queda —dijo—, come un poco de lo otro, y podrás tomar postre —se puso en pie—. Iré a comprarlo yo, si hace falta.

Cuando pasó junto a Enid, camino de la cocina, ella se hizo a un lado sin moverse de la silla.

—Sí —dijo Alfred al teléfono.

Por el aparato llegaba la humedad y los ruidos caseros, la calidez y la indefinición del Reino de Meisner.

—Al —dijo Chuck—, estaba mirando el periódico, ya te imaginas, las acciones de Erie Belt. Cinco y cinco octavos me parece bajísimo. ¿Estás seguro de eso que me has dicho de la Midland Pacific?

—Salí de Cleveland en automóvil con el señor Replogle. Me dijo que el Consejo de Administración está esperando un último informe sobre tendidos y estructuras. Ese informe se lo daré yo el lunes.

—La Midland Pacific lo lleva muy en secreto.

—Mira, Chuck, no puedo hacer ninguna recomendación, y, por otra parte, tienes razón, hay varias cuestiones sin resolver…

—Al, Al —dijo Chuck—. Tienes una conciencia muy potente, y todos te lo agradecemos. Te dejo que sigas cenando.

Alfred colgó odiando a Chuck como habría odiado a cualquier chica con la que hubiera sido lo suficientemente indisciplinado como para llegar a algo. Chuck era banquero, y le iba muy bien. Estaba bien invertir la inocencia en algo que valiera la pena, y quién mejor que un buen vecino, pero no le parecía que nadie valiese en realidad la pena. Tenía las manos llenas de excremento.

—¿Quieres piña, Gary? —dijo Enid.

—Sí, por favor.

A Chip lo había dejado un poco tarumba la virtual desaparición de las verduras de su plato. ¡Las cosas iban m-m-mejo-rando! Con mano maestra, pavimentó un cuadrante del plato con lo que quedaba de nabicol, alisando el asfalto amarillo con el tenedor. ¿Por qué mantenerse en la desagradable realidad del hígado y las hojas de remolacha, existiendo un futuro edificable en el que su padre acabara comiéndose también esa otra parte de la cena? ¡A mí las galletas!, diría Chipper. ¡Y la tarta Eskimo!

Enid llevó tres platos vacíos a la cocina.

Alfred, junto al teléfono, escrutaba el reloj que había encima del fregadero. Era esa maligna hora de serán las cinco en que el enfermo de gripe despierta de los enfebrecidos sueños de la siesta. Una hora de las cinco y poco, un simulacro de las verdaderas cinco. En la esfera del reloj, el alivio del orden —las dos agujas detenidas en números enteros— sólo se producía una vez por hora. Ningún otro momento cuadraba bien, de modo que todos ellos contenían en potencia el infortunio de la gripe.

Y sufrir así, sin razón, sabiendo que no hay orden moral en la gripe, ni justicia en los jugos de dolor que su cerebro segregaba. El mundo no es sino la materialización de una Voluntad eterna y ciega.

(
Schopenhauer:
Una parte nada desdeñable del tormento que supone la existencia consiste en la continua presión que el Tiempo ejerce sobre nosotros, yéndonos siempre en pos, sin permitirnos recuperar el aliento, como un domador con su látigo).

—Supongo que tú no querrás piña —dijo Enid—. Te irás a comprar tu propio postre.

—Déjalo como está, Enid. Me gustaría que por una vez en tu vida supieras dejar algo como está.

Con la piña en brazos, Enid le preguntó por qué había llamado Chuck.

—Luego hablamos de eso —dijo Alfred, mientras volvía al comedor.

—Papá —empezó Chipper.

—Mira, muchacho: acabo de hacerte un favor. Ahora házmelo tú a mí y deja de jugar con la comida y termina con la cena.
Ahora mismo.
¿Me entiendes? Vas a terminar ahora mismo, o no va a haber postre ni nada que te guste en lo que queda de noche, ni mañana por la noche, y no te vas a levantar de la mesa mientras no hayas terminado.

—Sí, papá, pero ¿podrías…?

—AHORA MISMO, ¿ME ENTIENDES, O TENGO QUE EXPLICÁRTELO CON UNA BUENA AZOTAINA?

Las amígdalas segregan un mucus amoníaco cuando se les agolpan detrás las verdaderas lágrimas. A Chipper se le torció la boca para aquí y para allá. Vio bajo una nueva luz el plato que tenía delante. Era como si la comida se hubiese trocado en un compañero inaguantable, de cuya presencia, hasta ahora, había creído que podría librarse, por la intercesión de instancias superiores. Ahora se daba plena cuenta de que a la comida y él les quedaba mucho camino por recorrer en compañía.

Ahora lamentaba con hondo y verdadero sentimiento la muerte de su beicon, con lo poquita cosa que era.

Pero, curiosamente, no se echó a llorar en seguida.

Alfred se retiró al sótano dando grandes zapatazos y grandes portazos.

Gary se mantuvo inmóvil en su silla, multiplicando números enteros en la cabeza.

Enid hincó un cuchillo en la barriga de la piña, color ictericia. Había llegado a la conclusión de que Chipper era exactamente igual que su padre: tenía hambre, pero no había quien le diera de comer. Convertía la comida en vergüenza. Preparar una buena comida y luego ver que la reciben con esmerado disgusto, ver a un hijo a punto de vomitar de asco con los cereales del desayuno: esas cosas se le atragantaban a una en el buche materno. Chipper sólo quería leche con galletas, leche con galletas. Los pediatras decían: «No ceda. Ya le entrará hambre y acabará comiendo otra cosa». Así que Enid intentaba ser paciente, pero Chipper se sentaba a la mesa y declaraba: «¡Esto huele a vomitajos!» Cabía la posibilidad de darle un golpe en la muñeca por haberlo dicho, pero luego lo decía con la cara, y se le podía pegar por poner caras, pero luego lo decía con los ojos, y los correctivos tienen un límite. Total: que no había modo de penetrar en aquellos iris azules y erradicar el desagrado del chico.

Últimamente se pasaba el día dándole emparedados de queso a la plancha, reservando para la cena las verduras amarillas y frondosas imprescindibles en una dieta equilibrada, haciendo así que fuera Alfred quien librara sus batallas por ella.

Había algo casi enjundioso y casi sexual en permitir que el chico, tan molesto, fuera castigado por su marido; en quedarse a un lado, intachable, mientras el chico sufría las consecuencias de haberle hecho daño a ella.

Lo que se descubre sobre uno mismo cuando se educa a los hijos no es siempre agradable o atractivo.

Llevó dos platos de piña al comedor. Chipper permanecía con la cabeza gacha, pero el hijo a quien sí le gustaba comer se abalanzó con muchas ganas sobre su plato.

Gary sorbía y se ventilaba, consumiendo piña sin decir palabra.

El campo de nabicol, color amarillo caca de perro; el hígado envuelto en fritura y, por consiguiente, incapaz de yacer a ras de plato; la bola de hojas de remolacha fibrosas, contorsionadas, pero aún sin tocar, como un pájaro húmedamente comprimido dentro de su huevo, o como un cadáver antiguo, con su envoltura, en un cenagal… Las relaciones espaciales entre estos alimentos habían dejado de parecerle aleatorias a Chipper, para convertirse en algo muy parecido a la permanencia, a la finalidad.

La comida se retiraba, o quizá fuese que una nueva melancolía la dejaba en la sombra. El disgusto de Chipper se hizo algo menos inmediato: dejó de pensar en comer. Se estaban abriendo camino, agolpándose, nuevas fuentes de rechazo.

Pronto quedó recogida la mesa, con excepción de su salva manteles y su plato. La luz ganó aspereza. Oyó a su madre y a Gary hablando de cualquier cosa, mientras ella lavaba los platos y Gary los secaba. Más tarde, los pasos de Gary bajando la escalera del sótano. El toc-toc metrónomo de la pelota de ping-pong. Nuevos desolados repiques de cacharros agarrados por el asa y sumergidos en el agua del fregadero. Volvió a aparecer su madre.

—Cómete eso, Chipper. Pórtate como un chico mayor.

Había llegado a una situación en que nada que le dijera su madre podía afectarle. Se sentía casi contento, todo cabeza, sin ninguna emoción. Hasta el trasero se le había quedado insensible, de tanto apretar la silla.

—Papá no va a permitir que te levantes hasta que te hayas comido todo eso. Acaba de una vez y te quedas libre hasta la hora de acostarte.

Si hubiera existido la libertad hasta la hora de acostarse, él habría podido pasarse en la ventana todo el tiempo restante, al acecho de Cindy Meisner.

—Nombre adjetivo —dijo su madre—, preposición pronombre imperfecto de subjuntivo pronombre me echaría todo esto al coleto de una sola vez adverbio temporal preposición posesivo verbo artículo sustantivo.

Era curioso lo poco obligado que se sentía a comprender las palabras a él dirigidas. Era curioso su sentido de la libertad incluso ante la mínima tarea de descifrar el lenguaje hablado.

Enid dejó de atormentarlo y bajó al sótano, donde Alfred estaba encerrado en su laboratorio y Gary iba amontonando («treinta y siete, treinta y ocho») golpes consecutivos con la paleta.

—¿Toc-toc? —dijo Enid, inclinando la cabeza en invitación.

Le estorbaba el embarazo, o al menos la idea de estar embarazada, y Gary podría haberla machacado, pero era tan evidente el extraordinario placer que le producía el hecho de que alguien jugara con ella, que el chico se desconectó del asunto, multiplicando mentalmente el tanteo o marcándose pequeños desafíos, como devolver la pelota a un cuadrante distinto cada vez. Todos los días, después de cenar, le tocaba poner a prueba su capacidad para aguantar alguna de esas actividades tan aburridas que les encantan a los padres. Ese talento suyo se le antojaba de vital importancia. Estaba convencido de que un gran daño le sobrevendría en cuanto perdiera la capacidad de mantener vivas las ilusiones de su madre.

Y qué vulnerable parecía esta noche. El ajetreo de la cena y de los platos le había aflojado los rizos de rulo. Pequeñas manchas de sudor florecían en su corpiño de algodón. Había tenido las manos en guantes de látex, y se le habían puesto coloradas como lenguas.

Le envió una cortada sin réplica posible y la pelota, tras rebotar en la línea, fue dando botes hasta chocar contra la puerta cerrada del laboratorio metalúrgico y, perdido el impulso, quedarse quieta. Enid la persiguió con cuidado. Qué silencio, qué oscuridad, las que había detrás de aquella puerta. No parecía que Al hubiese encendido la luz.

Había cosas de comer que incluso a Gary le parecían aborrecibles —las coles de Bruselas, okra hervida—, y Chipper había visto la pragmática palma de la mano fraterna agarrar cosas desagradables y arrojarlas a algún matorral espeso, por la puerta trasera, en verano, o escondérselas en alguna parte y tirarlas luego al váter, en invierno. Ahora que estaba solo en la planta baja, bien podría Chipper haber hecho desaparecer su hígado y sus hojas de remolacha. Problema: su padre pensaría que se las había comido, y comérselas era exactamente lo que en este momento se estaba negando a hacer. La comida en el plato era indispensable como prueba de su negativa.

Con mucha minucia, separó la costra de harina que cubría el hígado y se la comió. Le costó diez minutos. La desnuda superficie del hígado no era para deleitar los ojos en ella.

Desplegó las hojas de remolacha y las dispuso de otro modo.

Examinó el tejido de su salvamanteles.

Escuchó los botes de la pelota, los exagerados gemidos de su madre y sus exasperantes gritos de ánimo («Uuu, muy bien, Gary»). Peor que una paliza, peor incluso que el mismísimo hígado, era el sonido de alguien que no fuera él jugando al ping-pong. Sólo el silencio era aceptable, por infinito en potencia. El tanteo del pimpón iba subiendo hasta llegar a veintiuno, y ahí terminaba la partida, y luego eran dos partidas, y luego tres, y para las personas implicadas en el juego aquello estaba muy bien, porque se habían divertido, pero no estaba nada bien para el chico sentado a la mesa, un piso más arriba. Había participado en los sonidos del juego, invirtiendo en ellos con toda esperanza, hasta el punto de desear que no cesaran nunca. Pero cesaron, y el seguía sentado a la mesa, sólo que media hora más tarde. El tiempo de después de cenar, devorándose a sí mismo en un ejercicio de futilidad. Ya a la edad de siete años intuía Chipper que aquel sentimiento de futilidad iba a ser una constante en su vida. Una espera aburrida y, luego, una promesa sin cumplir, y darse cuenta, con terror, de lo tarde que era.

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