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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (54 page)

—Te has quedado dormido en la ducha, Al —dijo—. Ése no es sitio para dormir.

Una vez que lo hubo despertado, empezó a lavarse los dientes. Alfred abrió unos ojos desdemenciados y pasó revista a la situación.

—Uf, me he quedado tieso —dijo.

—¿Qué demonios estabas haciendo ahí? —le gargarizó Enid a través de la espuma fluorada, sin dejar de cepillarse alegremente.

—Se me revolvió todo durante la noche —dijo él—. He tenido unos sueños…

Enid estaba descubriendo que en brazos de Aslan poseía nuevas reservas de paciencia para forzar la muñeca y dale que te pego y cepillarse el lateral de las muelas como le recomendaba el dentista. Observó con un interés entre medio y bajo el proceso por el que Alfred iba alcanzando la plena verticalidad, a base de apuntalarse, apalancarse, izarse, estabilizarse y controlar el grado de inclinación. De la cintura le colgaba un taparrabos loco, hecho de jirones y nudos de pañal.

—Mira esto —dijo, moviendo la cabeza—. Pero mira esto.

—He dormido maravillosamente —contestó ella.

—¿Cómo están nuestros queridos flotantes esta mañana? —preguntó a la mesa la coordinadora de actividades diversas, Suzy Ghosh, con voz de melena en un anuncio de champú.

—Pasó la noche y no hemos naufragado, si es eso lo que quiere decir usted —dijo Sylvia Roth.

Los noruegos monopolizaron inmediatamente a Suzy con un complicadísimo interrogatorio sobre
lap swimming
en la piscina mayor del
Gunnar Myrdal.

—Vaya, vaya, Signe, qué sorpresa tan grande —comentó el señor Söderblad a su mujer, a volumen indiscreto—. Los Nygren tienen una pregunta muy larga para la señorita Ghosh, esta mañana.

—Sí, Stig, nunca dejan de tener alguna pregunta muy larga, ¿verdad? Son unas personas muy meticulosas, nuestros queridos Nygren.

Ted Roth hizo girar medio pomelo como en un torno de alfarero, desnudándole la carne.

—La historia del carbón —dijo— es la del planeta. ¿Está usted al corriente del efecto invernadero?

—Libre de los tres impuestos —dijo Enid.

Alfred asintió:

—Conozco el efecto invernadero, sí.

—A veces tienes que cortar tú mismo los cupones, y suelo olvidarme —dijo Enid.

—La tierra estaba más caliente hace cuatro mil millones de años —dijo el doctor Roth—. La atmósfera era irrespirable. Metano, dióxido de carbono, sulfuro de hidrógeno.

—Claro que a nuestra edad los ingresos cuentan más que el crecimiento.

—La naturaleza aún no había aprendido a descomponer la celulosa. Cuando caía un árbol, ahí se quedaba, en el suelo, y luego le caía otro encima y lo enterraba. Esto era en el Carbonífero. La tierra era una lujosa debacle. Y en el transcurso de millones y millones de años cayéndose los árboles unos encima de otros, casi todo el carbono desapareció del aire y quedó enterrado. Y así ha seguido hasta ayer mismo, hablando en términos geológicos.


Lap-swimming,
Signe. ¿Será algo así como el
lap-dancing?

—Hay gente verdaderamente desagradable —dijo la señora Nygren.

—Hoy en día, lo que ocurre cuando un tronco cae al suelo es que los hongos y los microbios lo digieren, y todo el carbono regresa al cielo. Nunca podrá haber otro período Carbonífero. Jamás. Porque no hay modo de enseñarle a la Naturaleza a no biodegradar la celulosa.

—Ahora se llama Orfic Midland —dijo Enid.

—Los mamíferos llegaron con el enfriamiento de la Tierra. Escarcha en las calabazas. Cosas peludas en madrigueras. Pero ahora somos unos mamíferos muy inteligentes y estamos extrayendo todo el carbono enterrado para devolverlo a la atmósfera.

—Creo que nosotros tenemos alguna acción de la Orfic Midland —dijo Sylvia.

—Sí, en efecto —dijo Per Nygren— nosotros también tenemos alguna acción de la Orfic Midland.

—Si lo dice Per —dijo la señora Nygren.

—Punto redondo —dijo el señor Söderblad.

—Una vez que hayamos quemado todo el carbón y todo el petróleo y todo el gas —dijo el doctor Roth—, habremos recuperado la atmósfera de antaño. Una atmósfera tórrida y desagradable, que nadie ha conocido en los últimos trescientos millones de años. Así será, en cuanto liberemos al genio del carbono de su botella lítica.

—Noruega tiene un sistema de jubilación verdaderamente soberbio, hum, pero yo complemento la cobertura nacional con un fondo privado. Per no deja pasar una mañana sin comprobar el precio de cada acción del fondo. Hay bastantes acciones norteamericanas. ¿Cuántas son, Per?

—Cuarenta y seis en este momento —dijo Per Nygren—. Si no me equivoco, Orfic es el acrónimo de Oak Ridge Fiduciary Investment Corporation. Las acciones vienen sosteniéndose muy bien y dan un dividendo muy saneado.

—Fascinante —dijo el señor Söderblad—. ¿Dónde está mi café?

—Pero oye, Stig, —dijo Signe Söderblad—, estoy segura de que nosotros también tenemos acciones de esas, de Orfic Midland.

—Tenemos muchísimas acciones. No pretenderás que me acuerde de cómo se llaman. Y, además, la letra de los periódicos es diminuta.

—La moraleja de la historia es: no reciclemos el plástico. Enviemos el plástico a los vertederos industriales. Dejemos el carbono bajo tierra.

—Si de Al hubiera dependido, tendríamos todo el dinero en la cartilla de ahorros.

—Hay que enterrarlo. Enterrarlo. Hay que mantener a raya al genio de la botella.

—Y yo tengo una afección ocular que me hace muy dolorosa la lectura —dijo el señor Söderblad.

—¿De veras? —dijo la señora Nygren, con acrimonia—. ¿Qué nombre médico tiene esa afección?

—Me encantan estos días tan frescos del otoño —dijo el doctor Roth.

—Aunque, claro —dijo la señora Nygren—, para enterarse del nombre de la afección tendría usted que leerlo, y eso le duele.

—Este planeta es un pañuelo.

—Hay lo que se llama ojo perezoso o vago, pero que ocurra en los dos ojos al mismo tiempo…

—De hecho, no es posible —dijo el señor Nygren—. El síndrome del ojo perezoso, o ambliopía, es una afección en la que un ojo asume el trabajo del otro. De modo que si un ojo es perezoso, el otro, por definición…

—Déjalo ya, Per —dijo la señora Nygren.

—¡Inga!

—Camarero, un poco más.

—Imaginemos la clase media alta de Uzbekistán —dijo el doctor Roth—. Una familia tiene el mismo Ford Stomper que tenemos nosotros. De hecho, la única diferencia entre nuestra clase media alta y su clase media alta es que en Uzbekistán no hay ninguna familia, ni siquiera la más rica del pueblo, que tenga instalación sanitaria interior.

—Soy consciente —dijo el señor Söderblad— que mi condición de no lector me hace inferior a todos los ciudadanos noruegos. Lo reconozco.

—Moscas como alrededor de algo que lleva cuatro días muerto. Un cubo de cenizas para espolvorear en el agujero. Lo poquito que se ve hacia abajo ya es más de lo que le apetece a uno ver. Y un Ford Stomper resplandeciente aparcado delante de la casa. Y nos graban en vídeo mientras nosotros los grabamos a ellos en vídeo.

—Y, sin embargo, a pesar de esta incapacidad mía, me las apaño muy bien para gozar de alguna cosa que otra, en esta vida.

—Pero qué vacuos deben de ser nuestros placeres, Stig —dijo Signe Söderblad—, comparados con los gozos de los Nygren.

—Sí, ellos parecen experimentar los más profundos y perdurables placeres de la mente. Y, dicho sea de paso, Signe, hay que ver lo bien que te sienta el vestido que llevas hoy. El mismísimo señor Nygren te lo está admirando, a pesar de los profundos y perdurables placeres que sabe hallar en otras cosas.

—Vámonos de aquí, Per —dijo la señora Nygren—. Nos están insultando.

—¿Has oído, Stig? Los Nygren han sido insultados y van a abandonarnos.

—Qué pena. Con lo divertidos que son.

—Nuestros hijos viven todos en el este, ahora —dijo Enid—. Parece que ya no queda nadie a quien le guste el Medio Oeste.

—Estoy esperando el momento oportuno, amigo —dijo una voz familiar.

—La cajera del comedor de ejecutivos de Du Pont era de Uzbekistán. Seguro que habré visto uzbekistaníes en el IKEA de Plymouth Meeting. No estamos hablando de extraterrestres. Los uzbekistaníes llevan gafas. Y vuelan en aviones.

—A la vuelta pararemos en Filadelfia, para comer en su nuevo restaurante. ¿Cómo se llama? ¿El Generador?

—Qué bárbaro, Enid, ¿es ése el restaurante de tu hija? No hará ni dos semanas que hemos estado Ted y yo.

—El mundo es un pañuelo —dijo Enid.

—Cenamos espléndidamente. Algo inolvidable.

—De modo que, en resumidas cuentas, nos hemos gastado seis mil dólares para que nos recuerden a qué huele una letrina.

—Eso es algo que yo nunca olvidaré —dijo Alfred.

—¡Y todavía hay que dar las gracias por la letrina! Eso es lo que se saca viajando por el extranjero. Algo que en modo alguno puede darte la televisión y los libros, algo que hay que experimentar de primera mano. Quítanos la letrina y será como si hubiéramos tirado seis mil dólares por la ventana.

—¿Vamos a la Cubierta del Sol a freímos los sesos?

—Sí, sí, Stig, vamos. Estoy intelectualmente exhausta.

—Demos gracias a Dios por la pobreza. Demos gracias a Dios por lo de conducir por la izquierda. Demos gracias a Dios por Babel. Demos gracias a Dios por los voltajes raros y los enchufes de formas pintorescas —el doctor Roth se bajó las gafas para observar, por encima de las lentes, el éxodo sueco—. Así, de pasada, señalemos que todos los vestidos que lleva esa mujer están pensados para quitárselos a toda prisa.

—Nunca he visto a Ted con tantas ganas de desayunar —dijo Sylvia—. Y de comer. Y de cenar.

—Deslumbrantes panoramas nórdicos —dijo Roth—. ¿No es a eso a lo que hemos venido?

Alfred, incómodo, bajó la vista. También a Enid se le clavó en la garganta una espinita de gazmoñería.

—¿Será verdad que padece una afección ocular? —logró decir, de todas formas.

—Desde luego tiene un ojo excelente, al menos en un sentido.

—Ya vale, Ted.

—Es un tópico manido, per se, que la bomba sueca sea un tópico manido.

—Ya vale.

El ex vicepresidente de Control de Calidad volvió a colocarse las gafas en su sitio de la nariz y miró a Alfred.

—Me gustaría saber si la razón de que estemos tan deprimidos está en la ausencia de fronteras. Ya no podemos seguir creyendo que haya sitios donde nadie ha estado nunca. No sé si no estará creándose una especie de depresión colectiva, en el mundo entero.

—Esta mañana es una maravilla lo bien que me encuentro. De lo estupendamente que he dormido.

—Las ratas de laboratorio se ponen muy inquietas en condiciones de superpoblación.

—La verdad, Enid, pareces otra. Dime que no tiene nada que ver con el médico ese de la Cubierta D. He oído cosas.

—¿Cosas?

—La llamada ciberfrontera —dijo el doctor Roth—, pero ¿qué tiene de salvaje?

—Un fármaco que se llama Aslan —dijo Sylvia.

—¿Aslan?

—La llamada frontera espacial —dijo el doctor Roth—; pero a mí me gusta la Tierra. Es un buen planeta. Tiene una atmósfera con escasez de cianuro, de ácido sulfúrico, de amoníaco. Algo de que no todos los planetas pueden presumir.

—La ayudita de la abuela. Creo que lo llaman así.

—Pero incluso en tu casa grande y tranquila te sientes agobiado si hay una casa grande y tranquila en las antípodas y en todos los puntos intermedios.

—Yo lo único que pido es un poco de intimidad —dijo Alfred.

—Entre Groenlandia y las Malvinas no hay una sola playa que no esté en peligro de desarrollo. Ni una sola hectárea sin desbrozar.

—Ay, pero ¿qué hora es? —dijo Enid—. No vayamos a perdernos la conferencia.

—A Sylvia no le ocurre lo mismo. A ella le encanta la bullanguería de los muelles.

—Sí que me gusta la bullanga —dijo Sylvia.

—Pasarelas, portillas, estibadores. Le encanta el estruendo de las bocinas. Para mí, esto es un parque temático flotante.

—Hay que tolerar cierto grado de fantasía —dijo Alfred—. No puede evitarse.

—Mi estómago y Uzbekistán no hicieron muy buenas migas —dijo Sylvia.

—Me gusta el despilfarro que hay por ahí arriba —dijo el doctor Roth—. Es bueno ver tantísima distancia desperdiciada.

—Está usted echándole romanticismo a la pobreza.

—¿Perdóneme?

—Nosotros hemos estado en Bulgaria —dijo Alfred—. No sé nada de Uzbekistán, pero hemos estado en China. Todo lo que se veía desde el tren, pero todo, lo habría echado abajo yo. Si de mí hubiera dependido, lo habría echado abajo todo y a empezar desde cero. Las casas no tienen por qué ser bonitas, hay que hacerlas sólidas. Instalar fontanería. Una buena pared de cemento y un techo sin goteras. Eso es lo que necesitan los chinos. Alcantarillado. Fíjese en los alemanes, el esfuerzo de reconstrucción que hicieron. Ése sí que es un país modelo.

—Pues a mí que no me pongan en la mesa un pescado del Rin. Si alguno queda.

—Todo eso son tonterías ecologistas.

—Eres demasiado inteligente como para pensar que son tonterías, Alfred.

—Tengo que ir al cuarto de baño.

—Al, cuando termines, lo que deberías hacer es ir a buscar un libro y leer un rato. Sylvia y yo nos vamos a la conferencia sobre inversiones. Tú quédate al sol. Y relájate relájate relájate.

Tenía días mejores y días peores. Era igual que si al echarse a dormir ciertos humores se le congregasen en los sitios adecuados o en los sitios inadecuados, como el adobo alrededor de un filete de falda, y, en consecuencia, sus nervios, a la mañana siguiente, tenían o no tenían ración bastante de lo que les hacía falta o no les hacía falta; igual que si su claridad mental dependiera de algo tan simple como haber dormido sobre un costado o haber dormido boca arriba la noche anterior; o, más preocupante aún, igual que si fuera un transistor estropeado, que, tras ser objeto de vigorosas sacudidas, lo mismo puede volver a funcionar alto y claro que no vomitar más que estática entretejida de frases inconexas o alguna ráfaga suelta de notas musicales.

Aún así, la peor mañana era mucho mejor que la noche mejor. Por la mañana se aceleraban todos los procesos de distribución de las medicinas a sus respectivos destinos: el Spansule, amarillo canario, para la incontinencia; la tabletita rosada, parecida al Tums, sólo que ésta era para los temblores; la pastilla blanca, oblonga, para ahuyentar las náuseas; la tableta de color azul triste para desperdigar las alucinaciones de la tabletita rosada parecida al Tums. Por la mañana, la sangre iba repleta de transeúntes, peones de la glucosa, obreros de saneamiento láctico y ureico, repartidores de hemoglobina transportando oxígeno recién producido en sus camionetas abolladas, capataces severos como la insulina, mandos intermedios enzimáticos y epinefrina jefe, leucocitos policías y trabajadores de la Oficina de Medio Ambiente, carísimos consultores desplazándose en sus limosinas de color rosa y blanco y amarillo canario, todos ellos agolpándose en el ascensor de la aorta para luego dispersarse por las arterias. Antes de mediodía, la tasa de accidentes laborales era mínima. El mundo estaba recién nacido.

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