Las cosas que no nos dijimos (4 page)

—¡Te quiero!

Los dos amigos se miraron en silencio. Stanley se levantó, se puso la chaqueta y besó a Julia en la frente.

—Me voy a la cama. Esta noche, tú ganas, el ataque de soledad me ha dado a mí.

—Espera un poco. ¿De verdad sus últimas palabras fueron para decirte que te quería?

—Era lo mínimo que podía hacer, teniendo en cuenta que la enfermedad que le mataba la cogió por haberme engañado —dijo Stanley sonriendo.

A la mañana siguiente, Julia, que se había quedado dormida en el sofá, abrió los ojos y descubrió la manta con la que la había tapado Stanley. Unos segundos después, encontró la notita que le había dejado debajo de su tazón de desayuno. Leyó: «Por muchas burradas que nos soltemos, eres mi mejor amiga, y yo también te quiero. Stanley.»

4

A las diez, Julia salió de su apartamento, decidida a pasar el día en la oficina. Tenía trabajo atrasado, y de nada servía quedarse en casa como un león enjaulado o, peor aún, ordenando lo que volvería a estar en desorden unos días después. De nada servía tampoco llamar a Stanley, que a esas horas seguiría aún durmiendo; los domingos, a no ser que lo sacaran a rastras de la cama para llevarlo a un
brunch
o le prometieran tortitas con canela, no se levantaba hasta bien entrada la tarde.

Horatio Street seguía desierta. Julia saludó a unos vecinos instalados en la terraza del Pastis y apretó el paso. Mientras subía por la Novena Avenida, le mandó a Adam un mensajito tierno, y dos calles más arriba, entró en el edificio del Chelsea Farmer's Market. El ascensorista la llevó hasta el último piso. Deslizó su tarjeta de identificación sobre el lector que controlaba el acceso a las oficinas y cerró la pesada puerta metálica.

Había tres infografistas en sus puestos de trabajo. Por la cara que tenían, y visto el número de vasitos de café amontonados en la papelera, Julia comprendió que habían pasado la noche allí. El problema que ocupaba a su equipo desde hacía varios días no debía, pues, de haberse resuelto todavía. Nadie conseguía establecer el complicado algoritmo que permitiría dar vida a un grupo de libélulas cuya tarea era la de defender un castillo de la invasión inminente de un ejército de mantis religiosas. El horario colgado de la pared indicaba que el ataque estaba previsto para el lunes. Si de ahí a entonces el escuadrón no estaba listo, o bien la ciudadela caería sin resistencia en manos enemigas, o el nuevo dibujo animado se retrasaría mucho; tanto una opción como la otra eran inconcebibles.

Julia empujó su sillón con ruedas y se instaló entre sus colaboradores. Tras consultar sus progresos, decidió activar el procedimiento de urgencia. Descolgó el teléfono y llamó, uno tras otro, a todos los miembros de su equipo. Disculpándose cada vez por estropearles la tarde del domingo, los convocó en la sala de reuniones una hora más tarde. Aunque tuvieran que repasar todos los datos, la noche entera, no llegaría la mañana del lunes sin que sus libélulas invadieran el cielo de Enowkry.

Y mientras el primer equipo se declaraba vencido, Julia bajó corriendo hacia los diferentes puestos del mercado para llenar dos cajas de pasteles y sandwiches de todo tipo con los que alimentar a las tropas.

A mediodía, treinta y siete personas habían respondido a su convocatoria. La atmósfera tranquila que había reinado en la oficina por la mañana cedió paso a la ebullición propia de una colmena, en la que dibujantes, infografistas, iluminadores, programadores y expertos en animación intercambiaban informes, análisis y las ideas más estrafalarias.

A las cinco, una pista descubierta por una reciente incorporación al equipo suscitó una gran efervescencia y una asamblea en la sala de reuniones. Charles, el joven informático recientemente contratado como refuerzo, apenas llevaba ocho días en activo en la compañía. Cuando Julia le pidió que tomara la palabra para exponer su teoría, le temblaba la voz y sólo acertaba a balbucear. El jefe de equipo no le facilitó la tarea burlándose de su manera de hablar. Al menos, hasta que el joven se decidió a concentrarse largos segundos sobre el teclado de su ordenador mientras aún se oían las burlas a su espalda; burlas que cesaron definitivamente cuando una libélula empezó a agitar las alas en mitad de la pantalla y levantó el vuelo describiendo un círculo perfecto en el cielo de Enowkry.

Julia fue la primera en felicitarlo, y sus treinta y cinco colegas aplaudieron. Ya sólo quedaba conseguir que otras setecientas cuarenta libélulas con sus armaduras levantaran a su vez el vuelo. El joven informático mostró algo más de aplomo y expuso el método gracias al cual se podía multiplicar su fórmula. Mientras detallaba su proyecto, sonó el timbre del teléfono. El colaborador que descolgó le hizo una seña a Julia: la llamada era para ella y parecía urgente. Ésta le murmuró a su vecino de mesa que se fijara bien en lo que estaba explicando Charles y salió de la sala para responder a la llamada en su despacho.

Julia reconoció en seguida la voz del señor Zimoure, el dueño de la tienda situada en la planta baja de su casa, en Horatio Street. Seguro que, una vez más, las cañerías de su apartamento habían exhalado su último suspiro. El agua debía de caer a chorros por el techo sobre las colecciones de zapatos del señor Zimoure, aquellos que, en período de rebajas, costaban el equivalente de la mitad de su sueldo. Julia conocía ese dato, pues era precisamente lo que le había indicado su agente de seguros, que el año anterior le había entregado un cheque considerable al señor Zimoure para compensar los daños que le había causado. A Julia se le había olvidado cerrar la llave del agua de su antigua lavadora antes de salir de casa, pero ¿a quién no se le olvidan ese tipo de detalles?

Ese día, su agente de seguros le dijo que era la última vez que pensaba asumir un siniestro de ese tipo. Si había sido tan amable de convencer a su compañía para no suspender pura y simplemente su póliza, era sólo porque Tilly era el personaje preferido de sus hijos y la salvadora de sus domingos por la mañana desde que les había comprado los dibujos animados en DVD.

En lo que a las relaciones de Julia con el señor Zimoure se refería, la cuestión había requerido muchos más esfuerzos. Una invitación a la fiesta de Acción de Gracias que Stanley había organizado en su casa, un recuerdo de la tregua en Navidad y otras múltiples atenciones habían sido necesarias para que el clima entre vecinos volviera a ser normal. El personaje en cuestión no era especialmente agradable, tenía teorías sobre todo y en general sólo se reía de sus propios chistes. Conteniendo el aliento, Julia esperó a que su interlocutor le anunciara la magnitud de la catástrofe.

—Señorita Walsh...

—Señor Zimoure, sea lo que sea lo que haya ocurrido, sepa usted que lo siento en el alma.

—No tanto como yo, señorita Walsh. Tengo la tienda abarrotada de gente y cosas más importantes que hacer que ocuparme en su ausencia de sus problemas de entrega a domicilio.

Julia trató de apaciguar los latidos de su corazón y comprender de qué se trataba esta vez.

—¿Qué entrega?

—¡Eso debería decírmelo usted, señorita!

—Lo siento mucho, yo no he encargado nada y, de todas maneras, siempre pido que lo entreguen todo en mi oficina.

—Pues bien, parece que esta vez no ha sido así. Hay un enorme camión aparcado delante de mi tienda. El domingo es el día más importante para mí, por lo que me causa un perjuicio considerable. Los dos gigantes que acaban de descargar esa caja a su nombre se niegan a marcharse mientras nadie acuse recibo de la mercancía. A ver, según usted, ¿qué tenemos que hacer?

—¿Una caja?

—Eso es exactamente lo que acabo de decirle, ¿es que tengo que repetírselo todo dos veces mientras mi clientela se impacienta?

—Estoy confundida, señor Zimoure —prosiguió Julia—, no sé qué decirle.

—Pues dígame, por ejemplo, cuándo podrá venir, para que pueda informar a esos señores del tiempo que vamos a perder todos gracias a usted.

—Pero ahora me es del todo imposible ir, estoy en pleno trabajo...

—¿Y qué se cree que estoy haciendo yo, señorita Walsh? ¿Crucigramas?

—¡Señor Zimoure, yo no estoy esperando ninguna entrega, ni un paquete, ni un sobre, y mucho menos una caja! Como le digo, sólo puede tratarse de un error.

—En el albarán que puedo leer sin gafas desde el escaparate de mi tienda, puesto que su caja está colocada en la acera delante de mí, figura su nombre en grandes letras de molde justo encima de nuestra dirección común y bajo la palabra «Frágil»; ¡sin duda se trata de un olvido por su parte! No sería la primera vez que su memoria le juega una mala pasada, ¿verdad?

¿Quién podía ser el remitente? ¿Quizá se tratara de un regalo de Adam, de un encargo que ya no recordara, algún equipamiento destinado a la oficina y que, por error, hubiera pedido que le entregaran en su domicilio? Fuera como fuere, Julia no podía abandonar de ninguna manera a sus colaboradores, a los que había hecho acudir al trabajo en domingo. El tono del señor Zimoure dejaba bien claro que tenía que ocurrírsele algo lo antes posible o, más bien, inmediatamente.

—Creo que he encontrado la solución a nuestro problema, señor Zimoure. Con su ayuda, podríamos salir de este apuro.

—Permítame de nuevo apreciar su espíritu matemático. Me habría sorprendido mucho, señorita Walsh, que me dijera que podía resolver lo que por el momento a todas luces es un problema exclusivamente suyo, y no mío. La escucho, pues, con suma atención.

Julia le confió que escondía un duplicado de la llave de su apartamento bajo la alfombrilla de la escalera, a la altura del sexto escalón. No tenía más que contarlos. Si no era el sexto, debía ser el séptimo o el octavo. El señor Zimoure podría entonces abrirles la puerta a los dos gigantes, y estaba segura de que, si lo hacía, éstos no tardarían en alejar de allí ese camión enorme que obstruía su escaparate.

—E imagino que lo ideal para usted sería que esperara a que se hubieran marchado para cerrar la puerta de su apartamento, ¿verdad?

—Desde luego, sería lo ideal, no habría acertado a encontrar un término mejor, señor Zimoure...

—Si se trata de algún electrodoméstico, señorita Walsh, le agradecería mucho que tuviera usted a bien encargarle la instalación a algún técnico experimentado. ¡Supongo que imagina por qué lo digo!

Julia quiso tranquilizarlo, no había encargado nada parecido, pero su vecino ya había colgado. Se encogió de hombros, reflexionó unos segundos y volvió a enfrascarse en la tarea que monopolizaba su pensamiento.

Al caer la noche, todo el mundo se congregó ante la pantalla de la gran sala de reuniones. Charles estaba al ordenador, y los resultados que obtenía parecían prometedores. Unas horas más de trabajo y la «batalla de las libélulas» podría desarrollarse en el horario previsto. Los informáticos repasaban sus cálculos, los dibujantes perfilaban los últimos detalles del decorado, y Julia empezaba a sentirse inútil. Fue a la cocina, donde se encontró con Dray, un dibujante y amigo con el que había hecho gran parte de sus estudios.

Al verla desperezarse, él adivinó que empezaba a dolerle la espalda y le aconsejó que se fuera a casa. Tenía la suerte de vivir a unas manzanas de allí, así que debía aprovecharlo. La llamaría en cuanto hubieran terminado las pruebas. Julia era sensible a su amabilidad, pero su deber era no abandonar a sus tropas; Dray replicó que verla ir de despacho en despacho añadía una tensión inútil al cansancio general.

—¿Y desde cuándo mi presencia es una carga aquí? —quiso saber ella.

—Venga, no exageres, todo el mundo está agotado. Llevamos seis semanas sin tomarnos un solo día de descanso.

Julia debería haber estado de vacaciones hasta el domingo siguiente, y Dray confesó que el personal esperaba aprovechar para tomarse un respiro.

—Todos pensábamos que estarías de viaje de novios... No te lo tomes a mal, Julia. Yo no soy más que su portavoz —continuó Dray con aire incómodo—. Es el precio que tienes que pagar por las responsabilidades que has asumido. Desde que te nombraron directora del departamento de creación, ya no eres una simple compañera de trabajo, representas cierta autoridad... ¡No tienes más que ver la cantidad de gente que has logrado movilizar con unas simples llamadas telefónicas, y encima en domingo!

—Me parece que era necesario, ¿no? Pero creo que he entendido la cuestión —contestó Julia—. Puesto que mi autoridad parece pesar sobre la creatividad de unos y otros, me marcho. No dejes de llamarme cuando hayáis terminado, no porque sea la jefa, ¡sino porque soy parte del equipo!

Julia cogió su gabardina, abandonada sobre el respaldo de una silla, comprobó que sus llaves estaban en el fondo del bolsillo de sus vaqueros y se dirigió a paso rápido hacia el ascensor.

Al salir del edificio, marcó el número de Adam, pero le respondió el contestador.

—Soy yo —dijo—, sólo quería oír tu voz. Ha sido un sábado siniestro y un domingo también muy triste. Al final, no sé si ha sido muy buena idea quedarme sola. Bueno, sí, al menos te habré ahorrado mi mal humor. Mis compañeros de trabajo casi me echan de la oficina. Voy a caminar un poco, a lo mejor ya has vuelto del campo y estás en la cama. Estoy segura de que estarás agotado después de un fin de semana entero con tu madre. Podrías haberme dejado algún mensaje... Bueno, un beso. Iba a decirte que me devolvieras la llamada, pero es una tontería porque imagino que ya estarás durmiendo. De todas maneras, me parece que todo lo que acabo de decir es una tontería. Hasta mañana. Llámame cuando te despiertes.

Julia se guardó el móvil en el bolso y fue a caminar por los muelles. Media hora más tarde, volvió a su casa y descubrió un sobre pegado con celo en la puerta de entrada, con su nombre garabateado. Intrigada, lo abrió. «He perdido una clienta por ocuparme de su entrega. He vuelto a dejar la llave en su sitio. P. S.: ¡Bajo el undécimo escalón, y no el sexto, el séptimo o el octavo! ¡Que pase un buen domingo!» El mensaje no iba firmado.

—¡Ya de paso sólo tenía que marcar con flechas el itinerario para los ladrones! —rezongó Julia mientras subía la escalera.

Y, conforme subía, se sentía devorada de impaciencia por descubrir lo que podía contener ese paquete que la esperaba en su casa. Aceleró el paso, recuperó la llave bajo la alfombrilla de la escalera, decidida a encontrarle un nuevo escondite, y encendió la luz al entrar.

Una enorme caja colocada en vertical ocupaba el centro del salón.

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