Las cosas que no nos dijimos (3 page)

En el otro extremo del camino, el coche fúnebre había dejado paso a dos berlinas. Adam tomó a su prometida de la mano y la llevó hacia los coches. Julia levantó la mirada al cielo.

—Ni una sola nube, un cielo entero azul, azul, azul; no hace ni demasiado calor ni demasiado frío, una temperatura perfecta: era un día maravilloso para casarse.

—Habrá otros, no te preocupes —la tranquilizó Adam.

—¿Como éste? —exclamó Julia, abriendo mucho los brazos—. ¿Con un cielo así? ¿Con una temperatura como ésta?

¿Con árboles que van a reventar de puro verdes? ¿Con patos en el lago? ¡No lo creo, a menos que esperemos a la próxima primavera!

—El otoño será tanto o más bonito, confía en mí, y ¿desde cuándo te gustan los patos?

—¡Yo les gusto a ellos! ¿Has visto cuántos había antes, junto a la tumba de mi padre?

—No, no me he fijado —contestó Adam, un poco inquieto por la repentina efervescencia de su prometida.

—Había docenas; docenas de patos salvajes, con sus corbatas de pajarita, habían venido a posarse justo ahí, y han levantado el vuelo nada más terminar la ceremonia. ¡Eran patos que habían decidido venir a mi boda, y que me han acompañado en el entierro de mi padre!

—Julia, no quiero llevarte la contraria hoy, pero no creo que los patos lleven corbatas de pajarita.

—¿Y tú qué sabes? ¿Acaso tú dibujas patos? ¡Yo sí! De modo que si te digo que ésos se habían puesto su traje de gala, ¡haz el favor de creerme! —gritó.

—De acuerdo, mi amor, tus patos iban de esmoquin, y ahora regresemos ya.

Stanley y el secretario personal los aguardaban junto a los coches. Adam arrastró a Julia, pero ésta se detuvo junto a una lápida en mitad de la gran superficie de césped. Leyó el nombre de aquella que descansaba bajo sus pies y su fecha de nacimiento, que se remontaba al siglo anterior.

—¿La conocías? —quiso saber Adam.

—Es la tumba de mi abuela. Ahora mi familia al completo descansa ya en este cementerio. Soy la última del linaje de los Walsh. Bueno, exceptuando a varios centenares de tíos, tías, primos y primas desconocidos que viven repartidos entre Irlanda, Brooklyn y Chicago. Perdóname por lo de antes, creo que me he puesto un poco nerviosa.

—No tiene importancia; íbamos a casarnos, y entierras a tu padre, es normal que estés afectada.

Recorrieron el camino. Los dos Lincoln estaban ya a tan sólo unos pocos metros.

—Tienes razón —dijo Adam, contemplando a su vez el cielo—, es un día magnífico; hasta en las últimas horas de su vida tenía tu padre que fastidiarnos.

Julia se detuvo al instante y retiró bruscamente la mano de la de su prometido.

—¡No me mires así! —suplicó Adam—. Si tú misma lo has dicho al menos veinte veces desde que te anunciaron su muerte.

—¡Sí, yo puedo decirlo tantas veces como quiera, pero tú no! Sube en el primer coche con Stanley, yo iré en el otro.

—¡Julia! Lo siento mucho...

—Pues no lo sientas, me apetece estar sola en mi casa esta noche y guardar las cosas de este padre que nos habrá fastidiado hasta las últimas horas de su vida, como tú mismo has dicho.

—¡Pero que no lo digo yo, maldita sea, lo dices tú! —gritó Adam mientras Julia subía a la primera berlina.

—Una última cosa, Adam, el día que nos casemos, ¡quiero patos, patos salvajes, docenas de patos salvajes! —añadió antes de cerrar con un portazo.

El Lincoln desapareció tras la verja del cementerio. Contrariado, Adam fue hasta la otra berlina y se instaló en el asiento trasero, a la derecha del secretario personal del difunto.

—¡O quizá un fox-terrier! Es un perro pequeño pero muerde bien... —concluyó Stanley, sentado junto al conductor, a quien indicó con un gesto que ya podían marcharse.

3

La berlina en la que viajaba Julia recorría despacio la Quinta Avenida bajo un repentino chaparrón. Parada desde hacía largos minutos, bloqueada en los atascos, Julia contemplaba fijamente el escaparate de una gran juguetería en la esquina con la calle 58. Reconoció en la vitrina la inmensa nutria de peluche gris azulado.

Tilly había nacido un sábado por la tarde similar a ése, en que llovía tan fuerte que la lluvia había terminado por formar pequeños riachuelos que resbalaban por las ventanas del despacho de Julia. Absorta en sus pensamientos, en su cabeza pronto se transformaron en ríos, los marcos de madera de la ventana se convirtieron en las orillas de un estuario de Amazonia, y el montón de hojas que la lluvia empujaba, en la casita de un pequeño mamífero al que el diluvio iba a arrastrar consigo, sumiendo a la comunidad de las nutrias en el más profundo desasosiego.

La noche siguiente fue tan lluviosa como la anterior. Sola en la gran sala de ordenadores del estudio de animación en el que trabajaba, Julia había esbozado entonces los primeros trazos de su personaje. Imposible contar los miles de horas que había pasado ante la pantalla de su ordenador, dibujando, coloreando, animando, inventando cada expresión y cada gesto que daría vida a la nutria azul. Imposible recordar la multitud de reuniones a última hora, el número de fines de semana dedicados a contar la historia de Tilly y los suyos. El éxito que habrían de obtener los dibujos animados recompensarían los dos años de trabajo de Julia y de los cincuenta colaboradores que se habían puesto manos a la obra bajo su dirección.

—Me bajo aquí, volveré a pie —le dijo Julia al conductor.

Éste llamó su atención sobre la violencia de la tormenta.

—Le aseguro que es lo único de este día que merece la pena —prometió Julia cuando ya se cerraba la puerta de la berlina.

El conductor apenas tuvo tiempo de verla correr hacia la juguetería. Qué más daba el chaparrón: al otro lado del escaparate, Tilly parecía sonreírle, contenta con su visita. Julia no pudo evitar hacerle un gesto de saludo; para su sorpresa, una niña que estaba junto al peluche le contestó. Su madre la tomó bruscamente de la mano y trató de arrastrarla hacia la salida, pero la niña se resistía y saltó a los brazos bien abiertos de la nutria. Julia espiaba la escena. La niña se agarraba con fuerza a Tilly, y la madre le daba palmadas en los dedos para obligarla a soltarla. Julia entró en la tienda y avanzó hacia ellas.

—¿Sabía que Tilly tiene poderes mágicos? —le dijo a la madre.

—Si necesito una vendedora, señorita, ya se lo indicaré —contestó la mujer, lanzándole a la niña una mirada reprobadora.

—No soy una vendedora, soy su madre.

—¡¿Cómo dice?! —preguntó la madre, alzando la voz—. ¡Hasta que se demuestre lo contrario, su madre soy yo!

—Me refería a Tilly, el peluche que tanto cariño parece haberle tomado a su hija. Yo la traje al mundo. ¿Me permite que se la regale? Me entristece verla tan sólita en este escaparate tan iluminado. Las luces tan fuertes de los focos terminarán por desteñir su pelaje, y Tilly está tan orgullosa de su manto gris azulado... No se imagina las horas que pasamos hasta encontrarle los colores adecuados de la nuca, el cuello, la barriguita y el hocico, los que le devolverían la sonrisa después de que el río se tragara su casa.

—¡Su Tilly se quedará en la tienda, y mi hija aprenderá a no separarse de mí cuando vamos de paseo por el centro! —contestó la madre, tirando tan fuerte del brazo de su hija que ésta no tuvo más remedio que soltar la pata del enorme peluche.

—A Tilly le gustaría mucho tener una amiga —insistió Julia.

—¿Quiere complacer a un peluche? —preguntó la madre, desconcertada.

—Hoy es un día un poco especial, a Tilly y a mí nos alegraría mucho, y a su hija también, me parece. Con un solo sí, nos haría felices a las tres, vale la pena pensarlo, ¿verdad?

—¡Pues mi respuesta es no! Alice no tendrá regalo, y menos de una desconocida. ¡Buenas tardes, señorita! —dijo alejándose.

—Alice tiene mucho mérito, todavía es una niña encantadora pero si la sigue tratando así, ¡no vaya a quejarse dentro de diez años! —le espetó Julia, pugnando por contener su rabia.

La madre se volvió y la miró con altivez.

—Usted ha traído al mundo un peluche, señorita, y yo una niña, ¡así que haga el favor de guardarse sus lecciones sobre la vida!

—Tiene razón, las niñas no son como los peluches, ¡no se les pueden coser con aguja e hilo las heridas que se les hacen!

La mujer salió de la tienda, indignadísima. Madre e hija se alejaron por la acera de la Quinta Avenida, sin volverse.

—Perdona, Tilly, querida, me parece que no he actuado con mucha diplomacia. Ya me conoces, no es mi punto fuerte precisamente. No te preocupes, ya lo verás, te encontraremos una buena familia sólo para ti.

El director, que había seguido toda la escena, se acercó.

—Qué alegría verla, señorita Walsh, hacía por lo menos un mes que no venía usted por aquí.

—Es que estas últimas semanas he tenido mucho trabajo.

—Su creación está teniendo muchísimo éxito, ya hemos encargado diez ejemplares. Cuatro días en el escaparate, y, ¡hala!, desaparecen en seguida —aseguró el director de la juguetería, volviendo a colocar el peluche en su sitio—. Aunque ésta, si no me equivoco, lleva ya dos semanas, pero claro, con el tiempo que está haciendo...

—No es culpa del tiempo —respondió Julia—. Esta Tilly es la de verdad, así que es más difícil, tiene que elegir ella misma a su familia de acogida.

—Señorita Walsh, me dice lo mismo cada vez que se pasa por aquí a visitarnos —replicó el director, divertido.

—Son todas originales —afirmó Julia despidiéndose de él.

Había dejado de llover, salió de la juguetería y se dirigió a pie hacia el sur de Manhattan. Su silueta se perdió entre la multitud.

Los árboles de Horatio Street se doblaban bajo el peso de las hojas empapadas. A última hora de la tarde, el sol volvía a aparecer por fin, para tenderse en el lecho del río Hudson. Una suave luz púrpura irradiaba las callejuelas del West Village. Julia saludó al dueño del pequeño restaurante griego situado delante de su casa. El hombre, ocupado en preparar las mesas de la terraza, le devolvió el saludo y le preguntó si debía reservarle una para esa noche. Julia rechazó la propuesta educadamente y le prometió que al día siguiente, domingo, iría a tomar un
brunch
a su restaurante.

Giró la llave en la cerradura de la puerta de entrada al pequeño edificio en el que vivía y subió la escalera hasta el primer piso. Stanley la estaba esperando allí, sentado en el último escalón.

—¿Cómo has entrado?

—Zimoure, el dueño de la tienda de abajo; estaba llevando unas cajas de cartón al sótano, le he echado una mano, y hemos hablado de su última colección de zapatos, una maravilla, por cierto. Pero ¿quién puede ya permitirse esas obras de arte con los tiempos que corren?

—Pues mucha gente, créeme, no hay más que ver la multitud que entra y sale de su tienda sin parar los fines de semana, cargada de bolsas —le contestó Julia—. ¿Necesitas algo? —le preguntó abriendo la puerta de su apartamento.

—No, pero sin duda alguna, tú necesitas compañía.

—Con esa pinta de perro apaleado que tienes, me pregunto quién de los dos sufre un ataque de soledad.

—Bueno, pues que sepas que tu amor propio está a salvo: ¡la responsabilidad de plantarme aquí sin haber sido invitado es toda mía!

Julia se quitó la gabardina y la lanzó sobre la butaca que había junto a la chimenea. Flotaba en la habitación un agradable aroma a glicina, la planta que trepaba por la fachada de ladrillos rojos.

—Tienes una casa divina —exclamó Stanley, dejándose caer sobre el sofá.

—Al menos una cosa si me habrá salido bien este año —dijo Julia abriendo la nevera.

—¿Qué cosa?

—Arreglar la planta de arriba de esta vieja casa. ¿Quieres una cerveza?

—¡Pésima para guardar la línea! ¿No tendrías una copita de vino tinto?

Julia preparó rápidamente dos cubiertos sobre la mesa de madera; colocó una tabla de quesos, descorchó una botella, puso un disco de Count Basie y le indicó a Stanley que se sentara frente a ella. Su amigo miró la etiqueta del cabernet y dejó escapar un silbido de admiración.

—Una auténtica cena de fiesta —replicó Julia sentándose a la mesa—. Si no fuera porque faltan doscientos invitados y unos cuantos canapés, cerrando los ojos uno creería estar en mi banquete de bodas.

—¿Quieres bailar, querida? —preguntó Stanley.

Y antes de que ella pudiera contestarle, la obligó a levantarse y la arrastró a unos pasos de swing.

—Has visto que, pese a todo, es una noche de fiesta —dijo riéndose.

Julia apoyó la cabeza en su hombro.

—¿Qué sería de mí sin ti, mi querido Stanley?

—Nada, pero eso hace tiempo que lo sé.

La pieza terminó, y Stanley volvió a sentarse a la mesa.

—Al menos habrás llamado a Adam, ¿no?

Julia había aprovechado su larga caminata para disculparse con su futuro marido. Adam comprendía su necesidad de estar sola. Era él quien se sentía mal por haber sido tan torpe durante el entierro. Su madre, con la que había hablado al volver del cementerio, le había reprochado su falta de tacto. Se marchaba esa noche a la casa de campo de sus padres para pasar con ellos el resto del fin de semana.

—Hay momentos en que llego a preguntarme si, a fin de cuentas, no te habrá hecho un favor tu padre al celebrar hoy su entierro —murmuró Stanley sirviéndose otra copa de vino.

—¡No te gusta nada Adam!

—¡Yo nunca he dicho eso!

—He estado tres años sola en una ciudad con dos millones de solteros. Adam es galante, generoso, atento y solícito. Acepta mis horribles horarios de trabajo. Se esfuerza por hacerme feliz y, sobre todo, Stanley, me quiere. Así que, anda, hazme el favor de ser más tolerante con él.

—¡Pero si yo no tengo nada en contra de tu prometido, es perfecto! Es sólo que preferiría ver en tu vida a un hombre que te arrastrara con él, aunque tuviera mil defectos, que a uno que te retiene a su lado sólo porque posee ciertas cualidades.

—Es muy fácil dar lecciones, ¿quieres decirme por qué estás solo tú?

—Yo no estoy solo, Julia, querida, soy viudo, que no es lo mismo. Y que el hombre al que amaba haya muerto no quiere decir que me haya dejado. Tendrías que haber visto lo guapo que era todavía Edward en su cama de hospital. La enfermedad no había mermado en nada su aplomo. Conservó su sentido del humor hasta su última frase.

—¿Cuál fue esa frase? —preguntó Julia tomando la mano de Stanley entre las suyas.

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