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Authors: Alfred Bester

Las Estrellas mi destino (11 page)

—No puedo encontrar la puerta, Jiz. La puerta del hospital. Yo...

—¡Chissst!

—Pero...

—Cállate, Gully.

Una mano jabonosa encontró su boca y se apretó contra ella. Le agarró el hombro tan fuerte que sus uñas le atravesaron la piel. Por entre la confusión de las cavernas sonaba muy cerca el ruido de pisadas. Había guardias corriendo ciegos por las cuadras de Aseos. Las luces infrarrojas no habían sido reparadas todavía.

—Tal vez no se den cuenta de la ventana —silbó Jisbella—. Estate callado.

Se acurrucaron en el suelo. Los pasos recorrieron las salas en asombrada sucesión. Luego desaparecieron.

—Ya no hay peligro ahora —susurró Jisbella—. Pero traerán enseguida proyectores. Ven, Gully. Afuera.

—Pero la puerta a la clínica, Jiz. Pensé...

—No hay puerta. Usan escaleras espirales que luego retiran hacia arriba. También han pensado en esta posibilidad de escape. Tendremos que probar el ascensor de la ropa. Y no sé si nos servirá. ¡Oh, Gully, so tonto! Eres un gran tonto.

Atravesaron la ventana de observación, regresando a las cuadras. Buscaron en la oscuridad los ascensores por los que se llevaban los uniformes sucios y traían los nuevos. Y en la oscuridad las manos automáticas los enjabonaron, rociaron y desinfectaron de nuevo. No pudieron hallar nada.

El maullido de una sirena produjo ecos, repentinamente, a través de las cavernas, silenciando todo otro sonido. Luego hubo un silencio tan sofocante como la oscuridad.

—Están usando el G-Fono para buscarnos, Gully.

—¿El qué?

—Geofono. Puede captar un susurro a través de media milla de roca sólida. Es por eso por lo que han tocado la sirena para ordenar silencio.

—¿Y el ascensor de la ropa?

—No lo puedo encontrar.

—Entonces ven.

—¿Adónde?

—Vamos a correr.

—¿Adónde?

—No lo sé, pero no me van a coger sentado. Ven. El ejercicio te irá bien.

De nuevo empujó a Jisbella frente a él y corrieron, jadeando y tropezando, a través de la oscuridad, hacia las profundidades del cuadrante Sur. Jisbella cayó en dos ocasiones, chocando contra giros en los pasadizos. Foyle se le adelantó y corrió, manteniendo el martillo en la mano, con el mango extendido ante él como si fuera una antena. Al final chocaron contra una pared lisa y se dieron cuenta de que habían alcanzado el extremo del corredor. Estaban enjaulados, atrapados.

—¿Y ahora qué?

—No sé. Parece como si también hubiésemos llegado al extremo de mis ideas. Lo que sí es seguro es que no podemos regresar. Le aticé a Dagenham en las oficinas. Odio a ese hombre. Parece una señal de peligro de muerte. ¿Se te ocurre algo, muchacha?

—Oh, Gully... Gully... —sollozó Jisbella.

—Esperaba que tuvieras ideas. «No más bombas», dijiste. Me gustaría tener una ahora. Podría... pero espera. —Tocó la rezumante pared contra la que estaban recostados. Notó las desigualdades de ladrillos cementados—. Boletín de noticias de G. Foyle: ésta no es una pared natural de la cueva. Es artificial. Ladrillos y cemento. Palpa.

Jisbella palpó la pared.

—¿Y?

—Significa que este pasadizo no acaba aquí. Continúa. Lo bloquearon. Apártate.

Empujó a Jisbella hacia el corredor. Llevó sus manos jabonosas al suelo para cubrirlas de polvo y comenzó a golpear con el martillo contra la pared. Lo hacía con un ritmo regular, gruñendo y jadeando. El martillo de acero golpeaba la pared con la ahogada concusión de las piedras que chocan bajo el agua.

—Vienen —dijo Jiz—. Los escucho.

Los golpes ahogados cambiaron a una tonalidad machacante y derrumbante. Se oyó un susurro, y luego una continua caída de cascotes sueltos. Foyle redobló sus esfuerzos.

Repentinamente se oyó un desplome y una bocanada de aire helado sopló contra sus rostros.

—Ya está —murmuró Foyle.

Atacó los bordes del agujero con ferocidad. Volaron ladrillos, cascotes y cemento. Se detuvo y llamó a Jisbella.

—Inténtalo.

Dejó caer el martillo, la cogió, y la alzó hasta la abertura. Ella gritó dolorida mientras trataba de escurrirse por entre los aguzados bordes. Foyle la apretó sin pausa hasta que logró pasar los hombros y luego las caderas. Dejó ir sus piernas y la oyó caer en el otro lado.

Foyle se alzó y se introdujo a través de la irregular abertura en la pared. Notó cómo las manos de Jisbella trataban de detener su caída mientras se desplomaba hacia una masa de cascotes y piedras. Habían pasado a la gélida oscuridad de las cavernas desocupadas de la Gouffre Martel... kilómetros de grutas inexploradas y de cavernas.

—Por Dios, aún lo podemos lograr —murmuró Foyle.

—No sé si hay salida, Gully —Jisbella estaba estremeciéndose de frío—. Tal vez esto sea un corredor sin salida, tapiado del resto del hospital.

—Tiene que haber una salida.

—No sé si la encontraremos.

—Tenemos que encontrarla. Vamos, muchacha.

Caminaron vacilantes en la oscuridad. Foyle se sacó las inútiles anteojeras de los ojos. Tropezaban contra bordes, ángulos, techos bajos; se caían por pendientes y escalones. Escalaron una lisa pared hasta un trecho llano, y luego el suelo desapareció bajo sus plantas. Cayeron pesadamente a un suelo cristalino. Foyle lo tocó y lo gustó con la lengua.

—Hielo —murmuró—. Buen signo. Estamos en una caverna helada, Jiz. Un glaciar subterráneo.

Se alzaron temblorosos, con las piernas vacilantes y caminaron a lo largo del hielo que se había estado formando en el abismo de la Gouffre Martel durante milenios. Subieron a un bosque de árboles pétreos que eran estalagmitas y estalactitas que surgían del suelo y del techo. Las vibraciones de cada paso soltaban las grandes estalactitas; tremendas lanzas de piedra que se desplomaban de lo alto. Al borde del bosque, Foyle se detuvo, extendió el brazo e hizo fuerza. Se oyó un sonido metálico. Tomó la mano de Jisbella y colocó en ella el largo cono de una estalagmita.

—Bastón —gruñó—. Úsalo como el de un ciego.

Desprendió otra y continuaron, tanteando con ellas, tropezando en la oscuridad. No había más sonido que el galope del pánico... su respiración jadeante y sus corazones alborotados, los golpes de sus bastones de piedra, el omnipresente gotear del agua, el distante fluir del río subterráneo bajo la Gouffre Martel.

—No por ahí, muchacha. —Foyle le tocó el hombro—. Más a la izquierda.

—¿Tienes la menor idea de a dónde nos dirigimos, Gully?

—Hacia abajo, Jiz. Sigue cualquier camino que lleve abajo.

—¿Tienes una idea?

—Sí. ¡Sorpresa, sorpresa! Cerebro en lugar de bombas.

—Cerebro en lugar de... —Jisbella se estremeció en una risa histérica—. Estallaste en el cuadrante sur c... con un martillo y ésa es t... tu idea de c... cerebro en lugar de b... b... b...

Rió y se estremeció fuera de control, hasta que Foyle la asió y la hizo detenerse.

—Cállate, Jiz. Si nos estuvieran siguiendo con el G-Fono podrían oírte hasta en Marte.

—Lo... lo siento, Gully. Lo siento. Yo... —Inspiró profundamente—. ¿Por qué hacia abajo?

—El río, ése que escuchamos constantemente. Debe estar cerca. Probablemente se origina por fusión del glaciar de allá atrás.

—¿El río?

—Es el único camino seguro hacia afuera. Debe salir de la montaña en algún sitio. Nadaremos.

—¡Gully, estás loco!

—¿Qué es lo que pasa contigo? ¿Es que no sabes nadar?

—Sé nadar, pero...

—Entonces tenemos que probar. No nos queda más remedio, Jiz. Vamos.

El fluir del río se hizo más ruidoso cuando comenzaban a abandonarlos las fuerzas. Al fin, Jisbella hizo un alto, jadeando.

—Gully, tengo que descansar.

—Hace demasiado frío. Sigue moviéndote.

—No puedo.

—Sigue moviéndote. —Buscó su brazo.

—Sácame las manos de encima —gritó furiosamente. En un instante se había transformado en una furia. La soltó asombrado.

—¿Qué es lo que te pasa? Conserva la calma, Jiz. Dependo de ti.

—¿Para qué? Te dije que teníamos que planear... trabajar en un plan de escape... y ahora nos has metido en esta trampa.

—A mí me metieron en ella. Dagenham iba a hacerme cambiar de celda. Ya no podríamos haber usado la Cadena de los Susurros. Tenía que hacerlo, Jiz... y estamos fuera ¿no?

—¿Dónde fuera? Perdidos en la Gouffre Martel. Buscando un maldito río para ahogarnos en él. Eres un tonto, Gully, y yo soy idiota por dejarme atrapar en esto. ¡Maldito seas! ¡Maldito seas! Lo rebajas todo a tu nivel de imbécil y a mí también me has rebajado. Corre. Lucha. Golpea. Eso es todo lo que sabes. Aplasta. Rompe. Vuela. Destruye... ¡Gully!

Jisbella chilló. Se oyó un sonido de piedras que se sueltan en la oscuridad, y su chillido descendió y cayó hasta un fuerte chapoteo. Foyle oyó cómo se agitaba en el agua. Saltó hacia adelante. Gritó:

—¡Jiz! —Y cayó por el borde de un precipicio.

Cayó y golpeó el agua de plano con un impacto que le dejó sin aliento. El gélido río lo envolvió, y perdió la noción de dónde se hallaba la superficie. Luchó, se sofocó, y notó cómo la rápida corriente lo arrastraba contra la fría superficie de las rocas, y luego lo llevaba burbujeando hasta la superficie. Tosió y gritó. Oyó a Jisbella responder, con una voz débil y ahogada por el atronador torrente. Nadó con la corriente, tratando de alcanzarla.

Chilló, y escuchó cómo la respuesta se hacía más y más débil. El rugido se hizo más fuerte, y repentinamente fue lanzado por la silbante cortina de una cascada. Se hundió hasta el fondo de un profundo lago y luchó de nuevo hasta salir a la superficie. Los remolinos de la corriente lo llevaron contra un frío cuerpo que se aferraba a una lisa pared de roca.

—¡Jiz!

—¡Gully! ¡Gracias a Dios!

Se abrazaron por un momento mientras el agua trataba de llevárselos.

—Gully... —tosió Jisbella—. Sale por ahí.

—¿El río?

—Sí.

Pasó a su lado, sujetándose a la pared, y palpó la boca del túnel bajo el agua. La corriente trataba de absorberlos hacia él.

—Aguanta un momento —jadeó Foyle. Exploró hacia la izquierda y la derecha. Las paredes del lago eran lisas, sin asideros—. No podemos salir escalando. Tendremos que pasar.

—No hay aire, Gully. Ni superficie.

—No puede durar siempre. Aguantaremos la respiración.

—Tal vez sea más largo de lo que podamos estar aguantándola.

—Tendremos que arriesgarnos.

—No puedo hacerlo.

—Tienes que hacerlo. No hay más salida. Llénate los pulmones. Cógete a mí.

Se aguantaron el uno al otro fuera del agua, respirando profundamente, llenándose los pulmones. Foyle empujó a Jisbella hacia el túnel.

—Pasa tú primero. Yo iré detrás... te ayudaré si te metes en líos.

—¡Líos! —gritó Jisbella con voz temblorosa.

Se sumergió y permitió que la corriente la sorbiera por la boca del túnel. Foyle la siguió. Las rápidas aguas la llevaron hacia abajo, hacia abajo, hacia abajo, de un lado a otro de un túnel que había sido alisado hasta adquirir la textura del cristal. Foyle flotaba detrás de Jisbella, notando cómo sus piernas le golpeaban la cabeza y hombros.

Fueron llevados a través del túnel hasta que estallaron sus pulmones y se abrieron sus ciegos ojos. Entonces se oyó un rugir de nuevo, y hubo una superficie, y pudieron respirar. Las cristalinas paredes del túnel fueron reemplazadas por rocas cortantes. Foyle asió una pierna de Jisbella y se aferró a una proyección pétrea del costado del río.

—Tenemos que subir por aquí —gritó.

—¿Qué?

—Que tenemos que salir. ¿Oyes ese rugido ahí delante? Cataratas. Rápidos. Nos harían pedazos. Salgamos, Jiz.

Ella estaba demasiado débil como para poder salir del agua. Foyle la empujó a las rocas y la siguió. Yacieron sobre las húmedas piedras, demasiado exhaustos para hablar. Al fin, Foyle se puso cansadamente en pie.

—Tenemos que seguir —dijo—. Seguir el río. ¿Dispuesta?

No podía responderle; no podía protestar. La levantó y caminaron tambaleantes a través de la oscuridad, tratando de seguir la orilla del torrente. Las rocas por las que caminaban eran gigantescas, alzándose como dólmenes, amontonadas, apiladas, desparramadas formando un laberinto. Caminaron y se deslizaron por entre ellas, y perdieron el río.

Lo podían oír en la oscuridad; pero no podían regresar a él, no podían ir a ninguna parte.

—Perdidos... —gruñó disgustado Foyle—. Perdidos de nuevo. Perdidos de verdad, esta vez. ¿Qué es lo que vamos a hacer?

Jisbella comenzó a llorar. Producía sonidos inermes pero furiosos. Foyle se detuvo y se sentó, atrayéndola hacia sí.

—Tal vez tengas razón, muchacha —dijo cansado—. Tal vez soy un maldito tonto. Te he traído a este lío de donde no podemos jauntear, y hemos perdido.

Ella no le contestó.

—Se acabó el trabajo cerebral. Menuda educación me diste —dudó—. ¿Crees que deberíamos tratar de regresar al hospital?

—Nunca lo conseguiríamos.

—Supongo que no. Tan sólo estaba haciendo funcionar mi cerebro. ¿Y si comenzásemos a hacer ruido? ¿Tal ruido que lo captasen en el G-Fono?

—Nunca nos oirían... nunca nos hallarían a tiempo.

—Podríamos hacer mucho ruido. Podrías darme de bofetadas durante un rato. Sería un placer para ambos.

—Cállate.

—¡Vaya lío! —Se echó hacia atrás, apoyando la cabeza en una masa de suave hierba—. Por lo menos tenía una oportunidad, a bordo del Nomad. Había comida y sabía a dónde trataba de ir. Podía...

Se detuvo en seco y se irguió de un salto.

—¡Jiz!

—No hables tanto.

Foyle tocó el suelo y arrancó terrones de tierra y puñados de hierba. Los apretó contra la cara de ella.

—Huele esto —rió—. Pruébalo. Es hierba. Tierra y hierba. Debemos estar fuera de la Gouffre Martel.

—¿Qué?

—Es de noche aquí fuera. Noche cerrada. El cielo está cubierto. Hemos salido de las cavernas sin enterarnos. ¡Estamos fuera, Jiz! Lo hemos conseguido.

Se pusieron en pie, atisbando, escuchando, oliendo. La noche era impenetrable, pero oyeron el suave suspiro de los vientos nocturnos, y el dulce aroma de las plantas. A lo lejos aulló un perro.

—Dios mío, Gully —susurró incrédula Jisbella—. Tienes razón. Estamos fuera de la Gouffre Martel. Todo lo que tenemos que hacer es esperar el amanecer.

Ella rió. Le echó los brazos alrededor del cuello y lo besó. Y él le devolvió el abrazo. Charlotearon excitados. Se dejaron caer de nuevo sobre la blanda hierba, cansados, pero incapaces de descansar, ansiosos, impacientes, con la vida frente a ellos.

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