Las Estrellas mi destino (32 page)

Read Las Estrellas mi destino Online

Authors: Alfred Bester

Hacía dos siglos, cuando la religión organizada había sido abolida y los creyentes ortodoxos de todas las religiones se habían visto obligados a ocultarse, algunas almas devotas habían construido aquella cámara secreta en el Viejo Saint Pat, y erigido en su interior un altar. El oro del crucifijo todavía brillaba con la luz de la fe eterna. Al pie de la cruz se hallaba una caja negra de Isótopo Inerte del Plomo.

—¿Es un signo? —jadeó Foyle— ¿Es la respuesta que busco?

Asió la pesada caja antes de que nadie pudiera impedírselo. Jaunteó a cien metros de distancia, a los restos de la escalinata de la catedral que daban a la Quinta Avenida. Allí abrió la caja fuerte a la vista de las asombradas multitudes. Un grito de consternación se alzó de los pelotones de Inteligencia que conocían la realidad de su contenido.

—¡Foyle! —aulló Dagenham.

—¡Por Dios, Foyle! —chilló Y'ang-Yeovil.

Foyle extrajo una cápsula del Piros, que tenía el color de los cristales de yodo y el tamaño de un cigarrillo... medio kilo de isótopos transplutonianos en solución sólida.

—¡Piros! —le gritó a la multitud— ¡Cójanlo! ¡Guárdenlo! ¡Es su futuro: Piros! —lanzó la cápsula a la multitud, y gritó por encima de su hombro—: ¡SanFran, la plataforma de Russian!

Jaunteó St. Louis-Denver hasta San Francisco, llegando a la plataforma de Russian a las cuatro de la tarde, cuando las calles estaban llenas de jaunteantes compradores de última hora.

—¡Piros! —tronó Foyle. Su cara de diablo brillaba rojo sangre. Era una visión aterradora—. ¡Piros! ¡Es peligroso! ¡Es la muerte! Es vuestro, haced que os digan lo que es. ¡Nome! —les gritó a los que le perseguían, que acababan de llegar; y jaunteó.

Era la hora de comer en Nome, y los leñadores que jaunteaban desde las serrerías, para su filete y su cerveza, se quedaron asombrados ante aquel hombre con cara de tigre que les lanzó una cápsula como de yodo, de medio kilo, entre ellos, y les gritó en la lengua de las cloacas:

—¡Piros! ¿Me oyen, hombres? Escúchenme a mí, ustedes. El Piros es sucia muerte para nosotros. ¡Nosotros todos! No agarren preguntas, ustedes. ¡Hagan que les digan lo del Piros, eso es todo!

A Dagenham, Y'ang-Yeovil y los demás que jaunteaban tras él, como siempre segundos más tarde, les chilló:

—¡Tokio, plataforma imperial! —desapareciendo un instante antes de que sus disparos lo alcanzaran.

Eran las nueve de la mañana de un fresco día en Tokio, y la multitud de la hora punta de la mañana que hormigueaba alrededor de la plataforma imperial, junto a los estanques de las carpas, se quedó paralizada ante un Samurai de rostro de tigre que apareció y lanzó una cápsula de curioso metal e inolvidables consejos y advertencias hacia ella.

Foyle continuó a Bangkok, donde diluviaba, a Delhi, donde rugía el monzón... siempre perseguido en su carrera de perro rabioso. En Bagdad eran las tres de la madrugada y la muchedumbre de los clubes nocturnos y los frecuentadores de tabernas, que permanecían alrededor del mundo siguiendo las horas nocturnas, lo aclamaron alcohólicamente. En París, y también en Londres, era medianoche y las multitudes de los Champs Elysées y Piccadilly Circus fueron galvanizadas por la aparición y la apasionada exhortación de Foyle.

Habiendo llevado a sus perseguidores en una vuelta a casi tres cuartas partes de círculo terrestre en cincuenta minutos, Foyle permitió que lo atrapasen en Londres. Permitió que lo noqueasen, que le arrebataran la caja fuerte de IIP, que contasen las cápsulas que faltaban y la cerrasen de nuevo.

—Queda lo bastante como para una guerra. Sobra aún lo suficiente para la destrucción... para la aniquilación... si es que se atreven. —Estaba riendo y llorando en un histérico triunfo—. Millones para la defensa, pero ni un céntimo para la supervivencia.

—¿Se da cuenta de lo que ha hecho, maldito asesino? —le gritó Dagenham.

—Sé lo que he hecho.

—¡Dos kilos de Piros desparramados por el mundo! Un solo pensamiento y... ¿Cómo podremos recuperarlo sin decirles la verdad? Por Dios, Yeo, mantén alejada a esa multitud. No dejes que escuchen esto.

—Imposible.

—Entonces, jaunteemos.

—No —rugió Foyle—: dejen que escuchen esto. Dejen que lo escuchen todo.

—Está loco, amigo. Le ha dado una pistola cargada a un niño.

—Dejen de tratarlos como a niños, y ellos dejarán de comportarse como tales. ¿Quién demonios es usted para hacer de maestro?

—¿De qué está hablando?

—Dejen de tratarlos como a niños. Explíquenles lo de la pistola cargada. Sáquenlo todo a la luz. —Foyle rió salvajemente—. He terminado la última conferencia de la Cámara Estelar en el mundo. He descubierto el último secreto. Ya no habrá más secretos de ahora en adelante... Ya no más decir a los niños lo que es bueno para ellos... dejen que crezcan. Ya es hora.

—Cristo, está loco.

—¿Lo estoy? Le he entregado de nuevo la vida y la muerte al pueblo que vive y muere. El hombre común ya ha sido demasiado fustigado y dirigido por los hombres motivados como nosotros... hombres compulsivos... hombres tigres que no pueden evitar empujar al mundo ante ellos. Nosotros tres somos tigres, pero ¿quién infiernos somos para tomar decisiones por todo el mundo sólo porque sintamos la compulsión? Dejemos que el mundo haga su propia elección entre la vida y la muerte. ¿Por qué debemos cargar con la responsabilidad?

—No nos la cargamos —dijo en voz baja Y'ang-Yeovil—. Nos la cargan. Nos vemos obligados a tomar la responsabilidad que el hombre medio evita.

—Entonces dejemos que acaben de evitarla. Dejemos que acaben de lanzar sus deberes y sus culpas sobre los hombros del primer fenómeno que pase a su lado aceptándolos. ¿Es que hemos de continuar siendo por siempre los chivos expiatorios del mundo?

—¡Maldito sea! —se irritó Dagenham—. ¿No se da cuenta de que no puede fiarse de la gente? No saben lo que es bueno para ellos.

—Entonces que aprendan o mueran. Estamos todos juntos en esto. Vivamos o muramos juntos.

—¿Desea morir por su ignorancia? Tiene que pensar en cómo podemos recuperar esas cápsulas sin hacerlo estallar todo.

—No. Yo creo en ellos. Yo era uno de ellos antes de convertirme en tigre. Todos pueden dejar de ser comunes si se les patea para que despierten, como se hizo conmigo.

Foyle se recuperó y, abruptamente, jaunteó sobre la cabeza de bronce de Eros, a quince metros de altura por encima de la superficie de Piccadilly Circus. Se agarró como mejor pudo y gritó:

—¡Escuchadme a mí, vosotros todos! ¡Escuchad, hombres! Voy a sermonear, yo. ¡Escuchad esto, vosotros!

Un rugido le respondió.

—Vosotros, cerdos, vosotros. Vosotros la metéis como cerdos. Tenéis lo mejor en vosotros y usáis lo peor. ¿Me escucháis, vosotros? Tenéis un millón en vosotros y gastáis céntimos. Tenéis un genio en vosotros y pensáis en loco. Tenéis un corazón en vosotros y os sentís vacíos. Todos vosotros. Cada uno de vosotros...

Se mofaron de él. Continuó, con la histérica pasión de los poseídos:

—Tenéis que tener una guerra para gastar. Tenéis que estar en líos para pensar. Tenéis que encontraros en problemas para ser grandes. El resto del tiempo estáis sentados vagos, vosotros. ¡Cerdos, vosotros! ¡De acuerdo, Dios os maldiga! Os reto, yo. Morid o vivid y sed grandes. Haceos estallar hasta el infierno o venid a buscarme a mí, Gully Foyle, y os haré hombres. Os haré grandes. Os daré las estrellas.

Desapareció.

Jaunteó y subió por las líneas geodésicas del espacio-tiempo hasta un Algunlugar y una Algunaparte. Llegó al caos. Colgó en un precario para-Ahora por un momento y entonces se desplomó de nuevo al caos.

—Puede hacerse —pensó—. Debe hacerse.

Jaunteó de nuevo, una lanza ardiente lanzada de lo desconocido hacia lo desconocido, y de nuevo se desplomó de regreso a un caos de para-espacio y para-tiempo. Estaba perdido en Ningunaparte.

—Creo —pensó—. Tengo fe.

Jaunteó de nuevo y falló de nuevo.

—¿Fe en qué? —se preguntó a sí mismo—. No es necesario el tener algo en qué creer. ¡Es necesario tan sólo el creer que en algún sitio hay algo digno de creer!

Jaunteó por última vez, y la energía de su deseo de creer transformó el para-Ahora de su destino al azar en una realidad...

AHORA: Rigel en Orion, ardiendo blancoazulada, a quinientos cuarenta años-luz de la Tierra, diez mil veces más luminosa que el Sol, un horno de energía orbitado por treinta y siete masivos planetas... Foyle flotó, congelándose y sofocándose en el espacio, frente a frente con el increíble destino en el que creía, pero que aún resultaba inconcebible. Flotó en el espacio por un momento cegador, tan impotente, tan asombrado como la primera criatura con branquias que salió del mar y se quedó ahogándose en una playa primigenia en el amanecer de la historia de la vida en la Tierra. Y sin embargo, ambos hechos eran inevitables.

Espaciojaunteó, convirtiendo el para-Ahora en...

AHORA: Vega en Lira, una estrella A0 a veintiséis años-luz de la Tierra, ardiendo más azul que Rigel, sin planetas, pero rodeada por multitud de cometas cuyas gaseosas colas brillaban a través del firmamento negroazulado...

Y de nuevo transformó el ahora en un

AHORA: Canopus, amarilla como el Sol, gigantesca, atronadora en las silenciosas extensiones del espacio, invadido al fin por una criatura que en otro tiempo tuvo branquias. La criatura flotaba, ahogándose en la playa del universo, más cerca de la muerte que de la vida, más cerca del futuro que del pasado, a diez leguas más allá del final del amplio mundo. Se asombró de las masas de polvo, meteoros y motas que rodeaban a Canopus en un amplio y plano disco como los anillos de Saturno y del ancho de la órbita de este planeta...

AHORA: Aldebarán en Tauro, una monstruosa estrella roja, una estrella doble cuyos dieciséis planetas tejían elipses de alta velocidad alrededor de su par de soles. Se estaba zambullendo a través del espacio-tiempo con creciente seguridad...

AHORA: Antares, una gigante roja MI, apareada como Aldebarán, a doscientos cincuenta años-luz de la Tierra, orbitada por doscientos cincuenta planetoides del tamaño de Mercurio, con el clima del Edén...

Y por fin... AHORA.

Fue atraído a la matriz de su nacimiento. Retornó al Nomad, ahora soldado a la masa del asteroide Sargazo, hogar del perdido Pueblo Científico, carroñeros de las rutas espaciales entre Marte y Júpiter... hogar de Jóseph que había tatuado el rostro de tigre a Foyle, apareándolo con la muchacha Moira.

Gully Foyle es mi nombre,

y la Tierra mi nación.

El profundo espacio mi vivienda,

y las estrellas mi destino.

La muchacha, Moira, lo encontró en su armario de herramientas a bordo del Nomad, encogido en una apretada posición fetal, con su rostro hueco y sus ojos ardiendo con la revelación divina. Aunque ya hacía tiempo que el asteroide había sido reparado y vuelto a presurizar, Foyle aún seguía con los gestos de la peligrosa supervivencia que lo había hecho nacer años antes.

Pero ahora dormía y meditaba, digiriendo y asimilando la magnificencia que había aprendido. Se despertó del ensueño, pasando al trance, y salió del armario, pasando al lado de Moira con ojos ciegos, cruzándose con ella que, asombrada, se echó a un lado y cayó de hinojos. Erró a través de los vacíos pasadizos y regresó a la matriz que era el armario. Se acurrucó de nuevo, y se perdió en sus pensamientos.

Ella lo tocó una vez. Él no se movió. Ella le llamó con el nombre que estaba grabado en su frente. Él no le contestó. Ella se volvió y huyó al interior del asteroide, al
sancta sanctorum
en el que reinaba Jóseph.

—Mi esposo ha vuelto con nosotros —dijo Moira.

—¿Tu esposo?

—El hombre-dios que casi nos destruyó.

El rostro de Jóseph se oscureció con la ira.

—¿Dónde está? ¡Muéstramelo!

—¿No le hará daño?

—Todas las deudas deben ser pagadas. Muéstramelo.

Jóseph la siguió hasta el armario a bordo del Nomad y contempló fijamente a Foyle. La ira de su rostro fue reemplazada por asombro. Tocó a Foyle y le habló; no hubo respuesta.

—No puede castigarlo —le dijo Moira—. Está muriendo.

—No —le respondió suavemente Jóseph—. Está soñando. Yo, como sacerdote, conozco esos sueños. Llegará el momento en que despierte y nos cuente a nosotros, su pueblo, sus pensamientos.

—Y entonces lo castigará.

—Ya ha encontrado el castigo en sí mismo —dijo Jóseph.

Se sentó al lado del armario. La muchacha, Moira, corrió por los enrevesados corredores y regresó momentos más tarde con un cuenco de plata lleno de agua caliente y una bandeja de plata llena de comida. Bañó con cuidado a Foyle y luego puso la bandeja ante él como ofrenda. Entonces, se sentó junto a Jóseph... junto al mundo... dispuesta a la espera del despertar.

FIN

Acerca del autor

Alfred Bester, nacido en Nueva York (EE. UU.) el 18 de diciembre de 1913 y fallecido en Pensilvania en 1987, fue periodista y escritor de ciencia ficción.

Aunque publicó su primer relato en 1939, su salto a la fama vino a comienzos de los cincuenta, después de una etapa en la que trabajó como escritor de guiones para radio y televisión. Sus relatos, y sobre todo su premio Hugo de 1953 (el primer premio Hugo que se otorgaba) por
El hombre demolido
le encumbraron a la fama, fama que aún aumentó con su siguiente novela:
Las estrellas, mi destino
(también conocida como
¡Tigre, tigre!
) considerada uno de los hitos de la ciencia ficción. Sin embargo, Bester, autor no muy prolífico, abandonó el campo para dedicarse a escribir artículos para la revista Holiday (de la que fue redactor jefe).

Su vuelta a la ciencia-ficción en la década de los 70 no resultó como esperaba, y las novelas escritas por entonces no fueron exitosas. Es por ello su fama de autor «cometa». Desalentado, volvió a abandonar el género. En 1987, moría sin haberse enterado de que acababa de recibir el galardón de Gran Maestro por su corta pero intensa carrera. Dejó, además de sus dos sobresalientes novelas, una pequeña pero exquisita colección de cuentos.

Los dos grandes temas (casi obsesivos) de Bester son los viajes en el tiempo y la posesión de poderes paranormales. Casi todos los relatos y novelas recogen alguno de los dos temas. Las dos principales novelas,
El hombre demolido
y
Las estrellas, mi destino
, tratan de poderes paranormales. Asimismo, son consideradas pioneras del movimiento cyberpunk en cuanto a su estilo, por muchos críticos.

Other books

Burying Ben by Ellen Kirschman
Trophy by SE Chardou
The Ladies of Longbourn by Collins, Rebecca Ann
Sunday Kind of Love by Dorothy Garlock