Read Las Estrellas mi destino Online
Authors: Alfred Bester
—¡Robin!
Siguió gruñendo, sin palabras. La alzó, la agitó, la abofeteó. Ella sonrió y gruñó. Llenó una jeringuilla y le inyectó una tremenda dosis de niacina. El tirón de la droga, que la sacó de su patética huida de la realidad, fue tremendo. Su piel de satén se convirtió en ceniza. El bello rostro se deformó. Reconoció a Foyle, recordó lo que había tratado de olvidar, chilló y cayó de rodillas. Comenzó a llorar.
—Así está mejor —le dijo Foyle—. Es usted excelente en las huidas, ¿no es así? Primero suicidio. Ahora esto. ¿Qué vendrá luego?
—Váyase.
—Probablemente la religión. Ya me la imagino uniéndose a una secta de los sótanos con consignas tales como
Pax Vobiscum
. Contrabandeando Biblias y sufriendo martirio por la fe. ¿Es que no puede enfrentarse con nada?
—¿Usted jamás huye?
—Nunca. La huida es para los tarados. Neuróticos.
—Neuróticos. La palabra favorita de los recién educados. Es usted tan educado, ¿no? Tan estable. Tan seguro de sí mismo. Ha estado huyendo toda su vida.
—¿Yo? Nunca. He estado persiguiendo toda mi vida.
—Ha estado huyendo. ¿No ha oído hablar nunca de la Huida-Ataque? El escapar de la realidad atacándola... negándola... destruyéndola. Esto es lo que usted ha estado haciendo.
—¿Huida-Ataque? —Foyle se estremeció—. ¿Quiere decir que he estado escapando de algo?
—Obviamente.
—¿De qué?
—De la realidad. No puede aceptar la vida tal como es. Se rehúsa. La ataca... trata de obligarla a seguir su propia regla. Ataca y destruye todo aquello que interfiere con su loco camino. —Alzó su lloroso rostro—. No puedo soportarlo más. Quiero que me deje ir.
—¿Ir? ¿Adónde?
—A vivir mi propia vida.
—¿Y qué hay de su familia?
—Las encontraré a mi manera.
—¿Por qué? ¿Por qué ahora?
—Es demasiado... usted y la guerra... porque es usted tan malo como la guerra. Peor. Lo que me ha pasado esta noche es lo que me pasa a cada momento que estoy con usted. Puedo soportar una cosa o la otra; pero no las dos.
—No —dijo—. La necesito.
—Estoy dispuesta a pagar un rescate por mi persona.
—¿Cómo?
—¿No es cierto que ha perdido todas las pistas del Vorga?
—¿Y?
—He encontrado otra.
—¿Dónde?
—No le importe dónde. ¿Me dejará ir si se la entrego?
—Se la puedo arrebatar.
—Adelante. Tómela. —Sus ojos relampaguearon—. Si sabe lo que es, no tendrá ningún problema.
—Puedo obligarla a que me la entregue.
—¿Así lo cree? ¿Tras el bombardeo de esta noche? Pruébelo.
Se sintió vencido por el desafío.
—¿Cómo sé que no me está engañando?
—Le daré un indicio. ¿Se acuerda del hombre de Australia?
—¿Forrest?
—Sí. Trató de decirle los nombres de la tripulación. ¿Se acuerda del único nombre que pudo decir?
—Kemp.
—Murió antes de que pudiera acabarlo. El nombre es Kempsey.
—¿Ésa es su pista?
—Sí. Kempsey. El nombre y la dirección. Como pago por su promesa de dejarme ir.
—Trato hecho —dijo él—. Puede irse. Démelos.
Ella fue inmediatamente al traje de viaje que había utilizado en Shanghai. Sacó del bolsillo una hoja de papel parcialmente quemada.
—Vi esto en el escritorio de Sergei Orel cuando estaba tratando de apagar el fuego en él... el fuego que el Hombre Ardiente inició...
Le entregó el trozo de papel. Era un fragmento de una carta suplicante. Decía:
—...haré cualquier cosa para salir de estos campos de bacterias. ¿Por qué tiene un hombre que ser tratado como un perro sólo porque no puede jauntear? Ayúdame, por favor, Serg. Ayuda a un antiguo compañero de una nave que no mencionamos. Te puedes permitir el lujo de enviarme cien créditos. ¿Te acuerdas de todos los favores que te he hecho? Envía cien créditos o hasta cincuenta. No me desampares.
Rodg Kempsey, Barracón 3, Bacteria S. A., Mare Nubium, Luna.
—¡Por Dios! —exclamó Foyle—. Ésta es la pista. No podemos fallar esta vez. Sabemos qué hacer. Lo cantará todo... todo. —Sonrió a Robin—. Salimos para la Luna mañana por la noche. Compre los pasajes. No, aún habrá problemas por el ataque. Compre una nave. De cualquier forma, las están vendiendo baratas.
—¿Nosotros? —preguntó Robin—. Querrá decir usted.
—Digo nosotros —le contestó Foyle—. Vamos a la Luna. Los dos.
—Yo me voy.
—Usted no se va. Se queda conmigo.
—Pero juró que...
—No sea tonta, muchacha. Tenía que jurar cualquier cosa para conseguir esto. La necesito más que nunca. No por el Vorga. Me ocuparé del Vorga yo mismo. Para algo mucho más importante.
Miró su rostro incrédulo y sonrió, socarrón.
—Mala suerte, muchacha. Si me hubiera dado esta carta hace dos horas, hubiera mantenido mi palabra. Pero ahora es demasiado tarde. Necesito una Consejera en Romances. Estoy enamorado de Olivia Presteign.
Saltó, en un estallido de furia:
—¿Está enamorado de ella? ¿De Olivia Presteign? ¡Enamorado de ese cadáver blanco! La amarga furia de su telemisión fue una anonadadora revelación para él. ¡Ah, ahora sí me ha perdido! Para siempre. ¡Ahora lo destruiré!
Desapareció.
El Capitán Peter Y'ang-Yeovil estaba leyendo informes en el Cuartel General de la Central de Inteligencia en Londres al ritmo de seis por minuto. La información llegaba por teléfono, teletipo, cable, jaunteo. El cuadro del bombardeo iba quedando completo rápidamente.
EL ATAQUE SATURÓ EL NORTE Y SUR DE AMÉRICA DESDE LOS 60° A LOS 120° DE LONGITUD OESTE... DE LABRADOR A ALASKA EN EL NORTE... DE RÍO A ECUADOR EN EL SUR... SE ESTIMA QUE UN DIEZ POR CIENTO (10%) DE LOS PROYECTILES PENETRARON LA PANTALLA DE INTERCEPCIÓN... PÉRDIDAS APROXIMADAS EN LA POBLACIÓN: DE DIEZ A DOCE MILLONES...
—Si no fuera por el jaunteo —dijo Y'ang-Yeovil—, las pérdidas serían cinco veces superiores. De todas maneras, casi nos han noqueado. Otro golpe como éste y la Tierra se habrá acabado.
Hablaba así con los asistentes que jaunteaban dentro y fuera de la oficina, apareciendo y desapareciendo, dejando informes en su escritorio y escribiendo resultados y ecuaciones en la pizarra de cristal que cubría toda una pared. La informalidad era la regla, y Y'ang-Yeovil se quedó sorprendido y lleno de sospechas cuando un asistente golpeó a la puerta y entró con elaborada formalidad.
—¿Qué es lo que pasa ahora? —preguntó.
—Una señora quiere verte, Yeo.
—No tengo tiempo para bromas —dijo Y'ang-Yeovil con tono exasperado. Señaló las ecuaciones Whitehead que iban marcando el desastre en la pizarra transparente—. Lee eso y llora mientras sales.
—Es una señora muy especial, Yeo. Tu Venus de las Escaleras Españolas.
—¿Quién? ¿Qué Venus?
—Tu Venus Negra.
—¿Eh? ¿Ésa? —Y'ang-Yeovil dudó—. Hazla entrar.
—Naturalmente, te entrevistarás con ella en privado.
—Naturalmente nada. Estamos en guerra. Seguid trayéndome esos informes, pero dile a todo el mundo que me hable en Lengua Secreta si es que tienen algo que decirme.
Robin Wednesbury entró en la oficina llevando aún puesto el destrozado traje de noche blanco. Había jaunteado inmediatamente desde Nueva York a Londres, sin preocuparse en cambiarse. Su rostro estaba cansado, pero seguía siendo hermoso. Y'ang-Yeovil la sometió a una inspección momentánea y se dio cuenta de que su primera impresión sobre ella no había sido equivocada. Robin devolvió la mirada y sus ojos se dilataron.
—¡Pero si usted es el cocinero de las Escaleras Españolas! ¡Angelo Poggi!
Como oficial de Inteligencia, Y'ang-Yeovil estaba dispuesto para enfrentarse con una crisis semejante.
—No soy cocinero,
madame
. No he tenido tiempo de cambiarme para volver a mi habitual y fascinante yo. Por favor, siéntese aquí, señorita...
—Wednesbury. Robin Wednesbury.
—Encantado. Soy el Capitán Y'ang-Yeovil. Me alegro de que haya venido a verme, señorita Wednesbury. Me ha evitado una larga y ardua búsqueda.
—Pe... pero no comprendo. ¿Qué es lo que estaba haciendo en las Escaleras Españolas? ¿Por qué estaba persiguiendo...?
Y'ang-Yeovil vio que los labios de ella no se movían.
—Ah, ¿es usted telépata, señorita Wednesbury? ¿Cómo es esto posible? Creí conocer a cada uno de los telépatas del Sistema.
—No soy una telépata completa. Soy una telemisora. Tan sólo puedo emitir... no recibir.
—Lo cual, naturalmente, la convierte en inútil para el mundo. Ya veo. —Y'ang-Yeovil le lanzó una mirada de simpatía—. Es una mala cosa, señorita Wednesbury... el estar sometida por todas las desventajas de la telepatía y privada de sus ventajas. Lo siento, créame.
—¡Bendito sea! Es el primero que se da cuenta de ello sin que se lo tenga que decir.
—Cuidado, señorita Wednesbury. La estoy recibiendo. Ahora dígame, ¿qué hay de las Escaleras Españolas?
Hizo una pausa, escuchando atentamente su agitada telemisión:
—¿Por qué nos perseguía? ¿A mí? Beligerante enemi... ¡Oh, Dios mío! ¿Me harán daño? Tortura y... Información. Yo...
—Querida muchacha —le dijo cariñosamente Y'ang-Yeovil, tomando sus manos y apretándoselas con simpatía—. Escúcheme un momento. Se preocupa por nada. Aparentemente es usted una ciudadana enemiga, ¿no?
Ella asintió.
—Es una desgracia, pero no nos preocuparemos de eso por ahora. Las habladurías acerca de que Inteligencia tortura y arranca la información de la gente... no son más que propaganda.
—¿Propaganda?
—No somos ningunos tontos, señorita Wednesbury. Sabemos cómo obtener información sin recurrir a métodos medievales. Pero propalamos esa leyenda, por así decirlo, para ablandar a la gente por adelantado.
—¿Es eso cierto? Está mintiendo. Es una trampa.
—Es cierto, señorita Wednesbury. A menudo oculto la verdad, pero ahora no hay necesidad de ello. No, dado que evidentemente ha venido usted por su propia voluntad a ofrecernos información.
—Es demasiado profesional... demasiado rápido... no...
—Parece como si la hubieran hecho pasar recientemente un mal rato, señorita Wednesbury. Como si la hubiesen herido profundamente.
—Así ha sido, así ha sido. Y por mi culpa. Soy una estúpida. Una terrible estúpida.
—Usted no es ninguna estúpida, señorita Wednesbury. No sé lo que ha sucedido para que tenga ahora una tan mala opinión de usted misma, pero espero poder remediar eso. Así que... ¿la han engañado? ¿Y por su culpa? A todos nos ocurre eso, pero ha habido alguien que ha colaborado en el engaño. ¿Quién?
—Sería traicionarle.
—Entonces no me lo diga.
—Pero tengo que hallar a mi madre y a mis hermanas... no puedo confiar ya en él... tengo que hacerlo por mí misma. —Robin inspiró profundamente—. Deseo hablarle de un hombre llamado Gulliver Foyle. —Inmediatamente, Y'ang-Yeovil dejó de ocuparse de toda otra cosa.
—¿Es cierto que llegó por ferrocarril? —preguntó Olivia Presteign—. ¿Con una locomotora y un vagón-mirador? Qué maravillosa audacia.
—Sí, es un joven muy especial —respondió Presteign. Se alzaba gris y duro como el acero en el vestíbulo de su mansión, a solas con su hija. Estaba guardando su honor y su vida mientras esperaba a que los sirvientes y empleados regresaran de su aterrador jaunteo en busca de la seguridad. Charlaba imperturbablemente con Olivia, no permitiéndole que se diera cuenta del gran peligro en que se hallaban.
—Padre, me siento exhausta.
—Ha sido una noche agotadora, querida mía; pero, por favor, no te retires aún.
—¿Por qué no?
Presteign se guardó mucho de decirle que estaría más segura con él.
—Me siento solitario, Olivia. Hablaremos algunos minutos más.
—Hice una locura, padre. Contemplé el ataque desde el jardín.
—¡Querida mía! ¿Sola?
—No. Con Fourmyle.
Un fuerte golpeteo comenzó a agitar la puerta principal que Presteign había cerrado.
—¿Qué es eso?
—Asaltantes —contestó con calma Presteign—. No te alarmes, Olivia, no entrarán. —Se dirigió hacia una mesa en la que había colocado una buena cantidad de armas—. No hay peligro, cariño. —Trató de distraerla—. Me estabas hablando de Fourmyle.
—Oh, sí. Estábamos juntos... describiéndonos el bombardeo tal como cada cual lo veía.
—¿Sin acompañamiento? Eso no fue muy discreto, Olivia.
—Lo sé, lo sé. Me comporté como una tonta. Parecía tan firme, tan seguro de sí mismo, que me enfrenté a él con el tratamiento de la Reina Altiva. ¿Te acuerdas de la señorita Post, mi gobernanta, que se comportaba en forma tan digna y retraída que yo la llamaba la Reina Altiva? Pues me comporté como la señorita Post. Lo hice poner furioso, padre. Es por eso por lo que me buscó en el jardín.
—¿Y le permitiste que se quedase? Estoy anonadado, hija.
—Yo también. Creo que estaba medio loca por la excitación. ¿Cómo es, padre? Dímelo. ¿Cómo lo ves?
—Es firme. Alto, muy moreno, bastante enigmático. Como un Borgia. Parece pasar del aplomo al salvajismo.
—Entonces, ¿es un salvaje? Lo pude ver por mí misma. El peligro brilla en él. La mayor parte de la gente tan sólo parpadea... él parece un relámpago. Es terriblemente fascinante.
—Querida mía —la amonestó suavemente Presteign—, las damas solteras son demasiado modestas como para hablar como tú lo haces. Me disgustaría, amor mío, que te sintieras atraída románticamente por un nuevo rico como es Fourmyle de Ceres.
El servicio de los Presteign jaunteó al vestíbulo: cocineros, camareras, botones, criados, cocheros, mayordomos, sirvientas. Todos ellos estaban agitados y temblorosos tras su huida ante la muerte.
—Han abandonado sus puestos. No lo olvidaré —dijo fríamente Presteign—. Mi seguridad y mi honor están de nuevo en sus manos. Guárdenlos. Lady Olivia y yo nos retiramos.
Tomó el brazo de su hija y la llevó hasta las escaleras, sintiéndose tremendamente protector hacia su virginal princesa.
—Sangre y dinero —murmuró Presteign.
—¿Qué dices, padre?
—Estaba pensando en un vicio familiar, Olivia. Estaba agradeciendo a los dioses que no lo hayas heredado.
—¿Qué vicio es ése?
—No hay ninguna necesidad de que lo conozcas. Es uno que Fourmyle comparte.
—Ah, ¿es un malvado? Ya lo sabía. Como un Borgia, me dijiste. Un malvado Borgia con ojos oscuros y líneas en el rostro. Esto debe explicar el dibujo.