Las Estrellas mi destino (22 page)

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Authors: Alfred Bester

—¡Demasiado monomaniaco para ser otra cosa que un estúpido!

—¿Qué es lo que quieres decir, Jiz, con eso de que Dagenham arregló que no volvieses a la Gouffre Martel, y que sabes cómo confundirlo? ¿Qué es lo que te une a él?

—Trabajo para él. Soy uno de sus correos.

—¿Quieres decir que te está chantajeando? ¿Amenazándote con devolverte allí si no...?

—No. Sucedió en cuanto nos encontramos. Todo empezó cuando él me capturó; finalizó cuando yo le capturé a él.

—¿Qué quieres decir?

—¿No puedes imaginártelo?

La contempló. Sus ojos estaban velados, pero lo comprendió.

—¡Jiz! ¿Con él?

—Sí.

—¿Cómo? Él es...

—Existen ciertas precauciones. Es…, no quiero hablar de eso, Gully.

—Lo siento. Le lleva tiempo volver.

—¿Volver?

—A Dagenham. Con su ejército.

—Oh. Sí, claro. —Jisbella rió de nuevo, y luego habló en un tono bajo y furioso—. No sabes en qué cuerda floja has estado caminando, Gully. Si hubieras tratado de rogarme o de comprarme o de enamorarme... Por Dios, te hubiera arruinado. Le hubiera contado a todo el mundo que eras... lo hubiera chillado desde los tejados...

—¿De qué estás hablando?

—Saúl no va a volver. No lo sabe. Puedes irte al infierno por ti mismo.

—No te creo.

—¿Crees que le llevaría tanto tiempo el atraparte? ¿A Saúl Dagenham?

—Pero, ¿por qué no se lo dijiste? Después de la forma en que te dejé abandonada...

—Porque no quiero que él vaya al infierno contigo. No estoy hablando del Vorga. Me refiero a otra cosa. Al Piros. Por eso es por lo que te persiguen. Ocho kilos de Piros.

—¿Qué es eso?

—Cuando abriste la caja fuerte, ¿no había un recipiente en su interior? ¿Uno hecho de IIP... un Isómero Inerte del Plomo?

—Sí.

—¿Qué había dentro de ese recipiente de IIP?

—Veinte cápsulas que parecían cristales de yodo comprimidos.

—¿Qué hiciste con las cápsulas?

—Envié dos a analizar. Nadie pudo decirme lo que eran. Estoy tratando de analizar una tercera en mi laboratorio... cuando no hago el payaso ante el público.

—¿Lo estás tratando? ¿Por qué?

—Estoy madurando, Jiz —le dijo suavemente Foyle—. No me llevó mucho tiempo el imaginar que eso era lo que buscaban Presteign y Dagenham.

—¿Dónde tienes el resto de las cápsulas?

—En lugar seguro.

—No están seguras. Nunca podrán estar seguras. No sé lo que es el Piros, pero sé que es el camino al infierno, y no quiero que Saúl lo recorra.

—¿Lo quieres tanto?

—Lo respeto tanto. Es el primer hombre que me ha merecido ese respeto.

—Jiz, ¿qué es el Piros? Tú lo sabes.

—Me lo imagino. He reunido los datos que he oído. Tengo una idea. Y te lo podría contar, Gully, pero no lo haré. —La furia casi resplandecía en su rostro—. Esta vez voy a ser yo quien te deje abandonado. Te abandonaré colgando inerme en la oscuridad. ¡Verás lo que se siente, muchacho! ¡Pásatelo bien!

Se apartó de él, y atravesó la pista de baile.

En aquel momento cayeron las primeras bombas.

Llegaron como enjambres de meteoritos; no en tan gran cantidad, pero mucho más mortíferas. Llegaron al cuadrante nocturno, esa porción del globo que permanecía entonces en la oscuridad desde la medianoche hasta el amanecer. Chocaron con la parte frontal de la Tierra en su revolución alrededor del Sol. Habían estado viajando una distancia de seiscientos cincuenta millones de kilómetros.

Su excesiva velocidad fue igualada por la rapidez de los computadores de defensa terrestres, que trazaron e interceptaron esos regalos de Año Nuevo de los Satélites Exteriores en el espacio de pocos microsegundos. Una multitud de brillantes nuevas estrellas chisporrotearon en el cielo y se desvanecieron; eran bombas detectadas y detonadas a ochocientos kilómetros por encima de sus objetivos.

Pero era tan escaso el margen entre la velocidad de la defensa y la del ataque, que muchas lograron pasar. Atravesaron el nivel de las auroras, el de los meteoros, el límite de la penumbra, la estratosfera, y cayeron a la Tierra. Las invisibles trayectorias terminaron en convulsiones titánicas.

La primera explosión atómica que destruyó Newark agitó la mansión Presteign como un increíble terremoto. Los suelos y las paredes temblaron, y los invitados fueron lanzados en montones junto con el mobiliario y decorados. El temblor fue seguido por otro temblor cuando la lluvia descendió al azar sobre Nueva York. Los relámpagos de brillante luz en el horizonte eran ensordecedores, anonadadores, aterradores, los sonidos, los estremecimientos, eran tan enormes que a la humanidad le era arrebatada la razón, dejando tan sólo animales despellejados para aullar, cubrirse y correr. En el espacio de cinco segundos la fiesta de Año Nuevo de Presteign se transformó de un evento elegante en algo anárquico.

Foyle se levantó del suelo. Miró a los cuerpos que se agitaban sobre el parquet de la pista de baile, vio a Jisbella luchando por liberarse, dio un paso hacia ella, y se detuvo. Movió la cabeza, mareado, no notándola como parte suya. El trueno jamás cesaba. Vio a Robin Wednesbury en el vestíbulo, tambaleándose aturdida. Dio un paso hacia ella, y entonces se detuvo de nuevo. Sabía dónde debía ir.

Aceleró. Los truenos y los relámpagos cayeron por el espectro hasta convertirse en chirridos y chisporroteos. Los estremecedores terremotos se transformaron en plácidas ondulaciones. Foyle restalló a través de la gigantesca casa, buscando, hasta que al final la encontró de pie en el jardín, de puntillas sobre un banco de mármol, parecida a una estatua para sus sentidos acelerados: la estatua de la exaltación.

Desaceleró. Las sensaciones subieron de nuevo por el espectro, y otra vez más se vio agitado por el alucinante bombardeo.

—Lady Olivia —llamó.

—¿Quién es?

—El payaso.

—¿Fourmyle?

—Sí.

—¿Y me ha estado buscando? Se lo agradezco, realmente se lo agradezco.

—Está usted loca al estar aquí. Le ruego me permita...

—No, no, no. Es hermoso... ¡maravilloso!

—Déjeme jauntearla a algún sitio seguro.

—Ah, ¿cree ser un caballero andante? ¿Un caballero al rescate? No le va bien el papel, querido. No sirve usted para ello. Mejor será que se vaya.

—Me quedaré.

—¿Cómo amante de la belleza?

—Como amante.

—Sigue siendo tedioso, Fourmyle. Venga, inspírese. Éste es el Armagedón... la monstruosidad floreciente. Dígame lo que ve.

—No hay mucho —respondió, mirando alrededor y parpadeando—. Se ve luz por todo el horizonte. Y nubes rápidas por encima. Más arriba hay algo así como... una especie de centelleo. Como las luces de un árbol de Navidad parpadeando.

—Oh, ven ustedes tan poco con los ojos. ¡Mire lo que yo veo! Hay un domo en el cielo, un domo del color del arco iris. Los colores van desde el profundo retintín hasta el brillante quemado. Es así como yo he bautizado los colores que veo. ¿Qué es lo que puede ser ese domo?

—La pantalla de radar —murmuró Foyle.

—Y luego se ven unos grandes chorros de fuego elevándose y agitándose, tejiendo, bailando, barriendo. ¿Qué son ésos?

—Rayos interceptores. Está usted viendo todo el sistema electrónico de defensa.

—Y también puedo ver las bombas cayendo... rápidas pinceladas de lo que ustedes llaman rojo. Pero no su rojo; el mío. ¿Por qué puedo verlas?

—Están recalentadas por la fricción con el aire, pero su envoltura de plomo inerte no nos deja ver el color a nosotros.

—Usted mismo puede ver que sirve más como Galileo que como Ivanhoe. ¡Oh! Ahí viene uno por el este. ¡Trate de verlo! Viene, viene, viene... ¡ahora!

Un relámpago en el horizonte del este probó que no era su imaginación.

—Hay otro hacia el norte. Muy cerca. Mucho. ¡Ahora!

Un estremecimiento llegó del norte.

—Y las explosiones, Fourmyle... no son simples nubes de luces. Son tejidos, telas de araña, tapices de colores entremezclados. Tan bellos. Como mortajas exquisitas.

—Eso es lo que son, Lady Olivia.

—¿Tiene miedo?

—Sí.

—Entonces escape.

—No.

—Ah, es usted valiente.

—No sé lo que soy. Tengo miedo, pero no escaparé.

—Entonces está usted fanfarroneando. Dándome una demostración de caballeroso valor —la grave voz sonaba divertida—. Piense, Fourmyle. ¿Cuánto tiempo lleva jauntear? Podría estar a salvo en segundos: en México, Canadá, Alaska. Tan seguro. Tiene que haber millones de personas haciéndolo ahora. Probablemente somos los últimos que quedan en la ciudad.

—No todo el mundo puede jauntear tan rápido y tan lejos.

—Entonces somos los últimos importantes que quedamos. ¿Por qué no me abandona? Póngase a salvo. Pronto moriré. Nadie sabrá que su pretensión se convirtió en cobardía.

—¡Perra!

—Ah, está usted irritado. Qué lenguaje más basto. Es el primer signo de debilidad. ¿Por qué no hace uso de su mayor cordura y me lleva a la fuerza? Ése sería el segundo signo.

—¡Maldita sea!

Se acercó a ella, apretando los puños con rabia. Ella le tocó la mejilla con una tranquila y fría mano, pero de nuevo se produjo aquella descarga eléctrica.

—No, ya es muy tarde, cariño —dijo ella suavemente—. Aquí viene toda una nube de pinceladas rojas... bajan, bajan, bajan... directamente hacia nosotros. No podremos escapar a esto. ¡Rápido, ahora! ¡Escape! ¡Jauntee! Lléveme con usted. ¡Rápido! ¡Rápido!

La sacó del banco.

—¡Perra! ¡Nunca!

La abrazó, encontró la suave boca de coral y la besó; le hizo daño en los labios con los suyos, esperando el golpe final.

Nunca llegó.

—¡Me ha engañado! —exclamó. Ella se rio. La besó de nuevo, y al fin se obligó a soltarla. Ella jadeó tomando aire y rio de nuevo, con sus ojos de coral ardiendo.

—Ya pasó todo —dijo.

—Aún no ha comenzado.

—¿A qué se refiere?

—A la guerra entre nosotros.

—Que sea una guerra sin cuartel —dijo ella con fiereza—. Es usted el primero al que no engañan mis apariencias. ¡Oh, Dios! El aburrimiento de los caballeros andantes y su tibia pasión por la princesa de los cuentos de hadas. Pero yo no soy así... en el interior. No lo soy. No lo soy. Nunca. Que sea una guerra sin cuartel. ¡No me rinda... destrúyame!

Y repentinamente fue Lady Olivia de nuevo, la graciosa dama de las nieves.

—Me temo que el bombardeo ha terminado, mi querido Fourmyle. El espectáculo ha concluido. Pero ha sido un excitante preludio para el Año Nuevo. Buenas noches.

—¿Buenas noches? —hizo eco, incrédulo.

—Buenas noches —repitió ella—. Realmente, mi querido Fourmyle, es usted tan necio que nunca se da cuenta cuando lo despiden. Puede irse ahora. Buenas noches.

Dudó, buscó qué decir, y al final se dio la vuelta y salió de la casa. Estaba temblando por la excitación y la confusión. Caminaba como entre sueños, sin darse apenas cuenta del desastre y la confusión de su alrededor. El horizonte estaba ahora iluminado por la luz de las llamas. Las ondas de choque del ataque habían agitado tan violentamente la atmósfera que aún soplaban vientos en extraños huracanes. El temblor de las explosiones había agitado tan fuertemente la ciudad que los ladrillos, cornisas, cristales y metales estaban desplomándose y cayendo. Y esto a pesar de que no se había producido ningún impacto directo en Nueva York.

Las calles estaban vacías; la ciudad estaba desierta. La entera población de Nueva York, de toda la ciudad, había jaunteado, en una desesperada búsqueda de seguridad, hasta el límite de su habilidad: cinco kilómetros, cincuenta kilómetros, quinientos kilómetros. Algunos habían jaunteado al punto cero de un impacto. Millares murieron en explosiones de jaunteo, pues las plataformas públicas nunca habían sido pensadas para acomodar la aglomeración de un éxodo masivo.

Foyle comenzó a darse cuenta de que aparecían Equipos de Rescate, con blindados trajes blancos, por las calles. Una imperiosa señal dirigida a él le avisó de que estaba a punto de ser alistado obligatoriamente para trabajos de rescate. El problema del jaunteo no era el evacuar a las poblaciones de las ciudades, sino el obligarlas a regresar y reinstaurar el orden. Foyle no tenía ninguna intención de pasar una semana combatiendo el fuego y a los asaltantes. Aceleró y evadió al Equipo de Rescate.

En la Quinta Avenida desaceleró; el gasto de energía producido por la aceleración era tan enorme que no le agradaba mantenerla más que por unos segundos. Largos periodos de aceleración obligaban a pasar días recuperándose.

Los asaltantes y los asaltjaunteantes estaban ya trabajando en la Avenida, en solitario o en manadas, furtivos pero sin embargo salvajes, chacales devorando el cuerpo de un animal vivo pero inerme. Se dirigieron hacia Foyle. Cualquiera era su presa aquella noche.

—No estoy de humor —les dijo—. Jugad con otro cualquiera.

Vació el dinero de sus bolsillos y se lo lanzó. Lo recogieron, pero no estaban satisfechos. Deseaban diversión, y evidentemente él era un caballero desvalido. Media docena rodearon a Foyle y se acercaron para atormentarle.

—Amable caballero —sonrieron—. Vamos a tener una fiesta.

Foyle había visto en una ocasión el cuerpo mutilado de uno de los invitados a estas fiestas. Suspiró y apartó su mente de la visión de Olivia Presteign.

—De acuerdo, chacales —dijo—. Tengamos una fiesta.

Estaban preparados para hacerle bailar hasta la muerte. Apretó los controles de su boca y por doce devastadores segundos se convirtió en la más mortífera máquina jamás concebida: el Comando Asesino. Esto ocurrió sin pensamiento consciente y sin desearlo; su cuerpo siguió simplemente las directrices grabadas en sus músculos y reflejos. Abandonó seis cadáveres en la calle.

El Viejo Saint Pat seguía en pie, intacto, eterno, mientras los distantes fuegos se reflejaban en el verde cobre de su techo. El interior estaba vacío. Las tiendas del Circo Fourmyle llenaban la nave, iluminadas y amuebladas, pero el personal del circo había desaparecido. Los siervos, cocineros, mayordomos, atletas, filósofos, seguidores del campo y tahúres habían desaparecido.

—Pero regresarán a saquear —murmuró Foyle.

Entró en su propia tienda. La primera cosa que vio fue una silueta de blanco, recostada en una alfombra, produciendo sonidos guturales con la garganta. Era Robin Wednesbury, con el traje hecho pedazos, la mente hecha pedazos.

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