Las Estrellas mi destino (18 page)

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Authors: Alfred Bester

Fourmyle de Ceres apareció con un traje de gala, muy moderno y muy negro, con la única nota de una blanca explosión solar en su hombro, la marca registrada del clan de Ceres. Con él iba Robin Wednesbury en un brillante traje de noche blanco, con su grácil cintura apretada por un corsé de ballenas, mientras el polisón de su falda acentuaba su larga y erguida espalda y su gracioso paso.

El contraste blanco y negro era tan atractivo que se envió a un ordenanza a comprobar la marca registrada de la explosión solar en el
Almanaque de la Nobleza y Patentes
. Regresó con la noticia de que era de la Compañía Minera de Ceres, organizada en el dos mil doscientos cincuenta para la explotación de los recursos minerales de Ceres, Palas y Vesta. Esos recursos nunca se habían hallado y la Casa de Ceres se había eclipsado, pero nunca extinguido. Aparentemente estaba siendo revivida ahora.

—¿Fourmyle? ¿El payaso?

—Sí. El Circo Fourmyle. Todo el mundo habla de él.

—¿Es el mismo hombre?

—No puede ser. Parece humano.

La alta sociedad se arremolinó alrededor de Fourmyle, curiosa pero desconfiada.

—Ahí vienen —murmuró Fourmyle a Robin.

—Relájese. Desean un toque ligero. Aceptarán cualquier cosa si es divertida. Sea brillante.

—¿Es usted ese terrible hombre del circo, Fourmyle?

—Seguro que lo es. Sonría.

—Lo soy,
madame
. Me puede tocar.

—Vaya, si hasta parece estar orgulloso de ello. ¿Está orgulloso de su mal gusto?

—El problema hoy en día es tener cualquier clase de gusto. Pienso que soy afortunado.

—Afortunado pero terriblemente indecente.

—Indecente pero no aburrido.

—Y terrible pero delicioso. ¿Por qué no está bromeando ahora?

—No estoy en mis cabales,
madame
.

—Oh, querido. ¿Está usted loco? Soy Lady Shrapnel. ¿Cuándo volverá a estar cuerdo?

—Es usted la que me saca de mis cabales, Lady Shrapnel.

—Oh, malévolo joven. ¡Charles! Charles, ven aquí y salva a Fourmyle. Lo estoy enloqueciendo.

—Ése es Víctor de la R. C. A. Víctor.

—Fourmyle, ¿no? Encantado. ¿Cuánto le cuesta esa corte que lleva?

—Dígale la verdad.

—Cuarenta mil, Víctor.

—¡Buen Dios! ¿A la semana?

—Al día.

—¡Al día! ¿Y para qué gasta todo ese dinero?

—¡La verdad!

—Por la notoriedad, Víctor.

—¡Ja! ¿Lo dice en serio?

—Ya te dije que era terrible. Charles.

—Pero es un agradable cambio. ¡Klaus! Ven aquí un momento. Este impúdico jovenzuelo gasta cuarenta mil al día... por la notoriedad, ¿oyes?

—Skoda de Skoda.

—Buenas noches, Fourmyle. Estoy muy interesado en esa resurrección del nombre. ¿Es usted acaso un descendiente del grupo fundador de la Compañía Ceres?

—Dígales la verdad.

—No, Skoda. Compré el título. Adquirí la compañía. Soy un recién llegado.

—Bien.
Toujours de l'audace!

—¡Voto a bríos, Fourmyle! Es usted sincero.

—Ya te dije que era impúdico. Pero muy agradable. Hay una gran cantidad de malditos recién llegados, joven, pero no lo admiten. Elizabeth, ven, que te presentaremos a Fourmyle de Ceres.

—¡Fourmyle! Estaba muriéndome por conocerlo.

—Lady Elizabeth Citroen.

—¿Es cierto que viaja con una universidad portátil?

—Aquí, un toque ligero.

—Una academia portátil, Lady Elizabeth.

—¿Pero por qué, Fourmyle?

—Oh,
madame
. Es tan difícil el gastar dinero en estos días. Tenemos que inventarnos las excusas más tontas. Si tan sólo alguien inventase una nueva extravagancia.

—Tendría que viajar con un inventor portátil, Fourmyle.

—Tengo uno. ¿No es así, Robin? Pero pierde su tiempo buscando el movimiento perpetuo. Lo que necesito es un manirroto en mi equipo. ¿Alguno de sus clanes podría cederme un hijo joven?

—¿Que si alguno de nosotros lo haría? Más de un clan pagaría por el privilegio de desprenderse de algunos.

—¿No es bastante gasto para usted el movimiento perpetuo, Fourmyle?

—No. Es un aterrador gasto de dinero. El objetivo real de una extravagancia es actuar como un tonto y sentirse como un tonto, pero divertirse. ¿Y qué diversión hay en el movimiento perpetuo? ¿Existe alguna extravagancia en la entropía? Millones para la tontería, pero ni un céntimo para la entropía. Ése es mi slogan.

Se rieron, y la multitud que se arremolinaba alrededor de Fourmyle creció. Estaban encantados y divertidos. Era un juguete nuevo. Y entonces sonó la medianoche y, mientras el gran reloj señalaba la llegada del Año Nuevo, la reunión se preparó a jauntear con la medianoche alrededor del mundo.

—Venga con nosotros a Java, Fourmyle. Regis Sheffield da allí una maravillosa fiesta legal. Vamos a jugar a «Emborrachar al Juez».

—Hong Kong, Fourmyle.

—Tokio, Fourmyle. Está lloviendo en Hong Kong. Venga a Tokio y tráigase su circo.

—Gracias, no. Prefiero Shanghai. El Domo Soviético. Prometo una recompensa extravagante al primero que me descubra bajo el disfraz que llevaré. Nos encontraremos dentro de dos horas. ¿Preparada, Robin?

—No jauntee. Es mala educación. Salga caminando. Lentamente. La languidez es chic. Ofrezca sus respetos al Gobernador... al Comisionado... a sus señoras... bien. No se olvide de dar una propina a los asistentes. ¡No a ése, so idiota! Ése es el Secretario del Gobernador. De acuerdo, ha sido todo un éxito. Lo han aceptado. ¿Y ahora qué?

—Ahora vamos a por lo que estamos en Canberra.

—Creí que habíamos venido al baile.

—Al baile y a por un hombre llamado Forrest.

—¿Quién es ése?

—Ben Forrest, espacionauta del Vorga. Tengo tres pistas hacia el hombre que dio la orden de dejarme morir. Tres nombres. Un cocinero en Roma llamado Poggi; un curandero en Shanghai llamado Orel, y este hombre, Forrest. Ésta es una operación combinada: alta sociedad e investigación. ¿Comprende?

—Comprendo.

—Tenemos dos horas para despanzurrar a Forrest. ¿Conoce las coordenadas de la Enlatadora Aussie? ¿La ciudad industrial?

—No quiero tomar parte en su venganza contra el Vorga. Yo sólo busco a mi familia.

—Esto es una operación combinada... en todos los sentidos —dijo él, con un salvajismo indiferente tal que ella se estremeció y jaunteó al instante. Cuando Foyle llegó a su tienda en el Circo Fourmyle, en Jervis Beach, ya se estaba cambiando a ropas de viaje. Foyle la contempló. Aunque la obligaba a vivir en su tienda por razones de seguridad, nunca la había vuelto a tocar. Robin vio su mirada, dejó de cambiarse y esperó.

Él movió la cabeza.

—Eso se acabó.

—Qué interesante. ¿Ya no se dedica a violar?

—Vístase —dijo, controlándose—. Y dígales a ésos que tienen dos horas para llevar el campamento a Shanghai.

Eran las doce y treinta cuando Foyle y Robin llegaron a la oficina de entrada de la ciudad industrial de la Enlatadora Aussie. Pidieron tarjetas de identificación y fueron recibidos por el mismo alcalde.

—Feliz Año Nuevo —canturreó—: ¡Feliz! ¡Feliz! ¡Feliz! ¿De visita? Será un placer atenderlos. Permítanme. —Los introdujo en un lujoso helicóptero y despegó—. Hemos tenido montañas de visitantes esta noche. La nuestra es una ciudad amistosa. La más amistosa ciudad industrial del mundo. —El vehículo sobrevoló gigantescos edificios—. Ése es nuestro palacio del hielo... las piscinas están a su izquierda... ese gran domo es el trampolín de esquí. Hay nieve todo el año... jardines tropicales bajo aquel techo de cristal. Palmeras, cotorras, orquídeas, frutas. Ése es nuestro mercado... teatro... tenemos nuestra propia emisora también. Tres Dimensiones-Cinco Sentidos. Échenle una mirada a ese campo de fútbol. Dos de nuestros muchachos han llegado a primera división este año. Turner en el Right Rockne y Otis en el Left Thorpe.

—No me diga —murmuró Foyle.

—Sí, señor. Lo tenemos todo, todo. Uno no tiene que jauntear alrededor del mundo buscando diversiones. La Enlatadora Aussie le trae el mundo a la puerta. Nuestra ciudad es un pequeño universo. El más alegre pequeño universo del mundo.

—Ya veo, tienen problemas de personal.

El alcalde rehusó terminar con su charla comercial.

—Miren las calles. ¿Ven esas bicicletas? ¿Motocicletas? ¿Automóviles? Podemos enorgullecernos de tener más transportes de lujo per cápita que cualquier otra ciudad de la Tierra. Miren esas casas. Mansiones. Nuestra gente es rica y feliz. Hacemos que sean ricos y felices.

—Pero ¿logran retenerlos?

—¿Qué es lo que quiere decir? Naturalmente que...

—Puede contarnos la verdad. No buscamos trabajo. ¿Logran retenerlos?

—No podemos aguantarlos más de seis meses —gruñó el alcalde—. Es un problema infernal. Les damos de todo pero no podemos retenerlos. Les coge morriña y jauntean. El absentismo ha rebajado nuestra producción en un doce por ciento. No podemos mantener una plantilla fija.

—Nadie lo logra.

—Tendría que haber una ley. ¿Forrest, me dijo? Aquí mismo.

Aterrizó frente a un chalet de estilo suizo sito en un acre de jardines y despegó, murmurando para sí mismo. Foyle y Robin llegaron ante la puerta de la casa, esperando que la pantalla los detectase y anunciase. En lugar de esto, la puerta brilló con color rojo y sobre ella se iluminó una calavera y dos tibias cruzadas de radiante blanco. Una voz grabada habló:

—Aviso. Esta residencia ha sido provista de trampas por la Corporación de Defensa Letal de Suecia. R: 77-23. Quedan legalmente advertidos.

—¿Qué infiernos? —murmuró Foyle—. ¿En la víspera de Navidad? Un tipo amistoso. Probemos por detrás.

Rodearon el chalet, perseguidos por el cráneo y las tibias que brillaban a intervalos y el aviso grabado. A un lado, vieron la parte superior de una ventana del sótano iluminada brillantemente, y escucharon el ahogado sonido de unas voces.

—¡Creyentes de sótano! —exclamó Foyle. Él y Robin atisbaron a través de la ventana. Treinta creyentes de diversas religiones estaban celebrando el Año Nuevo con una ceremonia combinada y absolutamente ilegal. El siglo veinticuatro no había abolido a Dios, pero sí había abolido la religión organizada.

—No es extraño que la casa esté protegida —dijo Foyle—, con ceremonias como ésta. Mire, tienen unos oficiantes y esas cosas que hay tras ellos son sus símbolos.

—¿Se le ha ocurrido pensar alguna vez en lo que dice al jurar? —le preguntó en voz baja Robin—. Usted dice «cielos» e «infiernos». ¿Sabe lo que significa eso?

—Son simples juramentos, eso es todo. Como «maldición» y «peste».

—No, es religión. Usted no lo sabe, pero hay dos mil años de significado tras palabras como ésas.

—No es el momento para hablar de estos temas —dijo impaciente Foyle—. Déjelo para otro rato. Vamos.

La parte trasera del chalet era una sólida pared de cristal, la enorme ventana de una sala de estar vacía y débilmente iluminada.

—Échese al suelo —ordenó Foyle—. Voy a entrar.

Robin se tendió en el patio de mármol. Foyle conectó su cuerpo, aceleró hasta convertirse en una relampagueante mancha, y abrió un agujero en la pared de cristal. Muy abajo, en el espectro de sonido, oyó apagados ruidos. Eran disparos. Rápidos proyectiles pasaron a su lado. Se echó al suelo y conectó sus oídos, recorriendo desde las más bajas tonalidades hasta los sonidos supersónicos, y captando finalmente el zumbido del mecanismo de control del Atrapahombres. Giró lentamente su cabeza, localizó el punto con su goniómetro binaural, fintó entre el chorro de balas y demolió el mecanismo. Se frenó.

—¡Venga dentro, pronto!

Robin se le reunió en la sala de estar, temblando. Los Creyentes de Sótano estaban subiendo a la casa por algún sitio, emitiendo los sonidos de unos mártires.

—Espere aquí —gruñó Foyle. Aceleró, restalló a lo largo de la sala, localizó a los Creyentes de Sótano en poses de huida helada y los examinó uno a uno. Regresó a Robin y frenó.

—Ninguno de ellos es Forrest —informó—. Tal vez esté arriba. Vamos por detrás, mientras ellos vienen por delante. ¡Vamos!

Corrieron a las escaleras de atrás. En el descansillo se detuvieron para mirar a su alrededor.

—Tendremos que trabajar rápido —murmuró Foyle—. Entre los disparos y el tumulto de los Creyentes, todo el mundo y alguien más vendrá jaunteando a hacer preguntas.

Se cortó en seco. Un débil sonido maullante surgió tras una puerta en la parte alta de las escaleras. Foyle olisqueó.

—¡Análogo! —exclamó—. Debe de ser Forrest. ¿Se imagina? Creyentes en el sótano y droga en el piso de arriba.

—¿De qué está hablando?

—Ya le explicaré luego. Aquí dentro. Tan sólo espero que no esté en un «viaje» como gorila.

Foyle atravesó la puerta como si fuera una terraplanadora. Se encontraron en una amplia habitación vacía. Del techo colgaba una gruesa cuerda. Un hombre desnudo estaba retorcido contra ella, en el aire. Se agitaba y deslizaba arriba y abajo por la cuerda, emitiendo sonidos maullantes y un olor repugnante.

—Pitón —dijo Foyle—. Siempre es un alivio. No se le acerque. Le aplastaría los huesos si lo tocase.

Se empezaron a oír voces gritando:

—¡Forrest! ¿Qué demonios son esos disparos? ¡Feliz Año Nuevo, Forrest! ¿Dónde infiernos es la fiesta?

—Ahí vienen —gruñó Foyle—. Tendremos que jauntearlo fuera de aquí. Nos encontraremos en la playa. ¡Váyase!

Sacó un cuchillo del bolsillo, cortó la cuerda, se echó el reptante hombre a cuestas y jaunteó. Robin había llegado a la vacía playa de Jervis un momento antes que él. Foyle llegó con el serpenteante hombre babeando sobre su cuello y hombros como una pitón, atenazándolo en un terrible abrazo. El estigma rojo apareció repentinamente en el rostro de Foyle.

—Como Simbad —dijo en una voz estrangulada—. El Viejo del Mar. ¡Rápido, muchacha! En los bolsillos de la derecha. Tres hacia arriba. Dos hacia abajo. Una ampolla autoinoculante. Clávesela en cual...

Se le ahogó la voz.

Robin abrió el bolsillo, halló un paquete de ampollas de cristal y lo sacó. Cada ampolla tenía un aguijón diminuto. Clavó el aguijón de una de ellas en el cuello del hombre reptante. Se desplomó. Foyle se libró de su abrazo y se levantó de la arena.

—¡Cristo! —murmuró, dándose masajes en el cuello. Respiró profundamente—. Sangre y tripas. Control —dijo, volviendo a asumir su aire de tranquila calma. El tatuaje escarlata desapareció de su rostro.

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