Las Estrellas mi destino (16 page)

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Authors: Alfred Bester

Al mediodía, Fourmyle de Ceres llegó en una demostración de medios de transporte conspicuos tan extraña que se sabía que había hecho reír a una persona que llevaba siete años de melancolía. Un gigantesco anfibio llegó del sur y aterrizó en el lago. Del avión emergió una lancha de desembarco que navegó hasta la orilla. Su parte delantera descendió para convertirse en una pasarela y del interior surgió un vehículo militar de mando del siglo veinte. Las maravillas se seguían a las maravillas ante los satisfechos espectadores, pues el vehículo llegó hasta unos veinte metros del centro del campo y entonces se detuvo.

—¿Qué es lo que vendrá ahora? ¿Una bicicleta?

—No, patines de ruedas.

—Saldrá en un palo saltarín.

Fourmyle superó sus más locas especulaciones. Del vehículo de mando surgió la boca de un cañón de circo. Se oyó el bang de una explosión de pólvora negra y Fourmyle de Ceres fue disparado desde el cañón en un grácil arco que le llevó hasta la misma puerta de su tienda, donde fue recogido en una lona sostenida por cuatro sirvientes. El aplauso que lo saludó pudo ser oído a diez kilómetros de distancia. Fourmyle se subió a los hombros de los sirvientes e hizo una señal pidiendo silencio.

—Amigos, romanos, ciudadanos —comenzó a decir muy serio Fourmyle—. Prestadme vuestra atención; Shakespeare: 1564-1616. ¡Maldición! —Cuatro palomas blancas surgieron de las mangas de Fourmyle y se alejaron volando. Las miró asombrado y luego continuó—. Amigos, saludos y salutaciones,
bon jour
,
bon ton
,
bon vivant
,
bon voyage
,
bon
... ¿qué infiernos?

Los bolsillos de Fourmyle se incendiaron y de ellos surgieron fuegos de artificio. Trató de recobrar su aplomo. De sus ropas estallaron confetis y serpentinas.

—Amigos... ¡cállense! Conseguiré que este discurso salga bien. ¡Silencio! Amigos...

Fourmyle se miró a sí mismo desmayadamente. Sus ropas estaban fundiéndose, revelando una ropa interior brillantemente escarlata.

—¡Kleinmann! —gritó furioso—. ¡Kleinmann! ¿Qué ha pasado con su maldito entrenamiento hipnótico?

Una peluda cabeza surgió de una tienda.

—¿Usted estudiarrr parrra este discurrrso en noche pasada, Fourrrmyle?

—Claro, maldita sea. Yo estudiarrr durrrante dos horrras. No saqué ni por un momento la cabeza del horno de hipnosis. El curso de Kleinmann sobre prestidigitación.

—¡No, no, no! —aulló el hombre peludo—. ¿Cuántas veces tenerrr que decirrrlo? La prrrestidigitación no es como hacerrr discurrrsos. Serrr magia. ¡Dumbkopf! ¡Usted haberrr tomado hipnosis equivocada!

La ropa interior escarlata comenzó a fundirse. Fourmyle se lanzó de los hombros de sus temblorosos criados y desapareció en el interior de su tienda. Se oyó un rugido de risas y aplausos y el Circo Fourmyle llegó a su punto álgido. Las cocinas silbaban y humeaban. Siempre se estaba comiendo y bebiendo. La música nunca se detenía. El vodevil jamás cesaba.

Dentro de su tienda, Fourmyle cambió de ropa, cambió de idea, cambió de nuevo, se desnudó otra vez, pateó a sus sirvientes y llamó a su sastre en una bastarda mezcla de francés, inglés de Mayfair y afectación. Cuando se había puesto a medias otro traje, recordó que no se había bañado. Abofeteó a su sastre, ordenó que echasen cincuenta litros de perfume en la piscina, y le descendió de repente la musa poética. Llamó a su poeta principal.

—Escriba esto —ordenó Fourmyle—. Le roí est morí. Les... espere. ¿Qué es lo que rima con luna?

—Duna —sugirió el poeta—. Tuna, fortuna, ayuna, moruna, cuna, gatuna, una...

—¡Me olvidé de mi experimento! —exclamó Fourmyle—. ¡Doctor Bohun! ¡Doctor Bohun!

Medio desnudo, se abalanzó corriendo al laboratorio, donde provocó una explosión que le lanzó a él y al doctor Bohun, su químico principal, al otro extremo de la tienda. Mientras el químico trataba de alzarse del suelo, se encontró apresado en una muy dolorosa y embarazosa llave de estrangulamiento.

—¡Nogouchi! —gritó Fourmyle—. ¡Hey! ¡Nogouchi! Acabo de inventar una nueva llave de judo.

Fourmyle se alzó, levantó al medio estrangulado químico y jaunteó al dojo, donde el pequeño japonés inspeccionó la llave y agitó la cabeza.

—Ño, pol favol —silbó cortésmente—. Fui. La plesión en la nuez no es pelpetuamente letal. Fui. Le enséñale, pol favol.

Tomó al atontado químico, le dio unas vueltas y lo depositó en el suelo en una posición de perpetua autoestrangulación.

—¿Lo obselva, pol favol, Fbulmyle?

Pero Fourmyle se hallaba en la biblioteca golpeando en la cabeza de su bibliotecario con el
Das Sexual Leben
de Bloch (tres kilos quinientos gramos) porque el desgraciado hombre no podía lograrle un texto sobre la fabricación de máquinas de movimiento perpetuo. Corrió a su laboratorio de física, donde destruyó un carísimo cronómetro para experimentar con sus ruedecillas, jaunteó al estrado de la orquesta, donde tomó una batuta y dirigió a la banda a la confusión, se puso unos patines y cayó en la piscina perfumada, fue sacado, maldiciendo fulminantemente ante la falta de hielo, y se le oyó expresar un deseo de soledad.

—Deseo hablar conmigo mismo —dijo Fourmyle, pateando a sus criados en todas direcciones. Estaba roncando antes de que el último de ellos se arrastrase hasta la puerta y la cerrase tras de sí.

Se detuvo el ronquido y Foyle se alzó.

—Esto debe ser bastante por hoy —murmuró, y fue a su cuarto vestidor. Se colocó ante un espejo, hizo una inspiración profunda y aguantó la respiración, contemplándose mientras tanto el rostro. Al cabo de un minuto todavía estaba sin teñir. Continuó aguantando la respiración, manteniendo rígido control sobre pulso y músculos, dominando el esfuerzo con una calma acerada. A los dos minutos y veinte segundos apareció el estigma, rojo sanguinolento. Foyle dejó escapar el aliento. Su máscara de tigre desapareció.

—Mejor —murmuró—. Mucho mejor. El viejo faquir tenía razón. La respuesta está en el yoga: control. Pulso, respiración, tripas, cerebro.

Se desnudó y contempló su cuerpo. Estaba en una magnífica condición, pero su piel aún mostraba delicados hilos plateados en una red que iba de su cuello a los tobillos. Parecía como si alguien hubiera grabado la silueta de un sistema nervioso en la piel de Foyle. Los hilos plateados eran las cicatrices de una operación, que todavía no habían desaparecido.

Esta operación le había costado a Foyle doscientos mil créditos de soborno al cirujano jefe de la Brigada de Comandos de Marte, y lo había transformado en una extraordinaria máquina combativa. Cada plexo nervioso había sido reconstruido, se le habían injertado en los músculos y huesos microscópicos transistores y transformadores, y un diminuto enchufe de platino aparecía en la base de su espina dorsal. A él conectaba Foyle una batería del tamaño de un guisante.

Entonces, su cuerpo iniciaba una vibración electrónica interna que casi era mecánica.

—Más máquina que hombre —pensó. Se vistió, dejando a un lado la extravagante vestimenta de Fourmyle de Ceres y tomando un anónimo mono negro de acción.

Jaunteó al apartamento de Robin Wednesbury en el solitario edificio en medio de los pinos de Wisconsin. Ésa era la verdadera razón de la llegada del Circo Fourmyle a Creen Bay. Jaunteó y llegó en medio de la oscuridad y el vacío, e inmediatamente se desplomó. ¡Coordenadas equivocadas!, pensó. ¿O un jaunteo mal hecho? La extremidad rota de una viga le dio un tremendo golpe, y cayó pesadamente sobre un suelo destruido, encima de los restos en putrefacción de un cadáver.

Foyle se puso en pie con una calmada repugnancia. Apretó fuertemente con su lengua el primer molar derecho superior. La operación que había transformado la mitad de su cuerpo en una máquina electrónica había localizado el tablero de control en sus dientes. Foyle apretó el diente con su lengua y las células periféricas de su retina fueron excitadas para emitir una suave luz. Miró hacia abajo y dos pálidos rayos iluminaron el cadáver de un hombre.

El cuerpo yacía en el apartamento bajo el piso de Robin Wednesbury. Lo habían destripado. Foyle miró hacia arriba. Encima de él se veía un agujero de tres metros donde había estado el suelo de la sala de estar de Robin. Todo el edificio hedía a fuego, humo y putrefacción.

—Asaltado —dijo Foyle suavemente—. Este lugar ha sido asaltado. ¿Qué pasó?

La edad del jaunteo había cristalizado a los vagabundos de todo el mundo en una nueva clase. Seguían a la noche del este al oeste, siempre en la oscuridad, siempre buscando qué robar, los restos de un desastre, la carroña. Si un terremoto destruía un almacén, ellos lo asaltaban a la noche siguiente. Si un fuego abría una casa o una explosión inutilizaba las defensas de una tienda, ellos jaunteaban dentro y la desvalijaban. Se llamaban asaltjaunteantes. Eran chacales.

Foyle subió por entre los restos al corredor del piso de arriba. Los asaltjaunteantes estaban allí acampados. Todo un buey se cocinaba sobre un fuego que chisporroteaba hasta el cielo a través de un agujero en el techo. Había una docena de hombres y tres mujeres rodeando el fuego, peligrosos, duros, charlando con el dialecto especial de los chacales.

Estaban vestidos con variadas ropas y bebían cerveza de patatas en copas de champán.

Un ominoso gruñido de ira y terror saludó la aparición de Foyle cuando el enorme hombre de oscuro surgió de entre los cascotes, con sus ojos emitiendo pálidos rayos de luz. Calmosamente, caminó por entre los individuos, que se ponían en pie, hasta la entrada del piso de Robin Wednesbury. Su férreo control le daba un aire despreocupado.

—Si está muerta —musitó—, estoy acabado. Tengo que utilizarla. Pero si está muerta...

El apartamento de Robin había sido destrozado, al igual que el resto del edificio. La sala de estar era un óvalo de suelo alrededor del irregular agujero en el centro. Foyle buscó un cadáver. Dos hombres y una mujer se hallaban en la cama de la alcoba. Los hombres maldijeron. La mujer chilló ante la aparición. Los hombres se abalanzaron contra Foyle. Dio un paso atrás y oprimió su lengua contra los incisivos superiores. Los circuitos neurales zumbaron y cada sentido y respuesta de su cuerpo fue acelerado cinco veces.

El efecto fue una instantánea reducción del mundo externo a un movimiento extremadamente lento. El sonido se convirtió en un profundo gorgoteo. El color se movió a lo largo del espectro hasta el rojo. Los dos atacantes parecieron flotar hacia él con una languidez somnolienta. Para el resto del mundo Foyle se transformó en una mancha en acción. Evitó el golpe que lentamente se dirigía hacia él, caminó alrededor del hombre, lo alzó y lo echó hacia el cráter de la sala de estar. Echó al segundo hombre tras el primer chacal. Para los acelerados sentidos de Foyle, sus cuerpos parecieron flotar lentamente, todavía intentando dar un paso, con los puños adelantándose aún y las bocas abiertas emitiendo unos sonidos graves.

Foyle se dirigió a la mujer que se escondía en la cama.

—¿Hinadver? —preguntó la mancha.

La mujer gritó.

Foyle oprimió de nuevo sus incisivos superiores, cortando la aceleración. El mundo exterior abandonó el movimiento retardado para volver a ser normal. El sonido y el color saltaron en el espectro, y los dos chacales desaparecieron por el cráter chocando contra el apartamento de abajo.

—¿Había un cadáver? —repitió con gentileza Foyle—. ¿Una muchacha negra?

La mujer era ininteligible. La asió por el cabello y la agitó. Luego la echó por el cráter del suelo de la sala de estar.

Su búsqueda por una clave del destino de Robin fue interrumpida por la gentuza del corredor. Llevaban antorchas y armas improvisadas. Los asaltjaunteantes no eran asesinos profesionales. Tan sólo remataban a indefensas presas medio muertas.

—No me molestéis —les advirtió suavemente Foyle, buscando cuidadosamente por los armarios y bajo los muebles derrumbados.

Se acercaron más, empujados por un rufián en un traje de armiño y un sombrero tricornio e inspirados por las maldiciones que llegaban del piso de abajo. El hombre del tricornio le lanzó una antorcha a Foyle. Lo quemó. Foyle aceleró de nuevo y los asaltjaunteantes se transformaron en estatuas con vida. Foyle tomó los restos de una silla y con calma les abrió las cabezas a las figuras. Permanecieron en pie. Echó al suelo al hombre del tricornio y se arrodilló encima de él. Entonces desaceleró.

De nuevo, el mundo exterior volvió a la vida. Los chacales se derrumbaron como alcanzados por un rayo. El hombre del tricornio y traje de armiño rugió.

—¿Había un cadáver aquí? —preguntó Foyle—. Una muchacha negra. Muy alta. Muy bonita.

El hombre se agitó y trató de sacarle los ojos a Foyle.

—Os fijáis en los cadáveres —le dijo gentilmente Foyle—. Algunos de vosotros, chacales, preferís las chicas muertas más que a las vivas. ¿Encontrasteis su cadáver aquí?

Al no recibir una respuesta satisfactoria, tomó una antorcha y prendió fuego al traje de armiño del hombre. Siguió al asaltjaunteante a la sala de estar y lo contempló con un interés despreocupado. El hombre aulló, cayó por el borde del cráter y llameó hacia la oscuridad de allá abajo.

—¿Había un cadáver? —preguntó hacia abajo Foyle. Movió la cabeza ante la respuesta—. No es muy satisfactoria —murmuró—. Tengo que aprender cómo extraer información. Dagenham podría enseñarme una o dos cosas.

Apagó su sistema electrónico y jaunteó. Apareció en Green Bay, oliendo tan abominablemente a pelo quemado y a piel tostada que entró en la tienda Presteign local (joyas, perfumes, cosméticos, iónicos y similares) para comprar un desodorante. Pero el señor Presto local había sido evidentemente testigo de la llegada del Circo Fourmyle y lo reconoció. Foyle se despertó al instante de su intensidad despreocupada y se convirtió en el extraño Fourmyle de Ceres. Bromeó y se chanceó, compró un frasco de trescientos cuarenta gramos de Euge n.° 5 por mil doscientos créditos, se dio unos toques delicados y lanzó la botella a la calle para ejemplo y alegría del señor Presto.

El archivero de la oficina del condado desconocía la identidad de Foyle y fue testarudo y no se dejó convencer.

—No, Señor, Los Archivos Del Condado No Pueden Ser Vistos Sin Una Autorización Del Juzgado Expedida Por Un Motivo Adecuado. Y Esto Es Definitivo.

Foyle lo examinó cuidadosamente, sin rencor.

—Un tipo asténico —decidió—. Delgado, de huesos largos, sin fuerza, carácter epileptoide. Autocentrado, pedante, de ideas fijas, superficial. No se le puede sobornar: está demasiado reprimido y es demasiado empingorotado. Pero la represión es la grieta en su armadura.

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