Las Estrellas mi destino (8 page)

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Authors: Alfred Bester

Cuando Y'ang-Yeovil vio al bajo cadáver rubio de piel plomiza y la sonrisa de calavera entrando en la Cámara Estelar, supo que en este encuentro tenía asegurada la derrota. No era oponente para aquellos tres juntos. Se alzó inmediatamente.

—Voy a conseguir una orden del Almirantazgo para Foyle —dijo—. En lo que se refiere a la Inteligencia, se ha terminado toda negociación. De ahora en adelante habrá guerra abierta.

—El Capitán Yeovil se marcha —llamó Presteign al oficial de la Guardia Jaunteadora que había dejado entrar a Dagenham—. Haga el favor de acompañarlo a través del laberinto.

Y'ang-Yeovil esperó hasta que el oficial se colocó a su lado e hizo un saludo inclinándose. Entonces, mientras el hombre señalaba cortésmente hacia la puerta, Y'ang-Yeovil miró directamente a Presteign, sonrió irónicamente, ¡y desapareció con un débil chasquido!

—¡Presteign! —exclamó Bunny—. Ha jaunteado. Esta habitación no es ciega para él. Él...

—Evidentemente —dijo gélidamente Presteign—. Informe al mayordomo de la mansión —instruyó al asombrado oficial de la Guardia—, de que las coordenadas de la Cámara Estelar ya no son secretas. Deberán ser cambiadas en un plazo no superior a las veinticuatro horas. Y ahora, señor Dagenham...

—Un minuto —dijo Dagenham—. Hay eso de la orden del Almirantazgo.

Sin pedir excusas ni ofrecer explicaciones, también desapareció. Presteign alzó las cejas.

—Otro que conocía el secreto de la Cámara Estelar —murmuró—. Pero, al menos, tuvo el tacto de ocultar su conocimiento hasta que el secreto fue conocido.

Dagenham reapareció.

—No tenía sentido el perder tiempo atravesando el laberinto —dijo—. He dado órdenes en Washington. Retendrán a Yeovil; nos garantizan dos horas, probablemente tres y quizá cuatro.

—¿Cómo lo retendrán? —preguntó Bunny.

Dagenham le dedicó una de sus macabras sonrisas.

—Por la operación FFCC estándar de los Correos Dagenham: follón, fantasías, confusión, catástrofes. Necesitaremos cada una de esas cuatro horas. ¡Maldita sea! He estropeado sus muñecos, Presteign.

Los robots estaban actuando, de pronto, alocadamente, al haber penetrado la radiación de Dagenham en sus sistemas electrónicos.

—Bueno, de todas maneras tenía que irme.

—¿Foyle? —preguntó Presteign.

—Nada aún —Dagenham sonrió con su sonrisa de cadáver—. Es realmente un caso único. He probado todas las drogas estándar y los procedimientos usuales con él. Nada. Por fuera, parece un vulgar espacionauta... dejando aparte el tatuaje de su rostro... pero por dentro tiene unas tripas de acero. Algo lo posee y no lo suelta.

—¿Qué es lo que lo posee? —preguntó Sheffield.

—Espero averiguarlo.

—¿Cómo?

—No me pregunte; usted estará en ello. ¿Tiene una nave preparada, Presteign?

Presteign asintió.

—No garantizo que haya ningún Nomad que podamos hallar, pero tendremos que adelantarnos a la Marina si es que lo hay. ¿Están las marrullerías legales dispuestas, Sheffield?

—Lo están. Pero espero no tenerlas que utilizar.

—También yo; pero, de nuevo, no garantizo nada. De acuerdo. Esperen instrucciones. Voy a desmoronar a Foyle.

—¿Dónde lo tiene?

Dagenham negó con la cabeza.

—Esta habitación no es segura —desapareció.

Jaunteó por Cincinnati-New Orleans-Monterrey hasta la ciudad de México, en la que apareció en el Pabellón de Psiquiatría del gigantesco hospital de las Universidades Combinadas de la Tierra. Pabellón era una palabra poco adecuada para designar aquella sección que ocupaba todo un barrio de la ciudad que era el hospital. Dagenham jaunteó hasta el cuadragésimo tercer piso de la División de Terapia y miró al interior del tanque aislado en el que flotaba, inconsciente, Foyle. Luego se enfrentó al distinguido caballero barbudo que estaba allí.

—Hola, Fritz.

—Hola, Saúl.

—Es maravilloso que el Jefe de Psiquiatría atienda a un paciente por mí.

—Creo que te debemos muchos favores, Saúl.

—¿Aún te preocupa lo de Tycho Sands, Fritz? A mí no. ¿No estoy ensuciando todo esto con mi radiación?

—Todo está protegido.

—¿Estás dispuesto para el trabajo sucio?

—Me gustaría saber qué es lo que buscamos.

—Información.

—¿Y tienes que convertir mi departamento de terapia en una inquisición para lograrla?

—Ésa es la idea.

—¿Por qué no usar drogas ordinarias?

—Ya las he probado. No sirven. No es un hombre ordinario.

—Sabes que es ilegal.

—Lo sé. ¿Has cambiado de idea? ¿Quieres echarte atrás? Puedo duplicar tu equipo por tan sólo un cuarto de millón.

—No, Saúl. Te seguimos debiendo favores.

—Entonces comencemos. Primero el Teatro de las Pesadillas.

Trasladaron el tanque a lo largo de un corredor hasta una habitación acolchada de unos treinta metros de lado. Era uno de los experimentos fallidos de terapia. El Teatro de las Pesadillas había sido un antiguo intento por devolver a los esquizofrénicos al mundo objetivo mediante un shock que convirtiese el mundo fantástico en el que se estaban refugiando en intolerable. Pero la destrucción y las heridas en las emociones de los pacientes habían demostrado ser demasiado crueles y el tratamiento muy dudoso.

A petición de Dagenham, el Jefe de Psiquiatría había sacado el polvo de los proyectores visuales tridimensionales y reconectado todos los proyectores sensoriales. Sacaron a Foyle de su tanque, le dieron una inyección revitalizadora y lo dejaron en medio del suelo. Se llevaron el tanque, apagaron las luces y entraron en la oculta cámara de control. Allí, encendieron los proyectores.

Cada niño del mundo imagina que su mundo fantástico es único. La psiquiatría sabe que las alegrías y terrores y las fantasías privadas son una herencia común compartida por toda la humanidad. Los temores, las culpas, los terrores y las vergüenzas pueden ser intercambiadas de un hombre a otro, y ninguno se daría cuenta de la diferencia. El Departamento de Terapia del Hospital Combinado había grabado millares de cintas emocionales y sintetizado todas ellas en una representación del Teatro de las Pesadillas que incluía todos los terrores.

Foyle se despertó jadeando y sudando, y nunca supo que se había despertado. Estaba en el regazo de una Euménides con los ojos sangrientos y serpientes por cabellos. Fue perseguido, atrapado, precipitado desde las alturas, quemado, azotado, asaetado, cubierto por gusanos, devorado. Aulló. Corrió. El campo Hobble del Teatro retuvo sus pasos y los convirtió en la fantasmal lentitud de las carreras de los sueños. Y por entre la cacofonía de los aplastamientos, aullidos, lloriqueos y persecuciones que asaltaba sus oídos, murmuraba el hálito de una voz persistente:

—¿Dónde está el Nomad dónde está el Nomad dónde está el Nomad dónde está el Nomad dónde está el Nomad?

—Vorga —gritaba Foyle—. Vorga. Vorga. Vorga.

En la sala de control, Dagenham maldijo. El jefe de psiquiatría, manejando los proyectores, contempló el reloj.

—Un minuto y cuarenta y cinco segundos, Saúl. No puede resistir mucho más.

—Tiene que ceder. Dale el efecto final.

Enterraron vivo a Foyle, lentamente, inexorablemente, odiosamente. Fue llevado a las negras profundidades y sumergido en una maloliente ciénaga que lo separaba de la luz y el aire. Se sofocaba lentamente mientras una voz lejana retumbaba:

—¿Dónde está el Nomad? ¿Dónde dejaste el Nomad? Podrás escapar si encuentras al Nomad. ¿Dónde está el Nomad?

Pero Foyle estaba de regreso a bordo del Nomad, en su ataúd sin luz ni aire, flotando confortablemente entre cubierta y techo. Se dobló en posición fetal y se preparó a dormir. Estaba contento. Escaparía. Encontraría al Vorga.

—¡Bastardo impenetrable! —Maldijo Dagenham.— ¿Había resistido alguien antes al Teatro de las Pesadillas, Fritz?

—No muchos. Tienes razón. Ése es un hombre poco corriente, Saúl.

—Tenemos que abrirlo. De acuerdo, al infierno con todo esto. Ahora probaremos la Sensación Megal. ¿Están preparados los actores?

—Lo están.

—Entonces vamos.

Los delirios de grandeza pueden tomar seis formas distintas. La Sensación Megal (abreviación de megalomanía) era la técnica terapéutica de diagnosis dramática para establecer y planear la dirección particular que tomaba cada caso de megalomanía.

Foyle se despertó en un lujoso lecho con baldaquino. Se hallaba en una alcoba decorada con brocados y tapizada de terciopelo. Miró con curiosidad a su alrededor. Una suave luz del sol se filtraba a través de ventanales con celosías. Al otro lado de la habitación un sirviente estaba disponiendo silenciosamente unos ropajes.

—Hey... —gruñó Foyle.

El sirviente se giró hacia él.

—Buenos días, señor Fourmyle —murmuró.

—¿Qué?

—Hace una mañana maravillosa, señor. Le he preparado la sarga marrón y los zapatos cordobeses, señor.

—¿Qué pasa, usted?

—He... —el sirviente contempló con curiosidad a Foyle—. ¿Ocurre algo malo, señor Fourmyle?

—¿Cómo me ha llamado?

—Por su nombre, señor.

—¿Me llamo... Fourmyle? —Foyle se debatió en la cama—. No, no es así. Es Foyle. Gully Foyle, ése es mi nombre. El mío.

El sirviente se mordió el labio.

—Un momento, señor...

Salió afuera y llamó. Luego murmuró algo. Una bella chica de blanco entró corriendo en la alcoba y se sentó al borde de la cama. Tomó las manos de Foyle y le miró a los ojos. Su rostro parecía preocupado.

—Cariño, cariño, cariño —murmuró—. No vas a empezarlo todo otra vez, ¿verdad? El doctor juró que ya había pasado todo.

—¿Empezar el qué?

—Todas esas tonterías de ese Gulliver Foyle y de que eres un vulgar marino y...

—Soy Gully Foyle. Ése es mi nombre. Gully Foyle.

—Corazón, no es así. Es tan sólo una locura que has tenido durante unas semanas. Has estado trabajando y bebiendo demasiado.

—He sido Gully Foyle toda mi vida, yo.

—Sí, ya sé, cariño. Eso es lo que a ti te parece, pero no es así. Eres Geoffrey Fourmyle. El verdadero Geoffrey Fourmyle. Eres... ¿oh, qué sentido tiene el decírtelo? Vístete, amor. Tienes que venir abajo. En tu oficina la gente está frenética.

Foyle dejó que el sirviente lo vistiera y bajó como en sueños. La bella muchacha, que evidentemente lo adoraba, lo condujo a través de un gigantesco estudio repleto de mesas de dibujo, caballetes y cuadros a medio terminar. Lo llevó a una vasta sala llena de mesas de escritorio, archivadores, teletipos, de oficinistas, secretarias y otro personal. Entraron en un moderno laboratorio, todo él vidrio y cromados. Los quemadores parpadeaban y silbaban; líquidos brillantemente coloreados burbujeaban y humeaban; se notaba un placentero olor de interesantes productos químicos y raros experimentos.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Foyle.

La muchacha sentó a Foyle en un cómodo butacón tras una gigantesca escribanía atestada de interesantes papeles atiborrados de fascinantes símbolos. En algunos, Foyle vio el nombre: Geoffrey Fourmyle, trazado con una imponente y autoritaria firma.

—Esto es algún estúpido error, lo es —comenzó a decir Foyle.

La muchacha lo hizo callar.

—Ahí está el doctor Regan. Él te explicará.

Un impresionante caballero de modales serios y reconfortantes llegó hasta Foyle, le tomó el pulso, inspeccionó sus ojos y asintió satisfecho.

—Bien —dijo—, excelente. Está a un paso de recuperarse totalmente, señor Fourmyle. Ahora me escuchará un momento, ¿no?

Foyle asintió.

—No recuerda nada del pasado. Tan sólo tiene una falsa memoria. Ha trabajado demasiado. Es usted un hombre importante y han exigido demasiado de usted. Comenzó a beber sin mesura hace un mes... no, el negarlo no tiene sentido. Bebió. Perdió la cabeza.

—Yo...

—Usted se convenció de que no era el famoso Jeff Fourmyle. Una tentativa infantil de escapar a su responsabilidad. Se imaginó que era un vulgar espacionauta llamado Foyle. Gulliver Foyle, ¿no es así? Con un extraño número...

—Gully Foyle. AS: 128/127:006. Pero ése soy yo. Eso es...

—No es usted. Éste es usted —el doctor Regan incluyó en un gesto las interesantes oficinas que se podían ver a través de las paredes de cristal transparente—. Tan sólo puede recuperar la memoria verdadera si se olvida de esa otra. Toda esta gloriosa realidad es suya. Si podemos ayudarle a abandonar ese sueño del espacionauta —el doctor Regan se inclinó hacia adelante con sus relucientes gafas brillando hipnóticamente—. Reconstruya esa falsa memoria con todo detalle y la destruiré. ¿Dónde se imagina que abandonó la espacionave Nomad? ¿Cómo se escapó? ¿Dónde se imagina que está el Nomad ahora?

Foyle se tambaleó ante el atractivo romántico de la escena, que parecía estar al alcance de su mano.

—Me parece que dejé al Nomad en... —se detuvo en seco.

Un rostro demoníaco lo contemplaba en el reflejo de las gafas del doctor Regan..., una horrible máscara de tigre con la palabra Nomad extendiéndose por su distorsionada frente. Foyle se puso en pie.

—¡Mentirosos! —gruñó—. Soy real, yo. Esto de aquí es mentira. Lo que me pasó es real. Yo soy real, yo.

Saúl Dagenham entró en el laboratorio.

—De acuerdo —dijo—. Fin. Tampoco ha funcionado.

La atareada escena del laboratorio, oficina y estudio terminó. Los actores desaparecieron silenciosamente, sin volverse a mirar a Foyle. Dagenham le dedicó una de sus macabras sonrisas.

—¿Duro, eh? Es usted realmente único. Mi nombre es Saúl Dagenham. Tenemos cinco minutos para charlar. Venga al jardín.

El jardín sedante situado en lo alto del edificio de Terapia era un triunfo de la planificación terapéutica. Cada perspectiva, cada color, cada contorno, había sido diseñado para aplacar la hostilidad, para borrar la resistencia, fundir la ira, evaporar la histeria, absorber la melancolía y la depresión.

—Siéntese —dijo Dagenham, señalando un banco situado junto a un estanque en el que cantaban las cristalinas aguas—. No trate de jauntear: está drogado. Tendré que caminar por los alrededores. No puedo acercarme demasiado a usted. Soy «caliente». ¿Sabe lo que esto significa?

Foyle afirmó con la cabeza, huraño. Dagenham rodeó con ambas manos el llameante capullo de una orquídea, manteniéndolas así por un momento.

—Mire esta flor —dijo—. Ya verá.

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