Las Estrellas mi destino (3 page)

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Authors: Alfred Bester

En la puerta a ninguna parte, Foyle se contempló de nuevo, reflejado en la hoja cromada enmarcada por las estrellas. Entonces detuvo su movimiento, asombrado. Contempló las estrellas tras la puerta, amigas familiares de cinco meses. Había un intruso entre ellas; un cometa, según parecía, con una cabeza invisible y una pequeña cola. Entonces Foyle se dio cuenta de que estaba contemplando una astronave, con los cohetes de popa encendidos mientras aceleraba en una trayectoria hacia el Sol, con lo que pasaría a su lado.

—No —murmuró—. No, no.

Estaba sufriendo continuamente alucinaciones. Dio la vuelta para reemprender su camino de vuelta a su ataúd. Entonces miró de nuevo. Seguía viendo una astronave, con los cohetes de popa encendidos mientras aceleraba en una trayectoria hacia el Sol, con lo que pasaría a su lado. Discutió la ilusión con la Eternidad.

—Seis meses ya —dijo, con su idioma de los bajos fondos—. ¿Eso es todo? Escuchadme, sucios dioses. Os hago una apuesta, eso es todo. Miro de nuevo, queridos encantos. Si es una nave, soy vuestro, yo. Me poseéis. Pero si es un bromazo... Si no es una nave... Abro el traje aquí mismo y reviento mis tripas, yo. Las cosas ya están claras. Ahora decid una cosa simple: sí o no, esto es todo.

Miró por tercera vez. Por tercera vez vio una astronave, con los cohetes de popa encendidos mientras aceleraba en una trayectoria hacia el sol, con lo que pasaría a su lado.

Era el signo que esperaba. Creía. Estaba salvado.

Foyle se propulsó y salió disparado a lo largo del corredor de la cubierta de control hacia el puente. Pero al llegar a las escaleras se retuvo. No podía resistir por más de unos segundos sin rellenar su traje espacial. Lanzó una mirada suplicante a la astronave que se acercaba, y entonces se zambulló hacia el armario de herramientas y llenó de nuevo su traje.

Subió hasta el puente. A través del portillo de observación de estribor vio la astronave con los cohetes de popa aún encendidos, evidentemente efectuando una alteración importante de curso, pues estaba aproximándose muy lentamente. En un panel marcado con el letrero «BENGALAS», Foyle apretó el botón que indicaba «AUXILIO». Hubo una pausa de tres segundos que pasó sufriendo. Luego un brillo blanco lo cegó, mientras la señal de auxilio se encendía en tres destellos triples, nueve ruegos pidiendo ayuda. Foyle apretó el botón otras dos veces, y dos veces más se incendiaron en el espacio las bengalas, mientras los productos radioactivos incorporados en su combustión iniciaban un aullido estático que se registraría en la longitud de onda de cualquier receptor.

Los cohetes de la nave se apagaron. Había sido visto. Sería salvado. Había renacido. Se alegró.

Corrió de nuevo a su armario y rellenó otra vez el traje. Comenzó a llorar. Comenzó a recoger sus posesiones: un reloj sin cuadrante que conservaba en funcionamiento tan sólo para oír su tic-tac, una llave inglesa con una manecilla anamórfica que agarraba en los momentos en que se sentía solo, un cortahuevos con cuyos alambres tocaba tonadas primitivas... Los dejó caer en su excitación, los buscó en la oscuridad, y comenzó a reírse de sí mismo.

Llenó una vez más su traje con aire y regresó al puente. Apretó un botón de bengalas rotulado: «RESCATE». De las bodegas del Nomad surgió un pequeño sol que estalló y permaneció flotando, inundando kilómetros del espacio con una implacable luz blanca.

—Ven, cariñito, ven —arrulló Foyle—. Apresúrate, muchacho. Ven, majete, ven.

Como un torpedo fantasmal, la nave se deslizó hasta el anillo de luz más lejano, acercándose lentamente, estudiándole. Por un momento, el corazón de Foyle se constriñó; la nave se estaba comportando con tal cautela que temió que fuera un buque enemigo de los Satélites Exteriores. Entonces vio el famoso emblema rojo y azul en su costado, la marca del poderoso clan industrial de los Presteing; los Presteing de la Tierra, poderosos, munificentes, caritativos. Y supo que era un compañero, puesto que el Nomad también era de los Presteing. Supo que era un ángel del espacio que flotaba sobre él.

—Querido compañero —aulló—. Angelito, vuela a casa conmigo.

La nave llegó al costado de Foyle, con los portillos de su costado brillando con amistosa luz, y su nombre y número de registro claramente visibles en caracteres brillantes en el casco: Vorga-T: 1339. La nave estuvo a su lado por un momento, pasándole en un segundo, desapareciendo en un tercero.

El compañero lo había despreciado; el ángel lo había abandonado.

Foyle dejó de arrullar y de bailar. Se quedó mirando con desmayo. Saltó hacia el panel de las bengalas y apretó los botones a manotazos. Señales de auxilio, de aterrizaje, de despegue y de cuarentena estallaron surgiendo del casco del Nomad en una locura de luces blancas, rojas y verdes, pulsantes, impetrantes... y el Vorga-T: 1339 pasó silente e implacable, con los cohetes de popa brillando de nuevo mientras aceleraba en una trayectoria hacia el Sol.

Así que, en cinco segundos, nació, vivió y murió. Tras treinta años de existencia y seis meses de tortura, Gully Foyle, el estereotipo del Hombre Medio, dejó de serlo. Giró la llave en la cerradura de su alma y se abrió la puerta. Lo que emergió echó afuera al Hombre Medio para siempre.

—Pasas al lado —dijo, con una furia que crecía lentamente—. Me dejas para que me pudra como un perro. Me dejas para que muera, Vorga... Vorga-T: 1339. No, saldré de aquí, saldré. Te seguiré, Vorga. Te encontraré, Vorga. Me las pagarás. Haré que te pudras. Te mataré, Vorga. Te mataré lentamente. Yo.

El ácido de la furia corrió a través de su cuerpo, corroyendo la paciencia animal y la lentitud que había convertido a Gully Foyle en una cifra, precipitando una cadena de reacciones que harían de Gully Foyle una máquina infernal. Era un hombre dedicado a una causa:

—Vorga, te mataré lentamente. Yo.

Hizo lo que la cifra no podía haber hecho: se rescató a sí mismo.

Durante dos días recorrió el pecio en salidas de cinco minutos, y diseñó un arnés para sus hombros. Colocó un tanque de aire sobre el arnés y lo conectó al casco de su escafandra con un tubo improvisado. Recorría el espacio como una hormiga arrastrando un tronco, pero tenía la libertad de todo el Nomad durante todo el tiempo.

Pensó.

En el puente, aprendió por sí mismo a utilizar los contados instrumentos de navegación que no estaban destruidos, estudiando los manuales estándar que flotaban en la averiada sala de navegación. En los diez años de su servicio en el espacio no había soñado jamás con intentar tal cosa, a pesar de las promesas de promoción y mayor paga; pero ahora tenía al Vorga-T: 1339 como recompensa.

Tomó marcaciones. El Nomad estaba flotando en el espacio en la eclíptica, a unos quinientos millones de kilómetros del Sol. Ante él se extendían las constelaciones de Perseo, Andrómeda y Piscis. Colgando casi en primer plano se hallaba el polvoriento punto naranja que era Júpiter, que se veía distintamente como un disco planetario. Con alguna suerte podría establecer una trayectoria hacia Júpiter y ser rescatado.

Júpiter no era, ni lo sería nunca, habitable. Como los demás planetas situados más allá de las órbitas asteroidales, era una masa helada de metano y amoníaco; pero sus cuatro mayores satélites estaban repletos de ciudades y de poblaciones, ahora en guerra con los Planetas Interiores. Sería un prisionero de guerra, pero podría seguir con vida para ajustar cuentas con el Vorga-T: 1339.

Foyle inspeccionó la sala de máquinas del Nomad. Quedaba combustible de Alto-Empuje en los tanques, y uno de los cuatro cohetes de popa estaba todavía en buen uso. Encontró los manuales de la sala de máquinas y los estudió. Reparó la conexión entre los tanques de combustible y la única cámara de encendido del cohete. Los tanques estaban en el lado soleado del pecio y, por tanto, el calor que recibían los mantenía por encima del punto de congelación. El Alto-Empuje seguía siendo líquido, pero no fluiría: en caída libre no hay gravedad que empuje al combustible a bajar por los conductos.

Foyle estudió un manual espacial y aprendió algo acerca de la gravedad teórica. Si podía hacer que el Nomad girase sobre sí mismo, la fuerza centrífuga proporcionaría la suficiente gravedad a la nave como para que el combustible fluyese hasta la cámara de combustión del cohete. Si pudiera encender esa cámara de combustión, el empuje desigual del único cohete imprimiría un movimiento giratorio al Nomad.

Pero no podía disparar el cohete sin tener antes el giro; y no podía conseguir el giro sin antes disparar el cohete.

Logró imaginar una forma en la que salir de este círculo vicioso; estaba inspirado por el Vorga.

Foyle abrió la válvula de vaciado de la cámara de combustión del cohete y la llenó trabajosamente con combustible llevado a mano. Había cebado la bomba. Ahora, si encendía el combustible, ardería el tiempo suficiente como para iniciar el giro y conseguir gravedad. Entonces comenzaría el flujo desde los tanques, y el cohete seguiría en marcha.

Probó con cerillas.

Las cerillas no arden en el vacío del espacio.

Probó con pedernal y acero.

Las chispas no brillan en el cero absoluto del espacio.

Pensó en filamentos al rojo.

No tenía energía eléctrica de ninguna clase a bordo del Nomad con la que poner un filamento al rojo.

Encontró textos y leyó. Aunque se desmayaba a menudo, y estaba cerca de un colapso completo, pensó y planeó. Estaba inspirado hasta la grandeza por el Vorga.

Foyle trajo hielo de los congelados tanques de la despensa, los fundió con su propio calor corporal, y añadió el agua a la cámara de combustión del cohete. El combustible y el agua no eran miscibles, no se mezclaron. El agua flotó en una delgada capa sobre el combustible.

Del almacén de productos químicos, Foyle trajo una astilla de sodio metálico puro. Introdujo la astilla a través de la válvula abierta. El sodio se incendió cuando tocó el agua y ardió, desprendiendo un gran calor. El calor prendió el Alto-Empuje, que ardió con una llamita en la válvula. Foyle cerró dicha válvula con una llave inglesa. La ignición se mantuvo en la cámara, y el solitario cohete de popa escupió llamas con una vibración silenciosa que estremeció la nave.

El asimétrico empuje del cohete hizo que el Nomad iniciara un lento giro. El impulso rotativo proporcionó una débil gravedad. Volvió el peso. Los restos flotantes que se arracimaban dentro del casco cayeron hacia las cubiertas, paredes y techos; la gravedad hizo que el combustible siguiera alimentando la cámara de combustión desde los tanques.

Foyle no perdió tiempo en gritar su alegría. Abandonó la sala de máquinas y corrió en una prisa desesperada para efectuar una observación final desde el puente. Ésta le diría si el Nomad llevaba una trayectoria que lo sumergiría locamente en el espacio sin retorno o bien un curso hacia Júpiter y el rescate.

La débil gravedad hacía que casi le resultara imposible arrastrar el tanque de aire. El repentino empujón de la aceleración desprendió masas de restos que volaron hacia atrás a través del Nomad. Mientras luchaba por subir las escaleras que llevaban al puente, los restos de éste llegaron flotando por el corredor y le golpearon. Fue atrapado por aquella avalancha en el espacio, empujado a todo lo largo del corredor vacío, y aplastado contra la pared de la despensa con un impacto que le hizo perder su último asidero a la consciencia. Se encontró sumergido por media tonelada de restos, incapacitado, casi sin vida, pero aún deseando vengarse.

—¿Quién eres?

—¿De dónde vienes?

—¿Dónde estás?

—¿Adónde vas?

Dos

Entre Marte y Júpiter se extiende el amplio cinturón de los asteroides. De los millares de ellos, conocidos y desconocidos, el más distintivo en aquel Siglo Deforme era el Asteroide Sargazo, un pequeño planeta manufacturado con rocas naturales y restos recogidos por sus habitantes en el curso de doscientos años.

Eran salvajes, los únicos salvajes del siglo veinticuatro; descendientes de un grupo investigador compuesto por científicos que se habían perdido y habían quedado náufragos en el cinturón de asteroides dos siglos antes, cuando se había averiado su nave. Para cuando fueron redescubiertos sus descendientes, se habían fabricado un mundo y creado una cultura propia, y prefirieron permanecer en el espacio, recuperando y despojando, y practicando una bárbara imitación del método científico que recordaban de sus antepasados. Se llamaban a sí mismos el Pueblo Científico. El mundo se olvidó rápidamente de ellos.

La nave Nomad giró a través del espacio, en una trayectoria que no la llevaba ni hacia Júpiter ni hacia las lejanas estrellas, sino vagando a través del cinturón asteroidal en la lenta espiral de un animal moribundo. Pasó a un par de kilómetros del Asteroide Sargazo, y fue capturada inmediatamente por el Pueblo Científico para ser incorporada a su pequeño planeta. Hallaron a Foyle.

Se despertó una sola vez mientras estaba siendo llevado en triunfo sobre una litera a lo largo de los pasajes naturales y artificiales del interior del planeta caníbal. Estaban construidos con metal meteórico, con piedras y con planchas de casco. Algunas de las planchas todavía llevaban nombres olvidados hacía tiempo por la historia de la navegación espacial: INDUS QUEEN, TIERRA; SYRTUS RAMBLER, MARTE; CIRCO DE TRES PISTAS, SATURNO. Los pasajes llevaban a grandes estancias, almacenes, apartamentos y casas, todo ello construido con naves rescatadas cementadas al asteroide.

En rápida sucesión, Foyle fue llevado a través de un antiguo lanchón de Ganímedes, un perforador de hielos de Lassell, la falúa de un capitán, un transporte de combustible del siglo XXII cuyos tanques de cristal todavía estaban repletos de humeante combustible para cohete. Dos siglos de salvamentos estaban reunidos en aquel panal: armerías, librerías, museos, almacenes de maquinaria, herramientas, bebidas, vituallas, productos químicos, productos sintéticos y sucedáneos.

Una multitud que rodeaba la litera aullaba triunfalmente.


¡Excipiente!
—gritaban. Un coro femenino inició un excitado balar:

Bromuro de amonio 1,5 g

Bromuro de potasio 3,00 g

Bromuro de sodio 2,00 g

Ácido cítrico Excipiente c.s.


¡Excipiente!
—gritó el Pueblo Científico—.
¡Excipiente!

Foyle se desmayó.

Se despertó de nuevo. Lo habían sacado del traje espacial. Estaba en el invernadero del asteroide, en el que se cultivaban plantas para que produjeran oxígeno puro. El casco, de un centenar de metros de largo, de un viejo carguero de mineral formaba la estancia, y una de las paredes había sido sustituida totalmente por portillos salvados: portillos redondos, portillos cuadrados, romboides, hexagonales... portillos de toda época y tipo habían sido introducidos en la pared hasta que en toda su gran extensión no era sino una loca vidriera llena de luz.

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