Las Estrellas mi destino (2 page)

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Authors: Alfred Bester

A pesar de todos los esfuerzos, ningún hombre había logrado jauntear a través del vacío espacial, aunque muchos expertos y tontos lo habían intentado. Helmut Grant, por ejemplo, se pasó un mes memorizando las coordenadas de un viaje por jaunteo a la Luna, y visualizó cada kilómetro de la trayectoria de 480.000 kilómetros desde Times Square a Ciudad Kepler. Jaunteó y desapareció. Nunca lo hallaron. Ni tampoco a Enzio Dandridge, un creyente resurreccionista de Los Angeles que partió en busca del cielo; ni a Jacob María Freundlich, un parafacultativo que debería haber sabido lo que se hacía cuando jaunteó hacia el espacio profundo en busca de metadimensiones; ni a Shipwreck Cogan, un buscador profesional de notoriedad; ni a centenares de otros, lunáticos, neuróticos, escapistas y suicidas. El espacio estaba cerrado a la teleportación. El jaunteo quedaba restringido a la superficie de los planetas del sistema solar.

Pero al cabo de tres generaciones, el sistema solar entero estaba jaunteando. La transición fue aún más espectacular que el cambio del caballo y carro a la época de la gasolina cuatro siglos antes. En tres planetas y ocho satélites, las estructuras sociales, legales y económicas se derrumbaron, mientras nuevas costumbres y leyes originadas por el jaunteo universal aparecían en su lugar.

Hubo luchas por la propiedad originadas cuando los pobres que jaunteaban se marcharon de sus barrios míseros para ir a las llanuras y los bosques, cazando el ganado y los animales salvajes. Hubo una revolución en los hogares y en la construcción de edificios: tuvieron que crearse laberintos y sistemas de enmascaramiento para impedir la entrada ilegal en ellos por jaunteo. Hubo hundimientos y pánico y huelgas y hambre cuando dejaron de existir ciertas industrias prejáunticas.

Aparecieron plagas y epidemias cuando vagos jaunteantes llevaron las enfermedades y los parásitos a países indefensos. La malaria, la elefantiasis y las fiebres tropicales aparecieron tan al norte como Groenlandia; la hidrofobia regresó a Inglaterra tras una ausencia de trescientos años. Las plagas del campo locales se extendieron a los más remotos rincones del planeta y, desde un olvidado punto apestado de Borneo, reapareció la lepra, que hacía tiempo se suponía extinta.

Oleadas de crímenes cubrieron los planetas y satélites cuando el bajo mundo comenzó a jauntear por las noches, y se produjeron escenas brutales cuando la policía luchó con los criminales, sin darles cuartel. Hubo un repugnante retorno al más oscurantista recato del victorianismo cuando la sociedad luchó con los peligros sexuales y morales del jaunteo a través del protocolo y los tabúes. Una cruel y horrible guerra estalló entre los Planetas Interiores: Venus, La Tierra y Marte, y los Satélites Exteriores... una guerra ocasionada por las presiones económicas y políticas de la teleportación.

Hasta que amaneció la Edad de Jaunte, los tres Planetas Interiores (y la Luna), habían vivido en un delicado balance económico con los siete Satélites Exteriores habitados: Ío, Europa, Ganímedes y Calisto, de Júpiter; Rea y Titán, de Saturno, y Lassell de Neptuno. Los Satélites Exteriores Unidos suministraban materias primas a las fábricas de los Planetas Interiores, y un mercado para sus productos manufacturados. En el espacio de una década, este balance fue destruido por el jaunteo.

Los Satélites Exteriores, jóvenes mundos en crecimiento, habían comprado el setenta por ciento de la producción de medios de transporte de los P.I. El jaunteo terminó con esto. Habían comprado el noventa por ciento de la producción de aparatos de comunicación de los P.I. El jaunteo acabó también con esto.

Por consiguiente, las compras por parte de los P.I. de materias primas procedentes de los S.E. descendieron vertiginosamente.

Con los intercambios comerciales acabados, era inevitable que la guerra económica se convirtiese en una guerra bélica. Los grandes cartels de los Planetas Interiores rehusaban enviar bienes de equipo a los Satélites Exteriores, tratando de protegerse de la competencia. Los S.E. confiscaron las plantas industriales que ya se encontraban en sus mundos, rompieron los acuerdos sobre patentes, ignoraron el pago de los
royalties
... y comenzó la guerra.

Era una edad de monstruos, de seres deformes y grotescos. Todo el mundo estaba retorcido en formas maravillosas y malevolentes. Los clasicistas y románticos que lo odiaban no se daban cuenta de la grandeza potencial del siglo veinticinco. Estaban ciegos para los fríos hechos de la evolución... para la idea de que el progreso surge del choque de extremos antagónicos, del matrimonio de monstruosidades máximas. Tanto los clasicistas como los románticos desconocían el hecho de que el sistema solar estaba situado trémulamente en el borde de una explosión humana que transformaría al hombre y lo convertiría en el dueño del universo.

Es en este escenario del siglo vigésimoquinto donde se inicia la vengativa historia de Gulliver Foyle.

Uno

Llevaba ciento setenta días muriendo y aún no estaba muerto. Luchaba por la supervivencia con la pasión de una bestia caída en una trampa. Deliraba y se pudría, pero ocasionalmente su mente primitiva emergía de la ardiente pesadilla de la supervivencia hasta algo que se parecía a la cordura. Entonces alzaba su muda faz a la Eternidad y murmuraba:

—¿Qué es lo que ocurre conmigo? ¡Ayuda, malditos dioses! Ayuda, eso es todo.

La blasfemia le resultaba fácil, constituía la mitad de su vocabulario, del vocabulario de toda su vida. Había sido educado en los bajos fondos del siglo veinticinco, y tan sólo hablaba el idioma de los bajos fondos. De todas las bestias con vida del mundo era la que valía menos, y la que más probablemente sobreviviría. Así que combatía y rogaba con sus blasfemias; pero ocasionalmente su enloquecida mente saltaba treinta años hacia atrás, a su juventud, y recordaba una cancioncilla de jardín de infancia:

Gully Foyle es mi nombre

y la Tierra mi nación.

El profundo espacio mi vivienda

y la muerte mi destino.

Era Gulliver Foyle, mecánico de tercera, de treinta años de edad, de grandes huesos y basto... y ciento setenta días perdido en el espacio. Era Gully Foyle, el aceitador, el limpiador, el fogonero; que fácilmente se metía en líos y pocas veces se divertía, demasiado vacío para tener amigos, demasiado vago para el amor. Los trazos letárgicos de su carácter quedaban marcados por su ficha de la Marina Mercante:

FOYLE, GULLIVER AS —128/127:006

EDUCACIÓN: ninguna.

HABILIDADES: ninguna.

MÉRITOS: ninguno.

RECOMENDACIONES: ninguna.

COMENTARIOS PERSONALES: Se trata de un hombre de gran fuerza física y de un potencial intelectual adormecido por la falta de ambición. Trabaja lo menos posible. Es el estereotipo del Hombre Medio. Posiblemente algún shock insospechado le despertaría, pero el Gabinete Psiquiátrico no puede hallar la llave. No se le recomienda para promociones. Ha alcanzado su tope máximo.

Había llegado a un tope máximo. Se había contentado con deslizarse de un momento a otro de su existencia durante treinta años como alguna pesada criatura blindada, torpe e indiferente; Gully Foyle, el estereotipo del Hombre Medio... pero ahora estaba a la deriva en el espacio desde hacía ciento setenta días, y la llave para su despertar estaba en la cerradura. Ahora daría la vuelta y se abriría la puerta al holocausto.

La astronave Nomad derivaba entre Marte y Júpiter. Fuera cual fuese la catástrofe bélica que la había destruido, había convertido un aerodinámico cohete de acero de cien metros de largo en un esqueleto al que se adherían los restos de camarotes, bodegas, cubiertas y mamparos. Los grandes desgarrones en el casco eran destellos de luz en el lado expuesto al sol y helados retazos de estrellas en el lado oscuro. La nave Nomad era un vacío sin peso de cegador sol y de negro absoluto, helado y silencioso.

El pecio estaba lleno con un conglomerado flotante de restos congelados que colgaban en el interior del navío destruido como la fotografía instantánea de una explosión. La diminuta atracción gravitacional que los trozos de escombros ejercían unos sobre otros los iba conglomerando lentamente en racimos que eran desparramados periódicamente por el paso, a través de ellos, del único superviviente todavía con vida en el pecio: Gulliver Foyle, AS—128/127:006.

Vivía en el único compartimento que continuaba presurizado entre los restos, un armario para herramientas situado en el corredor de la cubierta principal. El armario tenía un metro veinte de ancho, lo mismo de profundidad y dos metros setenta de alto. Tenía el tamaño del ataúd de un gigante. Seiscientos años antes, se había considerado como el más exquisito de los tormentos orientales el encerrar a un hombre en un calabozo de ese tamaño durante algunas semanas. Y sin embargo, Foyle había existido en aquel ataúd sin luz durante cinco meses, veinte días y cuatro horas.

—¿Quién eres?

—Gully Foyle es mi nombre.

—¿De dónde eres?

—La Tierra es mi Nación.

—¿Dónde estás ahora?

—En el profundo espacio, mi vivienda.

—¿Adónde te diriges?

—La muerte es mi destino.

En el día ciento setenta y cinco de su lucha por la supervivencia, Foyle contestó a esas preguntas y se despertó. Su corazón latía y su garganta ardía. Tanteó en la oscuridad buscando el tanque de aire que compartía su ataúd con él, y comprobó su contenido. El tanque estaba vacío. Tendría que entrar otro inmediatamente. Así que este día comenzaría con un combate extra con la muerte, lo cual era aceptado por Foyle con una muda resignación.

Buscó tanteando por entre los estantes del armario y localizó un traje espacial roto. Era el único que quedaba a bordo del Nomad, y Foyle ya no se acordaba ni dónde ni cómo lo había hallado. Había taponado el desgarrón con un aerosol de emergencia, pero no tenía con qué rellenar o reemplazar los vacíos depósitos de oxígeno de la espalda. Se metió dentro del traje. Llevaría él bastante aire del armario como para permitirle permanecer cinco minutos en el vacío... ni uno más.

Abrió la puerta del armario y se sumergió en la gélida negrura del espacio. El aire del armario salió silbando con él, y su humedad se congeló formando una débil nubécula de nieve que flotó a lo largo del desgarrado corredor de la cubierta principal. Foyle empujó el tanque de aire vacío, lo hizo flotar fuera del armario y lo abandonó. Había transcurrido un minuto.

Se dio la vuelta y se propulsó a través de los flotantes restos hacia la compuerta de la bodega del lastre. No corría: su ritmo de marcha era el único sistema de locomoción posible en el estado de caída libre e ingravidez: empujones con los pies, codos y manos contra las cubiertas, paredes y rincones, un vuelo a cámara lenta a través del espacio, como si fuera un murciélago volando bajo el agua. Foyle atravesó la compuerta que daba a la oscura bodega del lastre. Habían pasado dos minutos.

Como todas las astronaves, la Nomad iba lastrada con la masa de sus tanques de gases colocados a lo largo de su quilla como una larga balsa de troncos unida a los costados por un laberinto de cañerías de conexión. Foyle tardó un minuto en desconectar un tanque de aire. No tenía forma de saber si estaba lleno o ya vacío; lucharía con él de vuelta hacia su armario y, si allí descubría que estaba vacío, se habría terminado su vida. Una vez a la semana tenía que efectuar una partida de esta curiosa forma de ruleta rusa espacial.

Oyó un rugido en sus oídos; el aire del interior de su escafandra estaba enrareciéndose rápidamente. Impelió el masivo cilindro hacia la compuerta, se agachó para dejarlo pasar sobre su cabeza, y se empujó tras de él. Giró el tanque, haciéndolo pasar por la compuerta. Habían pasado cuatro minutos, y se estaba estremeciendo y a punto de perder el sentido. Guió el tanque a lo largo del corredor de la cubierta principal y lo introdujo en el armario de herramientas.

Cerró la puerta de un portazo, la aseguró, halló un martillo en un estante, y golpeó con él tres veces contra el helado tanque para soltar su válvula. Giró la manecilla con una mueca. Se soltó con sus últimas fuerzas el casco del traje para no sofocarse en su interior mientras el armario se llenaba de aire... si es que este tanque contenía aire. Se desmayó, como tantas otras veces antes, sin saber nunca si esta vez ya era la muerte.

—¿Quién eres?

—Gully Foyle.

—¿De dónde vienes?

—Tierra.

—¿Dónde estás?

—Espacio.

—¿Adónde vas?

Se despertó. Estaba vivo. No malgastó tiempo en rezos o en dar las gracias, sino que continuó con su trabajo por la supervivencia. Exploró, en la oscuridad, los estantes del armario en los que guardaba sus raciones. Tan sólo quedaban algunos pocos paquetes. Puesto que ya estaba enfundado en el parcheado traje espacial, podía atravesar de nuevo el vacío y volver a hacer acopio de provisiones.

Llenó el traje con aire del tanque, cerró de nuevo su casco, y se zambulló otra vez en la luz y el frío glacial. Recorrió el corredor de la cubierta principal, y subió por los restos de una escalera hasta la cubierta de control, que ya no era más que un corredor techado en medio del espacio. La mayor parte de las paredes habían sido destruidas.

Con el sol a su derecha y las estrellas a su izquierda, Foyle pasó lanzado hacia popa, hacia la despensa. A la mitad del corredor atravesó el marco de una puerta que todavía se alzaba entre el techo y el suelo. La hoja de la puerta seguía colgando de las bisagras, entreabierta, una puerta a ninguna parte. Tras ella no había más que espacio y las tranquilas estrellas.

Cuando pasó al lado de la puerta, tuvo una rápida visión de sí mismo reflejado en los brillantes cromados de la hoja... Gully Foyle, una gigantesca criatura negra, barbuda, encostrada con sangre seca y suciedad, macilenta, con ojos enfermizos... y siempre seguida por un reguero de restos flotantes, los despojos disturbados por su movimiento que lo seguían a través del espacio como la cola de un cometa.

Foyle se introdujo en la despensa y comenzó a desvalijarla con la velocidad metódica de un hábito de cinco meses. La mayor parte de los artículos embotellados se habían congelado y estallado. La mayor parte de los artículos enlatados habían perdido sus recipientes, pues la hoja de lata se convierte rápidamente en polvo en el cero absoluto del espacio. Foyle hizo acopio de paquetes de raciones, concentrados, y un trozo de hielo del destruido tanque de agua. Lo echó todo en el interior de una gran olla de cobre, se dio la vuelta y salió a escape de la despensa, arrastrando la olla.

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