Las haploides (2 page)

Read Las haploides Online

Authors: Jerry Sohl

Tags: #Ciencia ficción

Cuando estaba junto a la puerta, vio que un médico interno, el pelirrojo doctor Collins, se acercaba con gran prisa; casi lo atropelló.

—Perdone —dijo el médico—. No le había visto.

—No se preocupe, doctor —contestó Travis.

Juntos se encaminaron al vestíbulo.

—¿Cómo está el viejecito?

El médico lo miró inquisitivamente.

—Regular —dijo.

—¿Qué tiene?

—No sé.

—Mire —dijo Travis—. No soy más que un paciente. Mañana vuelvo a mi casa. Es casi seguro que no entenderé nada aunque me lo explique. Dudaba si sería cáncer.

—No creo —replicó el interno—. Parece que nadie sabe bien lo que es. Creo que su pregunta está contestada.

—¿De dónde lo ha traído?

—Yo no tengo nada que ver con él. Me dijeron que la policía lo encontró desnudo en la calle.

Se detuvieron junto a la sala de enfermeras. El médico colgó la cartilla de observación.

—Me parece que está loco —dijo Travis.

El médico frunció los labios.

—Hace unos minutos no tenía nada de loco.

—¿No?

—Debe disculparme. Tengo que seguir atendiendo a mis pacientes.

El doctor se alejó y Travis volvió a su habitación; encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana. Afuera, en el jardín, se veían los últimos visitantes que subían a sus automóviles y se iban. Pensó que muchos de ellos venían, quizá, por última vez, pues podía suceder que su amigo o pariente no llegara a pasar la noche. Podría ser que muy pronto viniera un automóvil trayendo al hermano, a la mujer o a alguien relacionado con el anciano que se estaba muriendo en la habitación 326. Para ellos, la escena sería terrible.

Mientras observaba el parque del hospital, vio llegar a gran velocidad un enorme coche de color negro. Frenó bruscamente a pocos centímetros de una reja de hierro y se apagaron sus luces. En seguida salió de su interior una joven. Abrió su cartera, a la luz de uno de los faroles, y pareció satisfecha con lo que vio adentro de ésta; luego se dirigió, caminando, hacia la entrada de las ambulancias.

Desapareció bajo uno de los arcos. Travis aún se preguntaba hacia dónde iría cuando oyó un sonido que le hizo volverse hacia la puerta. Alguien subía rápidamente las escaleras. Se asomó. Le parecía que estaba procediendo como una mujer; últimamente se hallaba muy interesado en lo que hacían sus vecinos.

Oyó que llegaba al último escalón y vio a la joven que acababa de bajar del auto. Ella vaciló un momento y dirigió la mirada en dirección opuesta a Travis; éste se introdujo en su habitación. Cuando escuchó el apurado taconeo que se alejaba, volvió a mirar.

La muchacha llevaba sombrero azul y vestido negro. Sobre el cuello resplandecía su rubia cabellera. Travis advirtió, con agrado, que su talle era delicado, sus piernas finas y bien proporcionadas. Si fuera tan linda de frente…

La joven llegó al extremo del corredor, mirando dentro de más habitaciones, a medida que pasaba. Luego dio media vuelta y caminó en dirección a Travis. Éste ahogó un silbido. De frente era tan hermosa como de espaldas. Su insolente sombrerito enmarcaba un rostro ovalado, de delicado mentón, blanca garganta y con los labios más bonitos que Travis viera en su vida.

Intentó retirarse a su habitación, pero no pudo resistir al encanto de aquella muchacha que no iba vestida de blanco como todas las del hospital; antes de que atinara a hacerlo, la chica ya estaba junto a él.

Pero la joven se hallaba tan ensimismada que no advirtió su presencia hasta el último momento. Cuando posó la mirada en Travis, éste observó que estaba preocupada. Sus ojos azules no demostraban curiosidad ni simpatía. Parecía estar muy lejos de allí. El saludo que Travis iba a pronunciar se ahogó en su garganta.

—¿Puedo ayudarla? —se oyó decir a sí mismo.

Ella le miró un instante y en seguida desvió la vista hacia el interior de la habitación. Satisfecha, sin duda, al comprobar que estaba vacía, se alejó de Travis sin pronunciar palabra.

Él la observaba mientras caminaba dirigiéndose al vestíbulo. No se detuvo al pasar frente a la sala de enfermeras, a pesar de que la señora Nelson y la señorita Pease se asomaron a la puerta para mirarla. Cambiaron algunas palabras en voz baja. La joven dobló por el corredor.

La curiosidad insatisfecha de Travis hizo que la siguiera. Al pasar junto a las enfermeras, las saludó apresuradamente.

La muchacha había desaparecido, Travis recorrió, agitado, el pasillo. Aunque miraba adentro de todas las habitaciones, tenía la sensación de que era inútil, pues algo le decía que ella estaba en la habitación 326.

Así era, en efecto.

Entró en la habitación, pero la joven no reparó en su presencia, tan atenta estaba a lo que estaba haciendo. Había abierto su bolso y buscaba algo en su interior. Travis, perplejo, vio que sacaba una aguja hipodérmica y se dirigía hacia la cama del enfermo.

Se asombró al ver que el viejo se daba la vuelta para mirar a la joven. Abrió desmesuradamente los ojos y trató de articular palabras. Sólo consiguió producir un susurro ronco, incomprensible.

La muchacha vaciló un instante. En seguida colocó la mano debajo del brazo del anciano y lo atrajo hacia sí para clavarle la aguja. En ese momento, Travis se lanzó sobre ella. Golpeó la mano que sostenía la jeringa, pero, a pesar de que la chica estaba desprevenida, no consiguió hacérsela caer. La joven se zafó y corrió por la habitación, perseguida por Travis. Éste pudo observar la repugnancia y el odio que mostraban aquellos brillantes ojos azules. Con un rápido giro, consiguió colocarse a espaldas de Travis; empuñaba la jeringa como si fuera una daga.

Travis la atajó con el antebrazo; se apoderó de su mano y sólo la soltó un momento después, cuando ella hundió sus dientes en la muñeca del joven. Entonces Travis, con un brusco manotazo, le hizo soltar la jeringa, que después de describir un arco en el aire se estrelló contra el suelo.

El dolor producido por el mordisco y los bruscos movimientos de la joven le exasperaron. La tomó con fuerza del brazo y decidió mantenerla en esa posición hasta que dejara de patear y arañar, y se tranquilizara. De pronto, un golpe punzante dirigido con el fino tacón del zapato al filo de la tibia, le hizo exhalar un grito de dolor. Ella sólo necesitaba que Travis aflojara un instante sus músculos. Entonces se desprendió de la presa y casi cayó al suelo al precipitarse fuera de la habitación.

Travis sentía tal dolor en la pierna que apenas podía mantenerse de pie. Se acercó, renqueando, hasta la puerta, en el momento en que las dos enfermeras se acercaban corriendo.

—Esa muchacha… —comenzó a decir, tratando de deshacerse de las enfermeras.

—¡Señor Travis!

La señorita Pease le tomó del brazo y le impidió el paso con su cuerpo.

—Debería estar en su habitación. ¿Qué hace aquí, por amor de Dios?

—¡Por favor! ¡Déjenme apresar a esa muchacha! —gritaba, tratando de zafarse de los brazos de la enfermera y abrirse paso.

Corrió hasta la esquina del pasillo, pero ya la joven había desaparecido por el otro corredor. Siempre renqueando, se precipitó hacia la escalera; no se oía ruido de pasos. Volvió tan rápido como pudo a su habitación y, a través de la ventana vio que la joven corría apresuradamente en dirección a su automóvil. Ya no tenía esperanzas de alcanzarla.

2

Sentía una extraña sensación de júbilo, que parecía originarse en la boca del estómago y extenderse hasta la punta de los dedos, hasta las uñas, y a la cabeza. No era nada nuevo para Travis; ya lo había experimentado varias veces mientras trabajaba en el periódico. Eso significaba que se hallaba cerca de algo que le gustaría hacer y que no se sentiría satisfecho hasta que no lograra una respuesta a sus dudas.

Siempre consideró esta sensación de la manera más científica posible. La había seguido desde que nacía en el estómago y luego se dispersaba por todo el cuerpo, lo mismo que cuando se toma whisky. Pero nunca supo cuáles eran los fenómenos orgánicos que se producían, qué glándulas volcaban su contenido en la sangre o qué cambios tenían lugar dentro de su cuerpo. Una vez consultó a un psiquiatra. Éste le miró con desconfianza y, desde entonces, no volvió a mencionar aquella sensación ni a consultar a nadie más.

Pero ahora estaba algo preocupado. Generalmente esa sensación se limitaba a sus relatos periodísticos. Por ejemplo, en ocasiones todos los redactores tenían que presentar sugerencias sobre la forma de publicar una serie de artículos sobre Dutch McCoy. Dutch era el rey de los jugadores de Union City.

El director pedía un voluntario que tuviera una idea original. La misma sensación de júbilo le sobrevenía a Travis cuando se le ocurría una de esas ideas.

—Yo me ocuparé del trabajo sobre Dutch —dijo Travis a Cline.

—¿Qué dices? —rugió Cline—. Sólo he dicho que necesito una idea.

—Creo que la tengo.

—Ojalá sea buena —prosiguió Cline—. ¿De qué se trata?

—Hagamos que el mismo Dutch escriba el relato y se ocupe también de las ilustraciones.

El pesado puño de Cline cayó con fuerza sobre el escritorio. Nadie reparó especialmente en ese acto.

—¡Que Dutch escriba tu artículo necrológico, querrás decir! ¿Es que tienes aserrín en la cabeza?

—No dispongo de todo el día, Cline —dijo Travis—. Tengo que terminar un trabajo, ¿recuerdas? No me interesa lo que tú pienses de mis facultades mentales. Sólo quiero saber cuándo comienzo y para cuándo lo necesitas.

Su experiencia de diez años en el periódico —igual a la del mismo director— le daba a Travis cierto derecho para emplear algunos principios elementales de psicología práctica con un hombre como Cline, de genio tan particular.

El director Cline suspiró largamente y con todas sus fuerzas.

—Está bien —dijo—. Escribe tu parte y dinos para cuándo tendremos el resto.

Era en esos momentos cuando el júbilo estallaba en su estómago y se extendía por todo su cuerpo. Reía al recordar lo fácil que había resultado todo.

—¿Qué anda buscando ahora el gran Narigón? —dijo Dutch McCoy—. Y hablando de narices, parece que la tuya está bastante limpia, muchacho.

—Por lo menos, procuro que lo esté —dijo Travis, sentándose en el escritorio del hombre importante—. ¿Qué te parece si trabajamos juntos un rato?

Dutch fijó sus ojos redondos y negros en Travis; denotaban desconfianza:

—¿De qué se trata?

—Me han encargado algo muy difícil, Dutch.

—¡Aja! ¿Y qué tengo que ver con eso?

—Está relacionado con usted… Mi tarea es usted mismo.

Al principio, los ojos de Dutch se ensombrecieron, su labio superior se levantó un poco y Travis esperó una explosión de ira. Pero aquellos ojos redondeados se suavizaron y le miraron con curiosidad.

—¿Y por qué yo?

—Porque usted es todo un personaje.

—Ah, ¿sí? ¿Y quién dice eso?

—Lo dice el periódico «Star».

Finalmente Dutch aceptó la proposición. Él mismo hizo todas las sugerencias; prácticamente fue él quien escribió el artículo. Era muy natural: Dutch era de esa clase de hombres a los que les gusta emprender cualquier cosa. Cuando terminaron, encargó doscientos ejemplares del periódico y una docena de epígrafes para cada fotografía que, por orden suya, serían tomadas por Hal Cable.

La ansiedad que sentía Travis antes de realizar el trabajo era como una especie de desafío. Travis sabía que para conseguirlo tenía que usar su cerebro. Ahora que lo había logrado volvía a sentirse como si flotara.

De pie, en pijama y bata, junto a la ventana de su habitación en el hospital, veía desaparecer la luz de los faros a medida que el automóvil de la joven se alejaba por el camino. Otra vez sentía algo semejante a un desafío. No se trataba, exactamente, de una crónica periodística… Y no necesitaba obtener un «sí» para acometer la tarea. Era inútil que intentara alejar la idea de su mente. Tenía que hacer algo. Llega un anciano al hospital. Por alguna razón, no pueden mantenerlo tranquilo. Parece mal de la cabeza. Por fin, lo introducen en una habitación y lo dejan inconsciente de un golpe; sólo así se explica que se haya callado instantáneamente. ¿Qué había dicho el médico interno? Que lo encontraron desnudo en la calle. Un policía le detuvo; luego llamaron al hospital. Él no puede decir nada a nadie, pero no deja de gritar que no se lo «vuelvan a llevar». Tiene manchas grises en la piel, que después se vuelve más oscura y aparecen algunas motas rojizas y purpúreas.

Sin duda, nadie sabe de dónde ha venido. Nadie viene a verlo. Los médicos tratan de averiguar qué mal le aqueja. Al menos, eso es lo que podría deducirse, ya que el médico interno dijo que no habían podido diagnosticar inmediatamente la enfermedad del anciano.

Luego llega la muchacha. ¿Cómo sabe ella que el viejo está en el hospital? Tiene una aguja hipodérmica y sabe usarla. Quiere matar al anciano. Ahora, veamos: ¿por qué una linda joven como ella quiere matar a un viejo que casi ha sido olvidado? ¿Por qué miró a Travis con tanto odio? ¿Por qué luchó con él de aquel modo encarnizado?

Travis movía la cabeza, tratando de contestar estas preguntas. Luego, se retiró de la ventana y caminó hasta la puerta. Todas las luces de los cuartos que daban al corredor estaban apagadas, excepto la suya. La apagó y se encaminó hacia el vestíbulo. Estaba excepcionalmente tranquilo y no se veía ninguna enfermera en la sala.

Siguió adelante. Sólo se oía el ruido de sus pasos. Giró por el pasillo y se dirigió a la habitación del anciano. Quizá se hubiera despertado. O, tal vez, la joven se habría olvidado de algo que serviría para identificarla.

Cuando llegó a la habitación 326 encontró a las dos enfermeras, muy atareadas, limpiando y ordenando las cosas que allí se encontraban.

—Señor Travis —dijo la de más edad, la señora Nelson—, esta noche podría ser la última que usted pasa en el hospital, pero no lo será si no vuelve inmediatamente a su habitación.

La más joven, la señorita Pease, arrojaba los restos de la jeringa rota a un cubo.

—¿Cómo está el viejo…? —comenzó a decir, cuando advirtió de pronto, con gran asombro, que habían extendido una sábana sobre el cuerpo del anciano, tapándole el rostro.

—Está muerto —dijo la señora Nelson—. Murió hace pocos minutos.

—¡Qué lástima! —exclamó Travis, dando un rápido vistazo a la habitación—. Seguramente fue aquella muchacha la causante de su muerte. Se puso muy nervioso cuando vio que ella iba a inyectarle algo.

Other books

Fields of Home by Marita Conlon-Mckenna
In the Company of Vampires by Katie MacAlister
The Glass Castle by Jeannette Walls
Green Eyes by Amanda Heath
[Southern Arcana 1] Crux by Moira Rogers
Exit Light by Megan Hart