Las haploides (6 page)

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Authors: Jerry Sohl

Tags: #Ciencia ficción

—Un momento, Cline. Yo no sé nada acerca de esos tres.

—¿Cómo es posible? Entonces te pondré al tanto. Hay tres doctores que informaron sobre casos semejantes al del viejo y al de Grimes. Todos se quejaban de vértigos, fiebre y una sensación de abatimiento. Nada raro, ya que podría tratarse de gripe o muchas otras cosas. Pero los médicos no pudieron dar un diagnóstico. Esta mañana han llevado a los tres al hospital. Allí son cuidadosamente observados.

—Creo que estás desorbitando las cosas, Cline. A partir de ahora, cualquiera que enferme y los médicos no puedan diagnosticar su mal… ¡Ya está! Es el mismo mal que se manifestó por primera vez en el anciano.

—Espera, aún no he terminado. Después de efectuadas las autopsias de los cadáveres del viejo y de Chester Grimes, el departamento de Salud Pública ha intervenido en el asunto. Médicos expertos han examinado los restos y varias universidades piensan enviar especialistas. El departamento de Salud Pública advirtió a los facultativos sobre la posibilidad de que se haya difundido entre nosotros una nueva enfermedad, una especie de plaga… Una plaga negra.

—Por el amor de Dios, yo…

—Tranquilízate. Escucha: esas tres personas, cuya piel estaba inflamada, fueron llevadas al hospital… ¿Te he dicho ya algo sobre la piel? Bueno, prosigo. Los colocaron en un pabellón especial en el Unión City Hospital, para evitar el contagio. Según los últimos informes de esta mañana, a pesar de los cuidados de los médicos y de las transfusiones, la piel de los tres ha adquirido un color levemente grisáceo.

Travis emitió un silbido de sorpresa.

—Acabas de referirte a esta mañana. ¿Acaso ya es de día?

—¿Por qué no miras por la ventana?

—No alcanzo a verla desde aquí. Pasé una mala noche.

—Ya veo dónde vas a ir a parar con tu año de permiso. Bueno, para que lo sepas, ya son las diez de la mañana.

—Gracias. ¿Por qué no me das esos nombres? Los tres están en el hospital… Quizá conozca a alguno de ellos.

—No lo creo. Espera un momento.

Al otro lado de la línea se oyó un susurro. Luego surgió de nuevo la voz de Cline.

—Aquí están. Son Tony Sansona, calle Willard, uno, tres, uno, uno; Jeb (supongo que es Jebedías…, tenemos que comprobar ese nombre) Tobías, avenida Ridgeway, dos, uno, uno, dos, y Matías Kronansky, calle Leland, siete, uno, uno.

Travis anotó los nombres.

—Oye, Travis, no seas malo y quédate a esperar a Elmer.

—Al diablo con Elmer. Si en verdad hay una plaga, éste es el mejor momento para irme de la ciudad.

—¡No te irás en un momento así!

—Quizá no lo haga, Cline. Pero no me culpes si no estoy aquí cuando llegue Elmer. Se me acaba de ocurrir algo. Tengo que trabajar…

—Cuéntame algo.

—Llamaré por teléfono si descubro algo interesante.

Colgó el receptor.

Plaga. La muerte negra. A Travis no le parecía posible. ¿No era ésa una enfermedad transmitida por las ratas en épocas pasadas? Seguramente, con las modernas cañerías, sistemas de alcantarillado y la higiene actual… No, tenía que ser algo distinto. Quizás algo que se fabricaba en el edificio incendiado. Tal vez las personas que originaron la plaga, o lo que fuera, habían prendido fuego al edificio pensando que de ese modo destruirían los gérmenes. ¡Pero era demasiado tarde! La plaga ya se había extendido…, y un hombre llamado Gibson Travis y un oficial de policía, el capitán Tomkins, sin olvidar a Mac, el chófer, y todos los que se acercaron al edificio, podían estar contaminados.

El pánico se apoderó de Travis. Tenía que cuidarse. ¡Diablos!, no estaba enfermo… todavía.

De pronto, recordó su decisión de abandonar el esclarecimiento del misterio. Pensó en que era curioso cómo las cosas adquieren diferente aspecto a la luz del día. ¿Cómo había expresado Shakespeare este pensamiento? «Así la firmeza de una resolución puede debilitarse con la pálida sombra de un pensamiento…»

Pensó que si era capaz de realizar algo útil durante su año de excedencia, debía dedicarse a esclarecer el caso del anciano del hospital, el de Chester Grimes y el de las otras tres personas que se hallaban enfermas.

—Lo primero que debo hacer —decidió— es ir a la oficina de impuestos y averiguar un dato muy importante.

4

La oficina de impuestos se encontraba en la planta baja de un edificio municipal, junto a los lavatorios públicos y a los almacenes del Estado. Estaba situada al final de una oscura galería y sobre la puerta se leía «IMPUESTOS MUNICIPALES».

Aquella oficina estaba al tanto de todo lo que sucedía dentro de la ciudad. Detrás de su puerta había archivadores de épocas tan diversas que bastarían para ilustrar una historia de la industria de los archivadores. A medida que la ciudad crecía se agregaban nuevos archivos. Cuando Travis pasó al interior de la oficina encontró, efectivamente, toda clase de ficheros; los había antiguos, muy adornados, con letras redondeadas; también estaban representados los más modernos, de metal gris y tiradores cromados.

Hiram Peaslip, el tasador, tenía mucho en común con su oficina. Era una reliquia, pero una reliquia que vivía en el mundo contemporáneo. Hiram conocía la historia de la ciudad y la de una gran cantidad de personas que la habitaban. Precisamente por eso, resultaba rarísimo que no tuviera el registro del número 1722 de la calle Winthrop. Y más curioso todavía que no supiera a quién pertenecía.

—¿Por qué no vuelve a mirarlo, señor Peaslip? —le urgió Travis—. Debería existir algún dato al respecto. Quizás el tesorero conserve algún recibo.

El señor Peaslip movió la cabeza.

—El señor Adams ordena alfabéticamente todos los recibos. Debe creerme, señor Travis. No está aquí.

Peaslip tosió. A Travis le pareció que lo hacía con cierto nerviosismo.

—Nunca he utilizado un sistema de fichero como éste —dijo Travis—. ¿Por qué no me deja probar? Quizás encuentre lo que busco.

—No puedo permitírselo, señor Travis —dijo Peaslip retorciéndose las manos—. Sencillamente, es imposible.

—¿Olvida usted, señor Peaslip, que los libros de tasación municipal son de propiedad pública?

Travis hizo un movimiento como para dirigirse a los archivos, que se hallaban un poco más allá, detrás de una puerta giratoria.

Peaslip se interpuso.

—No puede entrar. ¿Quiere ocasionarme dificultades? Quédese donde está, hasta que yo pregunte al alcalde si…

—Suba a buscar al alcalde y mientras usted vaya estoy seguro de que encontraré lo que busco.

—Entonces, lo llamaré desde aquí.

—Está usted interfiriendo mis derechos de ciudadano —dijo Travis—. Me quejaré al fiscal.

Los acuosos ojos de Peaslip se humedecieron y su rostro empalideció. Se restregaba las manos con mayor nerviosismo que al principio.

—Por favor, señor Travis. No complique más las cosas. Por favor, váyase.

—Mire, Hiram, yo no quiero causarle dificultades. Sólo necesito saber quién es el dueño de la casa de la calle Winthrop, número uno, siete, dos, dos.

Peaslip se mordía los labios. Miraba a Travis con desconfianza.

—Muy bien —masculló—. Yo…, yo se lo diré, pero prométame que no se lo contará a nadie. Es… ese lugar… era propiedad… se quemó, ¿sabe?, ayer, era…

—Al grano, señor Peaslip. No tengo tiempo que perder.

El tasador municipal se pasó la lengua por los labios.

—No debería decírselo. Esa casa pertenece al señor McCoy.

—¡Dutch McCoy!

El tasador asintió.

—Un millón de gracias, señor Peaslip —dijo Travis—. No se preocupe. Quédese tranquilo, pues no le ocasionaré dificultades. ¿Puedo usar su teléfono? Debo hacer una llamada, pero no tiene nada que ver con Dutch McCoy. ¿Tiene un plano de la ciudad?

Peaslip le extendió, con manos temblorosas, un plano de la ciudad. Travis buscó las tres direcciones: Willard, 1311; avenida Ridgeway, 2112; y Leland, 711. Gruñó desilusionado al comprobar que las direcciones, con excepción de la avenida Ridgeway, se hallaban a varias manzanas de distancia del número 1722 de la calle Winthrop. Tomó el teléfono y marcó el número del «Star». Pidió que le pusieran con la sección de fotografía.

—¿Hal?

—¡Hola! ¡El hijo pródigo!

—No tan pronto, Hal. Mira, tengo un trabajo para el que necesito tu colaboración.

—¿Quieres que te preste dinero?

—Nada de eso. Hablo en serio.

—Bueno, bueno. Te escucho.

Travis le explicó que, a pesar de que había decidido abandonar la investigación del misterio del anciano, los tres nuevos casos le habían hecho cambiar de idea.

—¿Para quién trabajas? Diablos, Trav no es de los que trabajan por nada. Siempre has pensado en ti mismo.

—¿Tú crees? Bueno, quizás haya cambiado. Quizá me hayan hecho cambiar un viejo muerto y completamente negro y un vagabundo, y ahora otras tres personas que se encuentran en la misma situación.

—Oí decir que también estaba complicada una chica. ¡Qué suerte tienes! Me contaron que tuviste que luchar con ella. ¿Has aprendido alguna presa nueva?

—Siempre tan chistoso. ¿Quieres ayudarme o no?

—Bueno, bueno. ¿Qué tengo que hacer?

—¿Puedes salir esta tarde?

—Claro que sí.

—Te invitaré a todas las copas que quieras si vas a ver a alguien de la familia de Tony Sansona en la calle Willard, número uno, tres, uno, uno. ¿Me comprendes? Y también a casa de Matías Kronansky, que vive en Leland, número siete, uno, uno. Del otro individuo me ocuparé yo mismo.

—Éstos son los tipos que están en el Union Hospital. Tienen…, no sé lo que es.

—Y se me acaba de ocurrir algo más, Hal… ¡Son todos hombres!

—¿Bromeas? ¿Qué esperabas, entonces? ¿Una rubia?

—No…, fue una ocurrencia, nada más.

—¿Qué es lo que tengo que buscar, Trav?

—A eso iba. Quiero saber si Sansona o Kronansky han rondado el número uno, siete, dos, dos de la calle Winthrop… Ya sabes…, el laboratorio que se incendió.

—Lo leí esta mañana en el periódico. También vi que te nombraban.

—No tuve tiempo de leerlo.

—¿Cuándo y adonde puedo llamarte por teléfono? Tal vez debiéramos concretar un sitio para vernos; así podré cobrarme las copas que me ofreces.

—Escucha. ¿Recuerdas aquella taberna que queda en la calle Empire? Se llama El Muchacho Risueño.

—¿Esa porquería?

—Queda cerca del lugar que nos interesa.

—Allí la mejor bebida sólo vale dos centavos.

—Entonces te invitaré a dos rondas. Nos encontraremos allí, por ejemplo a las cinco de la tarde. ¿Qué te parece?

—Bien, de acuerdo… Hasta luego.

Travis se despidió de Hiram Peaslip que había estado escuchando atentamente la conversación. Sólo obtuvo una especie de gruñido como respuesta. Salió de la oficina.

En el quiosco de la esquina compró un ejemplar del «Star». Allí leyó el relato de las dos misteriosas muertes y de su encuentro con una hermosa rubia que se proponía asesinar a un anciano. En cambio, no se citaban los tres nuevos casos. Se encaminó hacia la oficina de Dutch McCoy.

El célebre tahúr dirigía sus negocios desde una modesta oficina del centro… Al menos, para el visitante común tenía ese aspecto de modestia. Pero Travis conocía bien sus micrófonos, sus lugares ocultos que servían para espiar a los clientes y las puertas a prueba de balas.

Los jóvenes elegantes, de cabello lustroso, mirada de sabueso y prominentes sobaqueras, no le pusieron dificultades. Pasó junto a ellos y entró rápidamente en el despacho de Dutch.

—¡Phillips Gibbs! —gruñó Dutch desde su escritorio, tendiéndole una mano pequeña y gorda—. Aquí está el que todo lo sabe, todo lo ve y todo lo cuenta. Siéntese y tome un cigarro.

—No, gracias.

Travis se sentó.

—¿En qué puedo servirle, amigo mío?

—Se lo voy a explicar en pocas palabras, Dutch. ¿Qué puede decirme del edificio que se incendió ayer en la calle Winthrop uno, siete, dos, dos?

Dutch no pareció sorprenderse por la pregunta.

—¿Qué puedo decirle? —preguntó con calma.

—¿Era de su propiedad el laboratorio que se quemó?

—¡Qué gracioso…! La policía me hizo la misma pregunta esta misma mañana. Le diré lo que les contesté a ellos. No, no era mío ese laboratorio.

—Entonces, ¿de quién era?

Dutch meneó la cabeza.

—No tengo la menor idea.

—Pero usted era el dueño de la casa.

—Está hablando como un policía. Por supuesto, yo la arrendaba… Ellos también me preguntaron a quién se la alquilaba, y yo les contesté que eso era asunto mío.

—¿A
quién
alquilaba la casa?

—Travis, ya sabe que yo le aprecio. —Dutch encendió un cigarro y prosiguió—: ¿Y sabe algo más? Se lo voy a decir:
no sé nada más
.

Travis se levantó.

—¡Eso no es una respuesta!

—No estoy acostumbrado a que me hablen en ese tono —dijo Dutch en voz cortante.

—Si hay alguien en esta ciudad que sabe todo lo que pasa, es usted. ¿Cómo va a hacerme creer que no conoce a la persona a quien alquilaba su propia casa?

—Muy bien, Travis —dijo Dutch, volcando la ceniza de su cigarro en un cenicero—. Voy a decirle lo que pasó: recibo una llamada telefónica. Es una mujer. Está enterada de que yo tengo esa casa desocupada. Me pregunta si quiero alquilarla. Yo le contesto: «De acuerdo». Ella pregunta: «¿Cuánto?» Como no me agrada el timbre de su voz, le respondo: «Mil dólares por mes». La mujer agrega: «Mañana recibirá seis mil dólares por correo. Nos mudaremos la próxima semana». Yo le digo: «Trato hecho». Al día siguiente recibo la cantidad estipulada en billetes de cien dólares. ¿Qué diablos me importa todo lo demás? Nunca fui a ver la casa desde entonces.

—Gracias, Dutch —dijo Travis—. ¿Cuánto tiempo hace de esto?

Dutch reflexionó unos instantes.

—Fue hace seis meses.

—Gracias nuevamente, Dutch.

—¿Me cree? —preguntó Dutch, mirándole con llaneza.

Travis no podía saber si le había mentido o no, pero se sintió predispuesto a creerle.

—Sí, le creo.

—Usted es un buen chico. Me inspira simpatía.

Travis estaba acostumbrado a conducir uno de los automóviles del «Star»; ahora se veía obligado a elegir entre un taxi y un autobús. Como quería economizar, tomó un autobús que le llevó hasta el otro extremo de la ciudad, como el día anterior. Buscaba la casa de Jeb Tobías en la avenida Ridgeway, 2112, la misma avenida que había visitado veinticuatro horas antes. Comprobó que se hallaba a pocas manzanas de distancia del almacén donde vivía la pequeña Lila.

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