—Pero, padre, suponiendo que me salvara la vida y que hiciese mi fortuna —dijo Lucien—, me dispensa de toda gratitud.
—Pequeño bribón —dijo el clérigo, sonriendo y cogiendo la oreja de Lucien para retorcérsela con una familiaridad casi real—, si fuese ingrato conmigo, sería un hombre fuerte y me doblegaría ante usted; pero aún no ha llegado a ese punto, ya que, de simple escolar, ha querido pasar a maestro demasiado pronto. Es el defecto de los franceses de su época, Todos han sido halagados por el ejemplo de Napoleón. Presentan su dimisión porque no han podido conseguir la charretera que ambicionaban… Pero ¿han puesto toda su voluntad y todas sus acciones al servicio de una idea?…
—¡Ah, no! —exclamó Lucien.
—Usted ha sido lo que los ingleses llaman
inconsistent
—continuó el canónigo, sonriendo.
—¡Qué importa lo que yo haya sido, si ya no puedo ser nada! —exclamó Lucien.
—Detrás de sus bellas cualidades se encuentra una fuerza
semper virens
—dijo el sacerdote, queriendo demostrar que sabía un poco de latín—, y nada se le resistirá en el mundo. Ya le quiero bastante… —Lucien sonrió con aire incrédulo—. Sí —continuó el desconocido, respondiendo a la sonrisa de Lucien—, me interesa como si fuese mi hijo, y soy lo suficientemente poderoso como para hablarle con el corazón en la mano, como usted acaba de hablarme. ¿Sabe lo que me gusta de usted?… Ha hecho de sí mismo tabla rasa y puede escuchar un curso de moral que no se puede oír en ninguna otra parte, ya que los hombres, en conjunto, son aún más hipócritas de lo que suelen ser cuando su interés les obliga a representar una comedia. Por eso se pasan una buena parte de su existencia intentando ahogar lo que han dejado crecer durante su adolescencia. Esta operación se llama adquirir experiencia.
Lucien, mientras escuchaba al padre, se decía:
«Éste es algún viejo político que está encantado de divertirse por el camino. Se complace en hacer cambiar de opinión a un pobre muchacho que se encuentra al borde del suicidio y me va a abandonar al borde de la broma… Pero comprende bien la paradoja y me parece tan fuerte como Blondet o Lousteau».
A pesar de esta prudente reflexión, la corrupción intentada por este diplomático sobre Lucien penetraba de forma profunda en aquella alma dispuesta a recibirla, y hacía tanto más daño cuanto que se apoyaba en ejemplos célebres. Interesado por el encanto de esta cínica conversación, Lucien se agarraba tanto más a la vida cuanto que se sentía empujado desde el fondo de su suicidio a la superficie por un potente brazo.
En esto, el sacerdote triunfaba, evidentemente. Por eso, de vez en cuando, acompañaba sus sarcasmos históricos con una maliciosa sonrisa.
—Si su forma de tratar la moral se parece a su manera de ver la historia —dijo Lucien—, quisiera saber cuál es en este momento el móvil de su aparente caridad.
—Esto, jovencito, es el último punto de mi plática, y me permitirá que me lo reserve, ya que así no nos separaremos hoy —replicó, con la finura de un sacerdote que ve triunfar su malicia.
—Pues bien, hábleme de moral —dijo Lucien, que se dijo para sí: «Voy a hacer que se descubra».
—La moral, amigo mío, comienza con la ley —dijo el sacerdote—. Si sólo contara la religión, las leyes serían inútiles: los pueblos religiosos tienen pocas leyes. Por encima de la ley civil se encuentra la ley política. ¡Y bien! ¿Quiere saber lo que, para un hombre político, está escrito sobre la frente de su siglo diecinueve? Los franceses inventaron en 1793 una soberanía popular que ha terminado con un emperador absoluto. Esto es lo tocante a su historia nacional. En cuanto a las costumbres: la señora Tallien y la señora de Beauharnais han tenido la misma conducta, Napoleón se casa con una, hace de ella la emperatriz, y nunca ha querido recibir a la otra, a pesar de que fuera una princesa.
Sans-culotte
en 1793, Napoleón se ciñe la corona de hierro en 1804. Los feroces amantes de la Igualdad o la Muerte de 1792, se convierten, a partir de 1806, en cómplices de una aristocracia legitimada por Luis XVIII. En el extranjero, la aristocracia, que hoy en día se ha instalado, dominante, en el
faubourg
Saint-Germain, se ha comportado peor: ha sido usurera, comerciante, ha hecho pastelillos, ha sido cocinera, granjera, pastora de corderos. En Francia, por tanto, la ley política, al igual que la ley moral, han desmentido ambas su comienzo a su final, sus opiniones por la conducta, o la conducta por las opiniones. No ha habido lógica ni en el gobierno ni en los particulares. Por lo tanto, ya no disponen ustedes de moral. Hoy en día, en su patria, el éxito es la razón suprema de todas las acciones, cualesquiera que sean. El hecho no es ya nada en sí mismo, y se encuentra entero en la idea que los demás se forman sobre él. De ahí, muchacho, un segundo precepto: ¡conserve siempre las buenas apariencias!, esconda el revés de su vida y presente un derecho! muy brillante. La discreción, esta divisa de los ambiciosos, es la de nuestra Orden, hágala suya. Los grandes cometen casi tantas bajezas como los miserables, pero las cometen en la sombra y hacen gala de su valor: siguen siendo grandes. Los pequeños despliegan sus virtudes en la sombra, exponen sus miserias a la luz pública: son despreciados. Usted ha escondido sus grandezas y ha mostrado sus llagas. Ha tenido públicamente por amante a una actriz, ha vivido con ella, en su casa; no era digno de reprensión, en absoluto, todos les encontraban al uno y al otro perfectamente libres, pero rompían por completo las ideas del mundo, y no han tenido la consideración que el mundo concede a aquellos que obedecen sus leyes. Si hubiese dejado a Coralie a ese tal señor Camusot, si hubiese ocultado sus relaciones con ella y se hubiese casado con la señora de Bargeton, sería prefecto de Angulema y marqués de Rubempré. Cambie de conducta, deje a un lado su belleza, sus encantos, su ingenio y su poesía. Si se permite pequeñas infamias, que sea entre cuatro paredes: a partir de entonces ya no será culpable de ensuciar las decoraciones de este gran teatro llamado mundo. Napoleón llama a esto lavar la ropa sucia en familia. Del segundo precepto se infiere el corolario: Todo estriba en las apariencias. Existen personas sin instrucción que, obligadas por la necesidad, violentamente, se apoderan de una suma cualquiera que pertenece al prójimo; se les denomina criminales y están obligados a vérselas con la justicia. Un pobre hombre con talento descubre un secreto cuya explotación equivale a un tesoro, uno le presta tres mil francos (a ejemplo de esos Cointet que se han encontrado con sus tres mil francos en la mano y que van a despojar a su cuñado), le atormenta de forma que le ceda todo el secreto o parte de él, uno sólo tiene la amenaza de la conciencia, y nuestra conciencia no nos lleva ante un Tribunal. Los enemigos del orden social aprovechan este contraste para enojarse en nombre del pueblo de que se envíe a galeras a un ladrón nocturno de gallinas de una granja, mientras que un hombre que arruina a varias familias haciendo una quiebra fraudulenta, apenas va unos meses a la cárcel; pero esos hipócritas saben que al condenar al ladrón, los jueces mantienen la barrera entre los pobres y los ricos, que si fuese derribada conduciría al fin del orden social; mientras que el que se declara en quiebra, el diestro captador de herencias, el banquero que destroza un negocio en su provecho, sólo producen desplazamientos de fortuna. De este modo la sociedad, hijo mío, está forzada a distinguir, por cuenta suya, lo que le hago distinguir por la de usted. El gran punto es igualar a toda la sociedad. Napoleón, Richelieu, los Médicis se igualaron a su siglo. Usted, ¡usted se preocupa por doce mil francos!… Su sociedad ya no adora al verdadero Dios, sino al Becerro de Oro. Ésta es la religión de su Carta que, en política, sólo cuenta con la propiedad. ¿No se dice en todas ocasiones: Tratad de ser ricos?… Cuando tras haber sabido encontrar legalmente una fortuna, sea rico y marqués de Rubempré, se permitirá el lujo del honor. Entonces hará profesión de tanta delicadeza, que jamás se atreverán a acusarle de que haya carecido de ella, si alguna vez llega a faltarle mientras hace fortuna, cosa que no le aconsejaría nunca —dijo el sacerdote, tomando la mano de Lucien y dándole unas palmaditas—. ¿Qué es lo que tiene que meterse entonces en esa bella cabeza?… Únicamente la siguiente cuestión: Proponerse una meta brillante y ocultar los medios para llegar hasta ella, escondiendo siempre la marcha. Ha obrado como un niño, sea ahora hombre, sea cazador, colóquese a cubierto, embósquese en el mundo parisiense, espere una presa y un azar; no malgaste, no prodigue ni su persona ni lo que se llama dignidad, ya que todos obedecemos a alguna cosa, a un vicio, a una necesidad, pero observe siempre la ley suprema: el secreto.
—¡Me asusta usted, padre! —exclamó Lucien—. Esto me parece una teoría de salteador de caminos.
—Tiene razón —le contestó el canónigo—, pero no es creación mía. Así es como razonaron los advenedizos, tanto la casa de Austria como la de Francia. No tiene nada, se encuentra en la situación de los Médicis, de Richelieu, de Napoleón en los comienzos de su ambición. Esas personas, amigo mío, han estimado su futuro al precio de la ingratitud, de la traición y de las más violentas contradicciones. Se ha de arriesgar todo, si se quiere tenerlo todo. ¿Razonamos? Cuando os sentáis a una mesa de
bouillotte
, ¿discute las condiciones? Las reglas están ahí y usted las acepta.
«Bueno —pensó Lucien—, al menos conoce la
bouillotte
».
—¿Cómo se comporta en la
bouillotte
?… —preguntó el sacerdote—. ¿Practica la más bella de las virtudes, la franqueza? No solamente esconde su juego, sino que además trata de hacer creer, cuando está seguro de triunfar, que lo va a perder todo. En una palabra, disimula, ¿no es verdad?… ¡Miente para ganar cinco luises!… ¿Qué diría de un jugador lo bastante generoso como para prevenir a los demás de que tiene juego completo? Pues bien, el ambicioso que quiere luchar con los preceptos de la virtud en una carrera en la que sus antagonistas se juegan el todo por el todo, es un niño al que los viejos políticos dirían lo que los jugadores dicen a aquel que no se aprovecha de sus juegos completos: «Caballero, no juegue nunca a la
bouillotte
…». ¿Es usted quien hace las reglas en el juego de la ambición? ¿Por qué le he dicho que se iguale a la Sociedad?… Porque hoy en día, jovencito, la Sociedad se ha arrogado insensiblemente tantos derechos sobre los individuos, que el individuo se ve obligado a combatir a la Sociedad. Ya no hay leyes, sólo hay costumbres, es decir, arrumacos, siempre la forma. —Lucien hizo un gesto de extrañeza—. ¡Ah!, hijo mío —siguió el sacerdote, temiendo haber sublevado al candor de Lucien—, ¿esperaba acaso encontrar al ángel Gabriel en un sacerdote cargado con todas las inquietudes de la contradiplomacia de dos reyes? Soy el intermediario entre Fernando VII y Luis XVIII, dos grandes reyes que deben ambos su corona a profundas… combinaciones. Creo en Dios, pero creo aún más en nuestra Orden, y nuestra Orden sólo cree en el poder temporal. Para hacer el poder temporal muy poderoso, nuestra Orden defiende a la Iglesia apostólica, católica y romana, es decir, el conjunto de los sentimientos que mantienen al pueblo en la obediencia. Somos los Templarios modernos, tenemos una doctrina. Al igual que el Temple, nuestra Orden fue destruida por las mismas razones: se había igualado al mundo. Si quiere ser soldado, yo seré su capitán. Obedézcame al igual que una mujer obedece a su marido, como un niño obedece a su madre, le garantizo que en menos de tres años será marqués de Rubempré, se casará con una de las más nobles muchachas del faubourg Saint-Germain y un día se llegará a sentar en los bancos de los pares. En estos momentos, si yo no le hubiese distraído con mi conversación, ¿qué sería? Un cadáver imposible de encontrar en el fondo de un pozo; pues bien, ¡haga un esfuerzo de poesía! —Lucien miró a su protector con curiosidad—. El joven que se encuentra sentado ahí, en esta calesa, al lado del sacerdote Carlos Herrera, canónigo honorario del capítulo de Toledo, enviado secreto de Su Majestad Fernando VII a su Majestad el Rey de Francia, para llevarle un despacho en el que tal vez le dice: «Cuando me hayáis libertado, haced colgar a todos los que en estos momentos acaricio, y a mi enviado igualmente, para que sea verdaderamente secreto»; este joven —dijo el desconocido— nada tiene en común con el poeta que acaba de morir. Le he pescado, le he devuelto a la vida y me pertenece como la criatura es del creador; como, en los cuentos de hadas, el Ifrit es del genio y como el Icoglán es del Sultán; como el cuerpo es del alma. Yo le mantendré con mano poderosa en el camino del poder, prometiéndole, además, una vida de placeres, de honores, de continuas fiestas… Nunca le faltará el dinero… Brillará, lucirá, mientras que, encorvado en el barro de los cimientos, yo aseguraré el brillante edificio de su fortuna. Yo, ¡yo amo el poder por el poder! Siempre me sentiré feliz por sus placeres, que a mí me están prohibidos. En una palabra, ¡me haré usted mismo!… Pues bien, el día en que ese pacto de hombre a demonio, de muchacho a diplomático, ya no le convenga, siempre podrá ir a buscar un escondido paraje, como aquél del que hablaba, para ahogarse: será más o menos lo que hoy en día es, desgraciado o deshonrado…
—¡Esto no es precisamente una homilía del arzobispo del Granada! —exclamó Lucien, al ver la calesa detenida en una posta.
—No sé el nombre que quiere dar a esta somera instrucción, hijo mío, ya que le adopto y haré de usted mi heredero, pero es el código de la ambición. Los elegidos de Dios son escaso número. No se puede escoger: o hay que irse al fondo del claustro (y a menudo encontrará allí el mundo en pequeño), o se ha de aceptar este código.
—Tal vez sea mejor no ser tan sabio —dijo Lucien, tratando de sondear el alma de este terrible sacerdote.
—¡Cómo! —continuó el canónigo—. Después de haber jugado sin conocer las reglas del juego, abandona la partida en el momento en que comienza a ser fuerte, en el momento en que se presenta con un sólido padrino… ¡y sin tan siquiera el deseo de tomarse el desquite! ¡Cómo! ¿No siente ansias de subirse a las espaldas de los que le han arrojado de París?
Lucien se estremeció como si un instrumento de bronce, un gong chino, hubiera dejado oír esos terribles sones que ponen los nervios en tensión.
—No soy más que un humilde sacerdote —continuó este hombre, dejando aparecer una horrible expresión en su rostro, atezado por el sol de España—; pero si unos hombres me hubiesen humillado, vejado, torturado, traicionado y vendido, como han hecho con usted los bribones de que me ha hablado, sería como el árabe del desierto… Sí, dedicaría mi cuerpo y mi alma a la venganza. No me importaría acabar mi vida colgado de un gancho, sentado en el garrote, empalado o guillotinado, como en su país; pero no dejaría perder mi cabeza sino hasta después de haber aplastado a mis enemigos bajo mis pies.