Las ilusiones perdidas (90 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Lucien guardaba silencio. Ya no sentía ningún deseo de hacer hablar a aquel sacerdote.

—Unos descienden de Abel y otros de Caín —dijo el canónigo para terminar—; yo tengo la sangre mezclada: Caín para mis enemigos, Abel para mis amigos, y desgraciado de aquel que despierte a Caín… Después de todo usted es francés, yo soy español y, además, canónigo…

«¡Qué naturaleza de árabe!», se dijo Lucien, examinando el protector que el cielo acababa de enviarle.

El padre Carlos Herrera, en apariencia, no ofrecía el aspecto del jesuita, ni tan siquiera del religioso. Grueso y de pequeña talla, manos grandes, ancho tórax, fuerza hercúlea, una mirada terrible, pero suavizada por la mansedumbre del mando; tez bronceada que no dejaba traslucir nada del interior, inspiraban mucha más repulsión que atracción. Unos largos y bonitos cabellos blancos empolvados, a la manera del príncipe de Talleyrand, daban a este singular diplomático el aspecto de un obispo, y la cinta azul, listada de blanco, de la que colgaba un crucifijo de oro, indicaban sin embargo una dignidad eclesiástica. Sus medias de seda negra moldeaban unas piernas de atleta. Su ropa, de exquisita pulcritud, revelaba este minucioso cuidado de su persona, que los sacerdotes no suelen tener normalmente, y menos en España, Un tricornio estaba colocado en la parte delantera del carruaje, blasonado con las armas de España. A pesar de tantas causas de repulsión, sus ademanes, a la vez violentos y melosos, atenuaban el efecto de su fisonomía, y para Lucien, el sacerdote se había hecho evidentemente amable, acariciador, casi un gato.

Lucien examinó hasta los menores detalles con aire preocupado. Se dio cuenta de que en aquel momento se trataba de vivir o morir, ya que se encontraba en el segundo relevo después de Ruffec. Las últimas frases del sacerdote español habían removido muchas cuerdas en su corazón, y, digámoslo para vergüenza de Lucien y del sacerdote, quien con ojo perspicaz estudiaba el bello rostro del poeta, estas cuerdas eran las peores, las que vibran ante el ataque de los sentimientos depravados. Lucien volvía a ver París, volvía a empuñar las riendas del dominio, que sus inexpertas manos habían dejado escapar, ¡se vengaba! La comparación entre la vida de provincias y la de París, que acababa de constituir la más poderosa causa de su suicidio, desaparecía: iba a encontrarse en su ambiente, pero protegido por un político profundo que llegaba hasta la perversión de Cromwell.

«Estaba solo, ahora seremos dos», se decía.

Cuantas más culpas había descubierto en su conducta anterior, más interés había mostrado el eclesiástico. La caridad de este hombre había aumentado en función de la desgracia, y no se extrañaba de nada. Sin embargo, Lucien se preguntó cual podía ser el motivo de este portador de intrigas reales. En primer lugar, se le ocurrió una razón vulgar: ¡los españoles son generosos! El español es generoso al igual que el italiano es envenenador y celoso, como el francés ligero, como franco es el alemán, el judío despreciable y noble el inglés. Dad la vuelta a estas proposiciones y llegaréis al fondo de la verdad. Los judíos han acaparado el oro, escriben
Roberto el Diablo
, interpretan
Fedra
, cantan
Guillermo Tell
, encargan cuadros, levantan palacios, escriben Reisebilder y poesías admirables, son más poderosos que nunca, su religión es aceptada y, por último, conceden empréstitos al papa. En Alemania, por la más simple cosa, preguntan al extranjero: «¿Tiene un contrato?», hasta tal punto se cometen estafas. En Francia, desde hace cincuenta años, se aplauden en escena estupideces nacionales, se continúa llevando sombreros inexplicables, y ¡el gobierno sólo cambia a condición de ser siempre el mismo!… Inglaterra despliega a la faz del mundo perfidias cuyo horror sólo puede compararse a su avidez. El español, después de haber tenido el oro de dos Indias, se ha quedado sin nada. No hay país en el mundo en que existan menos envenenamientos que en Italia y en donde las costumbres sean más fáciles y corteses. Los españoles se han beneficiado mucho de la reputación de los moros.

Cuando el español subió de nuevo a la calesa, dijo al oído del postillón:

—Necesito alcanzar al correo, hay tres francos de propina.

Lucien dudaba en subir, y el sacerdote le dijo: —¡Vamos ya!

Y Lucien subió bajo pretexto de soltar un argumento
ad hominem
.

—Padre —le dijo—, un hombre que acaba de exponer con la mejor sangre fría del mundo las máximas que muchos burgueses tacharán de profundamente inmorales…

—Y que lo son —interrumpió el sacerdote—; por esto es por lo que Jesucristo quería que se diese el escándalo, hijo mío. Y he aquí por qué el mundo siente tan tremendo pavor por el escándalo.

—Un hombre de su temple no se sorprenderá de la pregunta que le voy a hacer.

—Adelante, hijo mío… —dijo Carlos Herrera—, no me conoce bien. ¿Cree que cogería un secretario sin saber si tiene principios seguros como para no quitarme nada? Estoy contento de usted. Tiene aún toda la inocencia del hombre que se mata a los veinte años. ¿Su pregunta?…

—¿Por qué me lo da todo? ¿Cuál es su parte?

El español miró a Lucien y sonrió:

—Esperemos llegar a una cuesta, la subiremos a pie y hablaremos al aire libre. El interior de un carruaje es indiscreto.

El silencio reinó durante algún tiempo entre los dos compañeros, y la rapidez de la marcha ayudó, por así decirlo, a la embriaguez moral de Lucien.

—Padre, ya estamos en la cuesta —dijo Lucien, como despertándose de un sueño.

—Pues bien, andemos —dijo el sacerdote, gritando con fuerte voz al postillón que se detuviera.

Y ambos caminaron carretera adelante.

—Hijo —le dijo el español, cogiendo a Lucien por el brazo—, ¿has meditado la Venecia liberada de Otway? ¿Has llegado a comprender esta amistad profunda, de hombre a hombre, que liga a Pierre con Jaffier, que hace para ellos que una mujer sea una bagatela, y que cambia entre ellos todos los términos sociales?… Pues bien, esto por el poeta.

«El canónigo conoce también el teatro», se dijo Lucien a sí mismo.

—¿Ha leído a Voltaire? —le preguntó.

—Hago algo mejor —contestó el canónigo—; lo pongo en práctica.

—¿No cree en Dios?…

—Bueno, ahora resulta que yo soy el ateo —repuso el sacerdote, sonriendo—. Seamos positivos, hijo mío —continuó, cogiéndole por la cintura—. Tengo cuarenta y seis años, soy hijo natural de un gran señor, sin familia, y tengo corazón… Pero entérate de esto y grábalo en tu cerebro, aun un tanto blando: el hombre siente horror de la soledad. Y de todas las soledades, la soledad moral es la que más le espanta. Los primeros anacoretas vivían con Dios, habitaban el mundo más poblado, el mundo espiritual. Los avaros habitan el mundo de la fantasía y de los placeres. El avaro lo tiene todo, incluido su sexo, en el cerebro. La primera idea que el hombre tiene, su primer pensamiento, sea leproso o forzado, infame o enfermo, es tener un cómplice de su futuro. Para satisfacer este sentimiento, que es la vida misma, emplea todas sus fuerzas, todo su poder, el verbo de su vida. Sin este deseo soberano, ¿hubiese podido Satanás encontrar a sus compañeros?… Ahí se encuentra todo un poema por hacer, que podría ser el prólogo de
El Paraíso Perdido
, que no es sino una apología de la rebelión.

—Éste sería la
Ilíada
de la corrupción —dijo Lucien.

—Pues bien, yo estoy solo, vivo solo. Si bien tengo el ropaje, no por eso poseo un corazón de clérigo. Me gusta la abnegación, tengo ese vicio. Vivo por abnegación, por eso soy sacerdote. No temo a la ingratitud, y soy agradecido. La Iglesia no es nada para mí, es una idea. Me he dado por completo al rey de España, pero no se puede amar al rey de España; me protege, se cierne sobre mí. Yo quiero amar a mi criatura, formarla, modelarla a mi modo, a fin de quererla como un padre quiere a su hijo. Subiré en tu tílburi, muchacho, me alegraré de tu éxito con las mujeres, diré: «¡Este apuesto joven soy yo! Yo he creado a este marqués de Rubempré y lo he lanzado al mundo aristocrático; su alcurnia es obra mía, se calla o habla según mis deseos, me lo consulta todo». El abate de Vermont era eso para María Antonieta.

—¡La llevó al patíbulo!

—No quería a la reina… —respondió el sacerdote—, solo amaba al abate de Vermont.

—¿Tengo que dejar tras de mí la desolación? —dijo Lucien.

—Tengo tesoros, podrás disponer de ellos.

—En estos momentos haría muchas cosas por salvar a Séchard —repuso Lucien con una voz que ya no era la de un suicida.

—Di una sola palabra, hijo mío, y mañana recibirá el dinero suficiente para su libertad.

—¡Cómo! ¿Usted me daría doce mil francos?

—¡Eh, muchacho!, ¿no ves que hacemos cuatro leguas por hora? Vamos a comer en Poitiers. Allí, si quieres firmar el pacto, darme una sola prueba de obediencia, ¡es grande, la quiero!, pues bien, la diligencia de Burdeos llevará quince mil francos a tu hermana…

—¿Dónde están?

El sacerdote español no respondió; Lucien se dijo:

«Ya le he cogido, se burlaba de mí».

Unos momentos más tarde, el español y el poeta subieron de nuevo al coche, silenciosamente. Silenciosamente, el sacerdote metió la mano en la cartera del carruaje y sacó esa bolsa de piel, hecha en forma de talego, dividida en tres compartimientos, tan conocida de los viajeros; extrajo cien portuguesas metiendo por tres veces la ancha mano, que cada viaje salió llena de oro.

—Padre, soy suyo —dijo Lucien, deslumbrado por aquel río de oro.

—Hijo —repuso el sacerdote, besando a Lucien en la frente, con ternura—, esto no es más que la tercera parte del oro que se encuentra en esta bolsa, treinta mil francos, sin contar el dinero de viaje.

—¿Y viaja sólo?… —exclamó Lucien.

—¿Qué importancia tiene? —dijo el español—. Tengo más de cien mil escudos en letras sobre París. Un diplomático sin dinero es lo que tú hace un momento: un poeta sin voluntad.

En el instante en que Lucien subía al coche, con el supuesto diplomático español, Ève se levantaba para dar de beber a su hijo y encontraba la carta fatal, que leyó. Un frío sudor heló el calor tibio que produce el sueño de la mañana; tuvo un mareo y llamó a Marion y a Kolb. A la frase:

—¿Ha salido mi hermano?

Kolb repuso:

—Sí,
señoza
,
andes
de que amaneciera.

—Guardad el más profundo secreto sobre lo que os voy a decir —recomendó Ève a los dos criados—. Mi hermano se ha debido de marchar, sin duda, para poner fin a sus días. Corred los dos, tratad de enteraos discretamente y vigilad las márgenes del río.

Ève se quedó sola, en un estado de estupor horrible de ver. En medio de aquel disgusto, hacia las siete de la mañana, llegó Petit-Claud para hablarle de negocios. En momentos semejantes se escucha a todo el mundo.

—Señora —dijo el procurador—, nuestro pobre querido David está en prisión y ha llegado a la situación que preví al comienzo de todo este asunto. Entonces le aconsejé que se asociara para la explotación de su descubrimiento con sus competidores, los Cointet, que tienen en sus manos los medios de ejecutar lo que con su marido sólo está en período de concepción. Por lo tanto, ayer por la noche, en cuanto me enteré de la noticia del arresto, ¿qué es lo que hice?, me fui a ver a los señores Cointet con la intención de obtener de ellos concesiones que puedan convenirles. Al querer defender este descubrimiento, la vida de ustedes va a continuar siendo lo que es: una vida de perros, en la que sucumbirán, en la que acabarán, agotados y agonizantes, por hacer, con pérdida para ustedes, con alguna persona de dinero, lo que yo quiero hacer con los hermanos Cointet, dándoles el máximo de ventajas. De esta manera evitarán las privaciones, las angustias del combate del inventor contra la avidez del capitalista y la indiferencia de la sociedad. ¡Veamos! Si los señores Cointet pagan sus deudas, si una vez sus deudas pagadas les dan una suma independientemente de lo que suceda en el futuro, mérito o posibilidad del descubrimiento, concediéndoles, desde luego, una parte determinada en los beneficios de la explotación, ¿no estaría contenta?… Usted, señora, se convierte en la propietaria de la imprenta y todo su material, y sin duda la venderá; esto ya valdrá veinte mil francos, y yo le garantizo un comprador por ese precio. Si acepta mediante acta quince mil francos de los señores Cointet, tendrá una fortuna de treinta y cinco mil francos, y con el estado actual de las rentas obtendría una de dos mil francos… Con dos mil francos de renta se puede vivir en provincias. Y recuerde también, señora, que aún tendría que contar las eventualidades de su asociación con los señores Cointet. Digo eventualidades, ya que hay que prever el fracaso. Pues bien, he aquí lo que soy capaz de lograr: en primer lugar, la libertad completa de David; después, quince mil francos entregados a título de indemnización por sus investigaciones, entregados sin que los señores Cointet puedan nunca reclamarlos por ninguna razón, y aunque el descubrimiento fuese improductivo; finalmente, una sociedad formada entre David y los señores Cointet, para la explotación de una patente de invención, a tomar tras un período de prueba, hecho en común y en secreto, del proceso dé fabricación, sobre las siguientes bases: los señores Cointet correrán con todos los gastos. Los fondos que aportará David serán su patente y tendrá la cuarta parte de los beneficios. Usted es una mujer llena de juicio y muy razonable, lo que no sucede a menudo con las mujeres guapas; reflexione sobre estas proposiciones, y las encontrará muy aceptables…

—¡Ah, señor! —exclamó la pobre mujer, llena de desesperación y prorrumpiendo en llanto—. ¿Por qué no vino ayer noche a proponerme esta transacción? Hubiésemos evitado el deshonor y… algo mucho peor.

—Mi discusión con los Cointet, que como habrá supuesto se hacía a espaldas de Métivier, no terminó hasta medianoche. Pero, ¿qué ha podido suceder desde ayer por la noche que sea peor que la detención de nuestro pobre David? —preguntó Petit-Claud.

—Ésta es la espantosa noticia que me he encontrado a mi despertar —repuso ella, tendiendo a Petit-Claud la carta de Lucien—. En este momento me demuestra que es usted nuestro amigo, que se interesa por nosotros, no tengo necesidad de pedirle el secreto…

—Esté tranquila —dijo Petit-Claud, devolviendo la carta después de haberla leído—. Lucien no se matará, Después de haber sido la causa del arresto de su hermano, necesitaba una razón para abandonarles, y ahí yo veo una especie de salida, como entre bastidores.

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