Las ilusiones perdidas (88 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

—Sus consuelos, padre, serían inútiles; es usted español y yo soy francés; usted cree en los mandamientos de la Iglesia, mientras que yo soy ateo…

—¡Santa Virgen del Pilar!… ¡Es ateo! —exclamó el sacerdote, cogiendo del brazo a Lucien con celo casi maternal—. Ésta es una de las curiosidades que me había prometido observar en París. En España no creemos en los ateos… Sólo en Francia pueden tenerse semejantes opiniones a los diecinueve años.

—¡Oh! Yo soy un ateo completo; no creo ni en Dios, ni en la sociedad, ni en la felicidad. Míreme pues bien, padre, ya que dentro de unas horas no existiré… Éste es mi último sol… —dijo Lucien con cierto énfasis, señalando al cielo.

—Pero, ¿qué ha hecho para morir? ¿Quién le ha condenado a muerte?

—Un tribunal soberano, ¡yo mismo!

—¡Criatura! —exclamó el sacerdote—. ¿Ha matado a algún hombre?, ¿le espera el patíbulo? Razonemos un poco. Si quiere entrar, según dice, en la nada, todo le es aquí abajo indiferente. —Lucien inclinó la cabeza en signo de asentimiento—. Pues bien, puede contarme sus penas… ¿Se trata tal vez de algunos amoríos que no van bien?… —Lucien hizo un gesto de hombros muy significativo—. ¿Quiere matarse para evitar el deshonor o porque desespera de la vida? Pues bien, se podrá matar de igual modo en Poitiers que en Angulema, y en Tours igual que en Poitiers. Las arenas movedizas del Loira no devuelven su presa…

—No, padre —replicó Lucien—, ya lo tengo decidido. Hace unos veinte días vi el remanso más encantador para que un hombre, asqueado de este mundo, pueda abordar el otro…

—¿Otro mundo? Entonces usted no es ateo.

—¡Oh! Lo que yo tengo por otro mundo es mi transformación en animal o en planta…

—¿Tiene alguna enfermedad incurable?

—Sí, padre…

—Bueno, ¡entonces ya está! —dijo el sacerdote—. ¿Cuál?

—La pobreza.

El sacerdote miró a Lucien, sonriendo, y le dijo con gracia infinita y sonrisa casi irónica:

—El diamante ignora su valor.

—¡Sólo un sacerdote puede halagar a un hombre que va a morir! —gritó Lucien.

—Usted no morirá —repuso el español con autoridad.

—He solido oír que en las carreteras se desvalijaba a la gente, pero nunca me habían dicho que se les enriqueciera.

—Va a saberlo —dijo el sacerdote, tras de haber examinado si la distancia a la que se encontraba el coche les permitía dar aún algunos pasos solos—. Escúcheme —dijo, masticando su cigarro—, su pobreza no puede ser una razón para morir. Necesito un secretario. El mío acaba de morir en Barcelona. Me encuentro en la misma situación en que estaba el barón de Goërtz, el famoso ministro de Carlos XII, que llegó sin secretario a una pequeña ciudad camino de Suecia, como yo voy hacia París. El barón tropezó con el hijo de un orfebre, digno de mención por una belleza, que sin embargo no iguala, a la de usted… El barón de Goërtz encuentra inteligencia en ese joven, como yo encuentro poesía en su frente; le sube a su coche, como yo le voy hacer subir al mío, y de este muchacho, condenado a bruñir cubiertos y a fabricar joyas en una pequeña ciudad de provincias como Angulema, hace de él su favorito, como usted lo será mío. Una vez en Estocolmo, instala a su secretario y lo abruma de trabajo. El joven secretario se pasa las noches escribiendo y, como todos los grandes trabajadores, contrae una costumbre, se pone a comer papel. El difunto señor de Malesherbes solía hacer desaires, y uno de ellos lo hizo a no sé qué personaje cuyo proceso dependía de su informe. Nuestro joven y guapo amigo comienza por papel blanco, pero se acostumbra a él y pasa a los papeles escritos, que encuentra más sabrosos. Entonces no se fumaba como hoy. Finalmente el pequeño secretario llega, de sabor en sabor, a masticar pergaminos y a comérselos. Por aquel entonces Rusia y Suecia se ocupaban de un tratado de paz que los Estados imponían a Carlos XII, como en 1814 se quería forzar a Napoleón a tratar la paz. La base de las negociaciones era el tratado hecho entre las dos potencias a propósito de Finlandia; Goërtz confió el original a su secretario; pero cuando llega el momento de someter el proyecto a los Estados, se encuentran con la pequeña dificultad de que el tratado no aparece. Los Estados se imaginan que el ministro, por servir a las pasiones del Rey, se ha apresurado a hacer desaparecer esta pieza; el barón de Goërtz es acusado y entonces su secretario confiesa haberse comido el tratado… Se instruye un proceso, se prueba el hecho y el secretario es condenado a muerte. Pero como usted no está en tal situación, acepte un cigarro y fúmelo mientras esperamos nuestra calesa.

Lucien tomó un cigarro y lo encendió, como se hace en España, con el cigarro del sacerdote, diciéndose:

«Tiene razón, siempre tengo tiempo de matarme».

—A menudo acontece —continuó el español— que en el momento en que los jóvenes más desesperan de su futuro, comienza su fortuna. Esto es lo que le quería decir, y he preferido probárselo con un ejemplo. Este guapo secretario condenado a muerte se encontraba en una situación tanto más desesperada cuanto que el rey de Suecia no podía perdonarle, ya que su sentencia había sido dictada por los Estados de Suecia; pero cerró los ojos a una evasión. El apuesto secretario se escapa en una barca con algunos escudos en el bolsillo y llega a la corte de Curlandia, provisto de una carta de recomendación de Goërtz para el duque, a quien el ministro sueco explicaba la manía de su protegido y toda la aventura. El duque coloca al guapo muchacho como secretario de su intendente. El duque era un disipador, tenía una bella esposa y un intendente, tres causas de ruina. Si cree que este guapo muchacho, condenado a muerte por haberse comido el tratado relativo a Finlandia, se corrige de su gusto depravado, no conoce la influencia del vicio sobre el hombre; la pena de muerte no le detiene cuando se trata de un goce que él mismo se ha creado. ¿De dónde proviene este poder del vicio? ¿Es una fuerza que le es propia, o viene de la debilidad humana? ¿Existen gustos que están en los límites de la locura? ¡No puedo por menos de reírme de los moralistas que quieren combatir semejantes enfermedades con bellas frases!… Sucedió un día que el duque, asustado de la negativa que le dio su intendente a propósito de una petición de dinero, quiso revisar las cuentas, ¡una tontería! No hay nada más fácil que preparar una cuenta; la dificultad no está precisamente ahí. El intendente confió todos los documentos a su secretario, para que estableciera un balance de la lista civil de Curlandia. En medio de su trabajo y de la noche en que lo acababa, nuestro pequeño comedor de papel se da cuenta de que está masticando un recibo del duque por una cantidad considerable: el miedo se apodera de él, se para a mitad de la firma y corre a arrojarse a los pies de la duquesa, explicándole su manía, implorando la protección de su soberana e implorándola en medio de la noche. La belleza del joven empleado causó tal impresión sobre esta mujer, que se casó con él cuando se quedó viuda. Así, en pleno siglo dieciocho, en un país en el que reinaba el blasón, el hijo de un orfebre se convirtió en príncipe soberano… ¡Y ha llegado a ser algo mejor!… Ha sido regente a la muerte de la primera Catalina, ha gobernado a la emperatriz Ana y ha querido ser el Richelieu de Rusia. Pues bien, hijo mío, entérese de esto: y es que si usted es más guapo que Biren, yo valgo mucho más, a pesar de ser canónigo, que el barón de Goërtz. Por tanto, ¡suba!, le encontraremos un ducado de Curlandia en París y, a falta de ducado, siempre encontraremos a la duquesa.

El español cogió del brazo a Lucien y le obligó literalmente a subir al coche, y el postillón cerró la portezuela.

—Ahora hable, le escucho —dijo el canónigo de Toledo a Lucien, estupefacto—. Soy un viejo sacerdote a quien puede decirlo todo sin peligro alguno. Sin duda se ha debido comer su patrimonio o el dinero de su mamá. Habrá hecho alguna locura, y tiene honor hasta en la punta de sus preciosas botas… ¡Vaya!, confiésese con todo atrevimiento, como si se hablara a sí mismo.

Lucien se encontraba en la situación de aquel pescador de no sé qué leyenda árabe, quien, queriendo ahogarse en pleno océano, cae en medio de un país submarino y le hacen rey. El sacerdote español parecía tan verdaderamente afectuoso, que el poeta no dudó en abrirle su corazón: por lo tanto, de Angulema a Ruffec, le contó toda su vida, sin omitir ninguna de sus faltas y terminando por el último desastre que acababa de causar. En el momento en que terminaba esta narración, tanto más poéticamente explicada cuanto que Lucien la repetía por tercera vez en los últimos quince días, llegaban al punto, en que, en la carretera, cerca de Ruffec, se extienden las posesiones de la familia Rastignac, cuyo nombre, la primera vez que lo pronunció, provocó Un movimiento en el español.

—De aquí —dijo— es de donde marchó el joven Rastignac, que no está desde luego a mi altura, pero que ha tenido más suerte que yo.

—¡Ah!

—Sí, esta especie de solar es la casa de su padre. Se ha convertido, como le decía, en el amante de la señora de Nucingen, la mujer del famoso banquero. Yo me he dejado llevar por la poesía; él, más hábil, se ha decidido por lo positivo…

El sacerdote hizo detener la calesa y quiso, por curiosidad, recorrer la pequeña avenida que llevaba de la carretera a la casa, mirándolo todo con más interés que el que Lucien podía esperar de un sacerdote español.

—Así pues, ¿conoce a los Rastignac?… —le preguntó Lucien.

—Conozco a todo París —le dijo el español, subiendo de nuevo a su coche—. De modo que, por carecer de diez o doce mil francos, se iba a suicidar. Es un niño y no conoce ni a los hombres ni las cosas. El destino vale en la medida que un hombre lo valora y lo estima, y usted ha puesto a su futuro un precio de doce mil francos; pues bien, yo, ahora mismo, le voy a comprar por más. En cuanto a la prisión de su cuñado, eso es una fruslería. Si ese querido señor Séchard ha hecho un descubrimiento, será rico. Los ricos nunca han ido a prisión por deudas. No me parece que esté muy fuerte en Historia. Existen dos historias: la Historia oficial, mentirosa, la que se enseña, la
Historia ad usum delphini
; y luego la Historia secreta, en la que se escriben las verdaderas causas de los acontecimientos, una historia vergonzosa. Déjeme que le cuente, en cuatro palabras, otra historieta que no conoce. Un ambicioso, sacerdote y joven, quiere entrar en los negocios públicos y se convierte en el perro faldero del favorito, el favorito de una reina; el favorito se interesa por el sacerdote y le otorga el rango de ministro, concediéndole un puesto en el Consejo. Una noche, uno de esos hombres que creen hacer un favor (nunca haga un favor que no le hayan pedido), escribe al joven ambicioso que la vida de su benefactor está amenazada. El rey se ha enojado por tener quien lo domina, y mañana el favorito tiene que ser asesinado si acude a palacio. Ahora, dígame: ¿Qué hubiese hecho si hubiese recibido esa carta?

—Habría ido inmediatamente a avisar a mi protector —repuso vivamente Lucien.

—Es una reacción más del niño que revela su historia —dijo el sacerdote—. Nuestro hombre se dijo: Si el rey llega hasta el crimen, mi protector está perdido; debe haber recibido esta carta demasiado tarde. Y durmió hasta la hora en que mataron al favorito…

—¡Es un monstruo! —exclamó Lucien, quien sospechó en el sacerdote la intención de ponerle a prueba.

—Todos los grandes hombres son unos monstruos. Éste se llama el cardenal de Richelieu —repuso el canónigo—, y su bienhechor se llamaba el mariscal de Ancre. Ya ve que no conoce su historia de Francia. ¿No tenía razón al decirle que la historia enseñada en los colegios es una colección de fechas y hechos, excesivamente sospechosa en principio, pero sin el menor alcance? ¿Para qué le sirve saber que Juana de Arco ha existido? ¿Ha sacado alguna vez la conclusión de que si Francia hubiese aceptado entonces la dinastía Anjou de los Plantagenet, los dos pueblos unidos tendrían hoy en día el imperio del mundo y que las dos islas donde se forjan los desórdenes políticos del continente serían dos provincias francesas?… ¿Ha llegado a estudiar los medios por los que los Médicis, simples comerciantes, llegaron a ser grandes duques de Toscana?

—Un poeta de Francia no ha de ser un benedictino —repuso Lucien.

—Pues bien, muchacho, llegaron a grandes duques de la misma forma en que Richelieu se convirtió en ministro. Si hubiese buscado en la historia las causas de los acontecimientos, en lugar de aprender de memoria las etiquetas, hubiese aprendido normas para su conducta. De lo que acabo de tomar al azar en la colección de los hechos verdaderos, resulta esta ley: No vea en los hombres, y sobre todo en las mujeres, algo! más que meros instrumentos; pero no deje que se percaten de ello. Adore, como si de Dios se tratara, a aquel que está situado más alto que usted, puede serle útil, y no lo abandone hasta que haya pagado caro su servilismo. En el comercio del mundo sea ávido y rastrero como el judío; haga por el poder todo lo que él hace por el dinero. Pero, también, sienta por el hombre caído la misma pena que si no hubiese existido. ¿Sabe por qué tiene que comportarse así?… Quiere dominar al mundo, ¿no es verdad? Pues es preciso comenzar por obedecer al mundo y estudiarlo bien. Los sabios estudian los libros, los políticos estudian a los hombres y sus intereses y las causas que originan sus acciones. Pero el mundo, la sociedad, los hombres considerados en conjunto, son fatalistas; adoran el éxito. ¿Sabe por qué le estoy dando ese pequeño curso de historia? Porque le creo de una ambición desmesurada…

—¡Sí, padre!

—Ya lo he visto —continuó el canónigo—. Pero en ese momento se dice: «Este canónigo español inventa anécdotas y me estruja la historia para probarme que he tenido demasiado poca virtud…» —Lucien esbozó una sonrisa al ver tan bien adivinados sus pensamientos—. Pues bien, muchacho, consideremos lo pasado como simples trivialidades —dijo el sacerdote—. Un día Francia casi es conquistada por los ingleses, el rey no tiene más que una provincia. Del seno del pueblo, dos seres se alzan: una pobre muchacha, esta misma Juana de Arco de la que hablábamos, y luego un burgués llamado Jacques Coeur. Una da su brazo y su prestigio de virginidad, el otro su oro; el reino ha sido salvado; ¡pero la muchacha ha quedado prisionera!… El rey, que podía rescatar a la muchacha, la deja quemar viva. En cuanto al heroico burgués, el rey deja que sea acusado de crímenes capitales por sus cortesanos, que se apropian de todos sus bienes. Los despojos del inocente, perseguido, acusado y abatido por la justicia, enriquecen a cinco casas nobles… Y el padre del arzobispo de Bourges sale del reino, para no volver allí, sin un céntimo de sus bienes de Francia, sin otro dinero que el que había confiado a los árabes, a los sarracenos de Egipto. Todavía puede decir: Estos ejemplos son muy antiguos, todas estas ingratitudes tienen trescientos años de Instrucción Pública y los esqueletos de aquella edad son fabulosos. ¡Y bien, amigo mío!, ¿cree en el último semidiós de Francia, en Napoleón? Tuvo a uno de sus generales en desgracia, no le hizo mariscal sino a pesar suyo, nunca se sirvió de él de buena gana. Ese mariscal se llamaba Kellermann. ¿Sabe por qué?… Kellermann salvó a Francia y al primer cónsul en Marengo mediante una audaz carga que fue aplaudida en medio de la sangre y el fuego. Esta carga heroica ni siquiera se mencionó en la orden del día. La causa de la frialdad de Napoleón hacia Kellermann es la misma que la de la desgracia de Fouché, del Príncipe de Talleyrand; es la ingratitud del rey Carlos VII, de Richelieu, la ingratitud…

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